5. La pretensión de un extraño

Desembocadura del río Grijalva,

Estado de Tabasco, febrero de 1871

El muelle de Guadalupe de la Frontera era una pasarela de tablones sostenida por una doble fila de maderos enterrados en el agua. Los amarres del tinglado estaban flojos y cada vez que la garrucha de la goleta recién llegada de Nueva Orleans, propiedad de la Mail Steamship Line, depositaba sobre la endeble tarima una red con cajas de rifles, toda la tablazón se movía como la dentadura de un viejo.

Sentado a la sombra de un jobo, Néstor Espinosa se abanicaba con el sombrero de petate sin perder de vista a la cuadrilla de indios descalzos que trasladaban a hombros las cajas y las subían a la cubierta de un transbordador. A su lado, los ojos a medio cerrar, un cuaderno en una mano y un lapicero en la otra, Chico Andreu daba un ruidoso resoplido cada vez que algún zancudo se le posaba en la nariz.

Hablaban poco y, cuando lo hacían, la conversación era breve. El calor invitaba a la desidia y amenguaba el deseo de platicar. Sólo el elegante vuelo de algún aura sabanera o el paso de un cormorán les hacía desviar brevemente la mirada hacia lo alto, más allá de las trozas de cedro y caoba y los sacos de cacao que se apilaban en el embarcadero.

—¿Cuánto más tardarán en cargarlo todo? —preguntó Néstor.

—Como una hora.

—Lo dudo.

—El calor paraliza a la gente, el dinero la hace correr —dijo Andreu—. Les he pagado bien para que se apuren.

—Van veintiséis.

—¿Cajas o bultos?

—Cajas.

Fuera de la descomunal dimensión del río, el lugar no inspiraba ni al ánimo mejor dispuesto. Unos ranchos miserables, espadaña aquí y allá, alfombras de lirios acuáticos que digerían la suciedad de la corriente, un cobertizo pintado de gris, una oficina de correos y dos lanchas abandonadas en el arenal, eran todo el decorado de la aldea. El resto del paisaje era agua, sólo agua. El estuario del Grijalva alcanzaba allí una oceánica anchura y su cauce se limitaba a dos líneas delgadas y lejanas donde crecían la palma y el mangle. Lo demás era una imponente, turbadora, casi inabarcable masa de agua enfangada.

Pero nadie esperaba otra cosa en aquel remoto y despoblado confín del estado de Tabasco. Guadalupe de la Frontera era sólo una estación de paso, un elemental atracadero donde se realizaban las operaciones de carga y descarga de barcos procedentes de Nueva Orleans, el Golfo y el Caribe. Desde allí, las mercancías eran llevadas hasta la Aduana Marítima de San Juan Bautista de Villahermosa, a seis horas de navegación, río adentro.

—¿Treinta y ocho? —preguntó Andreu con indolencia.

—Treinta y ocho con esas dos —respondió Néstor.

Mediaba la tarde. El Grijalva se hinchaba con la pleamar y el sol empezaba a caer. Soplaba una agradable brisa que sacudía los lirios e inclinaba la alta yerba de la orilla. Era la hora perfecta del trópico, la de los aromas dulces y los colores más delicados.

—Cuarenta, ahora. Deberíamos haber mandado borrar esas marcas —dijo Néstor señalando el rótulo ennegrecí-do que, con el nombre de Remington and Sons marcado a fuego, ostentaba cada caja.

Andreu asintió con un gruñido. Se veía preocupado. Mercaderes de medio pelo, mendigos, vendedores ambulantes, oficiales de la Aduana, burócratas con papeles y hombres armados, deambulaban en torno a la goleta y el transbordador, muchos de ellos sorprendidos por la naturaleza y el volumen de la carga.

—¿Y desde cuándo tiene usted afición por la música? —agregó, por decir algo.

—Desde niño —respondió Néstor—. Mi madre me apuntó en la escolanía de la catedral. Allí aprendí solfeo y a cantar a coro.

—¿Y por qué lo dejó?

—El cura era muy tocón… cuarenta y cinco.

Andreu trazó una línea oblicua sobre las cuatro verticales que tenía escritas en el cuaderno y Néstor volvió los ojos hacia la enorme boca del río.

Comparado con Nueva York, su movimiento y su lujo, la desembocadura del Grijalva, pobreza y soledad donde se mirase, parecía otro planeta. ¿Qué extraña atracción había ejercido aquella entrada de agua para que fuese tan buscada por los hombres? El humilde riachuelo que con el nombre de Cuilco nacía cerca de Tacaná, en la frontera de Guatemala, era aquí un inmenso curso fluvial que inundaba cuanto encontraba en su camino. Pantanos, sabanas encharcadas, lagunas, arenas movedizas, era todo cuanto el viajero podía encontrar en leguas a la redonda. Y sin embargo, pocos se habían resistido al llamado y al embrujo de aquella ancha vena de agua. Por allí se había aventurado Juan de Grijalva, cuando desde Cuba exploraba los caminos del Imperio Azteca. En una de sus orillas había tenido lugar la primera victoria de Cortés. Piratas y bucaneros habían hecho del río su refugio a principios de siglo. Y sólo unos años atrás, norteamericanos y franceses habían tomado Frontera y cañoneado Villahermosa.

—Listos —dijo Andreu, cuando el traslado de la carga hubo concluido—. ¿Nos vamos? Estaremos mejor a bordo que en este fangal.

Media hora después, el transbordador comenzó a apartarse del muelle de troncos y a deslizarse sobre las aguas, río arriba, como una fatigada larva en busca de su agujero. Los contornos del Grijalva se sumían en las sombras. Los manglares eran un renglón lejano y difuso trazado sobre el horizonte del agua, y el cielo, una fascinante paleta de tonos rojos y azules. No había ruidos ni rumores. La embarcación remontaba la corriente sin necesidad de vapor ni remos, a impulsos de la pleamar que hacía sentir su poderío desde la bocabarra.

Néstor se sentó sobre una estiba de cajas y apoyó la espalda en un fardo de uniformes. Frente a él, tres hombres armados, pertenecientes a la aduana de Villahermosa, vigilaban el cargamento.

Se bajó el sombrero a las cejas e intentó dormir, pero los mosquitos no le dejaban tranquilo. Se disponía a buscar un sitio más ventilado de la embarcación, cuando un hombre se sentó junto a él y le ofreció un habano. El individuo era flaco, de elevada estatura y andaría por los cuarenta. Los cabellos le llegaban a los hombros, portaba un bastón de bambú, vestía todo de blanco, y, en lugar de cinta negra en el sombrero, llevaba una tira de piel de jaguar.

—Gracias, no fumo —dijo Néstor.

—Es para ahuyentar los insectos —sonrió el extraño.

Hablaba un español casi perfecto, pero con acento anglosajón y un leve matiz caribeño.

—Me llamo Tom van Tolosa —dijo al tiempo que encendía con parsimonia el veguero.

Néstor hizo un gesto de extrañeza.

—Soy holandés —volvió a sonreír—, pero llevo el apellido de un alabardero de los que hace siglos llegaron con el Duque de Alba a los Países Bajos.

El desconocido daba la impresión de ser uno de esos individuos que no tienen dificultad alguna a la hora de entablar relaciones con el prójimo. La simpatía y el don de gentes parecían innatos en él. Miraba directamente a los ojos y tenía estampa de caballero libertino, acaso de jugador, o cuando menos de persona que no se ensuciaba las manos en oficios vulgares. Pero su rasgo más acusado era la contagiosa jovialidad que impregnaba a todo lo que decía.

—Usted no tiene acento mexicano —le dijo a Néstor—. ¿De dónde es?

Antes de que Néstor contestara, Chico Andreu, quien también trataba de dormitar, preguntó a las estrellas:

—¿Cómo vino usted a dar a este agujero?

El extraño se volvió hacia Chico.

—¿Ha oído hablar del capitán Fokke, un marino que hacía el trayecto de Ámsterdam a Java en la mitad de tiempo que los demás navegantes?

—No, nunca.

—Dicen que tenía un pacto con el diablo y que, el día que no cumplió lo acordado con Satanás, éste lo condenó a vagar eternamente por el océano.

—Eso sí lo había oído.

—Bueno, pues yo era su primer oficial.

Y al decir esto, Tom van Tolosa se estremeció con una risa cascada y agreste que desentonaba con el refinamiento y los buenos modales que había mostrado hasta entonces.

—Es una broma —se apresuró a decir—. Abandoné mi país con veinte años y, desde hace otros tantos, México y el Caribe han sido mi patria.

—¿Y a qué se dedica, señor? —volvió a inquirir Chico Andreu.

—Compro y vendo cosas. Como ustedes.

—Se equivoca. Nosotros no somos comerciantes.

El holandés se echó hacia atrás el sombrero y perdiendo por primera vez la sonrisa dijo:

—Entiendo.

Guadalupe de la Frontera se perdía en lontananza. El río había adquirido un aspecto apacible y mayestático justo en la cruz donde se unía con el San Pedro y el Usumacinta, dos brazos de agua imponentes que le daban a la intersección un aire de infinitud y misterio. El latir de la vida nocturna murmuraba en el manglar y, más allá de las orillas, la luna cabrilleaba en esteros poblados de plantas acuáticas. Sólo algún aislado palafito, algún súbito olor a humo, daba indicios de presencia humana en el pantano.

Cuando la encrucijada quedó atrás, los meandros y los recodos se empezaron a suceder como orlas de una colosal cenefa. Desde el cielo, pensó Néstor, el Grijalva debía de parecer la mismísima serpiente emplumada reptando entre la sabana y los pantanos.

—Todo cuando amanece es aquí hermoso —dijo Tom van Tolosa—. En cambio cuando oscurece, se torna amenazador. El trópico es como una sirena. Atrae con su belleza y su canto, pero te puede matar.

El holandés volvía a ser el hombre simpático y asertivo de minutos antes.

—Y no sólo aquí, en la selva. Decir Yucatán o Tabasco estos días, es decir violencia y muerte. ¡Qué tiempos y qué país! ¡Y qué desorden! Todo son sublevaciones y revueltas. De blancos, de indios, de liberales, de conservadores, o de pejelagartos y cangrejos, que es como les llaman aquí. Nadie está conforme con su suerte y todo disenso se resuelve a balazos.

—Y usted, ¿a cuáles prefiere? —preguntó Chico Andreu—. ¿A los pejelagartos o a los cangrejos?

—Ambos me gustan, pero sólo en la mesa —rió el holandés—. Soy políticamente agnóstico. Liberalismo y conservadurismo han martirizado este país. Dicen que es la maldición de la Malinche, quien por cierto nació en estas orillas, pero vaya usted a saber. Me temo que no tenga arreglo hasta que aparezca por ahí un motzoc que les ponga a todos firmes.

—¿Un qué? —preguntó Néstor.

Hubo un largo silencio. Néstor y Andreu esperaron a que el holandés les explicara las presuntas virtudes del motzoc, pero, inesperadamente, Tom van Tolosa cambió el tema de la charla.

—Saben que estas cajas valen aquí una fortuna, ¿verdad?

Andreu se hizo el desentendido.

—Nunca oí hablar de ese bicho o esa cosa —dijo, desviando de nuevo la plática.

El holandés dejó escapar lentamente el humo por un pequeño intersticio de sus labios. Era sólo una pose, pensó Néstor, una forma de provocar la reflexión, no tanto por el motzoc y sus atributos, cuanto por los rifles que guardaban las cajas.

—Yo tampoco —dijo al fin—, hasta que lo escuché de labios de un cocinero chino, en Campeche. Este país es un caos, decía. Se necesita un motzoc. Pero no me daba más pistas. Una noche le debí pillar de buenas y me contó la historia.

Con la curiosidad que un entomólogo podría mostrar ante un insecto, Tom van Tolosa contempló el anillo rojizo del habano. Luego bajó la voz y murmuró en tono confidencial:

—Puedo ofrecerles cincuenta mil dólares por esos rifles. Los he contado, sé lo que valen. Les ofrezco mucho más y les ahorro el riesgo.

—¿Qué riesgo? —preguntó Néstor.

—El del río. Este es un lugar peligroso. Dudo que puedan llegar con bien a su destino.

Néstor abrió la boca para decir algo, pero Chico se le adelantó. La conversación se estaba volviendo incómoda y Andreu intentaba impedir que tomara el rumbo que el holandés proponía.

—Me llama la atención esa historia. ¿Se la contó el chino completa?

—Oh, sí. De punta a cabo. Según el chinito, el pantano está poblado de serpientes y de aves. Y no es fácil poner orden entre ellas. Las aves viven en grupos y son asustadizas y escandalosas. Tienen el cerebro muy pequeño, pero son rapaces, trepadoras, carnívoras y, a menudo, majaderas. Las serpientes, en cambio, aunque no vuelen, son astutas. Han tenido esa fama desde el Génesis. Se arrastran sin hacer ruido, tienen un poder hipnótico y asesinan en silencio.

Tom van Tolosa enriquecía su historia con gestos más exagerados de lo normal y enarcaba las cejas para subrayar las connotaciones de una moraleja implícita que sus visajes volvían más evidentes.

—El chinito me contó que esa falta de entendimiento entre animales rastreros y volátiles es una maldición de los dioses. Pero el mayor problema es que ambas especies se odian y ésa es la razón del caos. Nada nuevo. Así es la selva. Millones de seres en guerra a muerte. Si no matan, no sobreviven. El equilibrio natural sólo se alcanza matando. La crueldad y el crimen, caballeros, son el rostro oculto de esta asombrosa belleza.

El holandés era un consumado cuentacuentos. Manejaba con destreza el arte de la narración oral y poseía la virtud de insuflar a sus palabras la magia y la curiosidad necesarias para atrapar a la gente en su cháchara.

—Muy a su pesar —continuó—, serpientes y aves llegan un día a la conclusión de que no pueden seguir viviendo en la anarquía. Y es entonces que deciden acudir al motzoc para que ponga orden en la selva. Hijo del arrepentimiento divino, el motzoc es algo así como un reformador del pantano, un ser engendrado por los dioses con el fin de corregir los errores de la Creación. Los dioses de estos pagos son así, bastante más humildes que el nuestro. No tienen empacho en admitir que su Creación fue imperfecta y, para corregir lo mal hecho, vienen y crean el motzoc. No es un animal bonito. De lejos parece un quetzal, elegante, libre, soberano, pero de cerca es un ser con alas como la noche, ojos teñidos en sangre, pico de zope, dientes de jaguar, garras de águila arpía y alas de dragón. Vive escondido en los cenotes, esos pozos que el agua ha escarbado en el subsuelo de Yucatán y El Petén. Y tiene la virtud de la paciencia. Sabe que un día le irán a rogar que ponga orden en el pantano y espera el tiempo que haga falta sin salir de su pozo. Sólo cuando la embajada de pájaros y serpientes llega a pedirle auxilio, el motzoc abandona su refugio e inicia su tarea homicida.

Los ojos del holandés danzaban en la oscuridad, entre socarrones y divertidos, al comprobar que sus dos escuchas entendían por dónde iba la fábula.

—Primero asesina a las serpientes constrictoras, a las venenosas y a los crótalos. Después estrangula a las aves carniceras, corta las patas a las rapaces y decapita a las chillonas. Y dedicado por entero a su misión, ejecuta, rompe, mutila, desgaja, poda y no descansa hasta que el orden y la paz retornan al pantano.

Tom van Tolosa hizo una pausa y dijo con bribón retintín:

—No sé si me explico.

Andreu hizo un gesto con el que instaba al holandés a continuar.

—Pero, ay, ninguna reforma se hace sin resistencia. Buitres, gavilanes, águilas y otras especies rapaces que han conseguido evadir el castigo del motzoc, se soliviantan. No están conformes con el nuevo statu quo. Y conspiran para asesinar al bicho. Otro tanto hacen las barbamarías y las víboras, las cascabel, las mazacuatas y el resto del culebrero que ha logrado escapar de la represión. El motzoc manda en la selva, sí, pero su vida corre peligro. Pierde la seguridad en sí mismo y comienza a padecer de manías persecutorias. Ve enemigos en todos lados y teme que alguien le mate. Y antes de que lo maten, mata. Vigila la selva día y noche, atento a la menor vibración, al menor silbo, con las garras y los dientes de por fuera. Y en cuanto localiza a un sospechoso, lo ejecuta sin dudar. El motzoc hace de la necesidad virtud, y del poder, un imperativo moral. Ya no es reformar ni poner orden lo que importa: el motzoc sólo quiere sobrevivir al precio que sea.

El habano de Tom van Tolosa se había apagado y el holandés lo volvió a encender con parsimonia. Sacó una petaca de licor, dio un sorbo, carraspeó y la volvió a meter en el bolsillo interior de su blanca chaqueta.

—Con los días —continuó más animado—, el motzoc se va quedando solo. Las conspiraciones contra él se redoblan. Ahora no son sólo aves y sierpes. También se suman las ratas, los lagartos, las pirañas. Finalmente, cierto día, un águila mercenaria, un zopilote rencoroso, algún jaguar mal comido, pilla al motzoc descuidado y le quita a traición la vida. La selva se hincha de euforia. Todos corren a ver al monstruo muerto. Y entre todos lo hacen cuartos, lo devoran y después entierran su cabeza. Los caciques de los pájaros así como las serpientes más conspicuas se reúnen para deliberar sobre cómo vivir en libertad de nuevo. No saben que el motzoc es eterno, que se reconstituye bajo tierra y que, una vez vuelto a la vida, sale a la superficie y emigra a algún siguán donde espera con paciencia a que pájaros y serpientes se entreguen una vez más a la anarquía. El motzoc sabe que volverá a ocurrir, que rastreras y rapaces no se entienden y que ambas se postrarán de nuevo a sus plantas para que reinstale la paz y el orden en la selva. Y el ciclo se repite una y otra vez porque, según me decía el chinito, lo primero y más importante en la convivencia humana no es la justicia ni la libertad. Es el orden. Y aquí no hay nadie que sea capaz de imponerlo.

Tom van Tolosa arrojó la punta del habano al río, volvió a enseñar sus blanquísimos dientes y en un tono más apagado y sibilino, murmuró:

—Estoy preparado para ofrecerles hasta sesenta mil.

Chico y Néstor se miraron de reojo, con gesto de haber hecho la misma cuenta. Era sencilla. Devolvían los treinta mil que García Granados había invertido en las armas y se quedaban con los otros treinta. Quince mil para cada uno. Le contarían al general como excusa la «traición» de Maghnus Dougall y su negativa a entregarles los rifles. Sólo tenían que pasar por el mal trago de explicar el fracaso de la misión.

—Sería una operación muy sencilla —dijo atropelladamente el holandés, al notar que ambos callaban—. Y nadie sabría de ella. Tengo amigos en la Aduana Marítima de Villahermosa que no darían entrada a los rifles. ¿Qué me dicen, caballeros?

Néstor y Chico no dijeron palabra.

—Queda una hora de viaje —dijo confiado el holandés—. Esperaré ahí su respuesta.

Y esto diciendo, se incorporó de las cajas y se dirigió con paso de prócer a la proa del transbordador.

Le despertó la sirena de un barco pesquero a su paso sobre el río y el chisporroteo de una fritanga que le llegaba desde algún lugar cercano a la habitación donde había pasado la noche.

Se incorporó de la cama, se ciñó el cinturón con el revólver, se ató la pistolera al muslo y abandonó el cuarto en camisa.

La Posada de las Ilusiones, como se llamaba el lugar, era un conjunto de ranchos de madera y palma unidos por un corredor. Una densa vegetación de sauces, bambúes, palmeras y naranjos rodeaba el albergue montado sobre pilotes para protegerlo del chagüital sobre el que se alzaba. Tabasco, pensó Néstor, debía de ser el único lugar del mundo donde el agua abundaba más que la tierra.

Junto a la baranda descubrió un guacal de caoba que hacía las veces de palangana, una jarra de barro y un retazo de algodón. Se lavoteó el rostro, pero no se lo secó. Prefirió prolongar la frescura del agua en el rostro y caminó hacia el lugar del que venía el borboteo del aceite.

Al pasar junto a la puerta vio a dos mujeres descalzas con trenzas a la cintura. Una de ellas torteaba maíz, la otra freía plátanos. Preguntó dónde podía desayunar y le dijeron que al final del corredor.

Localizó a Chico Andreu sentado junto a tres hombres. No los había visto en el barco ni en Frontera, así que supuso que eran las personas con las que debían encontrarse en San Juan Bautista de Villahermosa.

—Les presento al licenciado Espinosa, mi asistente —dijo Andreu, al verle venir.

Ninguno de los tres respondió. Ninguno le dio la mano y los tres le miraron con desconfianza. Sobre todo el que parecía llevar la voz cantante, un hombre de treinta y tantos años, piel cetrina, cuello robusto y barba muy negra. Andreu se lo presentó como Rufino. En cuanto a los otros dos, uno se llamaba Gregorio y era menudo y muy joven. El otro respondía al nombre de Andrés, tenía el bigote caído a ambos lados de la boca y un cuello muy estirado con una nuez prominente.

Néstor se sentó a la mesa y, al hacerlo, tropezó con algo. Miró al piso. Las patas del mueble estaban sumergidas en guacales de madera con agua donde flotaban hormigas y zancudos.

Una de las cocineras le puso enfrente una taza de cacao, plátanos fritos, tasajo con chayas y una tortilla de coco.

—Tenemos la carta de tolerancia para cruzar Tabasco y Chiapas —decía el tal Rufino con sequedad—. La he leído y no me fío. No es contundente ni clara. La firma un ministro de Juárez, pero ésa no es ninguna garantía. Habrá que viajar con precauciones, por aquello de las sorpresas. ¿Usted qué cree? —le preguntó a Chico Andreu, colocándole en el tórax la fusta que llevaba en la mano.

—Transportar armas por México no es fácil. Con permiso o sin permiso. Y menos por un territorio tan enrevesado como éste.

La serena respuesta de Andreu pareció sorprender a Rufino, y Néstor tuvo la molesta impresión de que aquel tipo disfrutaba poniendo a la gente en situaciones incómodas. De vez en cuando, el desconocido le dirigía la mirada, pero, al nomás topar con la de Néstor, pasaba rápidamente de largo, dejando en el camino un brillo de mal disimulado rechazo.

—¿Cuántos rifles han traído? —dijo retirando la fusta.

—Unos trescientos.

—Menos los que hayan vendido en Nueva Orleans y en Frontera, ¿no?

Néstor dejó de masticar plátanos fritos, pero Andreu no pareció inmutarse por la provocación ni por la amenazadora mirada de Rufino. Si Néstor conocía bien a Andreu, la grosera insinuación le había ofendido, pero, a diferencia de la violenta reacción que había experimentado frente a Dougall, miró tranquilamente al extraño y dijo:

—Mal empezamos, señor. Pero, ya que me pregunta, le respondo. En realidad no tenemos ningún rifle. Los vendimos ayer todos por sesenta mil dólares.

Rufino palideció.

—Es un chiste —dijo.

—Sí, lo es. Pero bastante mejor que el suyo.

El extraño dejó escapar una sonrisa forzada y le dio a Andreu una palmada en el hombro.

—No se enfade, hombre. Sólo quería saber con qué clase de gente trato.

—Pues ya debería saberlo. El general no me confió esta misión de balde.

Rufino le devolvió un gesto huraño. Había querido mostrar un sentido del humor que, a las claras, le era ajeno, y no parecía complacido con una respuesta tan altanera.

—Esas armas son una tentación —dijo en voz baja—.

Tenemos que irnos de aquí cuanto antes. Esta misma noche, si es posible. Conoce el itinerario, ¿no es así?

—No, no lo conozco.

—Iremos por el río hasta las estribaciones de la sierra de Chiapas. Tengo contratados tres lanchones, y en un campamento oculto, cerca de Teapa, nos esperan una docena de indios y diez acémilas para subir los rifles hasta San Cristóbal de las Casas. García Granados nos espera allí. Tardaremos en llegar una semana o diez días. Eso si bien nos va. Hay patrullas militares, bandidos, indios alzados. Debemos darnos prisa y aperarnos de provisiones. ¿Tiene plata?

—Algo.

—Deme toda la que tenga.

Andreu guardó un largo silencio, pero sin perder la mirada de Rufino.

—Eso no se va a poder —dijo al fin.

—Por lo que veo, no le han dicho quién es el que manda aquí —le espetó el otro en tono de reto.

—Sí, señor, sí lo sé —respondió Andreu—. Usted es quien manda aquí. Pero también sé quien manda sobre usted, así como todo aquello sobre lo que no puede darme órdenes. Y del dinero que don Miguel me confió, soy yo quien habrá de rendirle cuentas, no usted.

Rufino golpeó la mesa con la fusta. Sus pequeños dientes mordían su labio inferior y los nudillos de sus manos estaban tan blancos como su camisa.

—Llevamos aquí más de quince días —gruñó—. He tenido que pagar por adelantado a los bogadores y al dueño de las lanchas y usted me dice que no puede darme plata. ¿Qué clase de revolución es ésta que no cuenta con los reales necesarios para organizarse?

Andreu no se inmutó.

—Dígame qué necesita y veré qué puedo hacer.

Rufino respiraba por la nariz con fuerza, como un toro antes de embestir, y Néstor discurrió en ese momento que, además de amenazar y gustarle poner a la gente al borde de su resistencia anímica, aquel hombre no sufría que nadie le llevara la contraria.

—¿Cuánto estima que pesa la carga? —preguntó con acritud.

Andreu hizo cuentas en voz alta. Sesenta libras cada caja de rifles, por cincuenta cajas, tres mil libras, más unas dos mil de munición, cuatrocientos uniformes, sables, cuchillos, machetes, hamacas, medicinas…

Rufino aguardó impaciente la cuenta, mirando a Chico como quien mira a una hormiga correr de allá para acá.

—Unas seis o siete mil libras —concluyó Andreu.

El hombre del gaznate y la gran nuez dio un silbido.

—Y todavía hay que comprar lazos, machetes, ponchos, arroz, maíz, frijol, tasajo, sal, galletas, hachas, azúcar, candelas. Va a hacer falta otra barcaza —se quejó.

—Nos repartiremos el trabajo —dijo Andreu—. Consíganse la barcaza y hagan la gestión en la Aduana Marítima para salir esta noche. Les daré algo de dinero para eso. Del resto nos ocuparemos nosotros —dijo Andreu.

—El subprefecto de San Juan Bautista es amigo del general y nos ha regalado un cañón con cien libras de metralla —dijo Gregorio—. ¿Qué hacemos con él?

—Desarmarlo y meterlo en una lancha, ¿qué otra? ¿Están listos los bogadores?

—Sí, señor.

—¿Es gente de fiar?

—¿Usted qué cree? —interrumpió Rufino con petulancia.

Andreu se incorporó de la mesa y dijo en tono afable.

—¿Cómo le debo llamar? ¿Coronel, capitán, mayor?

—No tengo grado militar. Soy un escribano público. Llámeme Rufino, sólo Rufino.

Néstor y Andreu dedicaron el resto del día a adquirir provisiones en las tiendas de Villahermosa, más que una villa, una ciénaga aislada por dos ríos, el Grijalva y el Carrizal, y rodeada de una selva impenetrable, teñida de un intenso verdor. Sus vecinos de Chiapas la llamaban la ciudad de las dos mentiras, porque no era villa ni era hermosa. Las calles estaban cubiertas de hierbajos, las casas eran muy pobres y sus más connotados edificios habían sido destruidos o dañados por el bombardeo de la Armada franco-anglo-española que había invadido México años atrás. Vendedores de carbón, tortillas y chorote, una bebida hecha con maíz hervido en agua, se movían con lentitud de un lugar a otro. Y todo el lugar transmitía una honda sensación de apagamiento y suciedad.

—Bilioso, el señor —comentó Néstor—. ¿Le conocía de antes?

—El general me habló en México de él. Fue un lugarteniente de Cruz, de quien se separó antes de que a don Serapio lo decapitaran. Siguió luego guerreando por su cuenta y fracasó. Se quedó sin un centavo y se exilió aquí, en Chiapas. El general le vino a ver en septiembre. Mejor dicho, fue Dios quien le vino a ver, pues había abandonado la insurgencia. Se ganaba la vida como administrador en la finca de un tal Miguel Topete y en su tiempo libre vendía puros para jugar a los gallos, su pasatiempo favorito.

—Si no ha sido capaz de levantar una tropa, como Cruz, ni es siquiera oficial de milicias, ¿por qué lo eligió el general?

—Es un guerrero. Un buen guerrero, aunque todo cuanto sabe de la guerra lo haya aprendido en el campo de batalla. Los conservadores lo tienen por un montañés bárbaro y sanguinario que se complace en el latrocinio, el crimen y el asalto a las haciendas. Pero conoce bien la montaña. Cada vaguada, cada caserío, cada cerro. Es el único que puede reunir la gente que necesitamos.

—Ni siquiera se dignó saludarme.

—No le cayó usted bien, de plano. Y con razón. Mírese. Esas botas nuevecitas, esa pistolera repujada y sin usar, el revólver bruñido, la camisa limpia. Tiene usted toda la planta de un hombre de clase intermedia, como dicen los jesuitas. Gente instruida y de ciudad, quiero decir. El en cambio es un hijo del pueblo, nacido en una aldea de San Marcos.

—Estuve a punto de saltar cuando hizo alusión a la venta de las armas.

—Hizo bien en quedarse callado. Es un hombre de trato difícil. Una frase o una palabra inapropiada le pueden encender.

—Me di cuenta.

—Por lo demás, es hombre serio. Tiene esa fama. No toma licor ni tiene más vicios que el tabaco y las mujeres. Al parecer, tiene hijos regados por todas partes. En la capital, en San Lorenzo, su pueblo, en Malacatán, en Quetzaltenango.

—Es grosero y agresivo.

—Debe disculparlo. No se sentía bien esta mañana.

—¿Cómo lo sabe?

—Se veía muy pálido y, de vez en cuando, se llevaba la mano a la frente, como si le doliera la cabeza. Debe de padecer la fiebre del trópico, pero, como es así de suyo, no lo dice.

Poco antes del mediodía, ya habían adquirido buena parte de los víveres. El calor desmayaba sus cuerpos y empapaba sus camisas de sudor. Y Néstor llegó a pensar que la canícula le hacía ver alucinaciones al reparar que un mismo rostro, el de un indio cuadrado y cejudo, lo mismo aparecía al voltear una esquina que al salir de un almacén.

Concluida la tarea, entraron a una pulpería a refrescarse y fue allí donde una voz conocida les hizo voltear la cabeza.

—¡Caray, caray! ¡Parece que fueran a alimentar un ejército!

Tom van Tolosa les sonreía con su aire de aristócrata del trópico, su banda de jaguar en el sombrero y su bastón de bambú. Lucía menos atildado que en el barco y no era ni de lejos el dandi que a Néstor le había parecido la noche anterior. El holandés tenía aire de madrugada prematura o de nocturnidad sin agotar. En la zona de la bragueta brillaba una mancha de grasa y en el cuello de su camisa afloraba una pelusa color gris. Traía la barba desordenada, los dedos sucios de nicotina y su aliento despedía el agrio efluvio del alcohol.

—Vaya, vaya, el holandés errante —replicó Andreu sin mucho entusiasmo.

—¡Qué más quisiera yo! Mi vida sería más feliz, viajando de polo a polo, y no de pantano en pantano.

Levantó el bastón con gesto cortés.

—¿Me permiten acompañarles?

—Andamos con prisa, amigo, y tenemos mucho qué hacer.

—Serán sólo unos minutos.

—Debemos irnos, señor…

—He sido autorizado para hacerles una última oferta —dijo, bajando la voz—. Setenta mil dólares. Sólo por las armas. El resto de las cosas lo pueden vender por su cuenta. Una ganancia extra que les podría venir muy bien.

—¿De dónde saca usted tanto dinero? —preguntó Néstor, medio en serio, medio en broma.

—¿Y eso qué puede importar? El dinero no tiene padre ni madre.

—Vamos a suponer que aceptamos su oferta. ¿Cómo nos la piensa abonar? —dijo Néstor.

—Con un pagaré de cobro inmediato.

—¿Para cobrar aquí, en Nueva York, en Nueva Orleans?

—Donde ustedes digan.

—Hay un problema, don Tomás —terció Andreu—. Mejor dicho, hay dos. Si cobramos aquí el pagaré, ¿qué vamos a hacer con tanta plata en la bolsa y en un país tan inseguro como éste? Quién quita que a la salida del banco no nos desplumen.

—¿Y cuál es el otro problema?

—Que no le conocemos a usted de nada—replicó Néstor con sorna— y que el pagaré puede ser falso.

—Tengo amigos aquí y en Ciudad de México. Ellos garantizarían el desembolso donde ustedes digan.

—Y de qué especie son sus amigos, ¿pejelagartos o cangrejos?

—El dinero no conoce de idearios.

—Si no quiere responderme a eso, dígame al menos de dónde son. ¿De Yucatán, de Tabasco?… ¿De Guatemala?

El holandés se detuvo en mitad de la calle. Había dejado de sonreír.

—Se lo dijimos anoche, señor —concluyó Andreu—. Las armas no están en venta.

Tom van Tolosa se colocó el habano entre los dientes.

—Se van a arrepentir —dijo, con risa forzada.

Por el tono del holandés, Néstor concluyó que la frase era más una amenaza que el epílogo de una frustrada negociación.