-Buenos días, doña Emilia —saludó el sacerdote en voz baja.
—Buenos días, padre.
—¿Dónde puedo hablar con él?
—En la biblioteca, por ese pasillo.
El padre Vidal Sanabria cruzó a paso rápido el zaguán y se dirigió, corredor adelante, hacia el segundo patio. No tuvo que caminar mucho. Néstor Espinosa había oído los golpes en el portón y salió a su encuentro.
—¡Qué alegría verte! —dijo Néstor, abrazando al cura—. Estaba preocupado por ti.
— Salimos con bien, gracias a Dios.
—¿Cómo están los demás? ¿Qué sabes de Joaquín y de Saint-Just!
—Joaquín logró orillar el barranco y regresó a la ciudad bordeando el cerro del Carmen. Saint-Just, como es tan necio, se apartó de Joaquín y, hasta donde sabemos, tomó un desvío y se perdió por Matamoros. Pero está bien. Oculto, como los demás.
El rostro de Néstor se ensombreció.
—¿Qué ha sido del cuerpo de Arcadio?
—Hasta ayer logré que me entregaran el cadáver. Le hemos dado sepultura hoy. El arzobispo se negaba a enterrarlo en tierra sagrada y no sabes lo que me costó obtener de él permiso para hacerlo. Estaba convencido de que era masón.
—¿Y don Jaime?
—En una bartolina del Castillo de San José. Le han cerrado Las Acacias y la tienda de sombreros.
—Le habrán torturado.
—Imagino que sí.
—¿Y los demás?
—Esperando la oportunidad de huir. Algunos lograron salir de la ciudad, jugándose la vida por los barrancos. Estarán camino de México, Honduras, El Salvador. O tal vez ocultos en alguna finca. El Gobierno tiene al parecer una lista con algunos nombres de los miembros del club.
—¿Una lista? ¿De todos nosotros?
—Hasta donde sabemos, es incompleta. Sólo contiene los nombres y apellidos de diez o doce.
—Eso quiere decir que, quienquiera que haya sido el delator, no nos conocía a todos.
—No lo sé. Para mí esa lista es un misterio. Manos anónimas la dejaron ayer en la curia, pero también se conoce en otros círculos.
Néstor miró, inquieto, a Sarastro.
—¿Está mi nombre en esa lista?
El sacerdote asintió en silencio.
—¿Y quién más?
—Hiram, Lucio, Eneas, Juliano, Turgot, Sebastián, Saint-Just, Juliano, Basilio… diez o doce, ya te digo. Parece ser que la escribieron con prisa.
—Y tú no estás en ella.
—No.
—¿Y Joaquín?
—Tampoco.
—¿Y qué piensan los demás, los que no están en la lista?
—Creen que es una trampa del Gobierno.
—No entiendo.
—Piensan que si el Gobierno ha hecho circular esa lista es para que, los que no están en ella, se confíen y salgan de su escondite. Pero también corre otra versión.
—¿Cuál?
—Que lo de la lista es sólo una pantalla, porque el Gobierno sólo quería detener a uno de nosotros.
—¿A uno sólo? ¿Y quién es?
El sacerdote dudaba.
—¿Quién, Sarastro, por todos los demonios?
—Tú.
Néstor le dirigió una expresión atónita.
—¿Qué dices?
—El plan era detenernos a todos. Nos habrían encarcelado, nos habrían dado unos cuantos azotes y luego nos habrían ido soltando. No nos consideran gente peligrosa. A ti, en cambio, te habrían enviado al exilio. Ese era el arreglo.
—¿El arreglo? ¿Qué arreglo?
—Un rumor que corre desde ayer.
—En la curia.
—Sí, claro, en la curia.
—Tú sabes algo que no quieres decirme. ¿A quién se le ocurrió ese arreglo?
—Tranquilízate, es sólo un rumor. Pero si Sebastián estuviese aquí, te diría que fui yo, un clérigo con dos caras, quien delató a la hermandad.
—También pudo haber sido él. ¿No te parece raro que haya querido marcharse tan pronto y que lo de la manifestación contra el Gobierno tuviese como fin no estar ya en el salón cuando llegaran los soldados? ¿Y por qué no Saint-Just También se quería marchar, ¿no es así?
—También. Pero ése es sólo un exaltado. ¿Viste a Mauricio o a Hernán? No llegaron esa noche. Pudo haber sido también cualquier cliente del mesón que el Gobierno había puesto allí para espiarnos. Y quién quita que haya sido Eneas, el pendolista, que tampoco estaba. Es doloroso pensar en Basilio, en Hiram, en Arcadio, en Sebastián, en Juliano. Pero todo es posible. Incluso pudo haber sido un familiar de cualquiera de nosotros.
Se habían sentado junto a la ventana donde la brisa hinchaba suavemente la cortina e impedía en ocasiones que ambos se vieran la cara.
Néstor apartó la tela de un manotazo.
—¿Qué me quieres decir con eso de algún familiar?
El sacerdote tragó saliva.
—Qué difícil es todo esto —murmuró.
—Estoy esperando, Sarastro.
—De acuerdo, te diré lo que sé. Alguien que conocía tus pasos, te denunció. Nos denunció, pues. Ese es el rumor que corre desde la mañana en el arzobispado. Según parece, un jesuita estuvo ayer por la mañana en el palacio de Gobierno y habló con el coronel Leocadio Ortiz, jefe de los servicios secretos de Cerna.
—¿Y tú piensas que ese jesuita es mi hermano Rafa?
—No he dicho eso, Néstor. No lo sé, por Dios vivo que no lo sé. Pero el rumor se ha extendido y los jesuitas no lo desmienten.
—Lo desmentirán.
—Me sabe mal llevarte la contraria, pero si conozco bien a la Compañía, no lo harán. Ni por tu hermano ni por nadie.
—¿Cómo saben que era mi hermano Rafa el que entró esa mañana en palacio?
—Lo ignoro. Sólo repito lo que dicen en la curia.
—Tuvo que ser otro. Mi hermano no es capaz de hacer una cosa así.
—No los conoces. Aunque Rafa no haya tenido nada que ver en la denuncia, no saldrán a aclarar el asunto. Les interesa que se sospeche que han sido ellos quienes descubrieron ese foco de conspiración. La gente dirá en la calle que aquí no se puede hacer nada sin que lo sepan los jesuitas y que nadie que pretenda ir contra el Gobierno o contra ellos saldrá indemne, si lo hace. Ni siquiera el hermano de un jesuita. Eso es lo que quieren que se sepa y, si el rumor es o no verdad, eso no importa. Tu hermano va a tener que callarse.
Néstor escudriñaba las pupilas de Sarastro, buscando algún destello revelador de que el clérigo mentía.
—¿Y tú, hermano Sarastro? —le dijo con sorna—. ¿Cómo es que andas por la calle, así, como si nada hubiese ocurrido?
—¿Sospechas acaso de mí?
Néstor no respondió. Sólo se limitó a mantener, con dureza, la mirada de su amigo.
—Nadie está seguro estos días —dijo Sarastro—. Ni siquiera yo. Pero la sotana me protege. Dudo que el Gobierno se atreviera a detener a un cura. Así que, mientras pueda, seguiré ayudando a los que están escondidos y a los que quieran huir del país.
—Y para eso has venido.
—Mi consejo es que te vayas cuanto antes. Las cosas no han podido ir peor. La manifestación frente al teatro fue un fracaso. Llegaron unos pocos y los dispersaron con facilidad. También sabemos que la invasión de Cruz no va por ahora a ninguna parte. Se tuvo que regresar a México, perseguido por el corregidor de San Marcos. No hay nada qué hacer aquí. No por ahora.
—¿Y quién te ha dicho que yo quiero irme?
—Han cateado esta casa, tienen vigilada la tuya.
¿Adonde crees que puedes ir? Estás en la misma situación que los otros de la lista. Estáis marcados. Debéis iros. No podéis volver a la vida normal, no tenéis ningún futuro aquí. ¿Qué otra salida os queda, sino el exilio?
El sacerdote depositó sobre la pequeña mesa que separaba a ambos un cinturón de cuero, aparentemente más pesado de lo normal, y que emitió un inconfundible sonido de monedas en su interior.
—No es mucho, pero te ayudará a sobrevivir fuera del país mientras vemos qué se hace.
Néstor se desentendió del cincho.
—¿Cómo supiste que estaba aquí? —preguntó a cara de perro.
—Veo que no consigo convencerte.
—No me llevo bien con mi hermano Rafa, y mi madre no me deja en paz, pero ninguno de los dos sería capaz de denunciarme. Ahora contesta, ¿cómo lo supiste?
El clérigo suspiró.
—El Gobierno ha detenido a un grupo de liberales bajo sospecha de contubernio con Cruz: Gabriel Valenzuela, Pedro Gómez, Ildefonso Alfaro, Eligió Solano, Rafael Almorza y otros. Los tienen en los calabozos del castillo de San José.
—No es eso lo que quiero saber.
—Los liberales han cerrado filas y, con ellos, familias afectadas por la dictadura de Cerna, pequeños comerciantes a quienes el monopolio del Consulado de Comercio no deja respirar, abogados, médicos, grupos insumisos, clubes de señoras. Doña Emilia ha sido de las personas que más se ha movido. De todos ellos ha salido la plata para sacarte a ti y a otros del país. Yo sólo soy un mensajero, por ser el que menos sospechas puede infundir. Me llamaron y aquí estoy.
Néstor se llevó una mano a la frente. Se sentía como una marioneta doblada sobre sí misma, con los hilos rotos y las articulaciones yertas. Que su hermano y su madre le hubieran denunciado para «salvarle» era algo que no podía digerir. Se sentía devaluado y a la vez herido por el hecho de que quisieran manejar su vida como si fuese un títere. Pero las hirientes palabras de su madre el día antes y las frecuentes recriminaciones de su hermano, le hacían pensar que quizás el rumor fuese verdad.
Así y todo, no podía creer que aquel revuelo hubiese sido organizado sólo para detenerlo a él.
—El motivo tiene que ser otro.
—No seas necio, Néstor. Tal vez sólo nos querían dar un susto, pero, mientras, los de la lista sois las personas más buscadas en la ciudad. Mañana lo seréis en todo el país. Aprovecha la ocasión ahora que puedes. Las amigas de doña Emilia ultiman los detalles para que escapes mañana temprano.
Néstor inclinó la cabeza. Parecía aceptar lo irremediable.
—La cuadra está vigilada —dijo—. ¿Cómo voy a salir de aquí, sin comprometer a doña Emilia?
—Tenemos un plan. Confía en nosotros.
Se levantaron de las sillas y se dirigieron al zaguán.
—¿Quién vendrá mañana a sacarme de aquí? —preguntó Néstor.
—Ni siquiera yo lo sé, pero no temas. Será alguien de fiar.
Néstor endureció la expresión.
—Voy a hacer lo que me dices, pero esto no va a quedar así. Un día averiguaré quién o quiénes fueron los culpables de este enredo. Y te juro que no les saldrá barato. Sean quienes sean.
Tomó aire y repitió:
—Sean quienes sean.
Recostado en la esquina de la calle del Sagrario con la de Santa Teresa, la rodilla derecha flexionada, el talón sobre la pared y ambas manos apoyadas en la carabina, el soldado Bernardo Castillo echó un vistazo rutinario a la otra esquina donde, acuclillado al pie de un pequeño farol, su colega Trinidad Zetina se calentaba las manos en la candela. El desigual empedrado de la calle brillaba con la humedad de la madrugada. No tardaría en amanecer, pero en el reloj de la catedral aún no habían dado las seis, cuando llegaba el relevo. Y a esa hora fronteriza del alba, la noche se hacía interminable y las sombras, más siniestras.
Bernardo se palpó los bolsillos de los pantalones, luego los de la casaca y, por último, suspiró con desaliento. No le quedaba un solo cigarro. Inició entonces una marcha desmadejada y perezosa hacia donde estaba su colega. A mitad de camino, empero, divisó una especie de halo opalescente que se movía de modo imperceptible más allá de donde se acuclillaba su compañero de guardia.
Bernardo prensó la lengua contra el labio superior y pegó un silbido. Trinidad se puso en pie de un salto. Un carruaje, o más bien una sombra que parecía un carruaje, se acercaba a paso lento hacia su esquina.
Echó mano del fusil, prendió la mecha y, cuando la sombra llegó a la esquina, gritó un crispado ¡quién vive! El mozo que venía en el pescante, detuvo los caballos del vehículo, un landó negro, de cortinas granate y molduras amarillas.
A paso prudente, Bernardo se acercó a la portezuela, en tanto Trinidad, quien también había prendido la mecha del fusil, le cubría las espaldas, y apuntaba alternativamente a la portezuela y al cochero.
La cortinilla del vehículo se corrió y ante la mirada atenta de los dos soldados apareció el rostro de un aristócrata, todo vestido de negro y tocado con una chistera.
—Buenas noches, señor —dijo Bernardo.
—Buenas noches —respondió con sequedad el caballero.
—¿Adonde se dirige a estas horas?
—A esa casa.
—Qué casa.
—La de doña Emilia Valdés.
Trinidad se aproximó a Bernardo y le preguntó en un susurro:
—¿Quién dice que es?
—Un catrín —respondió el otro.
Trinidad no alcanzaba a ver las facciones del personaje semioculto en las sombras del landó, pero sí, parecía un catrín, un doctor o un licenciado o un ricacho bien vestido que tal vez volvía de una visita galante o alguna mesa de juego.
—Dejálo que pase —musitó Trinidad.
Pero Bernardo no parecía tan impresionado como su colega y, en tono descortés, le espetó al caballero:
—¿Y a qué viene usted a esa casa?
—¡Y a ti qué carajos te importa!
El caballero había asomado la cabeza fuera de la ventanilla y movía ostensiblemente las fosas nasales.
—Hueles a trago, soldado —dijo en tono acusador.
Bernardo dio un paso atrás y apuntó con el fusil al caballero, pero éste no pareció inmutarse.
—¡Tu jefe te va a decir quién soy yo y qué es lo que hago por las noches! ¿Cómo te llamas, pendejo? ¡No sabes la que te espera en cuanto don Manuel Echeverría se entere de que un gendarme apestando a trago me intentaba detener!
Al escuchar el nombre del ministro del Interior, Trinidad Zetina dispuso terciar.
—Disculpe, señor, no se ofenda. Pero tenemos órdenes de revisar a todos los que pasan por esta calle.
Después, metiendo casi la boca en la oreja de Bernardo, susurró:
—Dejálo pasar, vos, no seas muía. Lo primero en este oficio es aprender a quién detener y a quién no.
—Y vos lo sabés muy bien.
—Claro que sí.
A Bernardo le costó dar su brazo a torcer, pero al cabo, hizo una seña al mozo del pescante y los caballos echaron a andar en dirección a la casa de doña Emilia Valdés.
El vehículo se detuvo frente a la puerta y el caballero se apeó de un salto. Su chaqué a media pierna, la blanquísima camisa, el lazo de raso color azul Francia en torno al cuello, los zapatos abotinados y la capa a la rodilla no dejaban lugar a dudas: debía ser un señor importante.
Antes de llamar a la puerta, el caballero se volvió a los soldados. Se quitó los guantes con pausados movimientos, como si no tuviera prisa ni temor, se recompuso la capa con aire de desafío y, empuñando el aldabón, golpeó tres veces la puerta.
«La última hora que pasé con Néstor aquella madrugada de marzo de 1869 tomamos, como ahora tú y yo, chocolate a la luz de las candelas, pero yo apenas pude probarlo. Serían poco más de las cinco de la mañana y los tres, la tía, Néstor y yo, tomamos el desayuno sin mirarnos. La aurora estaba cercana y yo, perjurando de ella, imploraba a los cielos que el sol se detuviera unas horas, como había permitido que lo hiciese en Gabaón.
»Toda despedida suele ser una ceremonia triste que culmina en el adiós, pero que se anticipa en silencio. Y yo lo hacía, a la callada, de alguien a quien deseaba decir que le esperaría siempre, que no importando el tiempo que estuviéramos separados le tendría en mi corazón y en mi memoria, que siempre le sería fiel… perdón, Elena, estoy tan sensible… que me dejara saber dónde estaba y que me escribiera todos los días. Pero él tampoco decía palabra. De sus risas del día antes no quedaba rastro. Algo había ocurrido entre el padre Sanabria y él que no quería decir, pero que le había dejado mudo.
»No habíamos terminado el chocolate cuando apareció por casa Joaquín. Siempre fue un hombre muy guapo y de buena presencia. Tenía aspecto de dandi y era de esos hombres que impresionan a primera vista a una mujer. Llegó con levita de dos picos, botines, capa, chistera y unos zapatos cuyos tacones resonaban en el piso como aldabas. Era la primera vez que le veía, mas, por el abrazo que Néstor le dio, supuse que debían de ser muy amigos.
»En cuanto me vio, se vino a mí y me besó la mano. Lo mismo hizo con la tía. Después, sin pronunciar palabra, se fueron ambos a la biblioteca.
»La noche es el día de los insomnes y de los amantes, pero también de las sorpresas, pues, cuando Néstor y Joaquín volvieron diez minutos más tarde no podía distinguir de lejos quién era quién. Se habían cambiado la ropa, y Néstor parecía Joaquín, y Joaquín, Néstor.
»Lo que hace un disfraz. Un tipo bajito se pone un calzón blanco a la rodilla, botas altas, chaqué negro y un bicornio, se mete la mano entre el chaleco y el vientre, y todos dicen: ahí va Napoleón. La imaginación es así, pone parecidos donde no los hay. Pues eso me sucedió cuando vi a Néstor con las ropas de Joaquín. Supe entonces que un amigo había arriesgado su vida por otro amigo y a mí me pareció el gesto más hermoso del mundo.
»Pero no hubo tiempo para mucho más. Néstor se despidió de Joaquín, después hizo lo propio con la tía y, cuando le tocó decirme adiós, se me quedó mirando con la boca apretada y expresión entre resignada y dolida.
«Estábamos en el zaguán y sentí entonces algo así como un tirón, como un impromptu. Yo tenía un pañuelo rojo de seda que llevaba bordada en blanco la palabra liberté. Era una reliquia que la tía guardaba en casa desde los días de la Independencia y que me había regalado cuando cumplí quince años. Corrí a mi habitación, saqué el pañuelo de la gaveta, le esparcí unas gotas de perfume y volví de nuevo al zaguán.
»Me faltaban el aliento y las palabras, así que le di a Néstor el pañuelo en silencio… pero no creo haber sostenido su mirada ni un segundo. Me sentía trastornada por la privación emocional que sufriría si no volvía nunca a verle. Y sin poderme contener, me arrojé en sus brazos. Mi cuerpo temblaba como una hoja y, cuando sentí que él me devolvía el abrazo, exhalé un gemido. Era la primera vez que un hombre me ceñía y todos mis sentidos parecieron conjurarse para magnificar tan turbadora experiencia. La sensación de sus pectorales sobre mí pecho y el sube y baja de su respiración me llevaron a un inesperado estupor del que no deseaba escapar. Mis lágrimas, estoy segura, publicaban lo que mi lengua no podía decir y hubiera estado abrazada a él por el resto de mis días.
»En eso sentí sus labios. Primero sobre mi mejilla, después posados en los míos. Fue como dejarme venir desde lo alto de un columpio. Sentí un vacío en el estómago y una voluptuosidad insospechada. El calor acudió a mi rostro y me sentí, de pronto, poseída de una dulzura inefable.
»Néstor deslizó entonces su boca en mi oído, murmuró un te quiero casi inaudible y se separó rápidamente de mí. Después se fue hacia la puerta, la abrió y se perdió en la oscuridad como lo habría hecho un fantasma».
Cuando el portón de la casa de doña Emilia Valdés se volvió a abrir, Trinidad se puso en guardia y Bernardo hizo otro tanto. Las instrucciones que habían recibido eran claras. Los liberales que apoyaban a Cruz andaban escondidos en casas y legaciones diplomáticas, huían por los tejados o se saltaban de una vivienda a la otra para evadir al cerco que les había tendido el Gobierno. De modo que, si un vigilante veía salir de una casa a alguien que no hubiese visto antes entrar, debía ser detenido y llevado sin más averiguaciones a la Comandancia de Armas.
Bernardo extrajo la bayoneta de la funda y la caló en el fusil con un golpe seco. Trinidad hizo otro tanto y, avisándose con una seña, dieron algunos pasos en dirección al landó detenido a la puerta de la casa de doña Emilia Valdés.
En el umbral estaba otra vez el caballero del lazo de raso y chistera. Y allí permaneció unos momentos, ajustándose la capa y poniéndose los guantes.
El señorón miraba a los soldados con el mismo desprecio que les había mostrado antes de entrar en la casa y, por su pose arrogante, parecía estar a punto de darles una orden o echarles otro rapapolvo. Pero sólo embozó el rostro con la capa y se subió al carruaje.
Trinidad abrió los brazos, como si preguntara algo a Bernardo, y éste le devolvió un gesto de aquiescencia. El soldado dio paso franco al landó, el cual dobló la esquina de la calle del Sagrario y, enfilando San Sebastián arriba, se dirigió a la parte alta de la ciudad.
Los zanates habían comenzado a graznar y del lado de La Parroquia chirriaba la piedra de un afilador.
En algún momento de su infancia, Néstor Espinosa había soñado que podía desafiar las leyes naturales y elevarse a los cielos con un simple batir de brazos, zambullirse en las nubes y emerger súbitamente de ellas, sintiendo el viento húmedo en el rostro y, en el corazón, el placer de moverse a voluntad por el espacio, sin asimientos ni ataduras a la tierra.
Pero esto era diferente. Sentado en el piso de un enorme canasto, con las rodillas pegadas al esternón y los brazos apretados en torno a ellas, se imaginaba a Gulliver en el país de los gigantes. El viento respiraba a rachas por encima de su cabeza, acompasado por el soplo de los quemadores de alcohol y los frecuentes crujidos del mimbre, la madera y el ratán. Y cada vez que el armatoste chirriaba, los otros dos compañeros de viaje que se acuclillaban junto a él, resoplaban y gemían.
No, la experiencia no era la misma de los sueños. Aquella huida le recordaba el día en que su padre le sacó sin aviso de casa y le puso en un barco, camino de Liverpool.
Y ahora volvía a ocurrir: otra vez arrancado del surco, otra vez sacado de su casa y de su patria en contra de su voluntad. Por encima de sus defectos y sus carencias, amaba aquella ciudad que retrocedía, allá abajo, y se iba alejando de él. Y era el hecho de abandonarla de nuevo lo que atenazaba su vientre y no el miedo primario a caer o a la creciente altura que iba tomando el globo, lo que sólo era un suponer. Imaginaba que el artefacto se elevaba por los crujidos y la ligera inclinación que la barquilla había adquirido al zarpar. Fuera de eso, no habría podido decir que flotaba y, menos aún, que estaba ya a más de mil pies de altura sobre el Valle de la Ermita.
Tampoco sus compañeros de viaje parecían entusiasmados por la experiencia. Huían de la ciudad como delincuentes, luego de abordar a escondidas aquel extraño artificio que les esperaba en el potrero de Jáuregui, al oeste de la ciudad. Sólo el piloto, un mexicano que se había presentado a ellos como Bonifacio Esnaola y quien, vestido de camisa y pantalón blancos, unas gafas-antifaz que le daban aspecto de mapache y unas botas de cuero crudo recién engrasadas, permanecía de pie, canturreando, mientras echaba rápidas ojeadas a la brújula y se afanaba en las válvulas.
—Señores —anunció a los pasajeros, oreando su imponente dentadura—, ya pueden asomarse. Nadie les identificará desde aquí. No se pierdan el espectáculo.
El primero en hacerlo fue uno de los jóvenes a la derecha de Néstor. El otro se levantó también, pero no soportó la visión y volvió a sentarse en el piso, presa de un ataque de vértigo.
Néstor no se movió. Una racha de viento le arrojó la chistera al piso y no hizo el menor esfuerzo por recogerla. Miró sus manos enguantadas, su chaqué, su lazo de raso y se sintió ridículo. Ovillado sobre sí mismo, como el gusano de seda que teje a su alrededor el capullo que será su cárcel y su féretro, escuchaba el desgarrador «¿qué delito cometí?», de Segismundo, cuando trataba de explicarse el porqué de una situación tan injusta como la suya. ¿Qué mal había hecho él para que le expulsaran de su país y le apartaran de la mujer que amaba?
—Estamos a dos mil pies de altura. ¿No es maravilloso, señores? —exclamaba Esnaola—. ¡Qué luz, qué aire, qué cielo!
Néstor se puso de pie. Un silencio sideral envolvía el globo. Abajo, en tierra, el oleaje de la fronda se amansaba en las escarpadas laderas de los barrancos y, más allá del Llano de la Virgen, los volcanes se erguían con mayestática dignidad. Alquerías y pequeñas fincas se esparcían a ambos lados del camino que conducía a El Salvador y en torno a las aldeas de Ciudad Vieja y la Villa de Guadalupe. En lontananza, hacia el Sur, la laguna de Amatitlán parecía un acerado destello.
Sí, era un día maravilloso. Las aves volaban a la altura del globo y el alba tenía el color que cantaba la Odisea, pero Néstor se sentía disperso y roto, ajeno a la belleza, la luz y el encaje vegetal de las hondonadas. No era aquélla la experiencia de la huida, que a menudo significa un vuelo hacia la libertad, sino lo más parecido a morir, pues la muerte nos aleja irremisiblemente de todo aquello que amamos.