Una hora más tarde cruzaban en ferry el Hudson y atracaban en la terminal neoyorquina de Hoboken. Se hospedaron cerca de los muelles, en un hotel situado en la confluencia de las calles Bayard y Canal. Se llamaba St. Albert House y era un lugar modesto y acogedor pese a que las camas eran algo duras y crujían como asientos de mimbre.
Dejaron las valijas en la habitación y salieron a la calle. Andreu quería entrevistar cuanto antes a un tal Wellesly, de la firma Newman Shipping and Packaging Services, contratada para realizar el embarque de las armas y los pertrechos de la expedición a bordo del Daystar, un bergantín de carga y pasaje que cinco días después salía para Nueva Orleans. Tuvieron suerte. El señor Wellesly estaba al corriente del encargo que se le había hecho desde México y sólo esperaba los bultos para proceder a embarcarlos.
Se dirigieron luego a las oficinas del Federal Merchants National Bank. Andreu estaba ansioso por saber si el banco había recibido la transferencia remitida desde México por don Miguel García Granados y si podía empezar a girar sobre esa cuenta. Buenas noticias, también. El dinero estaba allí, treinta mil dólares en plata.
Chico Andreu sacó doscientos para gastos y un talonario de pagarés y, a partir de ese momento, su personalidad experimentó un cambio inesperado. Dejó de ser el hombre vulnerable y frágil que había acompañado a Néstor desde Veracruz a Nueva York. Incluso sus movimientos eran más sueltos y flexibles, pero era la agilidad de su mente lo que más sorprendió a Néstor. Andreu estaba en su salsa. Compraba y negociaba como quien respira, consultando de vez en cuando un cuaderno donde anotaba aun el gasto más insignificante. Sabía siempre cuál era el siguiente paso que debía dar y lo llevaba a término de manera inapelable. Ordenado, directo, eficaz, Chico Andreu transmitía una seguridad que Néstor nunca pudo haber imaginado.
La primera visita fue a un almacén del Garment District. Se llamaba Paint your wagon y su dueño era un judío de origen polaco, de nombre, Barnaba Trzebinski, que se había especializado en abastecer de ropa y toda clase de avíos a pioneros y colonos que marchaban al Oeste. Andreu adquirió allí un resto de uniformes del ejército de la Unión que Trzebinski no había podido vender desde el final de la Guerra Civil y que tenía a precio de saldo.
Revisaron las pacas y contaron los uniformes. Había trescientos setenta. Andreu entregó a Trzebinski un pagaré y le pidió enviar la mercancía a la bodega de Newman Shipping and Handling, situada en el embarcadero 51.
Antes de abandonar el almacén, Andreu le preguntó a Trzebinski si tenía calicó. El judío no entendió la traducción de Néstor. Andreu explicó entonces que se trataba de una tela delgada de algodón que se fabricaba en la India y que se solía utilizar para protegerse de los mosquitos.
—Usted quiere decir cálicot —corrigió Trzebinski, haciendo énfasis en la esdrújula—. Sí, claro. ¿Cuánto necesita?
Andreu le encargó una bobina de cien yardas y le preguntó a Trzebinski si conocía alguna tienda donde vendieran artículos de lona.
Les envió a un cuchitril de la calle Treinta y Seis, entre la Quinta y la Sexta avenidas. Andreu agotó el inventario de la tienda donde adquirió todos los guantes en existencia y trescientos pares de polainas.
Néstor llegó a perder la cuenta del número de veces que cruzaron Manhattan de río a río, pero cada día que pasaba les resultaba más difícil moverse por Nueva York. El interminable aguanieve que azotaba la ciudad les obligaba a hacer las compras a pie, debido a que los carruajes se atascaban con frecuencia.
Caminaban encogidos, con los ojos entrecerrados y el rostro envuelto en un tapabocas, observando de reojo los escaparates donde se exhibían abrigos con cuellos de piel, botas forradas de lana, alfombras, telas escocesas y estufas de hierro forjado. El invierno había caído de pronto sobre Nueva York, pero Manhattan no daba la impresión de sufrir sus efectos. Allí vivía un mundo próspero, muy distinto al de los miserables barrios industriales de la periferia, donde los ingresos por el trabajo no garantizaban ningún bienestar. Pero en la isla y los muelles, la gente parecía ganar lo bastante para que el traje de la boda no fuera el mismo que el de la mortaja.
A Chico Andreu aquel clima le vivificaba quizás tanto como el corre corre que se traían a lo largo y ancho de la isla. Llegada la noche, caía como un costal en la cama, mientras Néstor leía hasta muy tarde el periódico.
Les despertaba por lo común la campana de algún tranvía de mulas o el bufido de alguna sirena. Se aseaban en el cuarto y, a eso de las nueve, vuelta a empezar: sartenes, brújulas, espejos, quinina, algodón hidrófilo. La lista no parecía tener fin.
Entre las direcciones que Andreu llevaba anotadas en el cuaderno figuraba una especializada en revólveres y armas blancas. Se llamaba Roberts & Sons y estaba situada en el Bowery, el barrio de music halls, prostitutas y pandilleros. Andreu deseaba adquirir una veintena de espadines y diez cuchillos de monte. Y entre los revólveres en venta eligió un Remington parecido al de McInnery y un cinturón con pistolera provista de tiras de cuero para sujetarla al muslo.
Néstor tomó en sus manos el Remington y por primera vez en su vida se le ocurrió pensar que un arma corta podía ser también una obra de arte. A diferencia del de McInnery, éste era niquelado y algo más ligero. Pasó los dedos por el cañón y no pudo dejar de sentir un escalofrío de placer.
—¿Es para el general? —preguntó.
—No. Es para usted.
—¿Para mí?
—Un obsequio personal —sonrió Andreu—. Se me ha ocurrido que no podíamos salir de aquí desarmados. Este barrio está lleno de asaltantes.
—No es verdad. No es por eso.
Andreu le tendió la pistolera de cuero repujado.
—Pruébesela.
Néstor abrió el chaquetón y rodeó la cintura con la correa. Se ató la pistolera al muslo y enfundó en ella el Remington. Se dirigió a un espejo. Estaba excitado. Se cerraba el chaquetón, lo volvía a abrir. Nunca pensó que un revólver pudiera dar una prestancia semejante a la que desplegaban un Stetson o un lazo de seda negra. Se sentía elegante y digno. Más aún, se sentía completo. El arma le daba poder y seguridad, no exentos de algún señorío.
Se volvió a Andreu con las manos abiertas y un gesto de dómine non sum dignus. Había olvidado las noches en que había velado a Andreu, atento a cualquier rebrote de la fiebre, las horas cerca del lecho hasta comprobar que respiraba con naturalidad y las veces, en fin, que le había llevado el desayuno o la cena a la cama porque Andreu no podía ponerse de pie.
Chico Andreu le dirigió una mirada de afecto:
—Tenía razón el general —dijo—. Es usted una buena persona.
Dejaron sables y cuchillos en la bodega del embarcador y se dirigieron a la oficina de Maghnus Dougall. Andreu deseaba revisar el pedido de los doscientos cincuenta Remington y el medio centenar de Winchester y Henrys que el general había agregado a última hora.
El irlandés los recibió con sus habituales aspavientos y Néstor volvió a experimentar el mismo recelo que había sentido por el traficante días atrás, aunque sin saber muy bien por qué.
Dougall les llevó a su bodega en el puerto, un galpón situado en el Embarcadero 51. Dos policías fuertemente armados vigilaban el portón de entrada. La bodega olía a rancio y a lechada de cal. Las paredes tenían manchas de humedad y en algunos lugares estaban descascarilladas.
El irlandés señaló las cajas con los rifles y dijo enseguida vuelvo. Había algunas personas en el extremo sur de la bodega con las cuales debía hablar.
Néstor y Andreu procedieron a examinar las cajas. Había cuatro rifles en cada una y, a pocos pasos de las armas, una pila con cajas más pequeñas que contenían la munición.
No habían terminado de examinar el armamento, cuando alcanzaron a oír unas voces destempladas. Salían de la pequeña oficina de despachos, al fondo de la bodega. Una de ellas era la de Dougall.
Néstor se incorporó y asomó la cabeza por entre la pila de cajas. El irlandés había abandonado la oficina y hablaba a grito pelado con dos hombres de aspecto muy poco neoyorquino. Ambos llevaban botas de montar, largos capotes y sombreros de ala ancha, y parecían muy crispados.
Néstor no pudo dejar de escuchar lo que decían.
—¿Qué le pasa a esa gente? —preguntó Andreu—. ¿Entiende usted algo?
Néstor no respondió. Se llevó el índice a los labios y le indicó a Andreu que siguiera contando rifles.
Las voces se fueron calmando y, poco después, Dougall hacía acto de presencia con su mirada aguamarina y su sonrisa colorada y falsa.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo en orden, señor Dougall. Sólo falta enviar las cajas a la bodega de Newman Shipping and Handling.
—Me ocuparé de eso enseguida.
Camino del hotel, Néstor comentó:
—Hay algo en ese hombre que no me agrada.
—¿Qué le hace pensar eso? —dijo Andreu.
—No le podría decir. Es sólo una intuición.
Cuando llegaron al hotel, el conserje les entregó un sobre. Era de Barnaba Trzebinski. El comerciante les enviaba una nota a mano y dos entradas para la función de esa noche en el Spring Garden Theater.
—Dice que ha recibido la plata y que está agradecido por el negocio —leyó Néstor.
—Y por haber salido de los uniformes, supongo.
—¿Le gusta el teatro, Chico?
—¿Y a usted?
—Un poco. Soy actor aficionado. ¿Quiere que vayamos?
—Prefiero descansar. No entendería una palabra y me quedaría dormido. Vaya usted.
Una hora más tarde, Néstor llegaba al Spring Garden Theater, un edificio que, según una placa a la entrada, había sido antes sinagoga y que tampoco era ahora un teatro, sino sala de conciertos. Para colmo, el repertorio de esa noche era de música sacra.
Dudó si quedarse o no. Ni siquiera mister Ross había logrado aficionarle al gusto por aquellas salmodias. En cuanto a la pieza principal del programa, un oratorio de Beethoven titulado Cristo en el Monte de los Olivos, temía que fuese un narcótico. Pero aquélla era su última noche en Nueva York y decidió quedarse.
Los dos primeros tiempos del oratorio, saturados de cantatas y motetes, tenían un tono sombrío, pero el tercer movimiento, un espectacular aleluya, superó todas las prevenciones que abrigaba contra aquel tipo de música. Le pareció raro, así y todo, que Beethoven hubiese optado por un canto tan gozoso. No era razonable que, en el momento más triste de la vida de Cristo, cuando éste debía aceptar la muerte como ofrenda y, sudando sangre, suplicaba al Padre que apartara de sí el cáliz del sacrificio, al genio de Bonn no se le hubiese ocurrido cosa mejor que componer un aleluya.
Pero a medida que crecía la euforia del canto, Néstor empezó a entender la intención del maestro. En los coros y en las cuerdas, en los vientos y en las pausas, el «tú me diste un lugar en tu Gloria, bendito seas» resonaba en sus oídos como una revelación. Nunca se había sentido tan cerca de Cristo, pero no del sangrante y barroco que en las procesiones de su infancia parecía suplicarle compasión o gratitud por haberle redimido del pecado, sino aquel otro que aceptaba con gozo el sacrificio de su vida para salvar a la humanidad.
El evangelista se había equivocado, no había duda. Cristo debió de sacrificarse con alegría. Pues la virtud del que salva o rescata no es pensar en sí mismo, sino en aquéllos a quienes desea salvar. Así lo había tenido que entender Beethoven y así lo entendía Néstor ahora. Los héroes se ofrecen siempre como adalides, no como víctimas propiciatorias, y nunca se plantean con tristeza su muerte y su entrega, sino como el momento más feliz de su vida.
Lo primero que hicieron al día siguiente fue dirigirse a la bodega del embarcador. Andreu deseaba verificar que Dougall había enviado los rifles, antes de hacerle el resto del pago. Pero las armas no estaban en el almacén de Newman. Y Néstor experimentó una vez más la turbadora sensación de que el irlandés no era trigo limpio.
Entre el muelle 51 y el 55 apenas había diez minutos a pie, así que decidieron caminar hasta la oficina de Dougall, pero, esta vez, el traficante no los recibió con las prolijas efusiones a que les tenía acostumbrados, sino con un gesto de preocupación.
—Tenemos un pequeño problema —les informó—. Pero tranquilícense amigos, no hay nada en este mundo que no tenga arreglo, si se exceptúa la muerte.
—¿Que tenemos un problema? —dijo Andreu, poniéndose en guardia—. ¿Qué es lo que quiere decir?
Estaban en el despacho de Dougall, separados por una mesa de madera de cerezo. El irlandés se había metido los pulgares en el cinturón y se balanceaba en una mecedora forrada de cuero. Y a Néstor se le antojó, de pronto, que lo que tenía enfrente no era a Maghnus Dougall, sino un gato de ojos azules, listo para saltar y engullirse a dos gorriones como desayuno.
—Han oído hablar de la guerra franco-prusiana, supongo —dijo Dougall, en tono profesoral—, y de las enormes exigencias de armamento que requieren ambas partes del conflicto. Pues bien, caballeros, es mi deber informarles que la firma Remington and Sons está en un aprieto. Ha enviado a Europa ya más de cien mil rifles y necesita otros veinte mil para cumplir sus compromisos.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —replicó Andreu—. Usted firmó un contrato con el general García Granados por trescientos rifles y recibió diez mil dólares como anticipo. Ahora debe cumplir el trato.
—Yo sólo puedo decirles que los rifles han subido de precio y que la fábrica me ofrece ciento cincuenta dólares por cada uno, si les devuelvo el pedido.
Néstor tradujo literalmente lo dicho por Dougall, pero agregando estas palabras:
—Nada de lo que dice es verdad. Toda esa historia es absurda. La guerra franco-prusiana está por concluir, si es que no ha concluido ya, y la Remington va a tener problemas para colocar su producción de armas.
—¿Cómo lo sabe?
—Leo los periódicos.
—Entonces dígale a este maldito que este negocio va a terminar muy mal para él, si no cumple con el contrato.
Néstor tradujo las palabras de Andreu.
—No tiene por qué ser así —dijo Dougall, adoptando una sonrisa hipócrita—. Ustedes me pagan cincuenta dólares más por cada rifle y se quedan con el pedido.
Andreu perdió los estribos.
—¡No tenemos ese dinero, pedazo de cabrón!
Néstor no quiso traducir el insulto. Temía que, de hacerlo, diera al traste con toda posibilidad de entenderse.
Pero Dougall se olió algo.
—¿Qué ha dicho? —inquirió, arrebatado.
Néstor se encogió de hombros, al tiempo que colocaba una mano en la rodilla de Andreu, pidiéndole calma.
—Nos pone contra la pared, señor —le dijo a Dougall—. Y pensamos que no es justo. Sólo pedimos que honre el contrato con el general.
—No es culpa mía que el mercado de armas se haya puesto patas arriba.
—Eso no es verdad, señor. Y usted lo sabe.
—¡Claro que es verdad!
—Entonces no nos deja más alternativa que demandarle.
Dougall se echó a reír.
—Yo que usted no perdería el tiempo en esas cosas.
Andreu interrumpió de nuevo. Estaba fuera de sí.
—¿Qué dice ahora este hijo de la gran puta?
—No quiere darnos los rifles.
—Pues entonces que nos dé el dinero. ¡Dígaselo! ¡Dígale que nos dé la plata!
Néstor tradujo las palabras de Andreu y Dougall respondió con un gesto ambiguo.
—De acuerdo, de acuerdo, caballeros. Les daré un pagaré a noventa días.
Néstor dudó en traducirle a Andreu la oferta de Dougall. Retrasar tres meses la compra y el transporte de las armas suponía el fracaso del movimiento insurgente. El general había fijado como día límite para la invasión de Guatemala el 30 de marzo. Prolongar casi tres meses esa fecha, significaba iniciarla en la época de lluvias, lo que reducía las posibilidades de un éxito rápido, como el general había planeado. Eso si Dougall no les hacía otra trastada y perdían el dinero que le habían adelantado. Pero no tenía más remedio que contárselo a Andreu quien, al escuchar la propuesta de Dougall, se puso de pie con el aparente propósito de arrojarse sobre el traficante.
Antes de que pudiera echarle mano, sin embargo, Dougall sacó un revólver de un cajón y se lo puso a Andreu en el pecho.
Néstor se puso también de pie.
—¡Calma, caballeros, por favor! No hagamos nada de lo que podamos arrepentimos. Mister Dougall, baje el arma. Por favor, ¿sí? Tratemos este asunto de manera civilizada.
Luego, volviéndose a Andreu, dijo en español:
—¿Me permite negociar directamente con este tipo? Se me ha ocurrido una idea. Es larga de explicar. Le ruego que confíe en mí. ¿Me permite?
Lo que Néstor le dijo a Dougall en los quince minutos que siguieron fue algo de lo que Andreu no tendría noticia hasta la tarde de ese mismo día, cuando a bordo del Day star, abandonaban Nueva York, camino de Nueva Orleans, con los pertrechos y los rifles a bordo del bergantín. Las prisas no les habían permitido hablar con tranquilidad y Andreu ignoraba lo que Dougall y Néstor se habían dicho y cómo éste se las había arreglado para que el irlandés entregara las armas sin tener que pagar un centavo más de lo acordado. El resto de la mañana y buena parte de la tarde las habían dedicado a confirmar que todos los bultos del embarque estaban en orden y a asegurarse de que la carga era subida a bordo.
Andreu sólo sabía que, durante aquel cuarto de hora crucial, Dougall enrojecía y alzaba la voz en tono impositivo, en tanto Néstor le respondía en voz baja, como una madre que le contara a su hijo un cuento a la hora de dormir. Tenía una voz nueva, distinta, que parecía haberse inventado, y un timbre de juez más que de reo. De vez en cuando, se pasaba un dedo por la sien, gesto que coincidía con algún resoplido o algún encabritamiento de Dougall, quien poco a poco empezó a perder el tono impositivo de su discurso.
Escuchar a un amigo hablar con fluidez en otra lengua puede elevar nuestra admiración por él, pero si además se expresa en un tono de voz diferente, el efecto es como escuchar a un ser superior con una personalidad distinta a la que creíamos conocer hasta ese momento. Y Andreu había experimentado esa sensación durante aquellos quince minutos en que Dougall empezó a retroceder a ojos vistas con un gesto hosco. Y en las horas que siguieron, no dejó de preguntarse qué extraños poderes podía tener un licenciado de veintitantos años para haber obligado a transar a aquel gángster armado con un revólver y haber salido de su oficina con la orden de remitir sin demora los rifles al Daystar.
Hacía frío, pero ya no nevaba. El bergantín se deslizaba suavemente por el estrecho que daba acceso a la bahía y dejaba atrás las luces de Brooklyn y Staten Island. Acodado en el pasamanos de proa, donde apenas había pasajeros —los demás querían ver desde popa la silueta nocturna de Nueva York—, Néstor observaba cómo se iban estrechando lentamente las dos sombras de la costa. Anochecía con rapidez. Un viento desganado hinchaba con pereza las velas del bergantín. Sólo la sirena de algún barco o el pitido lejano de una locomotora rompían el creciente silencio. Y cuando finalmente apareció ante sus ojos el mar abierto, Néstor tuvo la impresión de que salía de una cueva.
Se metió ambas manos en los bolsillos del chaquetón. En uno de ellos había un papel. Era la entrada para el Spring Garden Theater. Recordó la experiencia del aleluya y se dijo que, sólo por escucharlo, el viaje había merecido la pena. Todavía podía oírlo y daría cualquier cosa por volver a hacerlo. Era un hallazgo que no olvidaría: cuando llega la ocasión y ésta merece la pena, no hay que apartar el cáliz, sino apurarlo con júbilo.
Chico Andreu se le acercó por detrás y le saludó con un golpe en el hombro.
—Vaya día. Pensé que no saldríamos nunca de aquí.
—Yo también, no crea.
Andreu sacó una petaca metálica, desenroscó el vasito de metal, lo llenó y se lo ofreció a Néstor.
—Pues en la oficina de Dougall le vi muy tranquilo.
—La procesión iba por dentro.
—¿Qué fue lo que le dijo a ese estafador?
—Traté de convencerle, pensando en lo que nos había dicho McInnery de la revolución americana. Le hablé de nuestros ideales, tan cercanos a los suyos, de nuestro anhelo de implantar la libertad y la democracia en Guatemala.
—Y qué contestó.
—Se rió de mí. ¿Libertad y democracia en un país como el suyo, atrasado y en estado semisalvaje? \Come on\ Una revolución no se hace, además, con trescientos rifles, me echó en cara. Eso no alcanza ni para un golpe de mano.
—Cerdo.
—En vista de que por el lado de los ideales no avanzaba, traté de convencerle por otro más materialista. Le dije que él podía creer lo que quisiera, pero que nosotros íbamos a hacer triunfar la revolución. Y que no le vendría mal que pensara a más largo plazo. El general, le dije, no sólo aspira a construir un país nuevo, sino a formar un ejército moderno. Y si él cumplía su compromiso ahora, en uno o dos años más, podría hacer una fortuna.
—¿Y qué le contestó?
—Que si su abuela tuviera varillas sería un paraguas y que él no vivía de ideales estúpidos, sino de realidades contantes y sonantes.
Andreu movió la cabeza.
—Qué paciencia la suya. Yo no hubiera soportado una respuesta así.
—Viendo que por las buenas no lograba ninguna cosa, le dije con suavidad que, si no despachaba de inmediato las armas al Daystar, se las iba a tener que ver con el Fiscal General del estado de Nueva York.
Andreu arqueó las cejas, en un gesto de estupor.
—¿Cómo pudo decir usted tal cosa? No tenemos documentación ni respaldo consular. El embajador de nuestro país es un hombre de Cerna. Podríamos haber sido detenidos y deportados a Guatemala con las consecuencias que se puede imaginar.
—Ese tipo nos tenía atrapados. Jugaba con nuestra prisa. No había otro modo de ponerle contra las cuerdas que usando su misma arma: el chantaje. Le dije que yo era abogado y que conocía el derecho anglosajón. Y que debía cumplir el contrato sí o sí, por las buenas o por las malas. Pero al mismo tiempo le previne de que, si nos hacía perder tres meses, él perdería veinte años. En la cárcel, por supuesto.
—¿Fue eso lo que le dijo en voz baja?
—Se lo dije muy quedito porque las frases más fuertes tienen un mayor efecto así.
—Usted me sorprende cada día con algo nuevo. ¿Dónde aprendió esas mañas?
—Dougall me respondió con desdén. Estaba muy seguro de sí mismo y de lo que hacía.
—¿Y cómo no lo iba a estar? ¿De qué, en el nombre de Dios, podíamos acusarle ante el Fiscal General del estado de Nueva York?
—De traición a los Estados Unidos.
—¿De traición? ¿Qué clase de traición? ¿Por qué motivo?
—Por vender armas a los comancheros.
—¿Está usted de broma?
—Pues no. De hecho, bastó que le mencionara esa palabra para que empezara a bajar el tono.
—No comprendo.
—Una leve contracción en sus labios me hizo pensar que había dado en el blanco. Mas, para demostrarme que era él quien tenía la situación bajo control, soltó una de sus risotadas y en tono altanero me dijo que qué sabía yo de esas cosas.
—Pero usted sabía, me imagino.
—Sí, un poco.
—¿Un poco? ¿Y cómo fue que lo supo?
—No lo supe, lo intuí.
—¡Ah, vaya, lo intuyó!
—¿Recuerda los tipos de botas altas y sombreros tejanos que vimos en el almacén de Dougall, mientras revisábamos los rifles y el parque?
—Me acuerdo.
—Por la conversación que se traían con Dougall me supuse que eran traficantes o tal vez intermediarios. Debieron de olvidar que aquellos dos pendejos, que éramos usted y yo, no entendíamos lo que ellos hablaban, pero estaban en la rosca, estoy seguro.
—¿De qué rosca me habla?
—La de los comancheros, unos tipos que venden ilegalmente armas, whisky y municiones a los indios.
—No me diga —dijo Andreu en tono mordaz.
—Leí sobre ellos en una revista vieja que había en el pabellón de caza, The Wild West Magazine.
—Vaya, es una prueba de peso.
—También hablan de eso los diarios. Es el tema del momento. Verá usted, desde que terminó la Guerra Civil, va para seis años, el ejército de la Unión quiere acorralar a los indios en reservaciones y evitar que cierren el paso a los colonos que marchan hacia el Oeste. Pero no pueden con ellos. Los comancheros les suministran armas con las cuales atacan a los colonos y combaten al ejército. Y no sólo a los comanches. También a los apaches, dakotas y cheyennes de Nuevo México, Texas, Oklahoma y Dakota del Norte. Y adivine qué rifle es el que los indios prefieren.
—No me diga que es el Remington.
—Se lo digo. Ahora escuche. Los colonos tienen miedo y, de seguir las cosas así, ningún blanco va a querer ir al Oeste.
—¿Y cómo les llegan las armas a los indios?
—El tráfico se hace por tierra. También por barco, desde New Jersey, y se entregan en algún lugar de la costa de Texas.
—¿No le parece extraño que los traficantes tengan tantas facilidades?
—Hay una explicación. Hasta hace poco no había ley que lo prohibiera. La Guerra Civil no les había dado tiempo para preocuparse de esas cosas.
—Pero la situación ha cambiado, supongo.
—El Congreso ha promulgado hace muy poco una ley que establece graves penas contra toda persona que venda armas a los indios.
—Y Maghnus Dougall es una de esas personas.
—Eso no lo podía saber esta mañana.
—Pero lo sospechaba.
—Sólo sabía que el Gobierno se había tomado muy en serio lo del tráfico ilegal de armas.
—¿Y cómo podía usted saber que los tipos del almacén de Dougall eran comancheros?
—Eso tampoco lo sabía. Pero oí que amenazaban de muerte a Dougall, si éste no les entregaba los rifles que tenían apalabrados desde hace dos meses.
—Y Dougall resolvió entregarles los nuestros.
—Esa fue la impresión que tuve.
—Y usted dispuso apostar fuerte.
—Le dije que nuestra firma de abogados, Thorpe, Johnston and Bakker, tenía en sus manos mi testimonio jurado, firmado y en regla.
—¿Thorpe, Johnston y qué?
—Es una oficina de abogados de Manhattan.
—¿Tenía su bufete de Guatemala alguna relación con ellos?
—No. Era la primera vez que oía su nombre.
—Lo leyó en algún diario, claro.
—Pues sí, qué quiere que le diga.
—Y se inventó que en manos de esos abogados obraba su declaración formal de que Dougall era proveedor de armas de los comancheros.
—Y una petición a un juez para que registrara la bodega.
—Miente.
—No, se lo juro.
—¿Y cuál fue la reacción de Dougall cuando le contó todo eso?
—Me llamó son of a bitch.
—Y usted le contestó…
—Le dije que se ahorrara los insultos y que, o nos entregaba los rifles o se las tendría que ver con el Fiscal.
—Dígame la verdad, licenciado. Dígame que no tenía toda esa historia en la cabeza antes de que fuéramos con Dougall.
—Bueno, sí, la tenía, pero desordenada. La fui hilvanando a medida que hablaba con el tipo.
—Tiró una moneda al aire, ¿se da cuenta?
—Por suerte salió cara.
—Por suerte salió barata. No me explico cómo Dougall pudo creerle.
—Si quiere que le sea sincero, tengo dudas de que me creyera. Pero el escenario que le pinté era posible. Ahora, fíjese: Dougall podía entregar nuestros rifles a los comancheros o jinetear nuestra plata durante tres meses y no darnos una cosa ni la otra, pero el riesgo de que fuera verdad lo que le decía era muy grande. Sólo matándonos podía evitar que le denunciáramos al Fiscal General.
—Me pregunto por qué no lo hizo.
—Le dije que se olvidara del arma.
—Sí, recuerdo eso.
—No me refiero al momento en que le amenazó a usted con el revólver, sino a las miradas que echaba de vez en cuando a la gaveta.
—¡Santo Dios!
—Fue un momento angustioso, es verdad. Pensé que iba a echar mano otra vez del revólver.
—No me di cuenta. ¿Y qué sería lo que le detuvo?
—Me abrí el chaquetón, para que viera el Remington que usted me había regalado. No lo haga mister Dougall, le dije. Debió de pensar que hablaba en serio, porque entonces, si se recuerda, empezó a parlotear y a reír y a decirme con el mayor cinismo que todo había sido una broma.
—Creí que era usted más apocado —dijo Andreu—. No le suponía esa habilidad para negociar y persuadir de manera tan convincente.
Néstor se alzó el cuello del chaquetón para protegerse del frío y dio un sorbo de whisky. Luego, sin dejar de mirar las luces del estrecho que iban quedando atrás, murmuró muy serio:
—Yo tampoco.
La oscuridad no permitió a Andreu captar el cambio que se había producido en las facciones de Néstor y, quizá llevado por la simpatía hacia éste y la sangre fría que había mostrado en la oficina de Dougall, preguntó con absoluta inocencia:
—¿Lo habría hecho?
—Habría hecho qué.
—Disparar a Dougall.
Néstor no contestó. Guardó un contenido silencio, como si temiera decir lo que pensaba, y se quedó largo rato mirando a la negrura del océano.