7. Fuera del agua

Cuando Néstor Espinosa despertó al día siguiente, lo primero que escucharon sus oídos fueron los compases de una mazurca al piano. Pero la razón tardaba en volver a su lugar y, prisionero de una confusa duermevela, intentó descubrir algún vínculo entre la ingravidez de las pesadillas que había vivido esa noche y la gravedad de la situación que, poco a poco, iba tomando forma en su conciencia.

Recordaba una biblioteca atestada de mariposas adheridas a los lomos de los libros, unos insectos descomunales de alas negras que parpadeaban al unísono y se esforzaban en tirar de los volúmenes hacia fuera y hacia arriba. La oscura reverberación esparcía un viento tan fuerte que por momentos tuvo la impresión de que anaqueles, libros y aposento iniciarían un milagrosa asunción, impulsada por la turbulencia. Soñó después con Arcadio, saltando y parloteando en torno a él y recitando con afectación el canto de la Odisea que rezaba «apenas la Aurora de rosados dedos acariciaba las cimas de los montes», y que interrumpía a cada poco para mascullar: «no, no, no es así, aquí las auroras no son de color de rosa, sino malva, bueno, sí, son rosadas, pero abundan más las malva, no, tampoco, no son malva, son malvadas, así que el verso de la Odisea está mal, debería decir apenas los dedos malva de la Aurora…, no, no, tampoco… ya sé, ya sé, apenas la Aurora de malvados dedos, ¡eso es!, qué bonito me quedó».

A Arcadio le seguía una quimera, un ave de plumas negras y ojos teñidos en sangre que, observado de más cerca, resultó ser el león alado de San Marcos, protector de escribanos, abogados y notarios, y del que don Ernesto Solís tenía una pequeña talla en el bufete. Por último, soñó que escuchaba un recital de piano en la iglesia de Saint-Martin in the Fields, al lado de mister Ross, un concierto de una sola pieza, una mazurca que no podía identificar y que el pianista interrumpía una y otra vez, pues al llegar a determinada ligadura se equivocaba y, en lugar de proseguir, volvía de nuevo al principio para martirio de mister Ross, quien, no obstante su flema británica, no hacía más que despotricar contra los organizadores del recital.

Se levantó del catre de tablas y con torpes movimientos se dirigió a la única ventana de la estancia donde había pasado la noche, una extensa biblioteca de libros muy apretados unos a otros y en la que los más nuevos yacían acostados sobre los hombros de los más antiguos. Tenía las manos vendadas y una gasa alrededor del cuello. Descorrió la cortina de algodón, abrió la contraventana y miró a través de la verja. El sol no había horadado aún la niebla matutina. Del interior de la casa le llegaban los castañeteos de los zanates, y del exterior, una campana lejana y el histérico gañido de un pavo.

Hacía memoria con lentitud, pero recordaba claramente la reunión de Las Acacias, la huida a través del potrero, los disturbios frente al teatro. ¿Qué habría sido de don Jaime, de Joaquín, de Saint-Just, de Basilio y los demás?

Vio su ropa en una silla. Se vistió y, con un repentino pudor, se preguntó quién le habría desnudado la noche antes.

Su mirada se detuvo en un viejo daguerrotipo enmarcado en un óvalo. Era de una pareja de recién casados, serios y distantes. El tenía un aire de serena gravedad, camisa de cuello alto y corbata de doble vuelta, y ella era el vivo retrato de Clara Valdés.

Se acercó, muy sorprendido, y fijó la mirada en aquel bellísimo rostro con la osadía de que no era capaz cuando lo tenía frente a él. Adoraba aquellos ojos oscuros, aquella nariz pequeña, aquella fragilidad física de Clara que la hacía tan adorable y aquella curva coqueta en las comisuras de los labios que siempre le habían parecido una invitación a algo más que al insulso intercambio de palabras que solían mantener en el bufete.

—Nos parecemos, ¿verdad?

Se volvió, sorprendido. Doña Emilia Valdés sonreía desde la puerta.

—Aún sigue siendo muy bella, doña Emilia —dijo algo atolondrado—, pero debo confesar que en su juventud era deslumbrante.

—¡Uy qué pícarooo!—respondió doña Emilia, entrecerrando los ojos.

—Lo digo como lo siento.

—¿Y cómo se siente hoy, licenciado?

—Bastante mejor. No sé cómo agradecerle…

Se interrumpió al reparar que, detrás de doña Emilia, con expresión distendida, estaba Clara Valdés.

—Buenos días, Clarita —dijo—. No tengo palabras para excusarme por lo de ayer.

Clara dio unos pasos hacia él.

—Estamos en paz, licenciado. Yo caí en sus brazos por la mañana y usted en los míos por la noche.

Los tres se echaron a reír. La familiaridad con que Clara le hablaba era un cambio inesperado, un quiebro en la etiqueta que ambos habían guardado hasta entonces.

—¿Era usted quien tocaba el piano esta mañana?

—Intento aprender —dijo ella.

—Me gustó cómo interpretaba esa mazurca de Chopin.

Clara se volvió a su tía enarcando las cejas.

—Tenemos un entendido en casa —dijo.

—La escuché una sola vez. En un concierto.

—¿Y cómo lo hago? —preguntó ella con coquetería.

—Yo la recuerdo en un tempo más rápido, pero me agrada más el que utiliza usted.

—¡Mentiroso! —dijo ella, sin dejar de reír.

«¿Cómo le dices a un hombre que le quieres o le gustas, sin dar signos de rendición? Sí, ya sé, no me lo digas, Elena. Hay todo un juego de insinuaciones, de gestos y de palabras para transmitirle lo que sientes, pero, ¿y si él es tímido o misógino o no quiere revelar sus emociones o no sabe cómo expresarse? ¿Cómo haces para atraerlo, a una edad en que todavía no dominas la palabra ni tienes aún la malicia que más tarde te dan los años?

>Yo esperaba que la alegre plática de la mañana anterior y el incidente del toro hubiesen cambiado las cosas, pues, aunque desmayada, había estado en brazos de Néstor. Lo que es más, tenía por seguro que, cada vez que me viera, pensaría en el incidente, y que el prurito de una complicidad compartida bastaría para provocar la cercanía que despiertan los deseos y pone en contacto las almas. Pero el muy íntegro, el muy caballero, el muy honorable practicante del amor cortés, se echó al día siguiente atrás.

»Para empezar, su vida se había torcido, sin que yo, torpe de mí, lo entendiese. Había perdido a su mejor amigo, la hermandad se había disuelto y no podía volver a su casa. Tampoco salir de la mía. Cerna había proclamado el estado de sitio y nuestra cuadra estaba vigilada las veinticuatro horas. En las cinco entradas de la ciudad habían doblado la guardia y, lo mismo que sucede esta noche (Dios, cómo se repite en nuestro país la historia), patrullas de soldados rondaban las calles, y piquetes de gendarmes registraban las casas sin orden judicial.

»La tía comprendió el error que había cometido al llevar a Néstor a casa. Si el Gobierno averiguaba que estaba allí, tanto ella como sus amigas acabarían en la cárcel. Pero deja eso. ¿Cuánto tiempo podíamos ocultar a Néstor, si el estado de sitio se prolongaba? ¿Una semana, un mes, seis meses?

»Dos amigas del club de las Damas del Amor Hermoso, con quienes la tía se había reunido esa mañana en Los árboles útiles, un vivero donde solía comprar macetas y plantas, la habían hecho recapacitar. Debía soltar cuanto antes aquella papa caliente. Y eso fue lo que le dijo a Néstor esa mañana en la biblioteca.

»Lo encontramos mirando una vieja foto de la tía con su esposo. La tía hizo una broma del parecido de ella conmigo cuando era joven y luego, sin más preámbulos, le puso en autos de la situación.

»—Sabrá, licenciado, que el Gobierno ha iniciado una intensa operación de búsqueda y captura por toda la ciudad.

»—Lo imagino, señora. Y lamento ser la causa de tanto inconveniente.

»—Todos corremos un grave peligro. Le ruego, por tanto, la mayor discreción mientras permanezca en esta casa y vemos cómo se resuelve su problema.

»—Eso no será necesario. Me iré hoy mismo, en cuanto se haga de noche. Conozco algunas veredas del Incienso. Por ahí podré escapar.

»—Ni lo piense. El daño que nos causaría si le ven salir de aquí y le detienen sería terrible.

»—Huiré por los tejados. No me verán.

»—Olvídelo. La cuadra está vigilada. Tenemos una idea mejor, pero aún debemos reunir plata y atar algunos cabos. Tenga paciencia, todo se andará. Pero, por lo que más quiera, no se mueva de aquí. Volveré más tarde. Espero traerle buenas noticias.

»Nos quedamos los dos solos. No sabíamos qué hacer ni de qué hablar y Néstor me pidió que tocara el piano. Le noté triste. Y al reparar que disfrutaba más mirándome que escuchando, le invité a sentarnos en el corredor. Estaba deseosa por retomar el espíritu del día anterior en el despacho de don Ernesto.

»Sé muy bien, Elenita, que una mujer no debe apresurar a un hombre. Pero en una situación como aquélla, y ante el temor de no volver a verle en mucho tiempo, dispuse insinuarle lo que sentía. El problema es que no sabía cómo hacerlo, así que, en vez de empezar por donde debía, es decir, hablando claro y pelado, recurrí al circunloquio.

»—¿Tiene usted novia? —le dije.

»—No, Clarita. No tengo novia.

»—Pero habrá tenido alguna —insistí, casi sin aire en el pecho.

»—Sí, alguna.

»—¿Novia o amante?

»—¿Cuál es la diferencia?

»—Usted me dirá. Yo no he tenido amantes ni novias.

»—Bueno, sí, alguna he tenido.

»—¿Novia o amante?

»Estábamos sentados en sendos sillones de mimbre y yo estaba sofocada. Néstor, en cambio, se veía muy pálido y estaba muy serio.

»—Digamos que una amiga —respondió sin mirarme.

»—¿De aquí?

»—No. Era de Gales.

»—¿Y la amaba?

»Néstor no respondió.

»—¿La echa de menos?

»Me miró con dulzura y dijo:

»—Clarita, es usted muy curiosa.

»—Me gustan las historias de amor.

»—Dijo que deseaba saber la diferencia entre una novia y una amante.

»—Bueno, eso también.

»Sonrió, como si se encontrara en medio de un entredicho y no supiera cómo salir de él.

»—Son sólo palabras —dijo al fin— y, como palabras que son, pueden significar cosas distintas.

»—¡Ah, no! —protesté—. No se me vaya por ahí.

»Tardó en responder. No era el mismo de la mañana anterior, pero yo no me había dado cuenta. Mi torpeza y mis prisas me impedían ver que lo más importante para Néstor no era la conversación ni el asunto que yo había iniciado, sino la situación en que él se hallaba. Además de un amigo y un empleo había sido despojado de lo que tal vez más quería: su libertad interior. Estaba encadenado a la voluntad y al albedrío de otros y nuestra casa debía de parecerle una celda.

»—La novia, creo yo, es la amada, el ideal, el sueño. La amante es la mujer poseída y a la que no necesariamente se ama. No como yo pienso que debe amarse. Pero son sólo palabras. Depende del sentido que les encuentre cada quién.

»Se había levantado del sillón de mimbre y contemplaba, pensativo, las flores del patio. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró.

»—¿Se siente bien? —le dije.

Néstor me miró con la expresión que usaba para interpretar a Segismundo, la que me había desarmado semanas atrás en el teatro, y dijo con una sonrisa:

»—Me siento como un salmón.

»Era de nuevo, o eso me pareció, el Néstor de otras ocasiones, el que con un gesto o una palabra quitaba hierro a la seriedad de una situación embarazosa.

»Pero esta vez no bromeaba.

»—Tuve un maestro en Londres, un hombre por el que aún siento gran cariño. Se llamaba Chester Ross. Me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue la dramática aventura de los salmones, en un viaje que hicimos a Escocia. ¿Ha leído u oído hablar de eso alguna vez?

»—No.

»—A los salmones, su memoria les permite recordar el olor de las aguas que habitaron cuando eran sólo alevines. Y su instinto de reproducción los arrastra contra la corriente, río arriba, en un esfuerzo agotador. Muchos mueren en el camino, devorados por las alimañas. Otros no pueden remontar el río. Y algunos dan un mal salto y se salen del cauce. Caen en alguna piedra o en la orilla y mueren allí, sin haber logrado su propósito.

»Si quieres que te sea sincera, yo no sabía de qué me estaba hablando. Sólo sé decirte que escuchaba su voz más que sus palabras y que, a medida que iba traduciendo lo que me quería decir, comencé a sentir un profundo remordimiento por lo imprudente que había sido.

»—Volver es siempre difícil, aunque las fragancias y los sabores del lugar donde uno nació sean los mismos. Pero la resistencia de la corriente es a menudo insalvable. El río te escupe fuera del cauce y te deja boqueando en la orilla. Así me siento hoy, Clarita, como un salmón fuera del agua. Ayer tan sólo, mi vida era un universo ordenado. No el mejor, pero sí ordenado. Y hoy ya ve, no sé hacia dónde ir.

»Me conmovió su franqueza y, sin embargo, no se veía vencido, acaso por su inclinación a esconderse tras una máscara o una broma. No hablaba con amargura, sino como la confirmación de algo que esperaba. Lo vi tan atractivo en ese momento que tuve ansias de acariciar su rostro y besarlo. Y sospecho que él lo adivinó, porque, cambiando súbitamente el tono de confesión que había impreso a sus palabras y echándose inopinadamente a reír me dijo:

»—Creo que necesito ir a ver al brujo de Las Vacas.

»—¿Quién es el brujo de Las Vacas? —le pregunté.

»—Un zahori que vive en ese barranco. Allí atiende a la gente y cura toda clase de males, pero su especialidad es asistir y consolar a los amantes sin esperanza.

»Y ahí se acabó el amor, quiero decir, la intimidad que habíamos logrado y que, evidentemente, él no quería mantener.

»A poco regresó la tía. Nos dijo que las damas del club seguían trabajando en un plan, pero que aún no habían podido cerrar cierto trato. Salí con ella a hacer unas compras y, llegada la noche, Néstor cenó con nosotras. Habló muy poco. Estaba muy preocupado y se retiró temprano a la biblioteca y al catre donde dormía».

Quiso leer a la luz de una candela, pero no le fue posible concentrarse. Sólo podía pensar en Clara, en su mirada vivaz, en el sugerente rictus de su boca, en su cuerpo joven apretado al suyo mientras la llevaba desmayada al sofá. Era tan vital, tan tentadora. En el patio, sobre todo, había tenido la impresión de que toda la energía del mundo se posaba en su rostro, en sus pequeños pechos, en su piel lozana y en sus pupilas oscuras y brillantes. Y por un momento presintió que deseaba ser besada, pero ahora se daba cuenta de que había hecho bien en contenerse. No era más que un fugitivo, un proscrito sin futuro, y no pasaría mucho tiempo sin que ambos se separaran, quién sabe si para siempre.

No podía conciliar el sueño, así que se levantó del catre con la intención de salir al patio y aspirar allí el frescor de la noche. Se sentía tan aturdido como la primera vez que se había embriagado y tan confuso como cuando vio, por primera vez también, una mujer desnuda.

Tenía la mano en el pomo de la puerta, cuando llegaron a sus oídos las notas de la mazurca de Chopin. Como la biblioteca estaba en el segundo patio, la música sonaba distante, pero, aún así, le pareció raro que Clara tocara a esas horas de la noche.

Con el oído pegado a la puerta, prestó más atención a la música. La mazurca sonaban en un tempo extremadamente acelerado. Adulterada con chirriantes notas falsas, la atropellada ejecución destruía la dulzura originaria de la pieza. ¿Habría ofendido a Clara en algo? Y si no era así, ¿cuál podía ser el motivo de una interpretación tan estridente?

Soltó la mano del pomo y retrocedió unos pasos. En su mente había surgido un barrunto. Quizá Clara le quería enviar un mensaje. Y esa inexplicable conjetura, con todo lo irracional que pudiera ser, le sugería que un peligro le acechaba tras la puerta. Volvía a sentirse otra vez como en el potrero de Rubio: con el precipicio enfrente y los perros a la espalda. La única diferencia era que ahora no había escape posible. La ventana de la biblioteca estaba protegida por una reja con barrotes de hierro y, aún logrando salir a la calle por el tercer patio, no podría evadir a los soldados que vigilaban la cuadra.

Convencido de que no tenía escape, Néstor Espinosa comenzó entonces a despojarse muy despacio del vendaje que envolvía sus manos y su cuello, sin dejar de escuchar, pensativo, aquel llamado de alerta que Clara le enviaba en clave por medio de una mazurca destemplada.

«Llegaron esa noche de improviso, invocando el nombre del ministro de Interior. Y el menso de Eulalio, nuestro cochero, pensando que era el propio ministro quien llamaba, les abrió el portón sin encomendarse a Dios ni al diablo.

»Serían como media docena e irrumpieron en tromba en el zaguán, dando gritos, unos con los chafarotes desenvainados y los demás apuntando aquí y allá con sus rifles de mecha.

»Un sargento los mandaba, un tipo con cara de Judas que apostó a cuatro de sus hombres en las esquinas del primer patio y les ordenó hacer fuego sobre lo primero que se moviese.

»Estábamos aún en el salón, pues Néstor se había retirado temprano, y cuando oí la algarabía que armaban los perejiles, sólo pensé en avisarle.

»Corrí al piano y, ante la mirada atónita de la tía, me puse a tocar la mazurca de Chopin y a aporrear con todas mis fuerzas el teclado del Bösendorfer hasta hacerlo aullar. Quería que Néstor me escuchara y que se percatara del tempo, de las notas falsas, de la desarmonía, en fin, con que sonaba la pieza.

»El sargento abrió la puerta de una patada. Y mira, Elena, cuando vi a aquel tipo horroroso se me cayó el alma a los pies. Y cuando tuve cerca a los gendarmes, creo que se me fue bajo tierra.

»Eran todos perejiles, ¿los recuerdas?, indios del cuerpo de gendarmes que el general Carrera había creado para vigilar el barrio de La Parroquia. Tenían unas greñas así de largas, se cubrían con sombreros de petate y sus uniformes eran de un verde cetrino, que por eso les llamaban perejiles. Debían de ser analfabetos, gente tallada a machetazos, te digo, primitiva y peligrosa, pero incapaz de mantener el orden público, como la prensa denunciaba de vez en cuando con toda la prudencia de que era capaz para que el señor presidente no se molestara.

«Catearon la cocina, la despensa y las habitaciones del primer patio y, cuando terminaron allí, se dirigieron al segundo, donde estaba la biblioteca.

»La tía y yo les seguimos, junto con Eulalio y las mucamas, pero, apenas habían terminado de registrar el establo, al sargento le pareció que la soga del pozo que había en el patio, de los años en que la propiedad tenía huerta, se movía. Y muy excitado, ordenó a sus hombres tomar posiciones y encañonar el brocal.

»Uno de los perejiles tiró rápidamente del lazo, pero sólo sacó la cubeta vacía.

»Sin darle tiempo a pensar, el sargento le ordenó tomar un farol y meter los pies en la cubeta, mientras dos de sus compañeros le descolgaban al fondo del pozo.

»Había un silencio mortal. Hasta los habituales murmullos de la noche se habían apagado. Sólo oíamos el chirrido de la garrucha que se dolía con el peso del perejil.

»La tía y yo estábamos aterradas. Temíamos que en cualquier momento se produjese un disparo o un grito en el interior del pozo. Pero lo inesperado no emergió del brocal, sino del árbol de pomarrosa que se erguía a pocos pasos. Algo o alguien agitó con fuerza sus ramas.

»El sargento se volteó y, sin pensarlo dos veces, abrió fuego con su revólver. Y ya nadie se preocupó del perejil que pendía de la garrucha, pues los dos que le sostenían, los otros que vigilaban, la tía, Eulalio y yo, no digamos el sargento, nos quedamos con la boca abierta, pendientes de lo que caía del árbol. Y como no caía nada, el sargento le zampó otra ronda de tiros.

»La segunda descarga dio sus frutos. O mejor dicho, su fruto, pues, golpeando las ramas y arrastrando una lluvia de hojas, cayó al suelo un tacuazín blanco que debía de pesar veinte libras.

»Del brocal venían entretanto gritos que parecían surgir de un sarcófago. El sargento se fue, ciego, a la boca del pozo y desde allí comenzó a increpar al perejil y a pasearse en su madre y a llamarle maricón. Y como la tía y yo también gritábamos por el susto y los disparos, aquello parecía el mismísimo Purgatorio.

»En medio del griterío, escuchamos de repente unos golpes muy recios. A la escasa luz de los dos faroles de mano que portaban los perejiles era difícil identificar los bultos, no digamos los rostros. Pero todas las miradas se voltearon hacia el lugar de donde venían los trancazos, que era la biblioteca, en el marco de cuya puerta se alzaba algo así como una aparición.

«Envuelto en una sábana blanca, con una palmatoria en la mano, había un anciano de barbas y cabellos grises. Bajo sus cejas, espesas e hirsutas, brillaban unos ojos inquietos que miraban hacia nosotros, como los del ciego que busca el origen de un ruido. Blandía un bastón de bambú que hacía restallar contra la puerta y, cuando finalmente logró que se hiciera el silencio, exclamó con voz de trueno:

»—¡Cuán gritos esos malditos, pero mal rayo me parta, si en acabando esta carta, no pagan caros sus gritos!».

«No encuentro las palabras apropiadas para explicar lo que sentí, tal vez porque, al igual que los demás, era víctima de esa sugestión que causa todo lo que viola las leyes naturales. En el teatro o la ópera, una sabe que está presenciando una farsa, pero en el acto de magia, y en verdad esa fue la impresión que me causó el espectro, la sorpresa es tal que la mente se paraliza y no puede razonar, quizá porque el engaño de que eres objeto te deleita o porque una siempre desea ser testigo de algún hecho maravilloso. Y desde la penumbra en que estábamos, eso era lo que veíamos, la milagrosa aparición de un anciano extremadamente pálido que con voz ronca, pero amenazadora y potente, se dirigía a nosotros pronunciando unos versos del Tenorio, a más de otras frases y palabras que pocos podían entender, y menos los pobres perejiles que observaban sobrecogidos la espantable visión de un profeta que acabara de salir de entre los muertos.

»—¿Quiénes sois, en nombre de Belcebú? ¿Qué ocurre aquí? ¿Quién llama? —decía el anciano, indignado—. ¡Ah, pobre patria mía! ¡No puede llamarse nuestra madre, sino nuestra tumba! Un lugar donde nadie sonríe, salvo el que ignora lo que ocurre, una tierra donde los lamentos, los gemidos y los gritos que desgarran los aires pasan inadvertidos y los dolores más agudos se tienen por emociones vulgares. La campana de difuntos toca a diario sin que nadie se pregunte por quién dobla y las vidas de los valientes expiran, antes que las flores de sus sombreros.

»Algún perejil echó mano al suyo, para comprobar si era cierto lo de las flores, pero el sargento se empezó a acercar muy despacito al fantasma, apuntándole con el revólver.

»El anciano no se arredró. Ni siquiera cuando tuvo el arma frente a las narices, movió un párpado. Por el contrario, alzando aún más la voz, le espetó al perejil un galimatías que le dejó sin habla.

»—A setenta años se remontan mis recuerdos, durante los cuales he presenciado horas terribles y sucesos extraños, pero esta noche tremenda reduce a la nada cuanto he conocido hasta hoy. ¡Escuchad! —dijo poniéndose un dedo en los labios—. Es el búho que chilla, fatídico centinela de las horas más siniestras. ¡El os aguarda por ahí, brujas miserables! ¡Que alguien toque la campana y dé la alarma! ¡Mi alma está llena de escorpiones! ¡La tierra tiene fiebre y tiembla! ¡Qué horror, qué horror!

»Pero el sargento no parecía estar muy afectado por las brujas, los búhos, los escorpiones y menos aún la diatriba que la aparición nos había endilgado.

»—¿Y usted quién es para insultar a la autoridad y darle órdenes? —le dijo a la aparición.

»El ciego hizo un breve silencio, tomó aire y sacando un vozarrón imponente gritó, mirando a las estrellas:

»—¡Yo soy el que soy!

»La tía Emilia apenas pudo contener la carcajada. Mejor dicho, no la contuvo. Todo cuanto pudo hacer fue transformarla en una escandalosa llantina que tuvo el don de confundir aún más al sargento y a los perejiles. Con los brazos en cruz, la tía se dirigió hacia el ciego ante la mirada atónita de aquella tropilla analfabeta y obtusa que, para remate, se veía obligada a interpretar a bocajarro una de las frases más oscuras de los evangelios.

»—¡Ay mi Chepe, mi pobre hermano! —lloraba la tía, quien, si bien nunca actuó en un escenario, era también una payasa bien hecha—. ¿Qué haces aquí a estas horas! ¡Ay pobrecito mío, qué tristeza! ¡Ay Diosito, qué desgracia!.

«Cuando te decía que, junto con don Ernesto, los tres se entendían a mis espaldas, digo poco, pero esa noche, Néstor y la tía dieron muestras de un ingenio que yo jamás hubiese imaginado. El sobre todo, pues conocía la magia de la impostura y el efecto de un buen disfraz. Llevaba la sábana al estilo de un senador romano, iba descalzo hasta las rodillas y se había puesto la peluca, las cadenas y los abalorios que usaba para La vida es sueño. Y parecía, en efecto, un demente. Sus ojos desorbitados, lanzaban destellos horribles a la mortecina luz de las candelas. No sé si te ha ocurrido alguna vez, pero un loco puede dar más miedo que un asesino o una alimaña. Sobre todo por la noche. La presencia de lo irracional aterra. Y eso fue lo que, en última instancia, debió de paralizar a los perejiles.

»—Perdone usted, señor sargento —decía la tía con expresión doliente—. Perdone las insolencias de mi pobre Chepe. Nos tiene aburridas con esa su cantinela. Está el pobrecito tan mal… Demenció hace cosa de un año y no puedo hacer carrera de él. Se me sale de la habitación y de la casa. Y tengo pena de que el día menos pensado se me pierda por ahí. Vuelve a la cama, hermanito, que estos señores no te harán daño, ¿verdad, señor, que no le van a hacer daño?

»El sargento bajó el revólver, no sé si por miedo o por prudencia. No se puede matar a una aparición y ése fue, me parece, su temor: que disparase el arma y la aparición siguiese hablando con su voz imponente.

»Pero la magia dura lo que dura. Y pasado su efecto inicial, el sargento empezó a dar muestras de no tenerlas todas consigo. A paso descuidado, se fue entrando en la biblioteca, donde la tía cubría con una frazada a Néstor, en tanto que un perejil iba iluminando los anaqueles donde se apilaban los libros prohibidos.

»No eran, sin embargo, los libros lo que más me preocupaba, sino el morral que colgaba detrás de la puerta y en el que Néstor guardaba los potingues y postizos que solía llevar al teatro. Así que la abrí del todo, hasta hacerla tocar el muro, y me quedé apoyada en ella.

»La angustia no duró mucho. Los desesperados gritos del perejil que, olvidado, aún guindaba en las sombras del pozo llamaron la atención del sargento quien abandonó rápidamente la biblioteca. Minutos después, dos de los gendarmes sacaban a la superficie un bulto mojado, temblando de frío y tosiendo.

»Antes de irse, los gendarmes hicieron otra ronda de registros, esta vez acompañados de la tía, quien no dejaba de parlotear acerca de las cosas terribles que estaban ocurriendo en el país a causa de tanto hereje que pretendía arrebatarnos la paz tan duramente conquistada. Pero el discurso no debió de ser muy convincente, pues el sargento, en prueba de que debíamos andarnos con cuidado y de que el estado de sitio, fijado de seis a seis, podía significar la ejecución in situ de quien lo intentara violar, no quitó los centinelas de las esquinas de la cuadra, a pesar de que la tía les obsequió el tacuazín para que lo cocinaran esa noche.

»La frialdad y el histrionismo de Néstor y la tía, y más que nada, la oscuridad, nos habían salvado, pero la excitación tardó en atenuarse. Y nos quedamos hablando hasta la madrugada, tomando chocolate y sorbiendo anisado de Mallorca. Lo habíamos pasado mal, pero no creo haberme reído nunca tanto como en las horas que siguieron, al evocar la insólita comedia con gozosa lentitud y rehaciendo sus escenas hasta en los más prolijos detalles. Néstor, sobre todo, nos hizo reír hasta el dolor, impostando la voz del anciano e imitando la del sargento. No tenía maquillaje ni postizos, pero aún seguía envuelto en la sábana, y cada vez que se ponía de pie para revivir algún detalle, la tía y yo nos retorcíamos en el asiento, víctimas del gozoso llanto de la risa.

»Se había salvado y nos había salvado. Y no dejaba de hablar. Era la primera vez que lo hacía ante mí con una fluidez cautivadora, sin errar una palabra, como si estuviese leyendo. Toda su turbación del mediodía, todos sus reparos para expresarse con claridad, en lugar de con metáforas, se habían disipado. Se dirigía a mí casi siempre, no dejaba de sonreír cuando posaba su mirada en la mía y, a la luz de las candelas, sus ojos brillaban como carbones encendidos.

»Esa noche nos contó que había nacido el año del cometa, cuando un reguero de luz cruzó el cielo de Guatemala, anunciando calamidades. Fue el día en que regresaron de La Habana los despojos del obispo fray Ramón Casaus y Torres, expulsado del país por los viejos liberales. Doña Genoveva de Espinosa había tomado la coincidencia de ambos sucesos, el paso del cometa y el regreso del patriarca, como señales del cielo y había encomendado a Néstor a la Virgen del Rosario. Y cuando el niño cumplió seis años, la buena señora lo llevó a Santo Domingo. Quería que viese la calavera de fray Ramón con la mitra puesta. La tenían en exhibición, frente a la caja de caoba que guardaba los restos del obispo.

»También nos habló de sus años en Londres, de sus viajes a Escocia y a París, de su recordado mister Ross y de lo que había aprendido sobre el teatro. La imagen y la actuación son poderosas, nos dijo. Paralizan y sorprenden, pero también son fugaces. Sin la fuerza de las palabras, ambas se esfuman enseguida, por más que quienes miren sean gente impresionable o vulgar. Y usted debe de saber de estas cosas, le dijo riendo a la tía Emilia. Dos minutos más haciendo el payaso, recitando a Shakespeare y Zorrilla, y el sargento se habría dado cuenta del engaño.

»Yo estaba deslumbrada. Aquella conversación, que a mí me pareció inflamada de promesas sin decir y deseos sin satisfacer, me pareció el preludio de una vida feliz a su lado. Y esa noche decidí que, ocurriera lo que ocurriese y costara lo que costase, Néstor sería el hombre con quien habría de pasar el resto de mi vida, una de esas cosas que piensas cuando sólo tienes diecinueve años. ¿Qué horas son, Elenita?

»—Falta poco para las once. Debes de estar cansada, ¿quieres recostarte ahora?

»—Me pregunto si la fatigada no eres tú con toda esta larga historia. Tienes fiambre, me decías.

»—También hay chocolate hecho. Puedo calentar un poco.

»—Espera, voy contigo… No estoy cansada. Hablar tanto me ha hecho bien, pero no puedo olvidar lo ocurrido hoy. ¿Recuerdas a doña Manuela Matute?

»—Cómo no voy a acordarme. Siempre me regalaba bolitas de miel cuando iba de visita a nuestra casa.

»—También está detenida.

»—¡Dios mío, pero si es una anciana!

»—Según pudo averiguar don Ernesto, está presa por haber mandado a bordar una bandera para los que planeaban asesinar al presidente.

»—¡Pobrecita! No soportará la prisión. ¿Quién pudo ser tan desalmado para denunciarla?

»—No lo sé, Elena. Está todo tan confuso. ¡Hum, qué bien huele aquí!

»—Las mucamas hicieron unos dulces.

»—¡Y ese olor a chocolate! Dios mío, creo que voy a llorar otra vez…».