«No volví a saber de él hasta un mes más tarde, cuando nos llegó la noticia de que el globo de Esnaola había caído cerca de la costa de Soconusco y que tanto el piloto como sus acompañantes habían desaparecido en el mar. Lo publicó El Baluarte de Chiapas junto con una nota necrológica en honor del piloto. Una corriente traicionera había alejado el globo de la costa y, según testigos, el artefacto se precipitó en el océano. El periódico no daba nombres. Sólo apuntaba la sospecha de que quienes acompañaban a Esnaola fuesen fugitivos del régimen conservador de Guatemala a quienes el heroico y humanitario aeronauta, así le calificaba El Baluarte, ayudaba a escapar del país.
»Quise morir, Elenita. Me recluí en mi habitación y la casa se volvió mi convento. No quería hablar con nadie. Sólo deseaba estar sola, como viuda de un amor sin consumar. Me encerraba en la biblioteca todo el día, tratando de revivir allí la presencia de Néstor, resistiéndome a creer que no volvería a verle. Su recuerdo me dejaba inánime durante horas, mirando a la alfombra o al techo o cortando libros sin abrir. Y cuando llegaba la tarde, la falta de luz me derrotaba. Temía a la noche, llana, infinita, con sus monstruos y sus brujas. Me había entregado a un amor sin arras y sin fianza que me iba destruyendo sin sentirlo. Habría dado cualquier cosa por que la indiferencia o la fatiga hubieran dado al traste con él, pero no tenía fuerzas para alejar la turbación que provocaba en mi carne el deseo insatisfecho. Y esa necesidad y ese deseo, aunados a un insomnio invencible, me consumían hasta el amanecer.
«Habría transcurrido un mes desde que el globo de Esnaola había partido cuando una tarde llegó a visitarnos doña Soledad Moreno, la mensajera del club. Cerna había emitido un decreto en el que prohibía la correspondencia con los exiliados y los sediciosos. Quien lo violase, sería considerado cómplice del delito de traición y sometido al fuero militar. Pero ni Cerna ni sus espías vestidos de negro, quiero decir, los hombres que sólo necesitaban sentarse en el confesionario para saber qué ocurría en el último rincón del país, sospecharon nunca de los caballos de don José María Samayoa, el hombre más rico de Guatemala.
»Don Chema, que era liberal, tenía una finca de la que se decía empezaba en Tívoli, a las afueras de la ciudad, y terminaba en las playas del Pacífico. Quizá fuese una exageración, pues también contaban eso de las propiedades que habían sido de don Pedro de Alvarado. Como fuese, el hecho es que Don Chema era dueño de una extraordinaria cuadra de corceles y una bien organizada posta entre el Puerto de San José y la ciudad. Y gracias a ella, podía recibir antes que nadie las noticias de México y Europa y las cotizaciones de la bolsa de Nueva York.
«Camuflado entre esos papeles, los correos traían a Tívoli la correspondencia de los liberales exiliados y llevaban hasta el puerto la de sus familiares y amigos. Y doña Soledad, mujer valiente y arrecha, era la intermediaria de aquella valerosa posta clandestina. Salía de la ciudad en su landó, simulaba un paseo por Ciudad Vieja o la Villa de Guadalupe, se desviaba hacia Tívoli, recogía allí el correo, lo acomodaba en unos bolsones cosidos a las naguas y lo pasaba por las garitas ante la indiferente mirada de los soldados.
»La tarde que vino a visitarnos, doña Soledad nos contó esas maromas. Y nada más terminar el chocolate, sacó un sobre de entre las faldas y, con una sonrisa de picardía que nunca podré olvidar, me dijo:
»—Aquí hay algo para usted.
»Tomé el sobre, le di varias vueltas. No te puedo expresar lo que sentí. Sólo sé decirte que salí del salón de visitas y corrí temblando a mi cuarto.
»El sobre venía de México y en la parte posterior del mismo había un remite que, al leerlo, me hizo reír y llorar.
»—Decía Néstor Espinosa.
»—No. Decía Segismundo Salmón».
«Leí las primeras palabras y no pude continuar a causa de los suspiros y el llanto. Sólo cerré los ojos y apreté contra mi pecho la carta. Después de pensar que nunca volvería a verle, Néstor me escribía varios pliegos, el primero de los cuales empezaba así: «amada mía». Y abrazada a aquel papel, no pude hacer otra cosa que repetirme muy despacio, muchas veces, esas hermosas palabras.
»Nada hace sentir el amor de un modo tan vivo como ellas. Antes de conocer a Néstor, yo pensaba que el amor era sólo un sentimiento. Después, cuando sentí su cuerpo apretado al mío, supe que era también una poderosa fuerza que encendía mi carne. Pero el día que recibí aquella larga misiva comprendí que el amor era también la palabra y que, sin ella, el amor es como tortilla sin sal. Puedes tener a tu lado al hombre más hermoso del mundo, pero ay de ti, y de él, si no os sabéis expresar con el encendido verbo del amor, ay de quienes no saben o no pueden recurrir a ese tesoro para decirse cómo y cuánto se aman. No hay mentira mayor que ésa, según la cual, el amor más elocuente es el que se expresa en silencio. Bueno, sí, lo admito, puede ser amor, pero no es lo mismo. ¿De qué nos había servido a Néstor y a mí amarnos sin decir que nos amábamos?
»Recuerdo que leí aquellos pliegos con deliberada lentitud, línea a línea, y que cerraba los ojos para que las palabras penetraran en mi mente y provocaran en mi pecho la punzada agridulce de aquel amor lejano y difícil. Nadie me había dicho nunca cosas tan sentidas y tan dulces. Aquella carta acortaba la distancia entre la realidad y el deseo y aliviaba el sentimiento de pérdida que me había acompañado desde que supe que el globo de Esnaola se había precipitado al mar.
»La leí tantas veces, tantas noches, que llegué a aprendérmela de memoria. Y cuando el dolor de la ausencia era más fuerte, volvía a ella para releer sus frases y, sobre todo, aquel conmovedor amada mía».
[…] Alejarme de usted y morir fue todo uno. Y ahora debo inventar el pasado para tolerar el presente, crear una vida a su lado, aunque usted no esté conmigo, y hacerme la ilusión de que nuestro amor fue más largo e intenso, imaginar que hemos tenido largas conversaciones con las manos enlazadas y que nos entendemos como si nos hubiésemos conocido desde siempre. Vuelvo la mirada a mi patria y sólo la veo a usted. Su faz lo ocupa todo: la tierra, los lagos, las montañas, el cielo. En Guatemala, Tierra de Arboles, bosque infinito, allí está usted, emergiendo de sus copas como el alba. La distancia agrega belleza a sus facciones, las cuales temo se diluyan en mi memoria a medida que los días pasen. ¿Qué debo hacer, qué puedo hacer para volver a verla? Mi patria y usted se han vuelto una obsesión tan grande que temo no poder ocupar jamás mi mente en otras cosas. […]
»Así nació una correspondencia entre ambos que habría de procurarme uno de los períodos más tristes y a la vez más felices de mi vida. Tristes cuando no llegaba el correo. Felices, cuando doña Soledad nos venía a ver y, ocultas entre sus faldas, me traía aquellas cartas que me devolvían la vida.
»Rompí la mayoría cuando me casé, pero aún conservo unas cuantas, entre ellas la de su aventura en el globo.
»—Entonces la noticia era falsa.
»—No, no. Era cierta. El globo con Esnaola a bordo desapareció en el mar, pero Néstor no viajaba ese día con él.
2 de mayo de 1869
[…] Esnaola nos contó que los primeros seres que viajaron en un globo fueron un ganso, un gallo y una oveja. Y aunque yo no sabría decir cómo se sentían mis dos compañeros de viaje, pues mientras duró el ascenso del armatoste estuvimos los tres mudos, yo me sentía como el ganso. Tenía inflamado el hígado y un nudo en la garganta. No podía creer que me estuviera sucediendo todo aquello ni que me viera forzado a salir otra vez de mi patria. Me movía por la barquilla del globo como un ganso, veía alejarse la ciudad con cara de ganso y si no llegué a parpar como un ganso fue porque no tengo conciencia de ganso.
El vuelo duró siete horas y nos llevó por entre los volcanes a la Costa Sur y a la frontera. Bajamos cerca del río Achiguate. Allí pasamos la noche y, en la siguiente jornada, nos adentramos en México, por la costa de Soconusco.
Al tercer día, Esnaola elevó el globo en dirección a Tuxtla Gutiérrez, lugar de nuestro destino. Quizá usted sepa que los
globos aerostáticos no se desplazan horizontalmente, sino que suben y bajan a voluntad del piloto y que son las corrientes de aire las que te llevan en una u otra dirección. Bueno, pues' Esnaola había dado con uno de esos flujos y nos elevaba a los Altos de Chiapas con deliciosa suavidad.
Cerca de Tuxtla Gutiérrez, buscó un descampado y cerró a poquitos las válvulas, con lo que el globo empezó a perder altura. Fue una sensación maravillosa y todo parecía anticipar un aterrizaje sin incidentes. Pero, a escasa distancia de tierra, una violenta racha de aire arrojó el globo contra el suelo. Rebotamos varias veces en el piso, el viento nos arrastró contra unas piedras y salimos rodando de la barquilla como pelotas.
Sentí un golpe en la cabeza y perdí el sentido. Cuando desperté, dos indios me llevaban en parihuela a Tuxtla. Tenía un fuerte dolor en el hombro derecho y así se lo dije a Esnaola. El piloto ordenó detenerse a los indios y posar la camilla en el suelo. Me palpó el hombro y dijo:
—Sólo está dislocado.
Y sin encomendarse a Dios ni a ninguno de sus santos, me tomó el brazo y me dio un tirón.
No hubo un solo objeto celestial que no viera y estuve con el brazo dolorido varios días, al cabo de los cuales volvió a serme útil, aunque todavía me duele algunas noches.
Me hospedé con Daniel y Elías, mis compañeros de viaje y a quienes he dado en llamar los Profetas. Estuvimos un par de días en un mesón de Tuxtla, atrás de la iglesia de San Marcos, a pocos pasos del Callejón del Sacrificio, donde fue asesinado el gobernador que dio el apellido a la ciudad. Pero no pudimos quedarnos mucho tiempo. El mesonero insistía en que nos fuéramos porque Chiapas no era un lugar seguro. Lo decía en tono muy misterioso, sin dar muchas explicaciones. Tenía buenos motivos. Chiapas andaba revuelto a causa de unos pleitos entre indios, curas y blancos. En vista de ello, y
de unos disparos y gritos que esa noche oímos bajo la ventana de la habitación, decidimos emprender camino a la capital de México. Esnaola, en cambio, resolvió quedarse en Tuxtla para reparar la barquilla del globo. Y un mes más tarde supimos que, arrastrado por una corriente traicionera, se lo había tragado el Pacífico y no se había vuelto a saber de él. […]
«La insurrección de Cruz dio pie a que los púlpitos tronaran contra la razón, la libertad, la ciencia, la democracia y la conspiración liberal-masónica. Y yo te pregunto, Elena, ¿qué podía hacer yo en un lugar así? ¿Escapar? No eres más que una mujer y nacer mujer aquí es un castigo. Tú al menos tuviste la suerte de poder estudiar en Europa, pero aquí la universidad educaba únicamente a hombres, y yo no quería ser una más de aquellas jovencitas de las que Pepe Batres había escrito: <una niña educada con esmero/en aquel tiempo no sabía a fondo/ni conocer la o por lo redondo.
»El despertar de la razón y del amor habían provocado en mí una vorágine. Mi mente empezaba a volar y mi corazón a arder. Fue entonces que me dio por la lectura. Tenía todo el tiempo del mundo y una de las mejores bibliotecas de la ciudad. La pasión por entender el mundo me arrastró hacia aquella miríada de libros. Y sin percatarme de ello, empecé a dejar de ser la muchachita insulsa y sin sustancia que había sido hasta ese día. La obsesión por querer saberlo todo me llevaba a averiguar asuntos tan triviales como el día de la semana en que Washington cruzó el Potomac o el nombre de la madre de Nerón. Leía muchas horas al día y sólo salía de Pascuas a Ramos, cuando no había más remedio que visitar a las amistades de la tía o cuando venía Joaquín y nos llevaba a la ópera o al teatro.
12 de mayo de 1869
[…] He empezado a conocer la ciudad, pero todavía me siento extraviado y ajeno. Paseo sin rumbo por sus calles y barriadas y hago largas caminatas hasta que la fatiga me derrota. Me distrae observar los comercios y las ventas de San Juan de Letrán y el bullicio infantil de la Alameda, y suelo llevar bajo el brazo algún libro o un periódico.
Esta ciudad de bellísimos palacios y de jardines umbríos me cautiva, pero me siento en ella sin raíces ni alas. Es curioso: siento el exilio como un encierro. Y sólo pensar que he de vivir aquí varios años me causa una revoltura parecida a la del purgante que mi madre me daba cuando era niño.
Algunos días salgo con los Profetas, con Saint-Just, Basilio y algún otro amigo de los que estaban en una lista difundida por el Gobierno y que han ido llegando poco a poco. También he conocido a algunos miembros del partido liberal en el exilio, pero su conversación no es muy estimulante, pues casi todos se sienten tan abatidos como yo.
Quisiera tener un empleo. Tal vez en un bufete o incluso en algún teatro. Mi vida es un desolado tedio del que sólo me puedo evadir cuando, a solas en mi habitación, tomo la pluma y le escribo. Lo hago al terminar el día, cuando el cansancio de la caminata ha logrado apaciguar mi desaliento. Todo es escribir amada mía para que mi mano fluya con una inusitada euforia. La oscura habitación en que vivo se ilumina y, entonces, y sólo entonces, mi corazón es feliz. […]
»—Dime una cosa, Clarita, ¿cómo logró salir Joaquín de vuestra casa, sin despertar sospechas?
»—Ah, eso. Fue muy divertido. El día que Néstor partió, las damas del club llegaron por la tarde a nuestra casa. Todas juntas, en dos carruajes, y armando un gran barullo. Joaquín se puso un sombrero de aquellos de casquete, atado con un lacito bajo la barbilla, se enfundó un vestido color plomo con lunares pequeños, abandonó la casa rodeado de las damas del club, como una más, y se subió al carruaje de doña Cristina de García Granados.
»Los centinelas sólo vieron salir de casa al grupo que había entrado horas antes. Y como Joaquín era tan guapo, y tenía unos rasgos tan finos, no desentonó entre el bullir de miriñaques y faldas que se había organizado a la puerta.
»Al día siguiente, las amigas de la tía nos contaron que sus carcajadas se prolongaron hasta mucho después de que dejaran a Joaquín a la puerta de su casa, pero todas estuvieron de acuerdo en que, detrás de aquellas faldas y aquel rostro delicado, había un hombre muy generoso y un amigo como no hay muchos».
20 de julio de 1869
[…] Hoy he mandado a limpiar la levita con que hice el viaje en globo. Lo hice muy a mi pesar, pues conservaba el aroma de usted. Ahora sólo me queda su pañuelo rojo. Todos los días lo beso, pero su olor se ha ido marchitando y cada vez debo aspirarlo con más fuerza para hallar su fragancia original. Sueño con el patio de su casa, con sus flores y su árbol de pomarrosa. Su rostro, en cambio, ha ido perdiendo sus rasgos y cada día la veo más como un busto de mármol desgastado por la lluvia y el viento. ¿Sería mucho pedir que me enviara una fotografía suya? Tengo tantos deseos de volver a ver sus labios y sus ojos […]
Posdata! Salúdeme a su señora tía de mi parte.
«—Sus cartas me daban la vida, pero su voz llegaba a mí como desde la otra orilla del Tártaro. A menudo soñaba con él, pero no era un sueño feliz. Me agobiaban el pesar de la ausencia, los celos repentinos y, en ocasiones, la idea de que, si no me hubiese precipitado en sus brazos la mañana en que partió, todo habría quedado en un episodio menor de nuestras vidas.
»—¿Cómo fue que duró tanto?
»—No es sencillo dar razón de un amor así, Elena. La mayoría suele decir en estos casos eso de amor de lejos, amor de pendejos. Gente ignorante, excuso decirte. Hay historias de amor aún más extrañas que la nuestra, pero yo atribuyo esa persistencia a que es más fácil ganar un amor que perderlo. Me refiero al amor genuino, a ese tenaz pordiosero que llama a tu puerta un día y no se va, sino que se queda por ahí, acurrucado, a la espera de una palabra, una caricia o un pedazo de pan. Me daba cuenta de que el hilo que me unía a Néstor era cada vez más débil, pero bastaba una carta de él para que el amor reviviera. Las cartas nos salvaban a los dos. Nuestro amor se nutría de ellas. Esperarlas era una agonía, pero cuando al fin llegaban, la vida volvía a sonreír y a reforzar el sueño… nuestro absurdo sueño».
29 de agosto de 1869
[…] Cuando abro una carta suya no puedo dejar de pensar que sus manos la han tocado y de imaginar que, incluso, ha depositado sus labios en alguna esquina del papel. El ligero perfume con que llegan es lo primero que leo con los ojos de la fantasía y, sumido en ese trance, paso un rato reviviendo cada pequeño episodio, cada minuto que viví en el bufete y en su casa, con la minuciosidad de una bordadora que, puntada a puntada, va incorporando a su labor las formas y los colores. Las leo muchas veces en voz alta y me estremezco al «oír» su voz. Son horas en que la siento a mi lado, llevando una vida feliz, juntos, sin miedos ni prisas. Escríbame, por favor. No encuentro otra distracción que sus palabras. Ellas son mi único consuelo […]
Posdata/ ¿Has visto últimamente a Joaquín Larios? Nunca olvidaré lo que hizo por mí y los riesgos que corrió. Si se lo encuentra, le dice que extraño su compañía y que le sigo teniendo por el hermano que siempre quise tener.
«A veces me preguntaba a mí misma, ¿cuánto debo esperar por Néstor? ¿Cuántos días, cuántos meses… cuántos años? ¿Hasta que sintiera que mi amor se desvanecía? ¿Y cuánto tiempo llevaría eso? Vivía dudas espantosas que sólo apaciguaban los libros, el apoyo de la tía, siempre generosa conmigo, y la compañía de Joaquín, nuestro chaperón oficial. Pero cuando al fin llegaba el correo, toda mi ansiedad se disipaba. Por lo común no esperaba a que vinieran sus cartas. Escribía y escribía, aunque no tuviera nada qué decirle, sólo por desahogarme, por satisfacer la necesidad de expresar mis emociones. Escribir lo que sentía era mi bálsamo, mi equilibrio, mi salud».
10 de septiembre de 1869
[…] No tengo edad para ser una persona adusta y seria. Ni quisiera que el resentimiento o el rencor me amargaran la vida, pero siento que toda alegría, toda emoción saludable, se ha ido alejando de mí. Cada día me cuesta más apartar de mi mente que fueron mi madre y mi hermano quienes me condenaron a este destierro. En ocasiones así, cualquier tropiezo, cualquier inconveniente, me saca de quicio por menudo que sea. Siento que he perdido la calma, que no soy el que era. Ojalá pudiera culparme de algo, pues la culpa me serviría al menos para justificarme, pero no siento pesar alguno por lo que haya podido hacer. En esas horas bajas me digo qué pudo usted ver en mí para enamorarse de alguien sin otro patrimonio ni valer que su persona. No soy más que un pobre pasante a quien desanima pensar lo poco que le puedo ofrecer. Pero ha de saber que la amo desde el día que llegó al bufete con un vestido de flores diminutas y una pamela que le llegaba de hombro a hombro. Tal vez las cosas hubieran sido distintas si le hubiera dicho entonces lo enamorado que estaba de usted. Pero siempre la vi intocable y lejana, como una vestal protegida por los muros de un recinto sagrado. Hoy sé que la amo con una pasión no esperada, pero también con la desesperación del condenado a prisión por el resto de sus días. […]
«—Las lecturas y el carteo me fueron haciendo una persona madura. No me refiero a esa plenitud que te da la experiencia del amor, sino al conocimiento que adquirí de un sentimiento tan cambiante e impredecible. Todo amor es un albur y lo mismo que te toca el alto, el digno, el generoso, te toca el infame, el demente o el aciago. El amor destruye vidas en número parecido al de las que enriquece y adorna, pero estoy por apostar que el buen amor abunda menos que el malo. Hay amores que fallecen a poco de consumarse en el lecho… podría citar algún caso… perdona otra vez, Elena… hoy estoy de lo más llorona… Otros mueren por motivos más vulgares, como un rasgo de carácter que no descubriste a tiempo, una mala inclinación, la pasión por la bebida o el mal genio. Son cosas difíciles de ver hasta que vives con ellas.
»—¿Fue eso lo que os sucedió a Néstor y a ti?
»—No. Nada de eso me ocurrió con Néstor. Mi amor, por él, y creo que también el suyo, tenía mucho de ese misticismo arrebatado que traspasaba a Santa Teresa. Tan vaporoso era ese cariño que alguna vez llegué a pensar que Néstor no era más que una alucinación».
27 de octubre de 1869
[…] Hoy he presenciado un crimen. Caminaba por un barrio alejado del centro de México cuando vi a dos hombres que libraban una pelea. Cerca de ellos, una mujer sollozaba, tirada junto a una pared. Quise alejarme de allí. La violencia me trastorna desde que, siendo niño, vi llegar a las manos a mi padre y a mi madre, pero el morbo me retuvo. Uno de los hombres logró desprenderse del otro y sacó una navaja de muelles. Corrí con la intención de separarlos, pero antes de que pudiese llegar a ellos, el hombre armado le espetó al otro dos puñaladas en el vientre. La sangre brotó como un manantial. Al verme, el agresor se revolvió contra mí y me puso la navaja a pocas pulgadas del rostro. Nunca había visto la sangre empapar la mano de un asesino. Creí llegada la última hora de mi vida, pues lo que tenía frente a mí no era un hombre, sino un fiera desposeída de todo lo que nos hace humanos. Tenía los ojos irritados y, en las comisuras de los labios, había una baba rojiza. Yo retrocedí unos pasos, movimiento que, al parecer, le satisfizo. Luego se acercó a la mujer y, arrojándole con desprecio el arma, huyó calle adelante hasta perderse de vista. La gente comenzó a arremolinarse en torno al cadáver y yo huí del lugar, espantado. Sólo cuando llegué al mesón y me refugié en mi cuarto, tuve conciencia de que había estado a un paso de morir. Y en medio de la agitación que me embargaba di en pensar qué haría la próxima vez que me encontrara ante un hombre violento y armado que, en lugar de detenerse, como el energúmeno del cuchillo, se arrojara sobre mí para quitarme la vida. Todavía estoy muy alterado. El cuerpo de Arcadio, tendido sin vida en el potrero de Rubio, me persigue y me trastorna tanto como lo que he visto esta tarde. Vivimos en un mundo tan bárbaro, tan primitivo. […]
»—¿Nadie se acercó a ti en ese tiempo? ¿Nadie intentó enamorarte?
»—Sí, claro. Pero nunca pasaban de hacerme la corte a distancia. Sólo una vez estuvo a punto de suceder algo más serio.
»—¿Y quién fue el afortunado?
»—La música seguía siendo nuestra principal distracción y, siempre que salíamos al teatro, Joaquín nos acompañaba. Era educado, elegante, tenía dinero. Además, había salvado a Néstor en un acto de gran valor. Un día, al regreso de un concierto, ayudó a la tía a bajar del carruaje, como hacía siempre, y luego me tendió a mí la mano. Pero, cuando bajé del victoria, en vez de soltarla, la retuvo, y mirándome a los ojos con expresión que jamás había visto en él, la besó.
»Pensé que era sólo una cortesía, pero él, sin cambiar el gesto, volvió a besarla, si bien con un pasión y una fuerza inesperadas.
»Aparté mi mano de un tirón y corrí a mi cuarto.
»—Pero la amistad siguió.
»—No como antes. Me sentía incómoda. Además, había ocurrido algo. Una bobada, si quieres. En esas fechas, Néstor me había enviado una foto suya. Mirarla era como tenerlo cerca, como si me dijera te quiero cada vez que la contemplaba. No tenía expresión triste, sino aquella sonrisa picara que solía asomar a sus labios siempre que hacía una broma. Yo besaba la foto a menudo, y al verle sonreír, yo sonreía. Eso me dio la vida largo tiempo.
»—Y ahí se acabaron los pretendientes.
»—Así es. Todos sabían que yo tenía novio y que le seguía amando, aunque estuviese lejos».
27 de noviembre de 1869
[…] Hay días que sufro ataques de ansiedad para los que no encuentro alivio. Duran sólo unos momentos, los que tardaría en leer una o dos páginas de un libro, pero mientras pasan siento que estoy a punto de perder la razón.
Me sucede durante lo que llamo el paréntesis epistolar, cuando pasan los días y no tengo carta de usted. Imagino que le ha sucedido algo o que ha dejado de quererme y la inquietud no me deja vivir. Sólo cuando recibo su carta, el malestar y los síntomas desaparecen. Pero es una aflicción que me preocupa pues cada vez la experimento con más frecuencia.
No sé qué hacer. Podría quejarme del destino fatal, de un castigo de lo alto y de cosas parecidas, pero trato de no escuchar a mi conciencia expiatoria. Ha sido la insensatez humana lo que me ha traído al destierro. De manera que cuando miro hacia atrás no puedo sino echar de menos, al igual que Segismundo, el lisonjero estado en que una vez me vi. Sería capaz de dar un brazo con tal de volver a mi patria, que es mi tierra y es usted. Y me cuesta aceptar que esta vivencia es real y no una comedia grotesca. Siento que el buen juicio se me agota, al punto de pensar a veces si no habré perdido la cordura. Es desalentador no tener poder sobre nada y descubrir que la voluntad es insuficiente para llenar esa carencia […]
Posdata/ Sobre si quiero que visite usted a mi madre o a mi hermano para contarles cómo y dónde estoy, mi respuesta es negativa. No quiero que sepan de mí ni yo saber nada de ellos.
«1869 fue quedando atrás con frecuentes noticias de los ataques de Serapio Cruz, sobre todo uno muy sangriento a Huehuetenango, donde pegó fuego a ranchos y casas y asesinó a mucha gente. Le acompañaba un hombre más joven que él, un tipo impetuoso y violento que sembraba el terror adonde iba y que tuvo que refugiarse en México a raíz de aquel ataque.
»Por lo demás, la capital había vuelto a la banalidad de lo cotidiano, a los ritos, a los deberes sociales, a las quejas de los vecinos contra el alcalde. Los conservadores comentaban los sermones del padre Salustiano Revuelta, recién venido de España para perorar en contra de la libertad política, por satánica y falsa, o admiraban el nuevo mercado, mandado a construir por Cerna detrás de la catedral.
»Los liberales, en cambio, estábamos de otro humor. Cierto día de diciembre, Serapio Cruz sorprendió a unos oficiales de las milicias del gobierno bañándose en el río Motagua y los fusiló sin contemplaciones. Y este hecho despiadado desalentó a quienes deseaban llevar a buen fin una revolución civilizada. Aquello no era liberalismo, dijeron, sino acciones propias de un bárbaro.
»Una frustración más, Elenita, una de tantas. Nuestro Tancredi no era precisamente el de Rossini y pronto vinimos a entender que apoyar su revuelta había sido una ingenuidad. Cruz era un hombre rudimentario que se había propuesto hacer su particular revolución, auxiliado por sus parientes y sus hijos. No era el líder que necesitábamos para desbancar a un patriciado y a un clero absolutistas. Hacía ruido, pero no hacía daño. Daba golpes de ciego en Cotzal, en Chajul, en Uspantán. Había logrado reunir quinientos hombres, pero carecía de armas y recursos. La mayoría de sus hombres llevaba machetes, lanzas, cuchillos. Sólo unos pocos cargaban escopetas de chispa. Debía de ser horrible ver aquella tropa… pero, te estoy aburriendo, Elena.
»—En absoluto, Clarita. ¿Por qué lo dices?
»—Porque no sé si deba contarte todas estas cosas, sobre todo un suceso espantoso que presencié en aquellos días.
»—Ponme a prueba.
»—Tienes razón. Perdona. Había olvidado que siempre fuiste una mujer muy fuerte.
»—No lo soy. Sólo procuro serlo.
»—Ojalá tuviera yo tu empuje.
»—Nadie sabe cuánto es capaz de pasar, hasta que le toca la china».