1. En tierras ajenas

Puerto de Veracruz,

enero de 1871

Desde las primeras horas del día, el malecón se había convertido en un espacio apenas transitable por el que se desplazaba el enjambre de gente que se daba cita allí cada mañana. Fardos de brin, barriles de tabaco, cajas, acémilas, cordajes, carretas de mano y bártulos de toda especie dificultaban el paso de los viajeros. Inesperadas ráfagas de viento arrojaban sobre los viandantes el humo de los comedores y les impregnaba la ropa con tufaradas a pescado frito, emanaciones que, de modo fugaz, aromatizaba la fragancia que a su paso dejaba algún cargador con un saco de vainillas a la espalda. La muchedumbre se movía con lentitud bajo la ardiente solana, entre un rumor de voces difusas y vahos a yodo y a sal. Y sólo de vez en cuando algún chillido de gaviota, algún relincho o el grito imperioso de algún marinero, se alzaba sobre el runrún de la colmena.

Vadeando trajinantes y viajeros, rostros desvelados, vendedores de baratijas y mozos de cuerda con calzones a los tobillos, Néstor Espinosa y Francisco Andreu se deslizaron por entre el gentío y los bultos, en busca de la angosta calzada del muelle. Altivas chisteras, sombreros de paja, gorras, bombines y uno que otro quitasol, dama incluida, bailaban una variopinta danza en torno a ambos. El oleaje se agolpaba en los muelles y, por entre las rendijas que los transeúntes dejaban a su paso, se entreveía una mar rizada, color azul pavo, sobre la cual afloraban inesperados cogollos de espuma.

Cuatro barcos de regular calado se alineaban en el espigón y, frente a ellos, del otro lado de la dársena, se alzaba la imponente fortaleza de San Juan de Ulúa, ombligo de la nación siglos atrás, defensa de la ciudad más tarde y calabozo ahora.

—¿Es ése el barco? —preguntó Néstor.

Andreu asintió con la cabeza.

A la distancia de un grito, se mecía un navío de regular tonelaje, amarrado con grandes sogas a los bolardos enterrados en el muelle. El vapor, de bandera británica, tenía tres mástiles y una chimenea, y cada vez que se hinchaba el oleaje, provocaba en el muro del malecón un chapoteo semejante al de un enorme cachalote.

Del lado de proa, bajo un rótulo en letras blancas donde se leía Ann Porter, una orquestina integrada por un arpa, dos guitarrillos y un violín, entristecía los adioses. Y al pie de la rampa por la que una larga fila de personas se introducían en el barco como hormigas en su agujero, un funcionario de bigote enmarañado y cigarro en boca revisaba documentos y papeles.

Andreu le entregó dos salvoconductos del gobierno mexicano. El hombre los leyó, los revisó, los firmó y, al tiempo que los devolvía, dijo:

—Recuerden, señores. Ustedes son personas indocumentadas y este salvoconducto sólo sirve para viajar. Por lo tanto, ninguno de nuestros consulados les podrá prestar auxilio en el extranjero.

Tomó el cigarro entre los dedos, frunció las cejas y, haciendo un guiño, gruñó:

—Así que pórtense bien.

La cubierta del navío estaba tan atestada como el malecón. Filtrándose entre la gente, Néstor y Francisco Andreu caminaron hasta una escotilla por la que descendieron a un camarote de dimensiones parecidas a las de una celda monacal. Dos literas, una encima de otra, un gavetero clavado al piso y dos sillas era todo su amueblado. El habitáculo guardaba un calor sofocante y despedía un fuerte olor a humedad salobre.

Néstor se quitó la levita, el chaleco, el alzacuellos y el lazo y se subió las mangas de la camisa.

— Hasta que el vapor no se ponga en marcha, este lugar será insufrible —le dijo a Andreu, quien había empezado a deshacer la valija—. Le espero en cubierta.

Se dirigió a la baranda de estribor. Había menos gente de aquel lado y desde allí podía contemplar la ciudad amurallada, con sus pequeños baluartes en las esquinas, la fortaleza de San Juan de Ulúa y el malecón. Algunas casas sin techo y otras aún en ruinas daban fe del bombardeo a que había sido sometida la ciudad, años antes, por la armada de Estados Unidos. Más allá de las murallas, del Cabildo y las torres de los templos, corría una extensa planicie. Y lejos, sobre el horizonte, se alzaba una cordillera de la que emergía el imponente Pico de Orizaba.

Néstor aspiró la brisa húmeda que batía la ensenada de Veracruz. Un puerto, pensó, era un lugar donde todo concluía y empezaba, un punto de partida y un destino, un espacio para el encuentro de emociones antagónicas, como la tristeza de quienes se van y el gozo de los que vuelven.

Andreu se acercó, sonriendo.

—Nunca había estado en un barco tan grande —dijo a modo de saludo— ni con tanto pasajero. ¿Y usted?

—Viajé en uno más grande a Liverpool, hará dos años.

—Cómo puede flotar un monstruo así es algo que me gustaría saber.

El monótono martilleo de la máquina de vapor, que hasta ese momento había sido sólo un rumor lejano, aceleró sus pulsiones y las enormes hélices del barco arrojaron una ruidosa bocanada de espuma y agua. La nave había soltado amarras y con las velas desplegadas se movía suavemente hacia la bocana del puerto.

Néstor dirigió la mirada al horizonte. Sobre la cresta de una ola observó una formación de siete pelícanos. El líder fijaba la velocidad del vuelo y los demás le seguían, imitando sus movimientos y guardando la misma altura sobre el agua. Era un recital admirable de coordinación y armonía que Néstor siguió por unos momentos, deslumbrado, hasta que las aves se alzaron sobre el agua y se dirigieron a alta mar.

Aquella equilibrada formación contrastaba con el desorden de su mente. La vida podía ser generosa, luego de haber sido despiadada, pero nunca se excedía en la compensación. A la hora de resarcir al herido, siempre pedía algo a cambio. Y el precio del resarcimiento era aquella aventura a la que se había comprometido dos semanas atrás. No estaba muy seguro de haber hecho lo debido, pero sólo una decisión así podría restaurar el equilibrio de su vida.

Volvió la mirada a Chico Andreu. No tenía con él mucha confianza, pero le parecía un buen hombre. Su primer encuentro había tenido lugar en una casa de la calle de Tacuba, en el centro de la ciudad de México. Basilio le había hablado de un grupo de exiliados que, a las órdenes del general García Granados, preparaba una invasión por Chiapas. La mayoría de los miembros de la hermandad se habían incorporado ya al grupo, pero Néstor se resistía. ¿Qué pintaba un abogado, a quien para mayor afrenta no le gustaban las armas, en un movimiento armado?

Pero las personas cambian. A veces a causa de otros y sin que ellas se lo propongan. La muerte de Cruz había alterado su espíritu de tal modo que, una tarde, resolvió asistir a la cita que Basilio le había concertado en aquella casa de la calle de Tacuba. Debía preguntar allí por Francisco Andreu, más conocido por Chico. El lacayo que le había abierto le ofreció un sillón de mimbre en el corredor y desapareció tras una puerta del segundo patio. Néstor aguardó cinco, diez, quince minutos sin que nadie apareciera. Se levantó del sillón y deambuló por el corredor un rato, dejando vagar la mirada por geranios y begonias y deteniéndose de vez en cuando ante la fuente, para escuchar su gorgoteo. Creía haber llegado a una casa deshabitada, cuando volvió a aparecer el lacayo.

—Por aquí, señor —le dijo con ademán cortés.

Le condujo hasta una especie de despacho donde se dio de manos a boca con un hombre a quien, de no ser porque vestía una levita bien cortada, cuello duro y corbatín, hubiera tomado por un monje vestido de seglar. Su rostro demacrado, su barba apostólica, algo lacia, su extrema delgadez, mostraban las huellas de un prolongado ayuno o alguna enfermedad crónica.

—Siéntese, por favor —le dijo a Néstor.

Varias pilas de papeles se alineaban sobre un escritorio de madera forrado de cuero y ribeteado con tachuelas doradas. A un lado, yacía un periódico a medio abrir, y al alcance de la mano, había una pequeña taza con un líquido color oscuro.

Néstor se quitó el sombrero y se sentó en una silla angosta y dura, sin dejar de observar el febril garabateo de Andreu sobre un papel.

La operación aún duró unos minutos, al cabo de los cuales, el hombre guardó el escrito en una carpeta y, luego, tomando otro pliego en blanco, escribió en la parte superior lo que a Néstor le pareció un nombre y una fecha.

—Me dicen que su apellido es Espinosa.

—Sí, señor, Néstor Espinosa, para servirle.

—¿De los Espinosa de oriente? —preguntó Andreu.

—Esos son mis tíos abuelos. Mi padre nació en la capital y se llamaba Valdemar.

—¿El que compraba y vendía algodón?

—Así es.

Andreu dejó de tomar notas.

—Mi familia tiene una finca en Tiquisate, que yo administraba, y el algodón que producíamos allí se lo vendíamos a don Valdemar, ¿qué le parece?

Néstor esbozó una sonrisa. La entrevista no podía tener mejor comienzo.

—Ahora, dígame, ¿en qué puedo servirle?

—Quiero unirme a ustedes.

—¿A ustedes? —repuso Andreu, con cara de sorpresa—. ¿Quiénes son ustedes?

—Bueno, no sé cómo se llamen. Supe que gestaban una insurrección y quería unirme a ella.

—No sé a qué se refiere.

Néstor tuvo en ese momento la sospecha de haber sido víctima de una estúpida broma de Basilio o, en el mejor de los casos, de no haber hecho una pregunta discreta ni menos un comentario inteligente.

—Me dijeron que aquí… —balbució.

Un ruidoso carruaje traqueteó tras la ventana a espaldas de Andreu y Néstor se interrumpió unos segundos. A pesar de su expresión, triste y doliente, como el de un rostro de El Greco, aquel hombre tenía unas pupilas inquietas que se movían sin cesar del pecho a los hombros, a la levita y al rostro de Néstor.

—¿Qué sabe hacer? —le preguntó cuando pasó el ruido.

—Soy abogado.

—¿Conoce algo de armas? ¿Sabe cómo usarlas?

—No mucho… Nada, en realidad. No sé nada de armas.

—Pero le atrae el combate.

Néstor titubeó antes de contestar y luego dijo en tono de excusa:

—Muy poco.

Chico Andreu se separó del respaldo del sillón y, colocando ambos brazos sobre la mesa, preguntó en el mismo tono que un juez le preguntaría a un reo:

—¿Cree que podría matar a alguien que no le ha hecho nada y a quien no conoce?

Néstor no enfrentó la mirada de Andreu.

—Sólo soy un letrado. La violencia no es mi terreno. No sirvo para esas cosas, pero pensé que podría ser útil en otras.

—¿Como cuáles?

Néstor se encogió de hombros.

—Me dicen que es usted masón —dijo Andreu.

—Sólo un novicio.

—Sabemos que es amigo de Elías y Daniel, gente del partido liberal. Pero, ¿qué me dice de ese otro con cara de vinagre a quien llaman Saint-Just ¿También es masón?

—No, no es masón. Es un fiebre, un jacobino.

—¿Y ese otro a quien llaman Basilio?

—Es liberal, hasta donde yo sé. Algo entrometido e inestable, pero persona de fiar.

Andreu hizo un corto silencio y se quedó mirando a Néstor como si fuera a decirle algo importante.

—No todos servimos para matar —dijo al fin—. Ni siquiera yo puedo decir que sea capaz de hacerlo. Lo mío es administrar, organizar, mover gente.

—Entiendo.

Adoptando un tono impersonal, Andreu dijo entonces con una sonrisa:

—Le agradezco su visita, licenciado.

No había nada más qué hablar. Néstor se levantó de la silla, estrechó la mano a Andreu y se dirigió a la puerta. La oportunidad de regresar a Guatemala se había malogrado. Había sido un torpe. Lo que aquel grupo buscaba no era gente como él. Los letrados no hacen revoluciones armadas.

Había abierto la puerta para salir, cuando escuchó la voz de Andreu decirle como al descuido:

—¿Por casualidad habla inglés, licenciado?

Néstor se volvió.

—Sí, ¿por qué?

Andreu se levantó del escritorio y señalando la puerta dijo sin dar explicaciones:

—Venga conmigo, por favor.

Salieron al corredor del patio y se dirigieron a una estancia próxima, algo umbría, donde un hombre de unos sesenta años, aspecto frágil, rostro anguloso y mentón afilado leía un periódico.

A Néstor le pareció un rostro familiar, pero no pudo precisar quién era. El hombre vestía un pantalón gris claro que caía con elegancia sobre unos zapatos de charol y llevaba puesto un chaqué de casimir. Al ver entrar a Andreu y Néstor, se quitó unos pequeños anteojos de montura metálica y saludó con una sonrisa.

—Buenos días, caballeros.

—Buenos días, general —dijo Andreu—. Le presento al licenciado Néstor Espinosa.

—Cómo está, licenciado —dijo levantándose del sillón y extendiéndole la mano—. Mi señora me ha hablado de usted.

Néstor se sorprendió por la familiaridad del trato y la referencia a una mujer que no conocía.

—Dirige un club de damas afectas al partido liberal —sonrió García Granados—. Fueron ellas quienes reunieron la plata para ayudarle a huir de Guatemala. Usted debe de ser uno de los que vino en el globo de Esnaola, ¿me equivoco?

De golpe, Néstor reconoció el rostro de la persona que tenía delante, el hombre más admirado por la juventud del país, y el pulso se le aceleró.

—Discúlpeme por no haberlo reconocido, general —dijo, algo nervioso—. Ignoraba que estuviese en México.

—Escapé hace poco del país, después de vivir unos días en la Legación Británica. No fue barato. Mis amigos tuvieron que pagar por mí una fianza de diez mil pesos.

El general García Granados tomó un habano que humeaba en un cenicero.

—¿Supo lo de don Serapio, verdad?

—Sí, señor.

—Pobre —dijo—. Tuvo una muerte humillante, la que inflige siempre el vencedor indigno. No merecía eso. Era un valiente, un buen revolucionario… aunque no un buen militar.

—El licenciado Espinosa habla inglés —dijo Andreu, dirigiendo al general una mirada de inteligencia.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde lo aprendió? ¿En Estados Unidos?

—No, señor. Viví casi dos años en Londres.

—Y dígame, ¿no echa de menos el rosbif? —preguntó el general en inglés.

A García Granados le quedaba poco de la habitual rigidez militar. No tenía mirada de juez ni de sargento, ni tampoco era inquisidora. De él se decía que tenía un valor sereno y frío, tanto para la política como para la guerra. Conversaba con mundana habilidad y no perdía la sonrisa. Tampoco la mirada del interlocutor. Parecía un hombre franco, tenía fama de ocurrente y, no obstante ser ilustrado, rara vez presumía de su saber.

La plática continuó en inglés, mientras la mirada de Chico Andreu viajaba de uno a otro, sin entender palabra de lo que hablaban. Néstor se percató enseguida de que el general le sometía a un sutil examen sobre sus creencias y convicciones, sus estudios, sus amistades, su familia.

La conversación duró unos quince minutos, al cabo de los cuales, don Miguel dispuso retomar de nuevo el español.

—Perdone, Chico, mi falta de tacto, pero quería escuchar su inglés —dijo, señalando a Néstor— y cerciorarme de otros asuntos. Y ahora que lo he comprobado, voy a darle una explicación, licenciado Espinosa. Hay masones que se identifican con alguna seña secreta y creen que con eso basta. Y hay liberales que únicamente lo son del diente al labio. A mí me basta hablar con las personas para saber si sus convicciones son sinceras. Las suyas me parece que lo son. Le doy mis excusas por haber sido tan curioso. Comprenderá mis motivos en un minuto. Pero, antes, quisiera pedirle que lo que le voy a decir no salga de este salón. ¿Me da usted su palabra?

—Por supuesto, general.

—Hemos tratado de guardar el secreto, pero no es fácil. Estuve en Chiapas por agosto, para hablar con un hombre de Cruz, un muchacho muy despierto a quien he encargado reunir gente. Cerna se enteró no sé cómo y estuvo a punto de crear un incidente diplomático con el gobierno de México. No quisiera que se supiese dónde estoy ahora ni qué es lo que me propongo hacer.

Se quedó dubitativo unos instantes, mirando a la ceniza del habano.

—Pero le hablaré con franqueza. Con el auxilio de don José María Samayoa, que es quien más nos ha ayudado, hemos conseguido reunir una importante cantidad de dinero entre los liberales del país. Sólo falta gestionar con Benito Juárez las necesarias garantías para organizar la invasión desde México. Estamos, pues, todavía en la etapa de preparación.

El general esperó un comentario de Néstor, pero al ver que éste no hacía ninguno, preguntó:

—Dígame una cosa, licenciado, ¿sabe usted lo que es una tarea compleja? ¿Sabe cómo se construye un barco, se diseña una ciudad o se organiza un ejército?

—No, señor. Pero ya que lo menciona, tampoco sé cocinar ni hablo el sueco.

El general soltó una carcajada.

—Le ruego me disculpe —dijo, sin dejar de reír—. No he pretendido ofenderle Yo tampoco sé cocinar, tarea que considero muy compleja. Lo que sí sé es cómo organizar un ejército. Cualquiera puede organizar una chusma de gente a caballo, pero para armar una milicia no basta una cabeza. Hacen falta muchas. Y la suya puede ser una de ellas, licenciado.

—Me sobrevalora, general. Yo no soy la persona que usted piensa.

—Sí lo es.

—Sólo soy un letrado. No sirvo para estas cosas —dijo buscando los ojos de Andreu, quien miró para otro lado.

—Yo elijo a mis colaboradores con otro criterio —dijo el general.

—No soy un hombre de armas. Ni siquiera me atrae la caza.

—Las armas, licenciado, son el último recurso que nos queda para abatir a la tiranía cuando todos los demás han fallado.

—No tengo vocación de soldado, general.

—¿No tiene vocación de soldado o no le gustan los soldados?

Néstor se encogió de hombros.

—Pues mire, si los soldados son malos, son peores los licenciados —rió el general.

—No quise decir eso.

—Quizá no ha puesto su valor a prueba y eso sea lo que le haga falta, probarse. Los desterrados, como nosotros, no podemos vivir sólo de esperanzas, aunque tengamos de nuestro lado la fuerza que dan la razón y el derecho. Lo único que hemos conseguido con eso es que nos hayan echado del país. Contra esa maquinaria sólo vale la fuerza de las armas. Y el valor de empuñarlas, excuso decirle.

El general sacudió el veguero y se lo llevó a los labios. Expulsó el humo lentamente al tiempo que en su mirada aparecía un brillo de impaciencia.

—Llevo más de veinte años luchando en la Cámara contra la inmovilidad conservadora —dijo—. Pero, ¿qué puede esperar uno de gente que tiene la cabeza enterrada en la arena? ¿Cuánto tiempo más habrá que aplazar lo inaplazable, licenciado? Los conservadores miran siempre al pasado para no tener que mirar al futuro. Con decirle que en treinta años no han hecho otra cosa que un teatro, un muelle y un mercado.

El general había adoptado un tono claramente oratorio e improvisaba un discurso político como los que le habían hecho famoso en la Cámara y, a pesar de su frágil aspecto, irradiaba una seguridad que atraía a indecisos como Néstor.

—No estamos divididos en liberales y conservadores, licenciado, sino en pasado y presente. Ellos, la gente pretérita, se resisten a modernizar el país porque temen que el menor cambio les haga perder el control que tienen sobre su presente y su destino. Están convencidos de que el futuro es algo que llega por gravedad o por inercia, no una estrella que se busca. Y ven el futuro como un azar que debe ser tenido por la rienda. Nosotros somos lo opuesto. Pensamos que el destino y el futuro pueden cambiarse por la energía que desata la libertad. Ellos esperan del Estado casi todo; nosotros confiamos en la gente. Ellos no saben ni quieren competir con nadie, porque hacerlo significa aceptar que uno puede perder. Nosotros aceptamos la contingencia de perder si el premio de arriesgarnos es ganar. Dicen que si uno camina con los ojos cerrados por un desierto en línea recta, el trayecto se convierte de modo imperceptible en una curva, y que si el desierto es lo suficientemente grande, al cabo de mucho andar, se vuelve al punto del que se partió. Esto es lo que nos ha sucedido desde la independencia de España, licenciado. Hemos caminado a ciegas medio siglo, y si no abrimos los ojos, seguiremos caminando en círculos… y hacia el pasado, sobra decir —concluyó el general con ironía.

Néstor asintió en silencio. La revolución era para él algo secundario. Había aceptado aquella entrevista por Clara, sólo por ella. Y si eso significaba beber agua de los charcos o alistarse en un movimiento como aquél, aunque su posibilidad de triunfar fuera remota, santo y bueno. Más allá de la política, los discursos o el combate, estaba Clara Valdés.

Pero, al verse ahora frente al general, se sentía un tanto mezquino. ¿Qué hacía una persona como don Miguel García Granados, con la tranquilidad de la vejez ganada, metido en aquella aventura? ¿Qué podía necesitar que no tuviese o no hubiese conseguido en la vida? Había entrado en la milicia muy joven, había combatido por sus ideales, y sufrido persecución y cárcel a causa de ellos, había padecido exilios, derrotas, quiebras, y siempre se había vuelto a levantar. Se podía percibir en su mirada vivaz, en su actitud decidida, en la determinación que fluía de su voz y de sus gestos. No le había bastado una vida plena de emociones. En su ánimo latía el despecho por no haber alcanzado el máximo anhelo de su generación: abolir el Antiguo Régimen en Guatemala, sus vicios, sus lastres y sus injusticias, y entregar al pueblo la libertad prometida en 1821. A la edad en que otros hombres se dedicaban a coleccionar homenajes y recibir trofeos, el general había buscado en su interior y no había encontrado méritos para recibir ninguno. Pudo haber elegido una vida cómoda hasta el resto de sus días, tenía los medios. Pero ningún hombre superior obra así. Don Miguel era con seguridad de ese tipo de personas perpetuamente insatisfechas con lo que pueden dar de sí, ese tipo de líderes que piensan que nunca es demasiado tarde para emprender una gran obra.

Y ahora estaba dispuesto una vez más a jugarse la vida por la más hermosa y noble de las causas, sin pensar en lo que pudiera perder en el lance.

Néstor comparó sus veinticinco años con los sesenta y algo del general y no pudo menos de sentir cierto sonrojo. Quería regresar a Guatemala, pero siempre que la puerta se la abrieran los demás. Y ahora se daba cuenta de que nadie haría por él lo que no hiciera él por sí mismo y que algunas puertas no se abren a menos que uno las tumbe.

—Debo serle sincero, general. No creo que sirva para usar un arma, pero estoy con usted en todo lo que pueda servirle.

El general movió la cabeza en signo de aprobación.

—No se preocupe, licenciado. Apañados estaríamos si un ejército estuviese formado solamente por gente de armas. Necesitamos ingenieros, administradores, cocineros, carpinteros y tutti quanti. Usted se dirá, eso está muy bien, pero, ¿cómo se arma un ejército capaz de derrotar al de Cerna? Y la respuesta es muy simple. Cerna no tiene un ejército. Tiene una milicia, una fuerza provisional que se disuelve cuando los soldados no son necesarios. Sobre las armas, tendrá mil o mil quinientos. Pero déjenos esa tarea a nosotros y escuche ahora lo que quiero proponerle. Tenemos una misión para usted, un trabajo muy delicado. No le puedo decir de qué se trata… por ahora. Lo que es bueno para usted. Le ahorrará problemas. Deberá estar listo, sin embargo, para viajar en dos o tres semanas. Durante ese tiempo, tendrá que apartarse de sus amistades, desaparecer. Una amiga de mi hermano José Vicente nos ha ofrecido un espacio en su casa. Allí deberá residir todo ese tiempo. Chico le dará más detalles.

—Entiendo, señor.

—¿Mantiene correspondencia con Guatemala? ¿Sí? Debe suspender toda comunicación de inmediato. Ni un correo más a partir de hoy Y ahora, si me disculpan, tengo cosas qué hacer.

Y golpeando con sus palmas las rodillas, el general dio a entender que la entrevista había terminado.