Tacaná, 3 de abril de 1871,
Lunes Santo
La columna del coronel Antonio Búrbano, corregidor de San Marcos, alcanzó la cumbre de la sierra que separaba Ixchiguán de Tacaná a hora temprana. Habían salido seis horas antes de la hacienda San Sebastián y marchado entre nieblas y lloviznas por un camino de herradura tallado a pico sobre la ladera de un profundo precipicio. La grava y los guijarros crujían bajo los cascos de las cabalgaduras, y los soldados, alrededor de trescientos, resollaban ateridos bajo el frío de la madrugada.
Búrbano detuvo su montura en la cumbre y contempló el valle que tenía ante sí y el volcán que lo vigilaba. La mañana prometía ser clara y limpia. Sólo enfrente y a lo lejos, sobre la Sierra Madre, por cuyas azuladas crestas corría la aún imprecisa frontera que separaba México de Guatemala, una corona de nubes pintaba de plomo el cielo.
El coronel desabotonó la funda de cuero que llevaba al cinto, extrajo unos binoculares y, llevándoselos a los ojos, barrió aquella orografía estremecida y rota cuyas profundas quebradas e inesperados relieves semejaban el costillar de un coloso. Quizás no hubiese un lugar más inhóspito en el mundo y, siempre que lo observaba, solía concluir que asomarse a aquel valle era como hacer un viaje al génesis del planeta.
A Búrbano se le había asignado la tarea de impedir que contrabandistas e insurgentes entraran al país por aquel lugar, pero lo escarpado de la sierra hacía prácticamente imposible, si no estéril, el esfuerzo. Aquella pétrea cornisa tenía más pasos que una mazurca y más agujeros que un canasto.
Tal y como esperaba, el corregidor no alcanzó a descubrir movimiento humano alguno. Sólo las pedregosas laderas donde humeaba la niebla matutina, extensas manchas de bosques centenarios, unos pocos ranchos dispersos y una tierra miserable de la que apenas podía extraerse lo justo para vivir.
A los pies de la imponente serranía, dormitaba Tacaná, una aldea de pastores donde concluían el país y los caminos, o quizá donde empezaban, cuando menos para los veintiocho o treinta rebeldes que habían cruzado la frontera cinco días antes con el decidido propósito de derrocar al gobierno de Cerna.
—Mi coronel.
Búrbano contuvo un respingo al oír la voz áspera y gritona de Mariano Guillén, quien con otros dos capitanes conformaban la terna que comandaba la tropa. Guillén tenía la perra costumbre de acercarse a Búrbano sin hacer ruido y sorprenderlo con aquella voz rasposa capaz de despertar a un muerto.
—Qué sucede, capitán.
—Tengo información fidedigna. Uno de nuestros exploradores la acaba de traer. Parece ser que los facciosos se han refugiado en la loma que se alza a la entrada de la aldea.
—Baje la voz, Guillén. Le oigo perfectamente. Cuál loma.
—Esa de ahí abajo, mi coronel.
Búrbano enfocó los binoculares hacia el altozano que se interponía entre el camino y la aldea.
—No veo nada ahí, Guillén.
—Están escondidos detrás de los árboles, en la cima.
—Guillén —suspiró Búrbano—, no es la primera vez que me mete en un lío por culpa de la «fidedigna» información que obtiene. ¿Está seguro de que están ahí?
—Nadie puede estar seguro de esta gente, mi coronel. Ya sabe cómo son los indios, pero el que nos informó es de fiar.
—¿Lo conoce?
—Es uno de los pastores a quienes pagamos para que vigilen los movimientos de la frontera.
—Ajá.
—Los facciosos llegaron ayer al pueblo, tomaron el cuartelillo y andan reclutando gente. Deben de haberles dicho que veníamos por ellos y se han hecho fuertes ahí, en esa loma. Todo coincide, mi coronel. Es la misma información que nos había dado el espía que el Gobierno tiene en Comitán de las Flores.
—No me fío de ese tipo, Guillén. ¿Cómo puede llamar invasión a una fuerza de treinta desharrapados?
—El pastor dice que llevan uniformes.
—¿Uniformes? ¿Esos pelados? No diga tonterías, Guillén.
—De veras, mi coronel. Llevan uniformes del ejército de la Unión. Todos nuevecitos.
—Entonces no son rebeldes, capitán, son gringos que nos vienen a invadir.
Guillén se sonrojó con la broma.
—No, mi coronel. Todos hablan la Castilla.
Búrbano asintió, aunque no muy convencido, y señaló al capitán el sendero que descendía a la aldea.
La columna echó de nuevo a andar y, mientras observaba con mirada perdida el paso de sus soldados, Búrbano se preguntó qué clase de ejército era aquél cuyos uniformes podían llamarse cualquier cosa menos eso, uniformes. Botas desiguales, chamarras de colores desvaídos, sombreros de petate. Unos aventureros, en cambio, invadían el país y lo hacían vestidos con uniformes del ejército de Estados Unidos. No, aquél no era un ejército serio. Por Dios que no lo era. Pero eso le preocupaba ya poco. Unos meses más, sólo unos meses, y pediría el retiro. Odiaba el frío, las nieblas matutinas, las nieblas vespertinas y el olor a oveja. Sobre todo el olor a oveja. Se iría a Mazatenango a vivir el resto de sus días. Allí tenía unas tierras, su mujer y cuatro hijos. No moriría rico, pero sí caliente.
Y sin olor a oveja.
Búrbano cabalgó a solas un buen rato. De vez en cuando alzaba los binoculares, hacía un recorrido panorámico del valle y volvía a sumirse en el mutismo.
A la vuelta de uno de los pronunciados ganchos del sendero que bajaba a Tacaná, vio a Guillén que le aguardaba junto a una peña medio enterrada.
—Ese es el sitio —dijo Guillén.
El capitán señalaba con el dedo una colina alargada, con una leve depresión en medio, que se interponía entre el camino y la aldea de pastores. El sendero bordeaba el pie de la loma y luego desaparecía tras ella.
Búrbano se alzó la visera de la gorra y resopló.
—Que la tropa descabalgue allá abajo, junto a ese pucho de pinos. Que coman y descansen unas horas. Mientras, envíe tres hombres a explorar los alrededores del cerro.
Sacó un reloj de bolsillo y vio la hora.
—Dígales a Cárdenas y a Rubio que tengan listos a sus hombres para las cuatro. Hay que hacer este trabajito antes de que baje la niebla. No quiero pasar la noche al sereno.
Guillén hizo ademán de montar su caballo, pero Búrbano le detuvo.
—Sólo son treinta, me dice.
—Así es, mi coronel.
—Más le vale, porque si su información no es buena, le juro por lo más santo que le va a costar la paga de tres meses.
Entumecido por la helada que caía sobre el valle de Tacaná, Néstor Espinosa vigilaba la vereda que bajaba de Ixchiguán, en uno de los dos espolones de la colina donde Rufino había dispuesto emboscar a la tropa de Búrbano. A esa hora del alba, el sol no había decidido aún qué camino tomar. Era sólo un resplandor difuso tras el perfil de la sierra. Las estrellas habían empezado a apagarse y el viento susurraba en los pinos un canto de soledad.
La vigilia hacía la guardia tediosa y, para mantenerse alerta, Néstor aspiraba de vez en cuando el casi imperceptible rastro de perfume que aún guardaba el pañuelo rojo, bordado con la palabra liberté, que Clara le había regalado al partir. Clara era su destino y su ventura, y ninguna cosa era para él más importante que volver a encontrarse con ella. Ni siquiera la inminencia del combate lograba apartar esa obsesión de su mente. El amor tenía extraños caminos. A menudo inesperados. Como la enrevesada ruta que había debido seguir para volver a casa: México, Veracruz, Nueva York, Nueva Orleans, Guadalupe Frontera, Villa-hermosa, San Cristóbal, la Sierra Madre. Pero Clara y sólo Clara seguía siendo el eje de su existencia. Quizá no fuera más que un amor ingenuo y excesivamente platónico, como el de don Quijote por Dulcinea, pero qué podía eso importarle si sentirlo y evocarlo era lo que le daba la vida.
Se subió las humedecidas solapas del frock coat azul marino y suspiró. Hubiera deseado quedarse en Comitán, junto a Chico Andreu, Basilio, Saint-Just, los Profetas y el grupo que integraban la plana mayor del general García Granados. Pero Rufino había insistido en llevárselo con él. Necesitaba, había gritado (no sabía pedir las cosas de otro modo que no fuera a gritos) un especialista como Néstor para entrenar a los voluntarios que consiguiera reunir en los pueblos de la sierra. Y ahora, ante la perspectiva de un combate que no esperaban, Néstor se decía si no había sido imprudente de su parte haber aceptado acompañar a Rufino, creyendo que todo cuanto tenía que hacer era enseñar a disparar los Remington a los reclutas.
Volvió la mirada hacia el diminuto poblado que se alzaba en mitad de la planicie. De sus ranchos de paja y adobes empezaban a brotar los humos de la mañana. Giró los ojos a los parapetos de la colina y vio a Rufino venir hacia él.
Era la enésima vez que lo hacía. Su sueño ligero e inquieto le había abandonado, como siempre, horas antes del amanecer, y desde entonces no había hecho otra cosa que inspeccionar las laderas y los espolones de la loma, bajar al sendero que pasaba al pie, volver a subir a la cima, revisar la posición de los hombres, deteniéndose ante el más mínimo ruido, como un perro de caza, ceñudo, absorto a veces, y con la mirada puesta en las escarpas y las torrenteras que bajaban de la sierra de Ixchiguán.
—¿Nada todavía? —le preguntó a Néstor.
—Nada, mi coronel.
Rufino miró con prevención a Néstor, como si hubiese captado algún vestigio de sorna en su voz. Desde que García Granados le había entregado en la hacienda Los Puentes el despacho, Néstor le llamaba así, mi coronel. Pero el hecho de que el grado lo hubiese obtenido en forma gratuita, parecía hacerle pensar que el saludo de Néstor escondía algún sarcasmo.
El guerrillero no vestía uniforme, como el resto de la tropa, sino una camisa roja de mangas abolsadas y cuello redondo, de las llamadas garibaldinas, un sombrero de junco hasta las cejas, una bufanda con dibujo escocés en torno al cuello y un capote sobre los hombros. A saber dónde y cuándo se había agenciado la camisa, pero se la había echado encima al cruzar la frontera y no se la había vuelto a quitar. Néstor imaginaba que Rufino sentía admiración por Garibaldi, debido a que detestaba al Papa, y porque aspiraba a unificar Italia con el mismo fervor que Rufino ambicionaba un día hacerlo con la América Central.
En el centro de la colina, escondidos tras espesos matorrales y protegidos por los troncos que Rufino había mandado tumbar a modo de parapetos, se tendían en el suelo veintisiete hombres a quienes Néstor había entrenado en el uso de los rifles. Una fuerza singular, sin duda. Catorce de ellos eran oficiales, título que García Granados les había concedido según la experiencia de cada quién. Uno de ellos, llamado Julio, era sobrino del general y había sido designado segundo jefe de la expedición, a la par de Rufino, tal vez para vigilar a éste. El resto lo conformaban un comandante, cuatro capitanes, dos tenientes, uno de ellos Andrés, el cuellilargo, y cinco subtenientes, entre los que se contaba Goyo, su otro factótum. Total, catorce oficiales para mandar a trece soldados. Habían cruzado la frontera por el río San Gregorio cinco días antes y todos estaban sabidos de que no habría marcha atrás. El gobernador de Chiapas les había prohibido regresar a México. Si lo hacían, serían tratados como una fuerza invasora.
Néstor se sorprendió pensando que, si bien las cumbres de la Sierra Madre podían ser un espacio venturoso para ascetas y eremitas, no lo era para él ni para aquel grupo de hombres calzados con alpargatas de esparto y uniformados de azul oscuro. Luego de deambular varios días por aldeas y caseríos, Rufino sólo había conseguido reunir unos pocos reclutas, los cuales había dejado en Tacaná cuidando provisiones y acémilas, pues ni conocían las armas ni había habido tiempo para adiestrarlos en su uso.
Rufino había esperado que los pueblos se alzasen al grito de viva la libertad y muera la tiranía, pero sólo había obtenido indiferencia. En Cuilco, en Ishón, en el mismo Tacaná. Los indios que habitaban aquellos páramos habían escuchado las arengas con el gesto impenetrable e inexpresivo de quienes observan pasar una nube. Y acaso tuvieran razón. ¿Quiénes eran Rufino y sus hombres, si no una de las muchas bandas armadas que deambulaban por la cornisa de la Sierra Madre, jugando a derrocar al gobierno y prometiendo a la gente el oro y el moro? ¿Y cómo creer que aquella gente, tribal y primitiva, cayera de hinojos al grito de libertad, cuando no conocían otra cosa que la opresión y la servidumbre?
Por eso Rufino estaba inquieto. La noche anterior había sabido que el corregidor de San Marcos tenía noticias de ellos y que se dirigía a Tacaná con su tropa. La primera reacción de Julio, el sobrino del general, fue buscar refugio en la sierra, pero Rufino se resistió. Conocía las tácticas de Búrbano. Tarde o temprano les daría alcance y no podría elegir el terreno donde enfrentarse a él. Era preferible tenderle una emboscada, en vez de que fuese Búrbano quien les emboscara a ellos. Y ésa era la razón de que se hubiesen apostado en aquella colina.
Aún así, se veía nervioso. Rufino estaba acostumbrado a escaramuzas menores con las tropas del Gobierno, no a enfrentar una fuerza muy superior a la de aquellos veintisiete jóvenes que, parapetados tras los matorrales y los troncos, esperaban arma en mano el encuentro con la muerte o con la gloria.
Rufino avanzó unos pasos hasta el borde del espolón y, con la mirada puesta en la cumbre de Ixchiguán, iluminada ya por la luz del alba, dijo con expresión ausente:
—Tiene dudas.
Néstor se le quedó mirando y, con la voz opacada por el pañuelo que le cubría la boca, preguntó a su vez:
—¿Por qué habría de tenerlas?
—Las personas inteligentes siempre dudan.
—Mucho me temo que yo no lo sea. La duda, además, no implica inteligencia. A lo mejor, es sólo una respuesta al miedo. Y de eso sí que podría hablarle un buen rato.
—No se haga, tiene dudas. Me basta con mirarle a los ojos. Puedo leer en ellos como en un libro.
—Pues se equivoca. No dudo de usted. Tampoco de su perspicacia ni su ánimo.
—Déjese de babosadas, licenciado, y dígame lo que piensa.
Néstor no sabía por qué despertaba siempre los demonios personales de Rufino, pero situaciones como aquélla le habían llevado a pensar que el guerrillero le utilizaba, si no como consultor de oficio, como voz de su conciencia. En toda decisión importante, buscaba la mirada o la opinión de Néstor, como si esperara de él un certificado de solvencia o la confirmación de que lo que hacía era lo debido.
—Tengo una pregunta.
—Suéltela.
—¿Por qué los ha puesto tan pegados?
—¿A qué se refiere?
—A los hombres. ¿Por qué los ha puesto tan juntos?
—Para concentrar el fuego, para qué va a ser.
—¿Y de dónde sacó que eso era necesario?
—Y usted, ¿de dónde sacó ese pañuelo tan lindo?
—Ése no es asunto suyo.
—Ni el de usted criticar cómo dispongo a mis hombres para el combate.
Néstor se refugió en un molesto silencio. No se entendían, no había manera. La posición de los hombres era la que, con toda seguridad, Rufino había utilizado siempre, pero combatir con carabinas de mecha era una cosa y hacerlo con los Remington, otra. Y tal vez —sólo tal vez— no estaba muy convencido de que concentrarlos fuese la mejor estrategia y por eso había ido a consultarle a Néstor.
—Le diré la razón —concedió Rufino, al fin, de mala gana—. Si Búrbano se ha dejado venir con todos los soldados del corregimiento, serán unos trescientos hombres. De modo que, si llegáramos al cuerpo a cuerpo, como es probable, y estamos muy separados, acabarán con nosotros en menos que se persigna un cura.
—No lo creo…
—Qué sabrá usted de estas cosas —replicó Rufino.
Néstor trató de ser, una vez más, amable.
—Muy poco, pero quiero que sepa que no pretendo competir con usted. Sólo trato de serle útil.
—¿Útil? ¿Qué útil puede ser un licenciado en un lugar como éste?
—¿Me ha venido a preguntar o prefiere que me calle?
Rufino gruñó, pero no se movió del lugar, como si hubiese accedido a pactar una tregua.
—Sólo quería recordarle que un Remington le da a un solo hombre la misma potencia de fuego que a quince o veinte armados con carabinas de mecha.
—O sea que, en realidad, no somos veintisiete, sino… déjeme ver… unos quinientos. ¡Qué maravilla, licenciado! Ni el Señor de Esquipulas hace milagros tan grandes.
Néstor hizo caso omiso de la guasa y prosiguió:
—Con esto más. Debido a su precisión, el Remington puede concentrar el fuego donde usted quiera. No es necesario que los hombres estén juntos. Basta con que disparen al mismo blanco. De manera que, en vez de colocar a los hombres en el centro de la loma, sería mejor situarlos en los extremos. La mitad en este espolón; los demás, en la otra punta, y sólo unos pocos en el centro para despistar a Búrbano. Esta ladera es el único sitio por donde pueden atacarnos, y ahí, los rifles generarían un fuego cruzado mortífero.
Rufino parecía no escuchar. Miraba para otro lado como si la cosa ni fuera con él. Pero Néstor sabía que no perdía una palabra de lo que le decía y que su aparente reticencia era sólo una pose.
— La efectividad de estos rifles —continuó Néstor, señalando el suyo— mantiene alejado al enemigo. Las carabinas, en cambio, están obligadas a disparar muy cerca, pues no aciertan un toro a treinta pasos.
El guerrillero dirigió a Néstor una mirada de extrañeza.
—Lo que quiero decirle es que los Remington pueden evitar la posibilidad del cuerpo a cuerpo y que, si distribuye a los hombres como le digo, la potencia de fuego hará pensar a Búrbano que somos diez o quince veces más de los que somos.
Néstor no estaba muy seguro de lo que decía, pero si McInnery estaba en lo cierto, la táctica no podía ser otra.
Rufino movió la cabeza con un gesto de incredulidad y, dibujando en los labios una sonrisa burlona, hizo ademán de alejarse. Pero sólo alcanzó a dar unos pasos. De repente se detuvo y su mirada se clavó en los cerros con el gesto de un ave de presa. Néstor miró en la misma dirección. Una larga fila de hombres a pie y a caballo bajaba por el camino de Ixchiguán. La columna se movía por la sinuosa vereda como una culebra oscura cuya cola desaparecía en un recodo y, luego de una breve pausa, asomaba la cabeza en el siguiente.
—¿Cuántos cree que son? —preguntó Rufino.
Era difícil contarlos, pues aún estaban lejos, pero Néstor avanzó una conjetura.
—Más de trescientos no son, pero tampoco menos de doscientos.
—No está mal, para ser un legisperto.
Y sin decir otra cosa, se dirigió a grandes pasos hacia donde se apostaban sus hombres.
El coronel Búrbano escuchaba distraído el informe de los exploradores que Guillén había enviado a las cercanías de la loma donde se atrincheraban los rebeldes.
Han elegido una buena posición, le decía el capitán, pero no tienen salida por la parte trasera de la loma, debido a lo escarpado del terreno. A decir verdad, la tienen, pero a costa de romperse el alma si intentan huir por ese lado. Bastará situar allí unos pocos fusileros para impedir que escapen por ahí. Los dos espolones son además muy escarpados, así que el ataque debe hacerse por el frente de la loma. Tiene una pendiente suave, de unas ciento cincuenta yardas, que los soldados pueden subir al trote. Será sencillo alcanzar la cumbre sin muchas bajas, debido a que la distancia a la cima es corta.
—Muy bien, Guillén —dijo Búrbano—. Haremos un primer asalto con las compañías de Cárdenas y Rubio, y dejaremos la suya en reserva para rematar, en el caso de que sea necesario.
—No resistirán el primer asalto, mi coronel. Se lo aseguro.
—Eso espero.
Búrbano sacó su reloj de bolsillo. Eran las tres y media. Miró a lo alto. Las habituales nubes del atardecer se habían empezado a formar y amenazaban desplomarse pronto de los cerros.
—Y saque de ahí a esos mirones. Cuatro gatos en el pueblo y tienen que venir a ver la fiesta. ¡Vaya, vaya, no se me quede ahí pasmado!
El coronel volvió grupas, oprimió con las rodillas los flancos del caballo y trepó hasta una pequeña milpa para observar desde allí el zafarrancho.
Media hora más tarde, los hombres de Búrbano comenzaron a salir del bosquecillo. Traían caladas las bayonetas y habían dejado en el suelo los morrales para ascender más deprisa.
—Ahí vienen —murmuró Rufino.
Luego, inesperadamente, murmuró con los dientes apretados:
—¡Ese maldito piojoso! ¡Cuando averigüe quién es, lo voy a despellejar vivo!
Néstor no dijo palabra. Durante la última hora, Rufino había repetido la amenaza varias veces. Y entendía su indignación. Alguien, a quien se refería siempre con el nombre del piojoso, los había delatado. Alguien había advertido a Búrbano del lugar donde los rebeldes le tenderían la celada. Y ésa debía de ser la razón de que la tropa del corregidor se hubiese detenido a una distancia prudente de la colina para preparar el asalto desde allí.
Sólo un par de horas antes estaban en posición de ventaja y con la iniciativa en sus manos. Pero la delación lo había cambiado todo. Se había perdido el factor sorpresa y, de tramperos al acecho de una fiera desprevenida, se habían convertido en víctimas de su propia trampa.
—El gobierno ha de tener espías en todas partes —explicó Néstor—. En Chiapas, en México, aquí.
—Ya sé, ya sé, licenciado —repuso Rufino, con irritación—. El mundo está lleno de cabrones, pero, por Dios, y aun a pesar del piojoso, que hoy vamos a darles a éstos en la madre.
Néstor movió la cabeza de arriba abajo en señal de acuerdo. Como en otras ocasiones, no habría sabido decir si algunas expresiones de Rufino obedecían más a la arrogancia que a la imprudencia, pero no podía dejar de admirar la confianza que aquel hombre tenía en sí mismo y en su habilidad para inspirársela a aquel puñado de hombres a quienes había dirigido sólo minutos antes una fervorosa arenga.
Vamos a cambiar la historia del país en este cerro, les había dicho con sencilla oratoria. Lucharemos aquí hasta morir. No habrá rendición. Si lo hacemos, no tendrán compasión de nosotros. Nos fusilarán sin contemplaciones o nos colgarán de un pino. Eso si no nos cortan la cabeza. Lo sé muy bien, los conozco. Sólo tenemos una salida, vencer. Vencer a toda costa.
A Néstor le había corrido un hormigueo por la espalda. En esos tensos minutos, Rufino había propagado entre el grupo de rebeldes el irresistible atractivo del garañón que conduce la manada, sobre todo cuando aquel hombre tosco y brutal, hecho a las asperezas de las sierras de San Marcos, concluyó su exhortación diciendo:
—No es la fuerza de un ejército lo que forja las victorias. Es el valor y el espíritu de sus hombres. Somos superiores por eso. Y también más fuertes. Vamos a derrotar a esos soldados porque, para ellos, éste es sólo un combate más. Para nosotros, en cambio, es el más importante de nuestra vida. ¡Hagamos una patria nueva y justa para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos! ¡Viva la libertad! ¡Muera la tiranía de la aristocracia y de los curas!
A la arenga siguió un profundo silencio. Y Néstor no pudo por menos de recordar las palabras de McInnery en The Palisades. La vida te ha traído hasta esta colina, se dijo, y no te queda otra alternativa que luchar. Todo sucederá en segundos, después de ese silencio que pone en orden tu mente, después de recordar las mejores horas de tu vida, tus ideales, tus amores. No es el whisky lo que infunde valor. Ni la arenga del teniente. Ni el sonido del clarín. Son tu fe y tus convicciones las que te ponen en pie.
El toque de carga sonó en el interior de la arboleda. Los tambores comenzaron a batir y la tropa de Búrbano se lanzó al asalto, colina arriba, exhalando un griterío aterrador.
Néstor experimentó un espasmo. Tenía las manos heladas y las sienes le latían con violencia. La turba transmitía un terror primario, pero, a la distancia que se encontraba, sus carabinas eran todavía inútiles.
Así se lo había explicado a Rufino cuando, tras una breve deliberación con el sobrino del general y los demás oficiales, el guerrillero se inclinó finalmente a aceptar la táctica sugerida por Néstor. Los hombres se habían escaqueado a lo largo de la cumbre y ahora observaban, sus ojos en el punto de mira, sus dedos en los gatillos, el progreso de la tropa de Búrbano.
—Recuerde que ellos sólo podrán hacer un disparo —le decía Néstor al oído—. No tienen tiempo para más. No se pueden entretener recargando sus carabinas de mecha. La distancia es demasiado corta. Se la van a jugar en el cuerpo a cuerpo. Por eso hay que detenerlos ahí abajo.
—¿Dónde?
—Aguarde un poco.
Los hombres de Rufino tenían una instrucción precisa, una sola. No debían disparar hasta que él diese la orden.
Y Rufino no lo iba a hacer hasta que Néstor le dijera a qué distancia los Remington eran más efectivos en manos de unos oficiales a los que el licenciado había entrenado personalmente y de cuya efectividad podía hacer algún estimado.
—Deje que se acerquen más —acertó Néstor a murmurar con la boca seca.
Esperar aquella avalancha era como ver venir a un tigre rugiendo. Y por el gesto de Rufino, dedujo que tampoco a él le gustaba lo que veía. Los hombres que, zigzagueando entre los arbustos, ascendían a la colina podían ser ignorantes y toscos, pero no eran salteadores como los del río, sino gente avezada al combate. Se percibía en sus movimientos, en la manera de portar el arma, en la disciplina que mostraban al correr, en cómo seguían las instrucciones de los oficiales que, con el sable en una mano y un revólver en la otra, les gritaban y hacían señales para acelerar la marcha de las puntas y enderezar las líneas de ataque. La apretada formación se empezaba a desdoblar hacia los lados y ahora integraban dos líneas compactas que iniciaban un movimiento envolvente hacia la cima de la loma.
La tropa estaba cada vez más cerca, pero, aun con el corazón en la boca, Néstor dispuso esperar. Debía sobreponerse al pánico de una posible muerte súbita y pensar con calma. Hacer fuego desde aquella distancia habría sido dilapidar la munición.
Cerró los ojos y se encomendó a San Brendan McInnery, suplicándole que la estrategia resultase. Y cuando los abrió de nuevo, los hombres de Búrbano estaban ya a unas sesenta yardas. Entonces, se inclinó al oído de Rufino y susurró:
—Ahora, mi coronel.
Rufino se puso de pie, dio unos pasos atrás, desenfundó el sable y gritó:
—¡Fuego a discreción! ¡Fuego! ¡Fuego!
Néstor se llevó el rifle a la mejilla y, enardecido, comenzó a disparar con la misma rapidez y eficacia con que había tiroteado a los patos de Bergen County.
La descarga fue arrasadora. Varios soldados cayeron como costales, fulminados por las balas. Los rebeldes disparaban con destreza y, en menos tiempo de lo que se dice, sembraron el desorden en las dos líneas de ataque.
A la tropa de asalto no le quedó más remedio que arrojarse al suelo para protegerse del mortífero abejero que bajaba de la loma. La poderosa percusión de los Remington y la implacable tempestad de metralla que brotaba de ellos impedía a los soldados de Búrbano ponerse en pie. Caía tronchada la vegetación al impacto de las balas y del suelo emergía un furioso rocío de arcilla, como si la tierra estuviese reventando por sus poros.
El corregidor no podía creer lo que estaba viendo. Una descarga de carabinas solía producir un tableteo irregular, debido a los fallos en el encendido de algunas y a la explosión desigual de la pólvora en otras. Pero aquellas detonaciones eran ciertamente aterradoras. Jamás había presenciado ni oído nada semejante. Sólo una máquina podía producir un ruido así. O un batallón de tiradores apostados en la cima de la loma.
—¡Atrás, atrás! —gritó fuera de sí—. ¡Corneta, toca retirada! ¡Retirada!
Se sentía indignado y confuso. Por primera vez en su vida de militar, el viejo principio napoleónico según el cual la potencia de un ejército consistía en multiplicar el número de hombres por la velocidad del avance, y del que eran ejemplo asaltos como los de El Alamo o la colina de Chapultepec, había fracasado. Algo no funcionaba en el esquema. Aquellos tipos disparaban con una precisión insólita y desde una distancia a la cual las carabinas de mecha no eran más útiles que palos de escoba.
Cuando la tropa logró refugiarse en el bosque de pinabetes, Búrbano estalló, iracundo:
—Dígame, Guillén, por su madre, ¿quién le dijo que eran solo veinte o treinta?
—El cuije, mi coronel, el que tenemos en Comitán de las Flores. Y el pastor. También él dijo que eran muy pocos.
—¡Pues ahí debe de haber cuatrocientos!
El capitán estaba también desconcertado.
—No suenan como carabinas, mi coronel. Tienen que ser rifles de última generación.
—¿Qué es eso de última generación?
—Rifles modernos, mi coronel, armas muy nuevas.
—¿Y por qué no informó el cuije de eso?
—Parece que no es militar, señor.
—¿No es militar? ¡Ah, la gran púrpura! ¡Por eso estamos como estamos! ¡Y ustedes —les gritó al corneta y al tambor—, dejen ya de tocar esa mierda!
Néstor inspiró hasta que el aire hinchó totalmente sus pulmones. La táctica McInnery había funcionado a la perfección. En pocos minutos, los Remington habían disparado unos quinientos tiros, en tanto las carabinas de Búrbano sólo habían hecho veinte o treinta, la mayoría al aire. No había ni un rebelde herido. En cambio los cuerpos de los soldados caídos yacían diseminados, como ropa puesta a secar, en las faldas de la loma.
Miró hacia donde estaba Rufino. Por primera vez desde que Búrbano lanzó el ataque, lo veía quieto. Tenía los ojos puestos en el bosque de pinabetes y el airecillo de la tarde hacía flamear en su costado la garibaldina roja. Y al recordar el ataque, largo mientras lo vivió, corto al evocarlo ahora, le pareció que aquel hombre que gritaba y encendía de entusiasmo a sus hombres, no era el guerrillero tosco y brutal que había imaginado, sino uno de esos predestinados que aparecen de manera inesperada en la historia de los pueblos.
Los ayes y los lamentos llegaban hasta donde Néstor se hallaba, pero eso le importaba menos que la agitación que sentía y que era semejante a la experimentada en el Grijalva. Su esternón había vuelto a vibrar con la reciedumbre del tiroteo y, mientras éste había durado, todo alrededor de él había dejado de existir: Tacaná, el volcán, el frío, los cerros, las torrenteras. Incluso el recuerdo de Clara se había esfumado. Su vida se había centrado en la mira y en el dedo que tiraba del gatillo. Cada disparo había sido para él un instante ganado a la muerte, y cada hombre que derribaba, una nueva oportunidad de seguir viviendo.
En aquella hora límite, la esencia de la vida se había reducido a algo tan simple como matar para vivir. Y ahora, mientras tomaba aliento, pensaba que quizás no hubiera conmoción más fuerte ni sacudida interior tan poderosa como la de jugarse la vida en combate.
Media hora después, la tropa de Búrbano intentaba de nuevo el asalto a la colina, sólo que con todos sus hombres, incluida la compañía de refresco que aguardaba en el bosquecillo.
El enjambre de soldados asaltó la posición rebelde con renovados bríos, pero el cuerpo a cuerpo no llegó nunca a producirse. Las descargas de los Remington azotaron la formación como un mal viento y, una vez más, la acometida perdió fuelle a mitad de la pendiente.
Los soldados de Búrbano estaban otra vez en el suelo. No había manera de saber cuántos muertos y heridos había costado el asalto, pero la ladera parecía no tener vida. El abanderado yacía abrazado al estandarte, junto al capitán Mariano Guillén, quien respiraba angustiado y con la boca muy abierta a causa de un plomazo en el vientre.
—¡Alto el fuego! —ordenó Rufino—. ¡No usen los cartuchos con tanta alegría! ¡Y no disparen hasta que se pongan de pie otra vez!
Se había percatado de que la puntería de sus hombres no era todo lo buena que hubiese deseado y que era la potencia de fuego, más que el pulso de los tiradores, lo que tenía a los soldados de Búrbano comiendo tierra.
Néstor paseó la mirada por el escenario del combate. Algo más allá del bosquecillo de pinos, en una milpa situada a unas trescientas yardas, alcanzó a divisar un militar a caballo. Intuyó que debía de ser alguien importante y, levantándose del suelo, puso una rodilla en tierra, afirmó el codo en la otra, dirigió el rifle hacia el blanco e hizo fuego.
—¡Puta, licenciado! —gritó Rufino—. ¿Es que está sordo? ¡He dicho que alto el fuego!
Fue un tiro limpio y sin eco. Todos lo pudieron ver. También Rufino. El caballo alzó las patas delanteras, agitó las crines y cayó sobre el jinete.
Néstor hizo un gesto de contrariedad. Desde que la bala salió del Remington, supo que había matado al caballo, no al jinete. La cabalgadura no se movía y sólo se alcanzaban a ver los brazos de quien la montaba, haciendo esfuerzos por librarse del animal.
Dos soldados corrieron a la milpa con el fin de ayudar al caído, pero Néstor no lo permitió. Continuó haciendo disparos y obligó a los dos hombres a refugiarse otra vez en el bosquecillo.
Finalmente, el oficial logró zafarse de la montura y escapó cojeando hacia el bosque.
—¡Es el coronel Búrbano!—gritó Julio García Granados.
—¿De veras? —quiso saber Néstor.
—Sí, es él —refunfuñó Rufino.
La niebla se había empezado a posar sobre el valle. Muy pronto las colinas, las hondonadas y los caminos quedarían ocultos bajo una espesa bruma. Y eso pesó sin duda en el ánimo de Búrbano, pues, minutos más tarde, el sonido de un clarín tocaba de nuevo retirada y los soldados corrieron a refugiarse en el bosque de pinabetes.
Rufino decidió no acosarlos y permitió que se llevasen los heridos y los muertos. Y poco después, la desmoralizada tropa volvía a aparecer en formación de a dos por el lado Este de la arboleda. El corregidor de San Marcos debía de haber concluido que era prácticamente imposible desalojar a los rebeldes de la loma, peor con aquella niebla cuyos primeros mechones agrisaban ya el verdor de los cerros.
Cuando Rufino comprobó que el coronel se retiraba, camino arriba, en dirección a Ixchiguán, corrió a dar vivas junto a sus oficiales y sus hombres. Tomó por los hombros a Néstor y, zarandeándolo con fuerza, acertó a decirle:
—¡Sabía que era usted un tipo jodido!
Le brillaban los ojos y tenía la respiración agitada. Y Néstor quiso pensar que, después de tantas derrotas y traspiés, aquél debía de ser el triunfo más importante en la vida de Rufino. Ni un soldado del Gobierno había logrado alcanzar la cima de la loma. La causa de la libertad estaba a salvo, siquiera por el momento, y con ella el prestigio de un hombre que hasta aquel Lunes Santo quizás había pensado alguna vez que alguien había torcido las rayas de su mano.
Pero no fue más allá de aquella breve efusión. Su carácter le impedía permitir que la alegría le embriagara, como si con ello temiera revelar flaquezas o perder el control de sí mismo. Los descorches los dejaba para la reprensión, la mordacidad o la cólera. Expresar con espontaneidad el gozo por la victoria hubiese sido mostrar su personalidad al desnudo. Rufino era un hombre extremadamente hábil para dirigir, inspirar a sus hombres o hacerse temer, pero, al mismo tiempo, era un lisiado emocional, una persona incapaz de mostrar sus sentimientos más nobles.
Con todo, debió de pensar que tenía una deuda con Néstor. Y como una concesión, que de otra parte desviaba sus emociones hacia un asunto menos importante, y que de paso le evitaba enfrentar el júbilo cara a cara, dijo una vez más con los labios tensos:
—¡Voy a encontrar al piojoso que nos delató, licenciado! ¡Y cuando lo encuentre, le juro que voy a romperle el alma!
Néstor comprendió que Rufino tenía la necesidad de mostrarse fuerte y punitivo a toda hora, incluso en la más venturosa de su vida. Lo importante ya no era el momento, la victoria que acababa de alcanzar, sino el futuro, lo que había que hacer en adelante, fuera encontrar al piojoso, reclutar más hombres en la sierra o entrar como vencedor en la capital. La inconformidad con el presente y la prisa por cambiarlo era el signo más revelador de su carácter. Y ésa era sin duda la causa de su perenne hosquedad y de que no pudiera mostrarse nunca como una persona feliz.