6. El río y la sierra

Aquella noche, una inesperada tormenta se abatió sobre San Juan Bautista de Villahermosa. La lluvia martilleaba las maderas del muelle de la Aduana y hería los torsos desnudos de los bogadores que introducían las cajas de rifles, los bultos y el bastimento en los lanchones. La mayoría eran jóvenes de brazos musculosos que se afanaban en repartir la carga en las frágiles embarcaciones de unas quince varas de largo por dos de ancho, protegidas en el centro por una techumbre de palma. El río parecía hervir y el muelle se había convertido en un escenario de sombras que los relámpagos iluminaban con azulados fulgores.

Poco a poco, el aguacero fue cediendo y cuando al fin se volvió llovizna, la pequeña expedición —un cayuco explorador delante, otro a la zaga y tres lanchones en medio— inició su deriva sobre el río henchido por la tormenta. Los bogadores en la proa y la popa de cada lanchón hundieron sus pértigas en el fondo del río, colocaron las puntas a la altura del pecho y dieron un primer envión. Los hombres bajo el sombrajo de palma palearon con los remos cortos y las embarcaciones comenzaron a moverse río arriba, acompasadas por los apagados gemidos de bogadores y remeros.

Néstor Espinosa se despojó de la camisa. Enjugó con las manos su rostro y sus cabellos húmedos y extendió la prenda sobre las cajas de rifles.

—No sea bruto, póngase la camisa —le ordenó Rufino—. ¿Cuál cree que es el mayor peligro de la selva, licenciado? —dijo en un tono con el que parecía resentir el hecho de que Néstor lo fuese—. Dígame uno. ¿Las serpientes, los caimanes, las fieras? No, señor. El mayor peligro de la selva son los animales pequeños: las arañas, los escorpiones, las abejas silvestres, las avispas, los zancudos. Así que mejor haría en taparse.

Recogió Néstor la camisa con desgana y se quedó mirando de hito en hito al guerrillero.

—No deje nunca la piel al descubierto —le espetó Rufino, como si se tratara de una letanía—. Métase los pantalones dentro de las botas. Nunca se suba las mangas. No se le ocurra descalzarse. Mantenga la camisa abrochada. Siempre, ¿me oye?, a toda hora.

Néstor aceptó en silencio la reprimenda y volvió la mirada a la jungla, especie de bestia dormida que parecía acechar el paso de aquel extraño cortejo. El río era el camino. Navegaban sin referencias por un territorio cuya cartografía desconocían y perder el río era perder el norte. Había que dejarse conducir por los límites de su cauce, por sus bordes, sus ribazos. Néstor observaba las orillas, inquieto y tenso. La selva parecía estar no sólo al acecho, sino también a la defensiva, dispuesta a proteger su virginidad con uñas y dientes. La vida, pensó, debió de haber empezado en un lugar así, en una jungla tersa y viva, tal y como la veía él ahora. Cada ave, cada insecto, cada tronco caído, cada serpiente escondida bajo el humus y las hojas, estaban allí sin duda desde el principio del tiempo.

Miró el reloj. La una de la madrugada. Quería dormir, pero la ansiedad se lo impedía. Y para distraerse cerró los ojos y buscó el rostro de Clara. Sus facciones sonreían. Clara era la alegría encarnada. Y no había nada que hiciera tan feliz a un hombre como la alegría de una mujer. Imaginó que ésa debió de haber sido su expresión al recibir la carta firmada con el nombre de Segismundo Salmón, un apodo que le venía al dedo ahora que remontaba la corriente, y entendía mejor la hazaña de aquellos valerosos peces al desplazarse río arriba.

Para evitar cruzarse con extraños, la caravana tomaba a veces algún ramal paralelo. Las lanchas penetraban en oscuros túneles de vegetación que invadían el cauce y estrechaban el paso de la comitiva. En otros tramos del río, la corriente se volvía un remanso cuya aparente serenidad impedía ver las traicioneras corrientes que se movían bajo las lanchas. En momentos así, Néstor extraía el revólver y con la mirada fija en aquella celosía impenetrable, aquella bóveda oscura y hostil que entoldaba el curso del río y obligaba a los expedicionarios a pasar agachados bajo la fronda.

Al llegar a Torno Largo, una curva del Grijalva que parecía no tener fin, apareció una bruma blancuzca y voraz que flotaba sobre el río como un fantasma. Y allí fue preciso detenerse y anclar en la orilla hasta el amanecer.

Reanudaron la marcha cuando las primeras luces del día comenzaban a mostrar los desnudos ribazos del río y el pasmoso espectáculo de una interminable sabana salpicada de esteros y lagunas, en cuyas orillas se aburrían millares de impávidas garzas. Las riberas del Grijalva mostraban el efecto devastador del invierno: áreas sin vegetación, árboles arrumbados en las orillas o atascados en el centro del cauce.

A la mitad de un meandro, apareció una playa del color de la panza de un mulo más allá de la cual crecía un espeso matorral al que daba sombra una larga fila de macuilises y flamboyanes. El aluvión traído desde las montañas durante el invierno había estrechado el paso del río y, tendido de través, yacía un frondoso guayacán que la crecida había arrancado de cuajo.

Uno de los hombres que iba en el lanchón de vanguardia se volvió a las demás embarcaciones e hizo señas para que el convoy se detuviese. Rufino ordenó arrimar los lanchones al bancal de arena, mientras los del cayuco se acercaban al árbol caído para trocearlo con machetes y hachas.

De las orillas fluía un raro sosiego. Las riberas parecían inanimadas, como si la vida hubiese huido de ellas. Y Néstor experimentó una vez más el desagradable pálpito de la premonición. Aquel silencio no era normal a una hora en que las aves anunciaban la llegada de la luz y quiso comentárselo a Rufino, pero cuando se volvió para hablarle, notó que el guerrillero temblaba.

—Me viene la calentura —dijo, como quien anuncia el día—. Voy a recostarme un rato.

Rufino se refugió bajo la techumbre que protegía el centro de la lancha, se tumbó en el sollado y se tapó con una cobija. Néstor se volvió a la segunda embarcación, a cuyo cargo estaba Andrés, el cuellilargo, y agitó los brazos en señal de alarma. Pero la respuesta del lugarteniente de Rufino fue un gesto con el que venía a decir algo así como no se preocupe, déjelo tranquilo.

Uno de los bogadores comentó:

—Es la fiebre. En un rato estará bien.

Néstor no sabía gran cosa de aquella dolencia que enfebrecía a las personas en los trópicos. Sólo que se daba en lugares pantanosos, que en Italia se achacaba a un mal aire o mal aria y que se trataba con quinina. Rufino la padecía, sin duda y, por conocerla bien, le había ordenado a Néstor que se protegiera la piel al salir de San Juan Bautista.

Recordó entonces unas ampollas que Andreu había adquirido en Nueva York y, con el cuchillo de monte, empezó a desgarrar el fardo donde venían los vendajes y los medicamentos, pero no pudo llegar a la quinina. De improviso, las ramas del árbol caído empezaron a escupir fuego. Uno de los hombres que iba en el cayuco de vanguardia se dobló. Otro cayó de espaldas con un balazo en el vientre. El tercero se arrojó al agua y nadó hacia la primera lancha, justo cuando un fuerte crujido delataba la caída de un enorme sauce tras el cayuco de cola.

Los lanchones empezaron a retroceder hasta quedar enredados unos con otros en el limitado espacio que los árboles marcaban sobre el agua. La expedición estaba trabada entre ambos y el ribazo más cercano era inaccesible, salvo que se nadara hasta él.

Por entre las ramas del sauce recién caído varias carabinas abrieron fuego contra los lanchones, en tanto que de los matorrales situados más allá del banco de arena surgía un tercer eje de fuego más nutrido.

En instantes, el meandro se volvió un infierno donde las balas zumbaban como tábanos, se estrellaban con siniestros chasquidos en las cajas de rifles y en los sombrajos de los lanchones o emitían un silbido aterrador cuando penetraban en el agua.

Empujado por la corriente, el primer cayuco se deslizó hasta la lancha donde iban Néstor y Rufino, topó con la proa de ésta y quedó inmóvil. El lanchón de Andreu y Gregorio se movió hacia la orilla y encalló en la arena, a unos cincuenta metros de los salteadores que disparaban desde los arbustos. Y la embarcación de Andrés, el cuellilargo, quedó atrapada e inmóvil entre el primero y el tercer lanchón.

Néstor estaba paralizado. Sentía las manos y la frente frías y un agujero en el estómago por el que penetraban, uno a uno, los estampidos de las armas. Era incapaz de pensar y no podía enderezar el rictus que le deformaba la boca.

—¡No se quede ahí como un loro de luto! ¡Haga algo, licenciado! —le gritó Rufino, con desdén, antes de morder con rabia un cartucho—. ¿Para qué quiere, si no, esa babosada que lleva al cinto?

El guerrillero había echado mano de su carabina y devolvía el fuego a los salteadores, si bien con escaso acierto, pues el pulso le temblaba a causa de los escalofríos.

Néstor le devolvió un gesto de impotencia. Ni siquiera podía ponerse en pie. Una fuerza superior le aplastaba contra el sollado de la lancha y ningún esfuerzo de la voluntad era capaz de moverle una pulgada, ni siquiera para desenfundar el revólver.

—¡Dispare, carajo! ¡Dispare, aunque sea a los mosquitos!

Fue la rabia, más que el valor, lo que finalmente le impulsó a moverse. Se arrastró sobre el piso del lanchón, llegó al tenderete de palma, donde se apilaban las cajas de los Remington, violentó con el cuchillo de monte la tapa de una de ellas y sacó de su interior un rifle. Abrió un fardo de yute y extrajo un paquete de munición. Se parapetó tras las cajas y cargó el arma. Tomó aire, o mejor dicho, intentó hacerlo, pues la respiración se le encabalgaba en el pecho y no la podía gobernar. Dirigió la mira al ramaje del árbol delantero donde había detectado rastros de humo. Apuntó con rapidez y disparó.

El salteador cayó al agua como un fardo.

Oyó un silbido cerca, luego un chasquido. Una bala se había alojado en el bordo del lanchón, a la altura de su brazo derecho. Apuntó de nuevo hacia el lugar de donde había venido el proyectil c hizo fuego. Un segundo francotirador se precipitó del árbol, abatido por el disparo, pero nunca llegó al agua. Su cadáver quedó colgado de una rama en posición grotesca.

Rufino no daba crédito a sus ojos. El pulso de Néstor y la rapidez del arma le tenían sorprendido, y en su fuero interno debió de pensar que acaso el licenciadito no fuera lo que aparentaba ser. No había visto a nadie disparar con tanta velocidad y tanto acierto. Ni siquiera él, que estaba acostumbrado a los rigores del combate y sabía que el mejor tirador perdía en el campo la mitad de su eficacia, si no toda, como le ocurría en ese momento a él, ya que, fuese por la distancia, fuese por la calentura, apenas había hecho fuego un par de veces.

Néstor aguardó agazapado unos instantes, receloso de que hubiese un tercer tirador, pero no detectó en el árbol señal ninguna de vida. Se puso de pie sin decir palabra, extrajo de la caja otro Remington y un paquete de municiones y corrió al extremo de la embarcación, pisoteando los cuerpos de los bogadores. Aquellos hombres nervudos y fornidos, de rostros angulosos y con aspecto de antiguos guerreros, yacían en el fondo de la embarcación trémulos y con las manos en la cabeza.

De un salto, aterrizó en el segundo lanchón y, haciendo equilibrios a causa de los vaivenes, corrió hacia el tenderete de palma. Se deslizó por debajo, alcanzó la popa y, de otro brinco, fue a caer en el piso del lanchón encallado en el arenal.

Andrés, Gregorio y Chico Andreu se habían refugiado allí y, usando la embarcación como parapeto, repelían el fuego de los asaltantes que disparaban desde los arbustos. Néstor arrojó a Andreu uno de los rifles y una caja de parque y ambos volvieron sus armas hacia el sauce caído que cerraba el paso de la expedición por retaguardia.

Atrapado entre las ramas del árbol, el cayuco de cola no daba señales de vida y Néstor supuso que sus tripulantes habían sufrido el mismo destino que los del bote de cabeza. Buscó alguna señal que delatara el lugar donde pudieran esconderse los tiradores ocultos en el sauce y, mientras miraba, descubrió que ya no tenía el agujero en el estómago. El sudor se había evaporado de sus manos y un calor agradable le corría desde el pecho hacia los dedos.

—Ayude a Goyo y Andrés. Yo me encargo de los del árbol —le dijo a Andreu.

Se quitó el sombrero y, moviéndolo muy despacio, lo fue deslizando por el bordo del lanchón. Escuchó dos estampidos. Un puñado de astillas voló sobre su cabeza y la de Andreu.

De un salto se puso en pie, se llevó el rifle a la cara y disparó dos veces. Los salteadores cayeron heridos de muerte y sus cuerpos quedaron flotando en el agua, inmóviles.

Siguiendo la misma ruta de Néstor, Rufino llegó dando saltos al lanchón trabado en la orilla. Todavía temblaba por la fiebre, pero su rostro mostraba una determinación airada. Se arrojó sobre el bordo de la lancha y desde allí comenzó a devolver el fuego que venía del arenal.

Néstor y Andreu disparaban sin pausa, ante las miradas atónitas de los guerrilleros. Debían de verse ridículos cada vez que tenían que morder el cartucho de papel y ejecutar la compleja operación de cargar las carabinas y disparar, mientras los dos principiantes generaban una potencia de fuego para la cual hubieran sido necesarios veinte hombres.

A un punto, las armas de los salteadores cesaron de disparar y en el río se produjo un largo silencio.

Alguien entre los arbustos gritó:

—¡No tienen escape! ¡Entreguen la carga y les dejaremos ir sanos y salvos!

Néstor y Andreu se miraron sorprendidos. La voz tenía un remoto acento extranjero.

—Ese hijo de su madre —murmuró Andreu, indignado.

—No tardarán en dejarse venir —dijo Rufino.

—¿A la carga? —preguntó Andreu, sorprendido.

—Y con todo lo que tengan.

—¿Qué posibilidades tenemos?

—Muy pocas. Tengan a mano los cuchillos de monte. Usted también, licenciado —dijo sin mirar a Néstor—. Al fin va a poder estrenar esa belleza que lleva sujeta al cincho.

Pero Néstor no prestaba atención a lo que Rufino decía. Sin tener conciencia cabal de lo que acababa de hacer, su mente estaba ocupada en las cuatro vidas que había segado, pero ni se sentía culpable ni percibía en su fuero interno el menor cargo de conciencia. Y eso le tenía confuso. Nunca había imaginado que fuera tan fácil matar a un hombre. Combatir con fuego vivo no era muy diferente a tirar a los patos de Bergen County. Bastaba apuntar, tirar del gatillo y al infierno con quien se pusiera enfrente. Joaquín tenía razón, también McInnery. La naturaleza imponía el derecho a defenderse. Pero lo que le tenía en verdad perplejo era la ebriedad que sentía, la euforia que corría por su cuerpo y que no le permitía pensar en otra cosa que en tener a alguno de aquellos tipos a tiro para cazarlo como un pato.

No tuvo que esperar mucho tiempo. De pronto, una turba de tipos desharrapados y greñudos, ataviados con casacas percudidas, calzones blancos y camisas de dril, tocados con tricornios deshilachados y sombreros de grandes alas, medallas y escapularios al pecho, armados de revólveres, carabinas, machetes y lanzas, surgió de los matorrales e invadió ululando el arenal. No serían más de treinta, pero su griterío daba pavor. La arena y los guijarros calcinados por el sol dificultaban su carrera, pues la mayoría iban descalzos, pero Néstor calculó que entre él y Chico sólo podrían hacer más de cinco o seis disparos cada uno antes de que la chusma alcanzara el lanchón.

Empezó a disparar contra aquella pesadilla a la par de Andreu, al tiempo que Rufino, Andrés y Gregorio descargaban sus carabinas de pistón. Dos melenudos cayeron al arenal, uno con la cabeza perforada, otro echando sangre por la boca. Aún así, la turba no se detuvo. Y sin dejar de dar aullidos, siguió corriendo hacia la embarcación.

Una ronda de disparos derribó a otros dos piratas, pero la horda se veía cada vez más cerca.

Estarían a unos veinte metros de la lancha, cuando Rufino dio a Andrés y a Gregorio la orden de arrojar las carabinas y desenfundar los revólveres.

Los tres hombres se pusieron en pie y, desafiando el fuego que venía de la desordenada carga, comenzaron a disparar.

El efecto fue devastador. En la distancia corta, los guerrilleros manejaban el revólver como si fueran rifles de precisión. Cayeron otros cuatro greñudos y, sorprendidos acaso por la repentina y sorpresiva potencia de fuego, el resto de los asaltantes optó por dar media vuelta y huir hacia los arbustos entre una espesa humazón.

Néstor reparó entonces que por entre la vegetación se movía con rapidez la figura de un hombre vestido de blanco y se echó el rifle a la cara. Persiguió durante un par de segundos la mancha móvil y disparó.

El hombre cayó abatido y durante algunos segundos no se oyó en el arenal otra cosa que el canto de las chicharras.

—Ah la gran… —dijo Andrés, admirado.

—Se han ido —comentó Gregorio.

—Quédense aquí y no se muevan —ordenó Rufino—. Andrés, véngase conmigo.

Los dos hombres revisaron los cuerpos tendidos en el arenal. Ninguno al parecer estaba vivo. Batieron después los arbustos, inspeccionaron el entorno y regresaron al rato.

Los salteadores, en efecto, habían huido.

—Atraquen los lanchones en el arenal y que los descargue esa gente —dijo Rufino, señalando a los bogadores.

Se envolvió de nuevo en la chamarra y, al reparar en la expresión inquieta de Andreu, le dijo con tranquilidad:

—Soy hombre de tierra fría. Contraje la fiebre hace un tiempo y, cuando bajo a la selva, como que se alborota.

Luego, dirigiéndose a Néstor, preguntó:

—Dígame, licenciado, ¿dónde aprendió usted a apuntar así?

Tenía una ceja fruncida, los ojos brillantes y su voz rezumaba el apremio de quien desea obtener una respuesta inmediata.

Con un histrionismo que tenía casi olvidado, Néstor respondió.

—En la escuela, señor escribano. Nunca le dejaba nada a la memoria: lo apuntaba todo.

Rufino endureció las facciones y, colocando el índice de la mano izquierda una pulgada debajo del mentón de Néstor, le espetó:

—¡No se haga el gracioso conmigo y responda! ¿Dónde aprendió a disparar así?

La tensión entre ambos hombres no parecía encontrar salida, cuando de los matorrales cercanos a la playa surgió un quejido. Rufino se movió rápidamente hacia el lugar. Néstor le siguió a la carrera, pero, antes de llegar al sitio de donde había partido el lamento, descubrió, tirada en la arena, una prenda que le era conocida: un sombrero de jipijapa con cinta de piel de jaguar.

Alzó el sombrero del suelo y, al incorporarse, vio que Rufino apuntaba al herido con un revólver.

—¡No haga eso, no haga eso!—le gritó.

Se oyó un estampido y el cuerpo del salteador dio un ligero brinco y quedó inmóvil.

Rufino se vino hacia Néstor y cuando estuvo a su altura le dijo con la misma cólera de un minuto antes:

—No se atreva nunca a darme una orden. ¿Me oye? ¡Nunca!

Néstor tenía el estómago revuelto. Una cosa era entender que su vida era más importante que la piedad por quienes se la deseaban quitar y otra rematar a un herido. Tom van Tolosa podía ser un tipo rastrero, como las serpientes de su fábula, pero no merecía una muerte así.

Dirigió una mirada al cadáver del holandés, movió la cabeza y dijo:

—Lástima.

Rufino se revolvió blandiendo el revólver y temblando más, acaso, por la ira que por la fiebre.

—¿Lástima de qué, licenciado?

Néstor dijo con sonrisa resignada:

—Qué difícil es entenderse con usted.

—Conmigo se entiende cualquiera, menos los chancles engreídos como lo es su señoría.

Andreu se metió entre ambos.

—Lo que el licenciado quiere decir es que el holandés nos podía haber proporcionado una información muy valiosa.

—El holandés, ¿qué holandés? ¿Cómo sabe que es holandés?

—Nos abordó cuando veníamos de Frontera y trató de comprarnos las armas. Lo volvió a intentar en Villahermosa. No pudo quedarse con los rifles por las buenas y quiso hacerlo por las malas. Ahora no podremos saber en nombre de quién actuaba.

En el rostro de Rufino se dibujó el desconcierto, pero se resistía a aceptar que había cometido un error.

—¿Y cómo supo que salíamos anoche de Villahermosa y que viajábamos por el río?

—Lo ignoro. Pero el licenciado piensa, como yo, que este fulano bien podía ser un agente de Cerna. Para el Gobierno es mejor negocio comprar los rifles que librar una guerra contra ellos, ¿comprende?

Chico Andreu dirigió una mirada a la imponente Sierra de los Zoques cuyas desiguales y azuladas crestas se perfilaban en la lejanía.

—En pocas horas, el gobernador de Tabasco sabrá lo que ha ocurrido aquí —dijo, señalando a los cadáveres— y mandará gente tras nosotros. Se acabó el permiso de paso y, si nos encuentran, acabaremos en la cárcel. Con todo y las armas.

Néstor presumió que Rufino era lo bastante inteligente como para darse cuenta de lo que Andreu acababa de sugerir. La información sobre la presencia de los rifles había corrido ya seguramente, no sólo por Tabasco y Chiapas, sino al otro lado de la frontera, un peligro inesperado que complicaba el esfuerzo que suponía subir las armas desde e’1 nivel del mar hasta San Cristóbal de las Casas, a casi dos mil metros de altitud.

Rufino entresacó una piedra de la arena y, haciendo un violento escorzo, la arrojó al río. El guijarro se fue rebotando sobre la superficie del agua y se hundió en la corriente.

Goyo —dijo, sin dejar de mirar el río—, ocúpese de enterrar a los muertos. Y usted Andrés, envíe un enlace al campamento para que vengan los arrieros y los cargadores. Tenemos que organizar la marcha a pie e irnos de aquí cuanto antes. No podemos seguir por el río. El nivel del agua ha bajado y cada vez hay más piedras. Apúrense.

Terció la carabina a la espalda y se encaminó hacia los lanchones. Al pasar junto a Néstor le dedicó un vistazo fugaz.

—Cuide el raspón de ese brazo.

Néstor se miró, sorprendido. No estaba consciente de la herida, pero se sentía gratificado. Por primera vez, Rufino se había dirigido a él con una inesperada muestra de cordialidad.

Chico Andreu movía la cabeza y murmuraba:

—No estaremos seguros en ninguna parte hasta que lleguemos a la frontera de Guatemala… si es que llegamos.

Partieron hacia Pichucalco la madrugada del otro día, siguiendo la ruta de los conquistadores, los frailes y los viajeros que durante siglos habían ascendido por caminos de mulas hacia el lejano y montañoso Reino de Guatemala. Los arrieros, bogadores de aquel tobogán que iba dejando a un lado y abajo la llanura de Teapa, marcaban el ritmo y el rumbo por entre las jorobas del monte. Más austeros que los del río, avezados a las trochas y a las veredas de la región, conducían el tren de mulas con pericia por las agotadoras pendientes, en especial la de Tapilula, de la que un fraile había escrito que, en ciertos tramos, había que subirla a gatas.

La sierra se acercaba con rapidez y el aire, más fresco y sutil, traía fragancias a resinas y hojarasca. La selva caliente y húmeda se iba transformando poco a poco en un bosque de elevados árboles por cuyo palio enramado apenas entraba la luz. A cada poco aparecían cascadas y riachuelos de aguas cristalinas. Cambiaba a ojos vistas la flora y el aire se volvía más liviano. Laderas escarpadas, profundos precipicios y una espesa maraña de enredaderas y arbustos cerraban a menudo el paso a la expedición. Detrás de cada cresta hallaban otra más alta y el premio de coronar una pendiente era la aparición de otra más abrupta.

El único que parecía feliz era Rufino. El monte era sin duda su hábitat. Seguía tomando quinina, pero revivía a los ojos de todos, lo mismo que Chico Andreu en Nueva York. La debilidad le había obligado los primeros días a cabalgar en mula, pero ahora caminaba como los demás, sobre el lecho de hojas y pino que alfombraba la arboleda.

Dirigía la expedición fusta en mano, la cual descargaba ora en un árbol, ora en las nalgas de algún indio, ora en las ancas de una mula. Gregorio y Andrés le seguían a toda hora, como si los llevara atados a un tobillo, y les hacía contar dos veces al día las mulas, las cajas y los bultos. No permitía la suciedad ni se cansaba de dar instrucciones. Exigía que todos se lavaran a diario en riachuelos y fuentes para prevenir hinchazones y sarpullidos. Y antes de partir cada mañana, les obligaba a sacudir su ropa y sus cobijas para librarse de arañas, hormigas león o alacranes que se hubiesen escondido en los pliegues durante la noche. Era como un padre gruñón. Observaba a los que mostraban debilidad en el ascenso y, aunque no los compadecía, no forzaba la marcha de la columna. Sabía de qué árbol había que extraer la corteza para hervirla y calmar un intestino insurgente o en qué lugar de este arroyo se ocultaban dos cangrejos. Descansar bien en la montaña, decía, era tan importante como caminarla bien. Y contar con tiempo para hacer el vivac antes de que cayera el sol, imprescindible. Planeaba con los arrieros el trayecto de la jornada, a fin de llegar a un lugar seguro antes de que les sorprendiera la noche. Observaba con avidez las nubes y en sus bucles y sus vetas, en su altura y sus colores, anticipaba un día soleado o de lluvia con certeza inaudita.

Rufino tenía miedo y tenía prisa. Prisa por llegar a San Cristóbal en la fecha que le había señalado el general. Y miedo a que la carta de tolerancia extendida por Benito Juárez para cruzar el país hasta la frontera con Guatemala no tuviese la fuerza suficiente como para convencer a las autoridades locales.

Su energía parecía crecer, sin embargo, a medida que decrecía la de los demás y sólo descansaba durante las pocas horas que se entregaba al sueño. Extendía una estera en un lugar limpio del bosque, quemaba una cáscara de coco para ahuyentar a los zancudos, cada vez menos numerosos, pero en todo caso al acecho, y se envolvía en el calicó lo mismo que una crisálida.

Seis días después de haber dejado Villahermosa, las pendientes se fueron haciendo más accesibles y, pasado Puerto Caté, muy cerca de Solistahuacán, las jornadas se volvieron, si no holgadas, llevaderas.

Una tarde, cerca de Oventic, hallaron un espectacular nacimiento de agua. Oscurecía con rapidez y había que hacer la acampada con tiempo. Rufino ordenó hacer el vivac a un cuarto de legua del venero, en un hermoso pinar. Las fuentes no eran seguras para pasar la noche, debido al probable paso de animales y personas.

Néstor aprovechó la ocasión para darse un baño bajo la espectacular cabellera de agua y regresó al vivac poco antes del ocaso. En torno al fuego, haciendo corro, estaban Chico Andreu, Andrés y Gregorio. Comían en silencio. La niebla empezaba a descender de los pinos y a posarse en los arbustos.

Rufino llegó con una brazada de leña. Se veía feliz, como el resto. Estaban a punto de coronar una ardua subida que había puesto en juego sus maltrechas energías y él, en lo particular, mostraba un talante más razonable o en todo caso menos irascible.

Les informó que se encontraban a pocas leguas de San Cristóbal de Las Casas. El general, varios amigos y la gente apalabrada para formar la tropa invasora les esperaban allí. De San Cristóbal marcharían a Comitán, cerca de la frontera, y después a una finca privada donde recibirían entrenamiento militar. Así y todo, les advirtió, aquél era el momento más peligroso de la marcha. San Juan Cha-mula, pueblo de indios que se había rebelado contra San Cristóbal de Las Casas, que era pueblo de blancos, estaba cerca. Había habido allí, dos años antes, una guerra de castas y varias masacres, de indios y de blancos por igual. Y aún pululaban grupos de tzotziles rebeldes que buscaban con desesperación armas y alimentos.

Néstor observó el rostro de Rufino enrojecido por el sol de la sierra y aquel gesto de seguridad en sí mismo que rondaba a menudo la arrogancia. Era su mayor debilidad, la incontinencia en mostrar sus sentimientos. Bastaba con mirarle a los ojos para adivinar su estado de ánimo. Pero su talante era ahora, o parecía ser, el de un hombre satisfecho de sí mismo.

Rufino extendió el petate, se enrolló en el calicó y selló la plática con un buenas noches, un saludo a medias, pues todos sabían que estaría en pie de nuevo tres o cuatro horas más tarde.

Néstor no los alcanzó a oír cuando llegaron. Sólo sintió un fuerte golpe en las costillas que le encogió como una lombriz y, luego, varios culatazos en la espalda y en las piernas. El fuego se había consumido, la niebla devoraba el bosque y lo único que alcanzó a columbrar fue una manada de sombras que se precipitaba en el vivac dando gritos y golpeando a diestra y siniestra. El resto sólo fueron gemidos, gritos de dolor, batir de arbustos, bufidos de mulas, voces de mando.

Le pusieron de pie y le ataron las manos a la espalda. Otro culatazo le obligó a caminar. Las ramas de los matorrales le azotaban el rostro y marchaba inclinado debido al dolor que alguien volvía a encender con cada nuevo golpe y un «¡apúrate, cabrón!» en voz baja.

Durante un par de horas perdió por completo la noción del tiempo y el espacio, y no la recuperó hasta que el alba sorprendió a la columna en las goteras de un pueblo. La niebla no se había levantado aún, pero a pocos pasos de él pudo distinguir hombres armados de uniforme, a Rufino, a Andreu, a los indios costaleros y a los arrieros que conducían las mulas.

Una legua adelante alcanzó a divisar un cerro y, en la cima de éste, una iglesia. Supuso que era San Cristóbal.

Le condujeron a un edificio encalado con aspecto de prisión. Uno de los soldados sacó un manojo de llaves y abrió tres puertas. Rufino, quien alegaba tener permiso de Benito Juárez para cruzar el territorio mexicano con las armas, recibió un culatazo en un hombro que le dejó boquiabierto.

El soldado les desató las manos, les ordenó quitarse las botas y empujó a Néstor y a Rufino al interior de uno de los calabozos, un cuarto desnudo y húmedo con dos bancos de piedra.

Néstor probó a echarse sobre uno de aquellos sarcófagos, pero se enderezó con un quejido. No podía estar en posición horizontal a causa del dolor en el costado.

Encogió las piernas y apoyó la espalda en la pared. El frío y la humedad de la argamasa le confortaron. Se abrazó a las piernas, apoyó la frente en las rodillas y en esa posición trató de encontrar alivio.

Rufino iba de un lado a otro de la celda, alegaba en voz alta y profería palabrotas.