10. Deuda de vida

Retalhuleu,

domingo 14 de mayo de 1871

La columna rebelde vadeó el río Nil a hora temprana con la misma tranquilidad que los venados bajaban a abrevar en sus aguas, ajenos a la mirada de los cazadores. El día prometía ser caluroso, pero el sol, una deslumbrante y rojiza patena, era todavía benigno. Quizá por eso la hueste rebelde marchaba de buen talante. Se podía percibir en la animación que reinaba entre ellos mientras cruzaban el tupido bosque que el Nil dividía en dos. Los abruptos caminos de la sierra, las nieblas, la humedad, el frío, habían quedado atrás, y los hombres agradecían ahora el aire cálido y cargado de fragancias de la Costa Sur.

Néstor Espinosa, empero, cabalgaba acuciado por uno de los intraducibles pálpitos que de vez en cuando le asaltaban. Basilio, quien marchaba junto a él inmerso en un atropellado monodiálogo en voz alta que competía a esa hora con el ruidoso parloteo de urracas, loros y otros moradores de la arboleda, se percató de la escasa atención que Néstor le prestaba e interrumpió la cháchara.

—¿Te ocurre algo, estás bien?

—Sí, estoy bien. Es sólo que esto no me gusta.

—¿A qué te refieres?

—A que no me convence que el corregidor de Retalhuleu, haya abandonado el pueblo con su tropa y haya dicho pasen adelante, están ustedes en su casa.

—¿Cuánto falta para Retalhuleu? —preguntó alguien cerca.

—Cosa de media hora —respondió Basilio.

Saint-Just se había aproximado a la pareja y Basilio lo metió en la conversación.

—Una pregunta, doctorazo. ¿Usted cree que la gente de este pueblo nos quiera hacer una chulada?

—No, no lo creo. San Marcos se rindió así. El corregidor y sus tropas se largaron y aquí vuelve a ocurrir lo mismo. El corregidor Cárdenas y el alcalde Sologaistoa sabían lo que les esperaba si no entregaban el pueblo. Se arralaron y dieron el piojo. Y no hay más.

Lo dijo en el tono petulante que le era peculiar. La guerra y el exilio habían acentuado los huesos de su rostro y se veía más flaco. También su extremismo se había afilado y, debido a que dominaba como pocos la retórica radical, se había alejado de García Granados para convertirse en consejero de Rufino.

Su explicación tenía, no obstante, fundamento. La política del presidente Cerna de permitir a los rebeldes entrar con libertad en los pueblos de tierra fría, a fin de evitar daños a personas y bienes, parecía refrendarse en tierra caliente. Guadalupe Sologaistoa, alcalde de Retalhuleu, se había acercado al general García Granados la noche antes con el fin de rendirle el pueblo. Y aunque hasta Rufino había visto el gesto con buen ojo, a Néstor le parecía rara una táctica tan benévola en un gobierno que no se andaba con finuras a la hora de castigar y reprimir. Pero no podía explicar su suspicacia de otro modo que no fuese aquella misteriosa punzada que se le ponía de vez en cuando por debajo del esternón.

—De todos modos, no me huele bien —dijo—. Esto de dejarnos entrar en los pueblos como Pedro por su casa debe de obedecer a una estrategia.

—No busque pelos donde no los hay —replicó Saint-Just—. Cárdenas no podía defender la villa. Su tropa estaba mal armada y, llevándosela de Retalhuleu, evitaba que se uniera a la nuestra.

—Puede, pero Sologaistoa no me parece de fiar. Decir que entregaba Retalhuleu por haber leído el manifiesto de García Granados y sentirse entusiasmado con las ideas del general es algo que no puedo creer. Yo no me fiaría un pelo de un tipo que, siendo conservador, se convierte en liberal de la noche a la mañana.

—El general le creyó.

—El general se fía demasiado de la gente.

—¿Y Rufino? El es quien manda la tropa, ¿piensa que también es confiado?

—El problema de Rufino es que confía demasiado en sí mismo, un peligro parecido, si no mayor, al de confiar demasiado en la gente.

Saint-Just y Basilio tenían ganas de seguir hablando, no así Néstor quien azuzó el caballo y se separó de ellos. Ganó la otra orilla del Nil, trepó el talud del río y allí se detuvo unos momentos.

Desde aquella posición, la columna rebelde causaba una impresión magnífica. Luego de casi mes y medio reclutando hombres, tomando pueblos y haciendo proclamas de libertad, justicia y democracia, el esfuerzo se había traducido en aquella tropa de unos doscientos cincuenta infantes y cincuenta jinetes. La mayoría era gente de los Altos a la que costaba un triunfo adiestrar en el uso de los rifles, aldeanos enjutos y duros, hechos a las privaciones y las penurias, pero que formados en fila de a dos, uniformados de azul y con el Remington colgado al hombro, parecían una moderna fuerza de combate. La mandaban los oficiales vencedores en Tacaná y algunos soldados de fortuna, como el español Del Riego y un francés de apellido Buché, desarraigados de la expedición europea que había desembarcado en Veracruz años antes para cobrar la deuda externa de México.

Algo más atrás marchaba un puñado de indios con fardos a cuestas, mulas con municiones y pertrechos, el pequeño cañón obsequiado por el subprefecto de San Juan Bautista, al que habían bautizado con el nombre de El Niño, y media docena de vacas, regalo de los Ospina, dueños de la hacienda en que la tropa había pernoctado la noche anterior.

La hueste avanzaba a paso tardo. Ni García Granados ni Rufino parecían tener prisa en llegar. Y entre eso y que era domingo, la columna no divisó Retalhuleu hasta una hora después.

Se detuvieron en las goteras de la villa. El motivo, les dijeron, era esperar a los exploradores que Rufino había enviado por delante. Aquellos hombres eran sus mapas y su brújula, gente avezada a la marcha que conocían de memoria la montaña y la costa, los senderos menos transitados, las fuentes de agua y los vados de los ríos, individuos tan pegados a la naturaleza que, por el vuelo de las aves o el trote de algún venado, podían calcular la distancia a la que se hallaba la fuerza enemiga.

—Demasiado tranquilo —dijo Néstor a Saint-Just, quien se había detenido a su lado.

—¿Y qué esperaba de un lugar como éste?

Nada. A decir verdad no esperaba nada. Retalhuleu era uno de los tantos pueblos de la costa del Pacífico, un lugar inmóvil y aletargado por el sol del trópico. Ranchos miserables, alzados con tablones y techados con hoja de palma, le daban forma a sus calles, y buen número de solares vacíos, protegidos con estacas de izote o tupidos con una espesa fronda de guarumos, amates y cañas, revelaban su condición de pueblo a medio hacer.

Los exploradores regresaron media hora más tarde con noticias. No había ni rastro de Cárdenas. La guarnición había abandonado el pueblo, en efecto, y sólo una que otra mujer con un cántaro de agua en la cabeza, algún campesino desnudo de la cintura hacia arriba, algún perro vagabundo, deambulaban a esa hora por las calles.

La hueste recibió la orden de aprestar los rifles y dividirse en tres secciones, cada una de las cuales debía tomar una calle por la que progresaría con cautela hasta la plaza del pueblo.

Néstor tomó la del centro, mandada por Julio García Granados, el sobrino del general, pero su aprensión no cedía. Las ventanas y las puertas de las casas estaban cerradas y nadie se asomaba a ellas, siquiera por curiosidad.

Varias cuadras adelante, alcanzó a ver la blanquísima cúpula de la iglesia de San Antonio, emergiendo por encima de los ranchos, pero, cuando pudo ver la fachada, reparó, con más recelo del que había sentido hasta ese instante, que las puertas del templo estaban cerradas a pesar de que era domingo.

La plaza de Retalhuleu consistía en un cuadrado de unas cien yardas de lado, sin más ornamentos que la iglesia, el lavadero público, una fuente, una ceiba descomunal y una cruz de pino inserta en una peana de piedra. Lo demás era un terral rodeado de ranchos y sin otra construcción digna de tal nombre que el edificio municipal, un caserón de un solo piso y techumbre de teja, protegido en el frente por un antepecho de mampostería.

Cuando Néstor llegó a la plaza, ya había movimiento en ella. Varios oficiales y soldados se aprestaban a organizar la vigilancia, en tanto el grueso de la tropa se dispersaba por el pueblo en busca de alojamiento y provisiones.

De la puerta del edificio municipal, vio salir a Rufino, seguido por Guadalupe Sologaistoa, el alcalde, quien iba y venía tras él, en actitud servil, acompañado por tres concejales.

García Granados llegó poco después. Chico Andreu iba a su lado. El sol había tostado su rostro y, a diferencia de Rufino, quien aún sufría de vez en cuando calenturas, parecía pletórico de salud.

Néstor le hizo una señal con el sombrero e hizo ademán de acercarse. Sólo había podido hablar con él un par de veces, desde que la tropa se había reunificado en San Marcos, debido a que Chico, convertido en secretario general del ejército libertador, no se separaba del general. Quería platicarle a solas, pedirle que el general le diera unos minutos. El mensaje era muy simple: no quería seguir siendo subalterno de Rufino. Deseaba apartarse de su hostilidad latente y de sus cambios intempestivos de humor. Rufino era un jefe incómodo, difícil y de limitada perspicacia con las personas, a las cuales solía juzgar por la barba, el tono de voz o la estatura, más que por su valía o sus virtudes.

La señal de Néstor, sin embargo, llegó tarde. El alcalde Sologaistoa se le había adelantado y, por sus gestos, Néstor dedujo que expresaba al general la bienvenida y le ofrecía el edificio municipal. García Granados aceptó de inmediato. Su magra constitución no era la más adecuada para una campaña militar tan agotadora y, a sus sesenta y dos años, necesitaba para reponerse más tiempo del que invertía en la marcha.

Néstor dispuso esperar una ocasión mejor. Se apeó del caballo y lo llevó de la rienda hasta el abrevadero.

El calor empezaba a arreciar. Las chicharras asfixiaban el aire con sus sonsonetes y el resol invitaba a la indolencia. Bebió unos tragos de agua y se lavó el rostro. Se abrió la camisa, posó el rifle en el suelo y se sentó a la sombra de la ceiba que dominaba la plaza con su imponente altura.

De una de las esquinas vio salir a Rufino quien atravesó la plaza en diagonal y se dirigía a grandes pasos a la iglesia, seguido por Andrés y Goyo, sus dos lugartenientes. Con toda seguridad, quería poner al cura bajo vigilancia. Siempre lo hacía cuando tomaban un pueblo. Pero su marcha quedó interrumpida cuando algunas detonaciones aisladas le dejaron clavado en el atrio, inmóvil, como una imagen devota.

No era fácil identificar el origen del tiroteo. Los disparos parecían venir de los cuatro puntos cardinales, excepto el sur, pero, en instantes, se volvieron un fuego nutrido que impulsó a Néstor a ponerse en pie.

De las calles que desembocaban en la plaza fluían soldados rebeldes a toda carrera. Uno de ellos se detuvo frente al juzgado, con la cintura doblada, tratando de recobrar la respiración.

Rufino le gritó:

—¡Melesio! ¡Melesio, aquí! ¿Qué sucede?

Melesio de León, un joven de Malacatán recién ascendido a sargento, corrió hacia la iglesia.

—¡No se habían ido!

—¿Cómo que no se habían ido? ¿Quiénes?

—¡Los soldados de Cárdenas! ¡Estaban escondidos tras los ranchos y en los predios vacíos del pueblo! Nos dejaron pasar y, cuando nuestros hombres llamaron a las puertas de las casas pidiendo comida, les recibieron a tiros. Muchos están subidos en los techos de palma y desde allí cazan a los nuestros como venados.

—¡Voy para allá ahorita mismo!

—No se puede, Rufino. Estamos cercados. Un batallón del Gobierno ha tomado las entradas del pueblo y no hay más salida que el sur. Y tampoco estoy muy seguro.

—¿Un batallón? El más próximo está en Quetzaltenango, a un día de aquí.

—Alguien nos ha debido delatar.

—¿Y los centinelas que dejamos a la entrada del pueblo?

—Todos muertos.

—¿Todos? ¿Los cinco?

El sargento asintió con gesto preocupado.

—¿Cuántos son, tienes idea?

—No lo sé. Unos cuatrocientos, digo yo.

—¡Julio! —gritó Rufino, al ver al sobrino del general—. ¡Que el trompeta de órdenes toque generala! ¡Tenemos que resistir aquí! ¡Sitúe a los hombres en las calles y coloque el cañón en esta esquina de la iglesia!

No eran órdenes sencillas de cumplir, pues los estampidos sonaban cada vez más cerca. Las fuerzas gubernamentales avanzaban como émbolos hacia la plaza, siguiendo el mandato de una lejana trompeta que ejecutaba, siniestra y nerviosa, el toque de degüello.

A Néstor se le hizo evidente que aquél no era el tipo de combate que mejor dominaba Rufino. Su pericia estaba en la sierra, entre barrancas y lomas, no en ratoneras como aquélla. La efectividad de los Remington sería allí limitada, ya que, salvo que se produjera un milagro, ambos bandos se enzarzarían muy pronto en el cuerpo a cuerpo.

—Son demasiados Rufino —le dijo Andrés—. No podremos resistir.

—¡Claro que podemos! ¡Pero primero tengo que ver qué ocurre ahí fuera! ¡Mariano!—gritó en tono conminatorio.

Mariano Aguilar, a quien decían Coyote, era el último oficial reclutado por Rufino, y había organizado en San Marcos una compañía de jóvenes, de entre dieciséis y dieciocho años de edad, a quienes llamaban Los Duendes por su astucia y su sigilo para moverse en combate.

—¡Usted y Melesio —le ordenó—, traigan a sus hombres! ¡Que entren en las casas de la plaza y saquen todo lo que pueda arder, ocote, fósforos, retazos, y nos sigan! ¡Y usted, licenciado, véngase conmigo!

Rufino corrió hacia el tanque de lavado, seguido por Néstor, y se acurrucó allí unos momentos. Observó las calles que desembocaban en la plaza y, tras comprobar que no había nadie en dos de sus esquinas, corrió calle abajo, en busca de la vereda que circundaba la villa.

Tres cuadras adelante giró a la izquierda y, sin dejar de correr, tomó el rumbo por donde suponía que se acercaban las tropas gubernamentales. Como a la mitad del pueblo, se detuvo en una esquina y dio un súbito paso atrás. Con un gesto de la mano detuvo la carrera de Néstor y pegó la espalda a la pared de bajareque.

—Son santarroseños —dijo, en voz baja.

Néstor hizo un gesto de no entender.

—Los hombres mejor entrenados de las milicias de Cerna. El alcalde nos mintió. Debieron de decirle que los santarroseños venían hacia acá y nos tomaron el pelo. Entre él y el corregidor planearon la comedia de abandonar la villa para unirse al batallón que nos venía siguiendo y emboscarnos en la plaza.

Sus ojos se movieron hacia el alero del rancho. Una brisa procedente del sur agitaba la palma de la techumbre.

—Alguien le avisó al Gobierno —dijo.

Después agregó, furibundo:

—¡Ese piojoso hijo de su madre…!

Melesio y Coyote llegaron a la esquina, seguidos por sus hombres. Traían atadijos de ocote, pedazos de manta y dos latas de petróleo que habían conseguido en el ayuntamiento.

—Vamos a impedir que esas ratas continúen avanzando hacia la plaza —les dijo Rufino—. Para eso, hay que cortar el pueblo en dos con una barrera de fuego. Una parte de los santarroseños quedará atrapada entre las llamas y la plaza. La otra, de este lado de las llamas y aislada de la otra. Distribúyanse a lo largo de esta calle y empiecen a quemar ranchos. Quiero ver la barrera de fuego en diez minutos, ¿entendido? Y cuando los santarroseños pretendan cruzarla, se los abrochan a balazos. Nosotros tenemos que regresar ahora. Vamos, lie, yo iré delante. Usted cúbrame las espaldas.

Salieron a la vereda por la que habían venido. Rufino se detenía en cada esquina, echaba una ojeada al interior del pueblo y hacía señas a Néstor de que el camino estaba libre.

A media carrera, escucharon una fortísima explosión. El Niño debía de haber empezado a hacer fuego, pero, entre la deflagración y el griterío que se desató en las calles, ninguno de los dos hombres alcanzó a oír los cascos de un caballo atrás de ellos.

Néstor se volvió justo a tiempo de ver cómo se le echaba encima un oficial que, sable en alto, se aprestaba a descargarlo sobre su cabeza. Escuchó el silbido del acero cerca de la nuca y, si bien logró apartarse del caballo, no pudo evadir el mandoble. Sintió un inesperado escozor y se llevó una mano a la espalda. La punta de la hoja le había hecho un corte a la altura del omóplato y sintió con desagrado en los dedos la tibieza de la sangre.

Pero el oficial no se detuvo. Siguió galopando hacia Rufino quien cayó atropellado por un brutal empujón del animal. El jinete tiró de la rienda y volvió grupas. Espoleó al caballo y, a media carrera, desenfundó el revólver y corrió hacia Rufino, quien, todavía aturdido y con una rodilla en el suelo, no lograba incorporarse. El santarroseño amartilló el arma y la enfiló hacia el rebelde con el visible propósito de ejecutarlo.

Néstor no tuvo tiempo de apuntar. Se llevó el rifle a la cadera y disparó. El oficial cayó al suelo, boca arriba, con un orificio en el pómulo y la mirada perdida en el cielo.

Dos soldados aparecieron en una esquina. Al ver a Rufino, se llevaron las carabinas al rostro. La camisa roja del comandante rebelde era seguramente una referencia conocida por ellos y a la garibaldina enfilaron las armas.

Néstor disparó otras dos veces. Uno de los soldados cayó de rodillas. El otro soltó la carabina y se llevó las manos al pecho.

El caballo del oficial caracoleaba, entretanto, sin rumbo. Néstor se plantó ante él con los brazos en alto, consiguió atrapar la rienda y lo montó. Galopó luego hacia Rufino, quien había logrado erguirse, y le tendió una mano. Rufino se aferró a ella y, de un salto, se subió a la grupa del corcel.

A sus espaldas oyeron más disparos. Otro grupo de santarroseños había irrumpido en el andurrial y vaciaban sus carabinas contra los dos fugitivos. Néstor giró en la primera calle que vio y lanzó el caballo a galope tendido en dirección a la plaza.

El recinto continuaba en manos de los rebeldes. Los hombres de añil disparaban sin tregua tras los improvisados parapetos levantados con puntales y piedras.

Se apearon de un brinco y Rufino ordenó a Néstor:

—¡Encarámese al campanario de la iglesia con un par-de hombres y vea qué puede hacer desde ahí arriba!

Cuando Néstor alcanzó la torre, Retalhuleu era ya un infierno. La barrera de fuego se había extendido a todo el pueblo y devoraba casas, tiendas, establos. La gente abandonaba espantada sus míseros ranchos y las callejas eran ríos de humo y fuego donde se combatía a ciegas en medio de un fuerte olor a pólvora y a carne achicharrada.

Néstor comenzó a disparar desde el campanario a los francotiradores que, subidos en los techos de ranchos aún sin quemar, causaban numerosas bajas a los rebeldes. Más allá de la barrera de fuego, decenas de soldados retrocedían hacia las afueras de la villa, acosados por Los Duendes, en tanto los sitiadores aislados entre el fuego y la plaza eran ahora los sitiados.

Poco a poco, la potencia de fuego de los Remington comenzó a imponerse al de las carabinas de mecha, pero en una de las calles se había llegado al cuerpo a cuerpo y una vivienda de la plaza había sido tomada por los santarroseños.

Rufino pidió a gritos el cañón y ordenó apuntar a la endeble vivienda. El propio Rufino acercó el botafuego a la pieza y El Niño disparó una imponente andanada de metralla que, en medio de una nube de polvo y astillas, abrió un boquete en la casa. Varios rebeldes ingresaron a ella bayoneta en ristre y remataron a los soldados que se habían atrincherado allí.

Agobiada por el humo, el calor y el poderoso fuego de los Remington, la tropa atacante empezó a retirarse de una Retalhuleu oscurecida por negros penachos de humo cuyo irritante hálito obligaba a huir del lugar a animales y personas.

Al caer la tarde, los humos aún continuaban emanando de viviendas convertidas en ceniza, horcones ennegrecidos y tablas carbonizadas. Familias enteras lloraban a los infortunados deudos que no habían podido escapar de las llamas y se mesaban los cabellos ante lo que había quedado de sus viviendas. Más de trescientas habían sido consumidas por las llamas. Agobiados por la sed, los heridos pedían agua, pero sólo unos pocos recibían alivio en algún lienzo mojado. Otros expiraban solos, convulsos por la agonía o despidiendo espantosos sonidos guturales junto a caballos reventados con los dientes de por fuera.

Néstor observaba con creciente repugnancia el desolado paisaje y reprimía con el pañuelo de Clara el nauseabundo olor que despedía el lugar. Un grupo de indios entre los que el general había repartido alguna plata para que enterraran a los soldados del Gobierno, depositaban los cadáveres en una carreta. La mayoría de los muertos eran adolescentes, no mayores de dieciocho años. No querrían verlos sus madres, pensó Néstor, con los rostros desfigurados por el dolor, las carnes desgarradas por la bayoneta o la metralla, y los ojos, oídos y labios asediados por oscuros enjambres de moscas. No había dignidad ni gloria en morir de esa manera y a esa edad. Lo único que se erguía con petulante dignidad esa tarde en las polvorientas calles de Retalhuleu era la herencia de Caín, su ira, su desvarío, su saña.

Aquél era sin duda el infierno del que le había hablado una vez mister Ross. La revolución repleta de razones que Néstor había imaginado le mostraba su rostro más brutal. Y tal vez el más costoso. Alrededor de treinta rebeldes muertos y otros tantos heridos había sido el costo de la victoria.

El general, sin embargo, había querido salvar los platos con un gesto. Nombró general a Rufino y ascendió a sus lugartenientes. Pero no todo quedó en los homenajes. Después del acto, Rufino puso al alcalde frente al muro de la iglesia y lo fusiló sin más trámite. Quemó luego el Corregimiento, la casa parroquial, el estanco de aguardiente y la Administración de Rentas. Al cura le decomisó dos caballos y el dinero de las limosnas. Dio permiso a la tropa para que saqueara las casas y, por último, ordenó abandonar el pueblo con las primeras sombras de la noche, por temor a que los santarroseños se agruparan y volvieran a atacar.

Pirro no lo hubiera hecho mejor, pensó Néstor, mientras se alejaban de la villa. Elías, uno de los Profetas, había muerto y Lucio, el sastre, tenía un bayonetazo en las costillas. Tuvo suerte que no penetró en lo blando.

Estiró los músculos de la espalda y sintió de nuevo el ardor. Le escocía el corte del sable y sentía bajo la camisa la pegajosa humedad de la herida que Saint-Just le había curado y vendado.

—¿Duele?

Rufino había puesto su caballo a la altura del de Néstor. Llevaba un habano en la boca y la bufanda escocesa enrollada a la cintura.

Por el tono con que había preguntado, Néstor tuvo la impresión de que tal vez quería escuchar de nuevo el «sólo cuando me río», pero, esta vez, no respondió. La fiebre ardía en sus sienes y tenía pocos deseos de hablar.

Rufino se pasó una mano por la nuca.

—No le gustó lo de hoy.

Más que curiosidad, parecía una conclusión, y así tomó Néstor sus palabras.

—Hay muchas cosas que no me gustan.

—No es eso lo que le pregunto.

Néstor movió la cabeza y suspiró. Era malo llevar la contraria a Rufino, pero quizás era peor no ser sincero con él.

—¿Era necesario fusilar a Sologaistoa? —acertó finalmente a decir.

—Usted y sus idealismos pendejos —replicó Rufino, percutiendo la última palabra como si fuera un tapón—. ¿Y qué creía usted, que las revoluciones se hacen al baño María?

Apocarse ante Rufino, como hacían casi todos, era lo que el líder buscaba cuando desataba sus iras. Pero si Néstor le conocía bien, su caso era diferente. Cuando Rufino le hablaba en aquel tono, sencillamente buscaba un juicio franco, de hombre a hombre.

—¿Para qué, entonces, quiere saber mi opinión, sólo para enojarse conmigo?

Lo dijo y se arrepintió al instante. Necesitaba a aquel hombre para reconstruir su vida. Se había dado cuenta de que García Granados no podía hacer la revolución solo, ni había nadie en las filas rebeldes con las dotes de mando y el temple de Rufino, por más que su carácter le llevara con frecuencia a un callejón sin salida.

—No me gusta matar sapos. Me repugnan. Pero a veces no queda más remedio que hacerlo —respondió.

Nunca estaría seguro de si aquel hombre hacía la revolución por un ideal o sólo por liberar sus resentimientos y saciar sus apetencias. Había en él algo de contradictorio y mucho de sombrío que no acertaba a discernir. Odiaba tanto a la chusma como a los ricos, y tanto a las sotanas como a los serviles. Tenía espinas en la lengua y una propensión irrefrenable a dominar y humillar a las personas.

—Yo sólo fusilo a los traidores. ¡Gente rastrera, por la gran puta! —prosiguió Rufino—. Estos caciques de aldea no merecen otra cosa que les rompan el hocico. Al Gobierno le dicen que les defiendan. Y a nosotros, que botemos al Gobierno. Hijos de la retostada… ese alcalde de mierda había vendido nuestras vidas, las de todos, licenciado. ¿Puede entender eso? La traición de ese maldito nos ha costado un buen puñado de muertos y heridos, a más de la piña de renegados que desertó en el combate. ¿Y todavía quiere usted que le perdone la vida? Hasta ahí podíamos llegar. Todas las revoluciones exigen un tributo de sangre. Debería saberlo. Para eso le mandaron a estudiar fuera.

—No sabía que ese tributo tuviera que ser tan alto.

Sí lo sabía, pero no estaba preparado para admitirlo. La guerra había hecho de él una persona diferente y, más que nada, contradictoria. Se veía como un soldado sin haber dejado de ser un civil. Y si el combate le causaba una ebriedad arrolladora, la sangre y la desolación del día después le provocaban un asco parecido a despertar al lado de una prostituta, atiborrado de alcohol.

—La carrera larga tiene estas cosas, lie. La fatiga y el dolor son por momentos tan fuertes que uno está tentado a abandonarla. Y sólo los fuertes pueden alcanzar la meta. Olvide lo que sucedió hoy. Lo único que cuenta en la guerra es la victoria final. Y olvidarse de los traidores. En la vida hay que aprender a lidiar con desleales y desagradecidos. Si no ha aprendido eso, no ha aprendido nada. Me la han hecho tantas veces que por eso no confío en casi nadie. Ni siquiera en usted.

Rufino guardó un interrogante silencio, como siempre que probaba a las personas con su medido sarcasmo.

—¿Y qué creía, que podía confiar en un muchachito de camisa limpia, botas recién compradas y el revólver sin usar? Lo primero que pensé cuando le vi en Villahermosa fue que era un coyote disfrazado, un espía de los cachurecos. Y desde entonces no le quité la vista de encima.

—Me di cuenta.

—En Tacaná cambié de opinión. Y hoy sé que puedo tenerle confianza. Le confesaré una cosa. Hay, como sabe muy bien, un piojoso hijo de mala madre entre nosotros que informa a los espías de Cerna. No sé quién es ni cómo lo hace. Ni si es uno de mis hombres o alguno del general. Hoy he confirmado que no es usted. Pudo matarme cuando caí al suelo y huir con el oficial que nos atacó. Y ahí habría acabado todo. Pero no lo hizo.

Por el rostro de Rufino pasó entonces lo que parecía ser un remoto gesto de estima.

—No soy hombre delicado, pero sí agradecido.

Su voz sonó sincera como pocas veces y Néstor quiso entender que algo había cambiado en aquel hombre de mirada intraducible que podía expresar mejor lo que sentía en la derrota que en el triunfo.

—Le debo la vida, licenciado. No sé cuándo ni cómo podré saldar esa deuda. Pero tenga la certeza de que lo haré un día.

No dijo más. Sólo espoleó el caballo y se alejó en dirección a la vanguardia de la columna.

Acamparon esa noche en las inmediaciones de San Andrés Villaseca, sobre un terreno pedregoso a orillas del río Quilá. Rufino y el general departían con los heridos, se sentaban a charlar en torno a las hogueras y animaban a la diezmada y abatida hueste.

Al llegar al corro donde se encontraba Néstor, el general se inclinó y le preguntó en voz baja.

—¿Cómo se encuentra, licenciado?

Néstor hizo intención de levantarse, pero el general se lo impidió con un gesto.

—Bien, mi general —respondió—. Tengo todavía algo de fiebre. Espero que la herida cicatrice pronto.

—Me alegro. Cuídese mucho. Todos le necesitamos.

García Granados era un hombre débil, e indeciso a veces, pero de buen corazón. A esas alturas de la marcha, todos sabían que le había reclamado a Rufino los excesos de ese día. No quería que se dijera de su tropa que eran una cuadrilla de ladrones y asesinos, como se había dicho de Cruz. Pero Rufino, todavía enardecido por el combate, se había impuesto a García Granados con su brutalidad y su ira.

Cuando el general se alejó de la fogata, Rufino se sentó junto a Néstor y le alargó un habano. Néstor lo tomó, aunque no fumaba, para evitar un nuevo zipizape, y sacando un chirivisco del fuego encendió el puro.

—Hemos caminado en el alambre varias horas, pero tenemos buenas noticias —dijo Rufino al grupo—. La tropa del Gobierno se ha regresado a Quetzaltenango. Eso nos dará un respiro. Tomaremos el camino de La Antigua. Necesitamos más gente y provisiones. Pero tenemos que seguir moviéndonos. Sin una ruta previsible, sin repetir estrategias ni reglas, sin ofrecer ningún frente. En las próximas semanas tenemos que ser impredecibles. No podemos dejar de movernos ni quedarnos en un sitio fijo.

Parecía de buen humor. La luz de la hoguera resaltaba sus pómulos y en sus ojos negros y menudos chispeaba el entusiasmo.

—¿Cómo ha seguido, licenciado?

—Más o menos.

—¿Qué tiene ahí?

—Un libro. Me entretiene a ratos. Un poema, en realidad, escrito hace mucho tiempo por un ciego.

—¿Uno de esos que andan por los mercados cantando tragedias?

—No… bueno, sí, algo parecido. Es la historia de un reino gobernado por un amo poderoso. Uno de sus súbditos logra atraer a un grupo de rebeldes y le declara la guerra.

Néstor giró con disimulo sus pupilas hacia Rufino. El guerrillero escuchaba con un gesto en el que se confundían la curiosidad y la desconfianza.

—Tras un sangriento combate —prosiguió Néstor—, el líder rebelde y los suyos fueron vencidos, y en castigo, el amo los desterró de la patria.

Rufino enderezó el cuerpo. La historia se parecía demasiado a la suya, a su fracaso al lado de Cruz y a su forzado exilio en México.

—Durante un tiempo, el líder no supo qué hacer. La derrota le tenía confundido. Vivía en absoluta soledad y no quería hablar con nadie. Hasta que un día dispuso reunir de nuevo a sus hombres. Había concebido un plan.

Los oficiales sentados en torno al fuego escuchaban absortos. También Hiram, Saint-Just y Juliano. Sus rostros enrojecidos por las brasas parecían flotar en la oscuridad.

—El amo, les dijo el líder rebelde, nos ha enviado a esta prisión que es el destierro, lejos de la luz y de la patria, por haber osado alzarnos en su contra. Pero nunca logrará que me doblegue, pues soy tan fuerte como él. Organizaré un nuevo ejército y, desde las sombras, le declararé una guerra permanente. Crearé el caos, la anarquía, el dolor. Si éste es el lugar donde habremos de vivir, si el amo nos ha condenado a este pozo de tinieblas, que así sea. Esta será nuestra patria desde hoy. No es la mejor, excuso decirles. Pero aquí al menos tendremos libertad, aquí podremos gobernar seguros, por más que esto un infierno sea, pues más vale en el Infierno gobernar, que ser esclavos en el Cielo.

Rufino dejó escapar una carcajada. Sólo él había desentrañado la metáfora, pero su curiosidad seguía insatisfecha.

—Eso último del Cielo y el Infierno me gustó —dijo con socarronería—. ¿Y qué sucedió después? ¿Cómo terminó la guerra?

—No lo sé —replicó Néstor con parecida malicia—. Aún no he terminado de leer el libro.