7. Valle de la Ermita, Altos de Chiapas

«Cuando supimos por doña Cristina de García Granados que los rebeldes habían llegado a la frontera, pero que el gobernador de Chiapas les había confiscado las armas y les había metido en la cárcel, la tía se descompuso. Me dijo que aquello le olía a cuerno quemado y que tenía toda la pinta de acabar como la revolución de Cruz.

»Por aquellos días, yo había leído un librito que me impresionó muchísimo (en realidad no era un libro, sino cinco cartas encuadernadas que me había traído Joaquín). Habían sido escritas por una monja portuguesa, llamada Mariana Alcoforado. Al igual que muchas niñas de nuestro país, Mariana había sido encerrada en un convento cuando tenía once años. Seducida por un capitán de caballería francés, éste había prometido regresar un día para casarse con ella, pero, como ocurre en tantos casos parecidos, Mariana no volvió a saber de su amante.

»Esa noche no pude dormir. De pronto habían vuelto las dudas, la inquietud, la desesperanza. ¿Cuánto debía esperar por Néstor, ahora que la revolución había fracasado? ¿Y si no volvía? La mayoría de las muchachas de mi edad ya se habían casado y yo quería vivir. Amaba a Néstor con todo mi ser, pero no quería quedarme compuesta y sin novio, como la monja portuguesa.

>Además, estaba Joaquín. La tía no dejaba de hablarme de él. Eran ya dos años, Elena. Y Joaquín era guapo y, por si eso no bastara, rico. No digo que no me gustara. Aparte de ser muy atractivo, tenía unos hombros que no cabían en un armario y un trasero que daban ganas de palmearlo cuando se daba la vuelta. En su honor debo decir que, salvo la vez que me besó la mano, siempre respetó a su amigo. Sabía que Néstor me amaba y nunca buscó aprovecharse de su lejanía, pero yo me resistía a seguir los impulsos de la conveniencia. No es fácil que el amor resista la separación. Y si el mío y el de Néstor duró fue porque ambos lo sublimamos. Amar sin condición ni sospecha, guardar la fe uno en el otro, nos permitió mantenerlo vivo. Néstor era para mí, si quieres saber, el hombre que hacía el trabajo sucio por la libertad y la patria. Joaquín se limitaba a ser el joven acomodado de esos que hablan mucho y hacen poco.

»El movimiento de García Granados lo vino a alterar todo. Y Joaquín dispuso hacer méritos ante mí. No competiría con Néstor a espaldas de éste, sino dando el pecho. Organizó en la capital un movimiento clandestino con jóvenes de la Universidad de San Carlos. Compraron armas, reunieron dinero e hicieron planes para tomar el palacio y el Cabildo cuando el ejército libertador se acercara a la capital.

»Fue una especie de sarampión. Había descubierto el ardor guerrero y no hablaba de otra cosa. Se juntaba con sus compañeros en las barrancas de Ciudad Vieja y de La Villa, donde tiraban al blanco, y volvían de allí ebrios de exaltación y oliendo a pólvora.

»Pero Joaquín no tenía madera de héroe. Su inteligencia era más reflexiva que agresiva y su problema era no tener… perdona, Elena, se me va el aire… digo que su problema era no tener conciencia de sus limitaciones.

»La tía Emilia le insistió en que dejara aquella aventura. Temía perder un buen pretendiente para su sobrina y le decía que su talento era más útil al país para otras cosas.

Lo que la tía no llegó a comprender, ni yo a saber hasta mucho más tarde, era que Joaquín hacía todo aquello para volverse digno a mis ojos y que tanto él como yo habíamos optado por la senda del amor difícil. La mía conducía a Néstor; la de Joaquín, a mí. Pero su nobleza le impedía declararme sus sentimientos. No quería ser desleal a su amigo. Se limitaba a esperar a que, por sus méritos, yo me enamorara de él».

Néstor no conseguía dormir. Continuaba encogido, abrazado a las rodillas, la frente apoyada en ellas, las manos húmedas, los pies como témpanos. Buscaba en la inmovilidad mantener al pairo el dolor del costado y evitaba respirar muy hondo haciendo exhalaciones casi inaudibles.

Pero Rufino debía de tener oído de tísico.

—¿Duele? —preguntó.

Su voz surgió de la oscuridad como si saliera de una cripta.

—Creí que dormía —respondió Néstor.

—No duermo bien. Me despierto a las tres o las cuatro y ya no puedo conciliar el sueño. Pero tampoco lo necesito. ¿Duele?

Néstor dilató la respuesta. Rufino tenía ganas de hablar y él no tenía ninguna.

—Sólo cuando me río.

Rufino encajó la mordacidad con humor.

—Es usted un buen comediante.

—Me mira siempre como quien mira a un mendigo, ¿por qué habría de preocuparle mi costilla?

—Me preocupa la gente con la que estoy —la voz de Rufino sonó ahora hosca y exigente—. Le diré algo. Desde que le vi en Frontera me he estado preguntando qué pinta usted en todo este asunto.

—No sólo le molesto. También sospecha de mí. ¿Cree que soy un espía?

—¿Qué tendría de raro?

Néstor se tomó un respiro. Rufino le estaba probando otra vez. Era su modo de escudriñar a las personas, acosarlas, intimidarlas para hacerse una mejor idea de cómo eran.

—Piense lo que quiera de mí. ¿O es que está planeando ejecutarme, como lo hizo con el holandés?

—Ese desgraciado no merecía vivir.

—¿Siempre es igual de precipitado en sus conclusiones?

—Sólo cuando me va la vida en ello.

Una súbita llamarada iluminó el rostro de Rufino, quien luego de encender la punta de un puro delgado y prieto, dijo:

—¿Cree que hubiera sido mejor dejarle morir en el arenal? Le ahorré el sufrimiento de una larga agonía, allí tirado y con aquel calor.

El puro amenazaba con apagarse y, mientras Rufino lo atizaba con rápidos chupetones, a Néstor le dieron ganas de devolver la pelota.

—Y a usted, ¿qué fue lo que le llevó a una vida como ésta?

La voz de Rufino sonó desganada.

—Qué sé yo, muchas cosas.

—Pero le gusta esta vida.

—Tal vez, no estoy seguro. De niño, me gustaban las armas. Jugaba a la guerra. Aprendí pronto a montar caballos y a domarlos.

—¿Dónde?

—En San Lorenzo, un pueblito de San Marcos que no tenía cura. Gracias a Dios —dijo, riendo por lo bajo—.

Llegaba una vez al año, por las fiestas del pueblo. Creo que por eso mi padre eligió para vivir aquel lugar.

—¿Era ateo?

—No, era de ascendencia española —volvió a reír. Y decía que los gachupines habían ido siempre detrás de los curas… con un cirio o con una estaca, y que, por eso, cuanto más lejos se estuviera de las sotanas, más tranquilo se vivía. ¡Porquería de tabaco! —dijo arrojando al suelo el cigarro.

Néstor se metió los dedos en el bolsillo del chaquetón. Aún conservaba un pedazo del que le había regalado Tom van Tolosa en el transbordador.

—Pruebe éste.

Rufino encendió el habano, aspiró el humo con visible placer y chasqueó la lengua.

—Esto es otra cosa.

—De nada.

—Mi padre sembraba trigo y café en las tierras altas de San Marcos y, en las bajas, criaba ganado y sembraba caña. Desde niño me obligó a trabajar. Le ayudaba a fabricar panela y a venderla, pero no me gustaba ese oficio. Así que me escapé de casa cuando tenía catorce años.

—¿Y adonde fue?

—A ninguna parte. Mi padre me encontró al día siguiente y, en castigo, me puso a trabajar con sus arrieros.

—Con razón se le da tan bien la sierra.

—Soy hombre de montaña, estoy hecho a esta vida.

—Ya veo. Prefirió eso a ser escribano.

—Me obligaron las circunstancias. Mi madre quería que me educara en Quetzaltenango, con los jesuitas. Y a base de ruegos, consiguió que mi padre me enviara allí. En mala hora.

—Le fue mal.

—Muy mal. Los jesuitas son unos cabrones. Me tenían martirizado a base de palizas y castigos que mi padre jamás me había dado. Decían que yo era un torcido, pero que ellos me iban a enderezar. No pude escapar de allí, por más que lo intenté. Estaba más vigilado que un delincuente. Lo que sí logré fue convencer a mi padre. Un día llegó a Quetzaltenango, les metió una puteada y me mandó a la capital. Allí me hice escribano.

—Desde entonces no los puede ver.

—Ni ellos a mí. ¿Ha tenido relación con la Compañía?

—Alguna.

—Entonces ya sabe cómo son. Gente jodida. Dan préstamos de avío a los campesinos y, a quienes no pagan, les quitan las tierras. Son la peste del país. Y a mí me la tienen jurada.

—Y usted a ellos.

—No, licenciado —dijo con voz helada Rufino—. Yo no juro. Yo sólo hago lo que tengo que hacer.

Néstor se quedó callado. Le costaba respirar sin sentir dolor. Su ánimo no estaba además para decir cosas inteligentes, sino sólo para preguntar. Y eso le fatigaba. Pero Rufino estaba sin duda en su mejor hora del día.

—Nunca había pensado en eso.

—¿A qué se refiere?

—A lo de llevar esta vida.

—Comprendo.

—Fue culpa de una mujer.

—No le creo —se burló Néstor.

—De veras. Se llamaba Chusita y era hija del corregidor de San Marcos. Un tipo de apellido Zelaya. Otro cabrón.

—Para usted todo el mundo es un cabrón.

—El mundo está lleno de ellos. Unos peores que otros.

Me han estafado, me han pateado, me han humillado. Este era de los peores. Vivía en una casa que era de mi padre y yo iba cada mes a cobrarle la renta.

—Y allí se topó con Chusita.

—Yo no le gustaba a Zelaya. Por qué, es algo que ignoro. Debía de caerle mal. El caso es que un día nos pilló en la cama.

—¿Así nomás?

Rufino se echó a reír.

—Ustedes, los de la capital, se andan siempre con remilgos. Cortejan, enamoran, dicen cosas bonitas, qué tal chula y babosadas así. En los pueblos vamos al mandado.

—Y eso fue lo que le pasó con la Chusita.

—Su padre no nos llegó a ver, porque la puerta estaba cerrada por dentro, pero tuve que romper dos barrotes de madera de la ventana para escapar del cuarto. Antes de que él echara abajo la puerta a golpes, por suerte. Desde entonces fui un proscrito. Crucé la frontera y me refugié en El Malacate. Mi padre me había regalado esta finca, cuando me gradué de escribano. Una parte de ella cae de este lado de México y ése era mi seguro. Pero el desgraciado de Zelaya había jurado vengarse y andaba siempre al acecho. Yo no podía regresar a San Marcos y, como de esta parte hay mucho fugitivo y mucho refugiado de Guatemala, dispuse organizar un grupo para darle una lección. Atacamos San Marcos y tomamos el pueblo. Fue la cosa más sencilla. No hubo ni siquiera que pelear. Cómo estaría de harta la gente que salió a la calle y nos aclamó.

Le interrumpió el mugido de una vaca.

—Qué raro. Las vacas no mugen de noche. Debe de estar pariendo.

Luego, cambiando el tono, agregó:

—A mí me ha salido todo mal en la vida, pero ese día sentí que había hecho lo debido y que lo había hecho bien.

Y que mi vida empezaba a funcionar.

—¿Y funcionó?

Rufino hizo una pausa. Néstor observó unos instantes los borrosos contornos del hombre que tenía frente a él y que, como una fantasmagoría, parecía flotar sobre la cama de piedra cada vez que daba un chupetón al habano.

—Zelaya envió tras de nosotros a una chusma de indios —dijo en tono sombrío— y mis compañeros me dejaron solo.

—¿Por qué?

—No lo sé. Los traidores no dan explicaciones. ¿Le han traicionado a usted alguna vez? ¿Sabe lo que es sentir esa cólera?

—Tengo una idea.

—Pues ya sabe lo que quiero decir. Pero en mi caso lo pagaron caro. El corregidor detuvo a la mayoría de ellos y los mandó fusilar. Yo pude escapar a la finca, pero me llegaron a buscar a la casa de mi padre, en San Lorenzo. Saquearon la vivienda y torturaron a nuestros empleados para que dijeran dónde estaba. Como no consiguieron dar conmigo, el Gobierno echó a Zelaya y nombró otro corregidor. Se llamaba Camilo Batle. Era español. Le habían dado una misión: capturarme y fusilarme. Batle invadió el territorio mexicano y se llegó a El Malacate. Con los mismos hombres que tenía Zelaya. Nos atacaron de noche, quemaron los ranchos y el casco de la finca. Me salvó la oscuridad. Huí a un potrero y desde allí pude ver cómo ardía todo y mataban de un tiro a mi perro Compás.

—¿Es usted masón?

—¿Lo es usted?

Néstor no respondió. Si Rufino no había querido contestar, tampoco lo iba a hacer él, pero le pareció significativo que el perro llevara por nombre el instrumento que, junto con la escuadra, conformaba el símbolo universal de la masonería.

—¿Y qué dijo el gobierno de México?

—Pantaleón Domínguez protestó ante el gobierno de Cerna.

—¿Quién es ese señor?

—El gobernador de Chiapas, el tipo que nos quitó las armas y nos tiene aquí encerrados.

—¿Le conoce?

—No es la primera vez que me arresta.

—Qué ocurrió después.

—Cerna se puso como cien mil putas y ordenó detener a mi padre. Se lo llevaron a pie a la capital con mi tío Mariano. Los encerraron en una bartolina del Castillo de San José y me mandaron a decir que los dos estarían presos allí mientras yo no me entregara.

—¿Y se entregó?

—No. Unos amigos pagaron la fianza y los soltaron. Y en ésas andaba ahora. No tengo un peso. A mis treinta y seis años, estoy en quiebra. Y todo por la Chusita —rió.

—Y en eso le llamó García Granados.

—Pues sí. Me necesitaba tanto como yo a él. Por eso estoy aquí. Ahora ya sabe mi historia. Y usted, ¿por qué anda metido en esto?

—Es muy sencillo. Hablo inglés.

—¿Conoce de armas?

—Ahora un poco. Antes, ni papa.

—¿Y no se arrepiente de haberse embarcado en este lío, licenciado? Ha pasado las penas del Purgatorio. Le han herido, le han metido en el bote. Son cosas que no se hacen si no es por algo.

Néstor se percató de que Rufino le estaba probando de nuevo y quiso marcarle los límites.

—Un maestro que tuve en Londres me dijo que, algún día, entraría en mi propio infierno. Todos pasamos por él, me advirtió, y sólo hay un modo de salir: no mirar atrás.

Y eso procuro hacer, señor escribano.

Esta vez Rufino no se ofendió ni mostró la hostilidad que le brotaba cuando alguien le trataba con sarcasmo.

—Vaya, vaya. Es usted hombre de temple. Nunca hubiera esperado de usted la reacción que tuvo en el río. ¿Por qué no me cuenta, ahora en serio, de dónde sacó esa puntería?

Néstor no tenía ganas de seguir la plática, pero Rufino le volvería a acosar y no del mejor humor. Así que le habló de Dougall, de McInnery, de Bergen County y del hallazgo de un don natural que ignoraba. Con todo, Rufino dejó pronto de escuchar.

—¡Tenía yo razón! —dijo, dando un puñetazo en la pared—. La carta de Benito Juárez no era clara y el maldito del Pantaleón se ha aprovechado de eso.

Luego, exhibiendo un entusiasmo inesperado, agregó:

—Pero saldremos de aquí, ya lo verá. Saldremos de aquí, de un modo o de otro.

—Sí, claro, cuando las gallinas canten ópera.

—No hay nada que no pueda arreglarse, licenciado. Todo es asunto de dinero y tiempo.

«—¿Has perdido alguna vez, Elena, algo que no esperabas o que no hubieras querido perder?

»—La paciencia algunos días y las llaves de cuando en cuando.

»—Pero hay cosas que ni te imaginas perder…

»—¿Por ejemplo?

»—El apellido.

»—¿El de soltera?

»—No, el propio, el tuyo. Tú naces con un apellido, te lo pegan en la pila del bautismo, como una estampilla de correos, y ya no te desprendes de él. Eres quien eres por lo que viene con él y por lo que tú le agregas. Por él te identifican los demás y gracias a él saben quién eres. Con él vives, con él te acuestas, con él te levantas. Pero un día, una mañana, descubres al despertar que lo has perdido, y que, por más que lo buscas, no lo encuentras.

»—¿Hablas en serio?

»—Le ocurrió a la tía Emilia, una mañana de junio de 1870. Eran ya casi las ocho y no salía del cuarto. Llamé varias veces a la puerta y, como no contestaba, dispuse entrar. Ni siquiera se volteó. Tenía la habitación revuelta, el colchón levantado, las sábanas tiradas por aquí, la colcha por allá, el armario en desorden. ¿Qué le ocurre, tía, qué sucede?, le dije. Muy despacio se volvió hacia mí y… pobrecita… con una mirada muy triste me dijo que había perdido su apellido y que no lo podía encontrar.

»—Lamento la broma, Clarita.

»—El mal le vino de repente. Sólo el día antes habíamos ido juntas a comprar Agua de Florida para teñirse el pelo. Fue el principio de un rápido deterioro de sus facultades mentales que se prolongó varios meses. Intentaba jugar con ella a las cartas, pero todo cuanto podía hacer era mirar a sus naipes, como hipnotizada, pues no podía distinguirlos. Y créeme, Elena, ver cómo una persona tan vivaz y tan alegre que, al igual que el sabio, no permitía que nada le hiriera, y que buscaba siempre el lado positivo de las cosas, y observar cómo su mente se deterioraba día a día sin que yo pudiese hacer nada por ella, me destrozaba el corazón. Verla caminar por la casa, a paso lento, detenerse como si quisiera recordar algo, o hundirse en un sillón durante horas, con la mirada perdida y sin decir palabra, era terrible. Su vida se iba limitando a emociones cada vez más elementales y débiles, y a un vocabulario muy reducido. Hasta que un día dejó de hablar y sentir. Comía muy despacio lo que yo le daba. Tomaba una cucharada de leche con miel y se quedaba pensando un buen rato. O miraba las flores y las plantas de la casa como si estuviera despidiéndose de ellas. Su rostro se iluminaba fugazmente cuando cantaba el canario, pero incluso aquella música dejó de llamarle la atención. Imagínate, ella, que tanto la disfrutaba y amaba.

»Con el tiempo, dejó de reconocer a las sirvientas, a Eulalio, nuestro cochero. Y un día, un día muy triste, dejó de reconocerme a mí. Fue, creo, el peor de mi existencia, si hago excepción del de hoy. Yo acababa de cumplir veintiún años, tenía la vida rota y un amor condenado a morir de inanición».

Seis días después de haber llegado a San Cristóbal, un carcelero abrió la puerta de la celda. Le acompañaban dos hombres con rifles y traía en las manos las botas de Néstor y Rufino. Las arrojó al interior del calabozo y les ordenó que se las pusieran.

Rufino preguntó al carcelero que a dónde iban, pero éste no se dignó responder. Simplemente esperó con gesto impasible a que terminaran de calzarse.

Salieron al corredor. Rufino miraba de reojo a los soldados. Era ya casi de noche y no se mostraba tranquilo. Aquella era la hora en que solía aplicarse la ley de fugas.

Fueron llevados a un pequeño cuarto alumbrado con un quinqué. Allí, un soldado les devolvió las armas, los prismáticos, la munición y algunas pertenencias, pero faltaba una brújula, también una cantimplora, las balas y el dinero que traían. Rufino protestó, mas sólo obtuvo por respuesta el silencio. Los soldados y el carcelero eran gente hierática y muda, como figuras talladas en una estela de piedra.

Los llevaron al zaguán del edificio. Allí les esperaban Andrés, Gregorio y Chico Andreu. Néstor abrazó a este último.

—¿Está usted bien?, —le preguntó.

Andreu asintió con agradecida vehemencia.

—¿Y usted?

—Ahí, más o menos.

Un soldado abrió la puerta de la cárcel y les indicó con un gesto que salieran.

—¿Adonde vamos? —preguntó Rufino.

—Aquí cerca —respondió uno de los dos soldados.

—Sí, ¿pero adonde?

—Cállese y no pregunte.

Caminaron como furtivos por calles desiertas y lóbregas. Suponían que habían sido liberados, pero no las tenían todas consigo.

Se detuvieron a las afueras del pueblo, en una modesta posada, sobre el camino que conducía a Comitán de las Flores. Uno de los soldados llamó a la puerta. Apareció un hombre joven con un farol. A Néstor le pareció conocer su rostro, pese a que la mortecina luz le daba un aspecto siniestro.

—¿Basilio? —indagó.

¿Moliére? —contestó el otro en son de broma.

Se dieron un abrazo.

—¡Están aquí, ya están aquí! —grito Basilio, volviéndose al interior de la posada.

Salió un grupo de hombres al zaguán. Néstor reconoció a Hiram, a Eneas, el calígrafo, a Turgot, a Saint-Just y a Juliano, entre otros.

—¿Han comido? —preguntó Hiram—. ¿No? Vengan al comedor con nosotros.

—¿Y las armas? ¿Y el parque? ¿Y los uniformes? —preguntó, impaciente, Rufino.

—En custodia —respondió Saint-Just—. Pantaleón Domínguez lo ha confiscado todo.

Partieron al siguiente día a hora temprana, en sendas mulas, hacia Comitán, donde les esperaba García Granados. Rufino iba delante, con prisa, como siempre. Le seguían sus dos incondicionales. Detrás iban Andreu, Saint-Just y los demás.

Al final de la fila, marchaban Néstor y Basilio.

A secas y sin llover, así está el clima, decía Basilio. Para empezar, el general anda como la gran patria, ¿por qué razón?, porque cuando llegamos aquí, la gente que había reclutado el Rufián ya no estaba, no es Rujian, es Rujino, a saber, ¿tú le conoces?, sólo de quince días a esta parte, pero has dormido con él, déjate de bromas, Basilio, ¿qué es lo segundo?, lo segundo es que el Pantaleón no quiere devolver los rifles, ¿que qué?, dice que la orden de Benito Juárez no es clara, ¿a pesar de las firmas y los sellos?, a pesar, pero si nos dijeron que Pantaleón y García Granados eran amigos, ya no, ¿y cómo está eso de que la gente de Rujino se ha marchado, el Rufus tenía apalabrado un gential, pero se fueron a trabajar en la construcción de una carretera, ¿y eso?, se cansaron de esperar y no tenían para comer, no me extraña, por eso el general está para los balazos, tiene razón, corre el rumor de que no se entienden, ¿quiénes?, adivina, me doy, el general y el rufián, ¿lo sabías?, no, Basilio, y no vuelvas a llamar a Rufino rufián, está bien, pero, como yo digo, ¿qué pueden tener en común esos dos hombres?, un ideal, qué otra cosa, pues sería más fácil pesar el humo que coincidieran en algo, no hay que ser fatalistas, pero, dime, ¿cuántos somos?, unos veinte, déjate de bromas, hablo en serio, ése es el tamaño del glorioso ejército libertador, eres un cínico, veinte hombres y cuarenta rifles que nos ha devuelto el Pantaleón, ¿de los trescientos que traíamos?, justamente, dice el Panta que ya le tienen hasta el gorro de que la frontera sur de México sea como la casa de la Juana, que todo el mundo entra y sale por donde le da la gana, hijo de su madre, y que cómo puede saber él si somos libertadores, contrabandistas o un ejército de ocupación, no termino de entenderlo, siendo liberal y juarista, ninguna pandilla de hijos de la chingada, le dijo al GG, puede cruzar este país, dejando cadáveres por donde pasa, tiene razón, pero no tiene pruebas, no las necesita, para eso es el gobernador, ése lo que quiere es plata, ¿y con qué crees que el general les liberó a ustedes de la cárcel?, no lo sé, pero, ¿cuál es la situación ahora?, el Panta dice que no entregará los rifles hasta que García Granados no demuestre que sus fuerzas son algo más que una gavilla de salteadores, qué cabrón, antes no eras tan mal hablado, ni tú tan metido, bueno, sí, es un cabrón, ¿supiste que hace año y medio se sublevaron aquí en Chiapas los indios?, algo oí, y que mataron a miles de blancos, no sé si fueron miles, pero sigue, pues a los chiapanecos aún les tiemblan las canillas y el Panta quiere protegerse con nuestros rifles, yes, sir, eso quiere el son of a bitch, ¿cuándo aprendiste inglés?, en mi tiempo libre, mentiroso, no me interrumpas que aún tengo algo importante que decir, ¿bueno o malo?, no lo sé, dispara, el general quiere que vayas a una hacienda cerca de Comitán que se llama Los Puentes, muy cerca de la frontera con Guatemala, para que entrenes allí a los hombres en el uso de los rifles, a los veinte, eso es, Rufino cruzará con ellos la frontera para hacer en San Marcos una leva en rancherías y pueblos, ¿quieres agua?, no, yo sí, por cierto, ¿supiste lo de Cerna?, no, ¿qué cosa?, lo del atentado, primera noticia, un soldado de su guardia lo intentó asesinar, ¿de veras?, se salvó de milagro, ¿y detuvieron al cuque?, lo fusilaron allí mismo, caray, dicen que hay gente de plata, liberales, claro está, que se está moviendo en el país contra Cerna, ¿has oído algo?, no, lindo revólver, sí, es lindo, pero, tú no usabas armas, eso era antes, ¿dónde lo compraste?, en Nueva York, y no lo compré, me lo regalaron, quién, no seas curioso, háblame de lo que hiciste en Nueva York, otro día, Basilio, ahorita no tengo ganas, le dejas a uno exhausto.

«La tía Emilia había muerto en vida. No sólo no me reconocía, sino que mostraba hacia mí una dolorosa indiferencia. Pobrecita. Tuve que imponerme de asuntos que ignoraba por completo, como rentas, gastos y esas cosas. La tía había previsto mi futuro, pero yo estaba en gallo de lo que siempre pensé eran sólo menudencias. Y encontrarte de golpe con que debes ocuparte de cosas que no entiendes, y además que no te gustan, me tenía sin dormir.

»Joaquín me ayudó muchísimo. Y el apoyo que recibí de él fue impagable. Un abogado como don Ernesto es útil, pero una confía siempre más en los amigos. Se portó como un hermano mayor. Venía a diario a la casa para interesarse por la tía, me acompañaba al bufete o teníamos largas pláticas sobre cómo solventar el asunto de la herencia.

»Mi vida había sufrido un cambio inesperado. Era totalmente libre, podía hacer lo que quería. Podía usar mi albedrío sin límites ni censuras. Y Joaquín me hacía sentir deseada, algo que no me ocurría desde que Néstor me dejó de escribir. Pero, en eso, sucedió lo de Tacaná. Y mi vida volvió a complicarse. Todo el mundo se alebrestó: liberales y conservadores, pirujos y cachurecos, curas y laicos, ricos y pobres. En Jericó habían sonado las trompetas y Tancredi volvía a la patria. Tancredi el bueno, el genuino.

Y como era de esperar, se multiplicaron los entusiasmos, de un lado, y de otro, se desataron las cóleras. Para la aristocracia y el clero, los bárbaros se acercaban a las puertas de la ciudad. Para nosotros, en cambio, la libertad había entonado en Tacaná un emocionado canto de esperanza».