«Seducido por el dulcísimo aria que Alida y Elvira cantaban, el público fue cayendo en una especie de arrobo conventual. El aria llevaba por título Che soave zeffiretto y su letra y su música hicieron olvidar el temor que había despertado la intempestiva marcha del presidente. Las delicadas voces de las divas nos trasladaban a un lugar ensoñador, lejos de nuestra bárbara realidad, donde una aristócrata dictaba a su doncella una carta de amor, arrullada por la plácida brisa que llegaba de un bosquecillo. Pero hete aquí que, cuando más conmovida me hallaba escuchando aquella música, aparece por el corredor lateral de la platea un chiflado dando gritos con un revólver en la mano.
»Las dos divas, que fueron las primeras en verlo, dieron un grito y huyeron despavoridas hacia el foro. Un empleado quiso correr el telón, pero todo lo que consiguió fue apagar algunas candelas del proscenio y oscurecer más el teatro.
»De un salto, el terrorista se encaramó en el tablado y desde allí se puso a disparar a la lámpara de almendrones, al gallinero y a los palcos, al tiempo que vociferaba:
»—¡Que viva la libertad y mueran los cachurecos!
»Tengo por cosa segura que los primeros instantes que pasó Damocles con la espada sobre su cabeza debieron de ser angustiosos, pero también estoy convencida de que, a medida que pasaban las horas, su miedo fue disminuyendo hasta volverse soportable. Al fin y al cabo, una se acostumbra a vivir con la idea de la muerte. Y que te caiga una espada de punta o te mueras en la cama es sólo cuestión de tiempo. El miedo repentino, en cambio, es ingobernable. Te convierte en un pollo sin cabeza que corre de aquí para allá, sin ton ni son, incapaz de pensar ni de atender a razones. Y eso fue lo que ocurrió aquella noche en el teatro, cuando las casi mil personas que lo llenaban resolvieron escapar de él a un tiempo.
»Los balazos a la suntuosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía de la techumbre provocaron una granizada de vidrios que se vinieron a tierra como dardos y la gente huyó despavorida hacia las salidas de la platea. Todos queríamos escapar a la vez y, de resultas, las tres puertas quedaron atascadas en menos que te lo cuento.
»La tía y yo salimos por el corredor que daba a los palcos y logramos alcanzar el vestíbulo, pero allí nos vimos atrapadas por una marea de gente que nos llevaba de un lado a otro sin que fuéramos capaces de enderezar el rumbo hacia la entrada principal. Recuerdo haber visto un violín en alto, flotando en las manos de su dueño y, a mis pies, zapatos, cuentas de collar sueltas, un sombrero de copa hecho trizas. El caos se había apoderado del vestíbulo, en tanto las salidas de la platea vomitaban espectadores angustiados que empujaban sin miramientos a una multitud cada vez más apretada y ansiosa.
»Doña Anita Arce se abría paso a sombrillazos y, pálido como la muerte, Esnaola, el aeronauta, oteaba por encima de las cabezas, como una gran zancuda blanca que buscara algún claro para alzar el vuelo. Aquel hombre que surcaba sin miedo los espacios siderales era la viva imagen del terror, pero no el único. La claustrofobia que, como todo trastorno súbito, afecta más a los inseguros y a los débiles, se desataba en horrendos alaridos que ponían los pelos de punta.
»Hay muchas maneras de morir, pero cuento que la muerte colectiva sea la más horrible de todas. Ver a tus semejantes estremecidos de terror aviva aún más el tuyo y libera todas las furias que la educación tiene sujetas. Cuán pronto en presencia del pánico se descomponen los modales y con qué rapidez regresamos a nuestra condición más primitiva. De improviso nos habíamos convertido en chusma. Gritábamos como la chusma, maldecíamos como la chusma, nos agredíamos como la chusma. Habíamos dejado de ser refinados liberales y adustos conservadores que asistíamos a una función de ópera. Éramos sólo una turba que pretendía abrirse paso a patadas y empujones. A poca distancia de nosotras, una dama se había desmayado y el esposo pedía a gritos que le dejaran salir para llevarla a algún sitio donde pudiese respirar. Pero nadie, absolutamente nadie, atendía a sus ruegos. Las dos escaleras de piedra tallada que conducían a los pisos superiores estaban también atestadas de gente que descendía aterrorizada y que, aprovechando la gravedad y la altura, empujaban sin miramientos al gentío que se apretaba en el foyer y causaban peligrosas oleadas que amenazaban con asfixiar a quienes apenas si podíamos movernos.
«Cuando recuerdo la escena no puedo ver otra cosa que una manada de ganado atrapada en un callejón. Los aromas a perfume francés y a jabón de Nueva Orleans se habían disipado y sólo llegaba hasta mí un fuerte olor a sudor y a cuerpo sucio, para no usar términos más repulsivos. El calor era insufrible, las apreturas no cedían y los estrujones no aminoraban. Yo trataba de proteger a la tía quien también respiraba con dificultad, pero el monstruo que tenía alrededor me atenazaba de tal suerte que no podía contener los bandazos y los empujones.
»En eso sentí una brizna de aire fresco. Alguien había abierto las dos puertas laterales que desembocan en la calle de las Beatas Indias. La presión empezó entonces a ceder y el gentío a fluir hacia la escalerilla de piedra por la que se baja a la alameda de naranjos del teatro. Sentí que resucitaba. Poco a poco, la apretada muchedumbre se fue estirando y distendiendo hasta que, desmandada por el ansia de escapar de la ratonera, nos sacó casi en volandas a la calle».
El hermano Sarastro tenía oído de perro rastreador. Era capaz de escuchar la carrera de un conejo a cien pasos. Pero no era ese el motivo por el que le gustaba hacer las veces de vigilante del club, sino por ser hombre celoso de la seguridad del grupo. De vez en cuando abandonaba el salón, echaba un vistazo al huerto de las acacias y volvía al recinto para seguir escuchando los debates.
Esta vez, el buen clérigo había iniciado la ronda cuando Saint-Just comenzaba a perorar. Quería comprobar si las voces y los pateos, especialmente ruidosos esa noche, se escuchaban afuera. Pero nada se movía en el huerto y las voces del salón eran allí inaudibles.
Fue entonces que alcanzó a percibir unos golpes bajo la trampilla que daba acceso al túnel de las salazones. Uno, dos… tres, uno, dos… tres, el último de ellos más espaciado que los otros dos. Era la tríada masónica, la clave que don Jaime Segura había establecido para identificar al que llegaba. Uno, dos… tres, libertad, igualdad, fraternidad. Uno, dos… tres, fortaleza, sabiduría, belleza.
Sarastro tiró de la trampilla y bajó los escalones que conducían al túnel. Abrió la puerta y ante él apareció el rostro de Natalio, el mozo de confianza que don Jaime tenía en la cuadra, al otro lado del pasadizo subterráneo.
—Don Sarastro… —dijo con expresión de susto.
—¿Qué ocurre, Natalio? ¿A qué vienen esas prisas?
—Hay gente armada en el patio de carruajes. Soldados. Vienen a hacer un cateo. Tienen que irse de aquí, pero ya. Don Jaime me ha dado esta llave para usted. Es la de la puerta.
—¿Qué puerta?
—La que da al potrero de Rubio.
—Yo no he visto ahí ninguna puerta.
—Está simulada detrás de las cortinas.
Sarastro subió la escalera y volvió corriendo al salón justo cuando Saint-Just y su grupo se retiraban de allí para unirse a la manifestación contra el Gobierno.
—No se puede salir —les dijo con gesto imperativo—. No por este lado.
Sarastro empujó a todos hacia el interior, cerró la puerta y dijo a gritos:
—¡Hay gente armada en la calle, creo que han venido a detenernos!
Los miembros de la hermandad se miraron unos a otros sin saber qué hacer ni decir.
—¡Alguien nos ha delatado! ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!
Con un ademán violento, Sarastro descorrió el oscuro cortinaje que cubría la pared del fondo. En una de las esquinas había una pequeña puerta pintada de blanco. Metió la llave en la cerradura, abrió y dijo en tono de apremio:
—¡No hay tiempo que perder! ¡Salgan todos al potrero y procuren dispersarse! ¡Apúrense!
En la puerta principal del Teatro de Carrera, una docena de gendarmes se esforzaba en desatascar desde fuera las tres puertas de salida que daban a la escalinata de la fachada. Cerca de ellos, el capitán Jerez observaba con preocupación el lento proceso de sacar a la gente a tirones entre gemidos y sofocos. Su terquedad en mantener a los espectadores dentro del edificio para revisarlos uno a uno según iban saliendo, por ver si identificaba al terrorista, había dado lugar al tapón. Y cuando finalmente abrió las tres puertas, el problema era ya irresoluble: el río de gente que, agolpado en el vestíbulo se esforzaba por salir, fluía como cuentagotas.
Un asistente subió las gradas de la escalinata de dos en dos y, con el resuello perdido, acertó a decir:
—¡Viene gente, mi capitán!
—¿De qué hablas?
—Se han reunido en la universidad y ahora bajan hacia aquí por Beatas y Mercaderes.
—¿Hacia aquí, hacia el teatro?
—Sí, mi capitán.
—¿Cuántos son?
—Yo digo que unos cien.
—¿Y qué aspecto tienen?
—Es gente joven, mi capitán.
—¿Están armados?
—No, pero traen antorchas. Y vienen cantando.
—¿Cantando?
—Sí, mi capitán.
—¿Y qué cantan?
—Saber, mi capitán.
—¡Espínola! ¡Moreno!
Dos oficiales acudieron al llamado de Jerez.
—Reúnan a los hombres en las dos esquinas que dan al frente del teatro. Traigan también a los que vigilan la fachada trasera. ¡Y sáqueme de aquí a toda esa plebe de limosneros, aguadores y melcocheras!
—¡A la orden, mi capitán!
—¡Tengan cargadas las armas y, al primer intento de bochinche, hagan fuego sobre esos cabrones!
El capitán Jerez aguzó el oído.
Como un creciente redoble, arrebatados y roncos, llegaron hasta sus oídos los estremecedores compases de La Marsellesa.
Saint-Just, Arcadio, Joaquín y Néstor fueron los últimos en salir del salón y juntos corrieron hacia el sur de la ciudad, por donde habían escapado los demás cofrades. Pero unas voces que gritaban alto y amenazaban con disparar les hicieron detenerse en seco.
Néstor se volvió creyendo que los soldados respetarían la intimidante orden, pero un brevísimo destello y el estampido de un arma, una fracción de segundo después, le convencieron de que no era así. Alguien disparaba desde la azotea del mesón y la orden de alto sólo tenía el propósito de que el blanco se quedara quieto.
De un brinco se pegó a la pared y le dijo a Arcadio en son de broma:
—Si no dan a un toro de día, qué van a dar a unos gatos de noche. ¡Vámonos de aquí antes de que ese desgraciado vuelva a cargar el fusil! ¡A la de tres!
A sus espaldas sonaron otras dos detonaciones, pero ninguno de los fugitivos se detuvo. Por el contrario, los silbidos de los proyectiles y las diminutas polvaredas que brotaban a sus pies sólo sirvieron para avivar la estampida.
Se abrieron paso a trompicones por un zacatal que les llegaba al cuello y que la estación seca había tornado quebradizo y ruidoso. Las cañas, matorrales y encinos que salían a su paso les forzaban a describir una línea irregular.
Y a medida que se alejaba del mesón, el grupo se iba convirtiendo en una sombra que se fundía suavemente con la noche.
Arcadio respiraba con dificultad, como un ave acalorada, y Saint-Just no se apartaba de Néstor, quien, con una mano en el morral y otra en el sombrero, marcaba el ritmo de la carrera.
Hendiendo los resquicios abiertos en el pastizal o apartándolo a pisotones, dieron con una vereda de ganado. Su trazo, sin embargo, no era recto. Serpenteaba por entre el zacate y era una invitación a la sorpresa, pero la fatiga les empezaba a afectar. Habían disminuido la velocidad de la carrera y el resuello se volvía angustioso.
—¡Un poco más, un poco más! —gritaba Néstor.
A la vuelta de un recodo del sendero, apareció un declive sin vegetación más allá del cual alcanzaron a ver un espacio donde no llegaba la luz de la luna.
El potrero concluía abruptamente allí, a pocos pasos de un arrecife casi vertical.
Mientras sus compañeros se reponían, doblados y boqueando, Néstor buscó el rastro de algún camino en la ladera del despeñadero, pero el precipicio estaba cortado a tajo y no había indicios de que se pudiera bajar por allí.
En el suelo halló cáscaras de naranja, semillas de jocote, puntas de puro y fósforos apagados.
—Es un puesto de cazadores —dijo—. Esperan aquí el paso de las palomas que cruzan el barranco.
—¿Y ahora? —preguntó con sarcasmo Saint-Just.
Tenía en los labios su habitual rictus de desprecio y demandaba una respuesta en 1111 tono que parecía culpar a Néstor por la situación en que se hallaban.
Néstor no contestó.
—¿Estás bien? —le preguntó a Arcadio, quien se enjugaba el sudor con un pañuelo.
—Lo estaré en dos minutos.
—Noté que tenías dificultades para respirar.
—Me ocurre a veces. Ha sido una carrera larga —se excusó Arcadio con una sonrisa.
—Descansaremos entonces dos minutos —dijo Néstor mirando a Saint-Just—. Por aquí no hay salida y no podemos escapar por el sendero que baja a los Baños del Administrador. No tendríamos por donde subir y nos cazarían como conejos. Iremos bordeando el barranco hasta salir a Candelaria por El Tuerto o por Matamoros.
Arcadio y Joaquín aprobaron la iniciativa sin decir palabra. Eran pocos los que dominaban la geografía del sinuoso cinturón de abismos que rodeaba la ciudad y Néstor pertenecía al pequeño grupo de personas que, a falta de otro deporte que practicar, caminaba por aquellos precipicios cuajados de árboles y maleza.
Saint-Just le devolvió a Néstor un gesto de incredulidad.
—¿Y cómo sabe que hay salida por Candelaria?
—No lo sé, lo intuyo.
—¿Y quiere que le sigamos a ciegas?
Néstor cortó una brizna de zacate, se la llevó a la boca y dijo en tono tranquilo:
—No soy tecolote para ver en la oscuridad. Pero no hay otra vía de escape. A no ser que usted sepa de alguna.
Saint-Just miró hacia otro lado con rabia y Néstor pensó que aquel hombre carecía de la serenidad que, en circunstancias como aquélla, logra imponerse a la angustia y a las dudas. Saint-Just tenía carisma y sabía exaltar los espíritus, pero le faltaba audacia. Estaba a punto de decir «miren al gallito que se iba a comer esta noche a los gendarmes, tiene más cresta que agallas y más pico que espolones», cuando escuchó a Joaquín murmurar:
—¿Quién habrá sido el hijo de su madre?
Tenía en sus manos el Colt Dragoon y le daba vueltas al tambor. Al igual que los demás, recuperaba el aliento, pero evitaba mirarles. Saberse delatados por un compañero les causaba a todos más ansiedad que la posibilidad de ser encerrados en un calabozo de la Comandancia de Armas. Y mientras no apareciera un culpable, ningún miembro del club era inocente.
—¿Qué le sorprende? —dijo Saint-Just con acento cínico—. La traición es la rueda de la historia.
Lo dijo como al descuido, casi con desdén.
—Piense en San Pablo, en Lutero, en Napoleón, en Washington, en Cromwell, en los libertadores de América, todos insignes traidores. A su raza, a su religión, a su rey. Y piense también en San Pedro. Tres veces negó a Jesús, una falta no menor que la de Judas.
—Que usted condona, por lo visto.
—Me limito a constatar una realidad —dijo con aire distraído—. A los traidores triunfantes, la historia los convierte en héroes y santos.
Néstor continuaba absorto con los ojos puestos en el abismo. A sus pies palpitaba una profunda grieta de la que ascendía el murmullo del riachuelo y una humedad perfumada. El viento soplaba a rachas, desataba los ramajes y estremecía las hojas.
Del potrero, en cambio, no venía ruido alguno. Y Néstor pensó que, acaso, habían logrado evadir a los gendarmes. No debían de ser muchos, por el número de disparos que habían hecho, y eso le tranquilizó.
Aspiraba con deleite la fragancia que subía del abismo cuando, de pronto, su olfato detectó un irritante olor que le movió a erguirse como un animal asustado. Subió a grandes zancadas el repecho donde se habían detenido y, cuando ganó el nivel del potrero, divisó un arco de llamas que avanzaba hacia él en medio de estallidos, chisporroteos y una oscura nieve de pavesas.
—¿Y ahora? —volvió a decir Saint-Just, uniendo al desprecio la ira.
Con rápidos movimientos, Néstor se puso a arrancar matojos.
—¿Qué va a hacer? —dijo impaciente Saint-Just.
—Qué voy a hacer, no, hermano. Qué vamos a hacer —contestó sin volverse—. Hay que cortar el fuego con escobones.
—¡Qué estupidez! ¡Moriremos abrasados!
—No, si atacamos el fuego los cuatro a un tiempo. El pajón da un fuego efímero. Si lo golpeamos todos en un mismo lugar, podremos abrir una brecha y huir por ella.
—Los gendarmes nos estarán esperando para cazarnos a tiros. ¡Seremos un blanco perfecto!
—Sí, ese es el riesgo.
—Pues, hermano Moliére, no cuente conmigo.
—Va usted a entregarse, supongo —intervino Joaquín—. ¿O prefiere despeñarse por el barranco?
Saint-Just no respondió. Los demás lo habían hecho por él. Arrancaban matojos con premura y procedían a unirlos en haces.
—Esperaremos a que el fuego llegue a la vereda por donde vinimos —dijo Néstor—. Es lo bastante ancha para servir de cortafuegos temporal, antes de que las llamas salten a este lado.
Armados con los escobones, esperaron la llegada de las llamas. El fuego progresaba hacia ellos, crepitando y escupiendo chispas, devorando con avidez el zacate y deteniéndose en ocasiones a saborear algún encino indefenso que se encendía de súbito para después consumirse lentamente.
Cuando las llamas alcanzaron el sendero, Néstor gritó:
—¡Vamos, vamos!
Había elegido la zona del arco de fuego donde éste parecía más débil y, arrojándose sobre él, comenzó a golpear el pajón. Los demás, Saint-Just incluido, le imitaron. Se acercaban a las llamas unos segundos, descargaban los escobones contra la raíz del fuego y retrocedían. Lo hacían sin respirar, una y otra vez, con rabia, como si remataran a una fiera derribada que de vez en cuando diera muestras de revivir.
—¡Es inútil! ¡No podremos escapar! —se quejaba Saint-Just.
Ninguno hizo comentario a su lamento. Ni siquiera Arcadio, a pesar de su problema respiratorio. Sólo se retiraban y volvían a atacar el fuego con más bríos, entrando y saliendo de las llamas y la humareda que volaba sobre el herbazal.
En uno de tantos asaltos, las descargas de los escobones abrieron un resquicio en la cortina de fuego. Néstor se metió de un salto por la brecha, seguido por los demás. Al pasar, sintió un fuerte golpe en el cuello, acaso de una caña o un arbusto, pero siguió corriendo hasta que ante él apareció el pajonal carbonizado en el que centelleaban brasas y rescoldos.
Sonaron varias descargas. Arcadio exhaló un gemido y cayó al suelo, boca arriba, con un rosetón de sangre en el pecho. Néstor corrió hacia él, le tomó en los brazos y le zarandeó el rostro.
—¡Arcadio! ¡Arcadio! —gritó, tratando de reanimarle.
Joaquín sacó el Colt Dragoon y comenzó a disparar a ciegas hasta vaciar el tambor. Saint-Just se acuclilló junto a Arcadio y le colocó en la yugular las yemas de los dedos.
—Está muerto —dijo con frialdad—. No podemos hacer nada por él. Vámonos de aquí antes de que nos maten también a nosotros.
Saint-Just y Joaquín echaron a correr hacia Santo Domingo y Candelaria, pero Néstor permaneció arrodillado, sosteniendo la cabeza de Arcadio, aún cubierta con el gorro frigio. Nunca había visto la muerte tan cerca. Sólo en los entierros, escondida en los ataúdes. Ahora la veía cara a cara. Arcadio tenía la faz exangüe, los labios yertos, los ojos sin vida y la boca congelada en una expresión de sorpresa.
—¡Néstor, apúrate! —le oyó decir, lejos, a Joaquín.
Los gendarmes habían dejado de disparar y Néstor pensó que quizás estuviesen cargando sus armas, o tal vez agazapados, debido a que no esperaban que les devolviesen el fuego.
Con los ojos enrojecidos por el humo y las lágrimas, pasó los dedos sobre los párpados de Arcadio.
—Adiós, querido amigo —murmuró—. Nos volveremos a ver un día, en el Oriente eterno.
Luego, poniéndose de pie, corrió potrero adelante, hacia el norte, por donde habían desparecido Joaquín y Saint-Just.
A poco de iniciar la carrera, notó que no respiraba con normalidad y que le costaba recobrar el aliento. El humo ardía en sus pulmones y una irritante tos le obligaba a disminuir el ritmo de la carrera. Sus jadeos se fueron volviendo cada vez más cavernosos hasta que empezaron a fundirse con otros que no parecían humanos y que latían pocos pasos atrás de él.
Las pisadas de su perseguidor no eran todo lo ruidosas que podría esperar de un gendarme y eso acentuó su miedo. Volvió la cabeza y entonces pudo ver de reojo a uno de los perros de presa que los soldados utilizaban para cazar fugitivos. Cuánto tiempo podría sostener el ritmo que le imponía el animal era algo de lo que no podía estar seguro, pero sí de que el sabueso terminaría por alcanzarle.
Néstor comenzó a trazar eses sobre el chamuscado potrero. El perro perdía velocidad con los engaños y quedaba retrasado uno o dos segundos, pero volvía de nuevo a acercarse.
En uno de tantos quiebros, Néstor alcanzó a atisbar un tizón de encino, casi carbonizado, pero con algunas brasas. Hizo un nuevo recorte al animal y describió un arco en dirección a la estaca.
A pocos pasos del tizón, quebró de súbito el rumbo. El engaño hizo correr al perro unos pasos de más y ese breve lapso permitió a Néstor empuñar el leño con ambas manos y descargar un fuerte golpe en las fauces abiertas del animal, justo cuando éste daba un salto hacia su víctima.
El impacto provocó una explosión de chispas y carbonilla y un aullido lastimero. Néstor sintió un intenso ardor en las manos, pero siguió apaleando al chucho en la boca y en los ojos con la misma furia que le invadía cuando mataba hormigas y arañas. El animal gruñía y se tocaba el morro con las patas delanteras, como si con ese gesto quisiera aliviar el escozor de las quemaduras. Finalmente, los dolores debieron de ser mayores que sus ansias de atacar y, con la cola entre las patas, se volvió lloriqueando por donde había venido.
Néstor arrojó el tizón al suelo. La carrera le había alejado de los gendarmes y no veía luces de faroles ni otro movimiento cerca, pero la tos era insistente y le costaba respirar.
Miró a uno y otro lado. No sabía a ciencia cierta dónde se encontraba, pero tenía a la vista las casas, los oscuros tejados de la ciudad y, sobre ellos, las cúpulas de los templos. Pensó entonces refugiarse en alguno de ellos. Santo Domingo, quizás, Capuchinas, las Beatas de Belén o acaso las Concebidas, cuyo convento permanecía abierto día y noche. Si había calculado bien, se encontraba a la altura de la Huerta de los Sánchez y no debía de hallarse muy lejos del Teatro de Carrera. Así que echó a correr hacia el interior de la ciudad con el apremio de quien llega tarde a una cita.
Cerca de las primeras casas, reparó que el convento de Santo Domingo había quedado más atrás y que se encontraba en la calle de las Beatas Indias. Caminó por ella a grandes pasos hasta alcanzar la Plaza Vieja y, a resguardo de una esquina, se detuvo a observar la fachada posterior del teatro, donde se alzaba una fuente que custodiaban las estatuas de Calíope y Talía. En una de las puertas laterales vio un tumulto de gente que abandonaba el edificio. Discurrió entonces que tal vez el mejor lugar para ocultarse no fuera la soledad de un convento, sino una multitud como aquélla.
Corrió hacia la balaustrada que rodeaba el teatro, se encaramó en ella de un brinco y saltó al césped de la alameda de naranjos. Allí recompuso la figura y se sacudió la ropa. Escondió el morral y se abotonó el chaquetón. El sombrero estaba chamuscado, así que, con un rápido movimiento, lo hizo volar por encima de la balaustrada. Se encaminó hacia la salida lateral y, para su sorpresa, fue a confundirse allí con una sofocada multitud que también boqueaba y tosía sin parar.
«Logré sentar a la tía en uno de los bancos de la alameda y, mientras le daba aire con el abanico, ella sonreía al notar que le volvía el alma al cuerpo.
»—Ya estoy bien, nena, ya estoy mejor. ¡Qué susto, Virgen, qué susto!
»La alameda parecía una gran escena de esas óperas italianas en las que el coro alza sus voces a los cielos. Lloraban compungidas las damas, soltaban exabruptos los caballeros y gimoteaban las jóvenes de mi edad, como si el mundo fuese a concluir esa noche. Miraban a su alrededor perplejos o se encaminaban a paso incierto hacia la verja que daba a la calle de las Beatas Indias.
»Como salida de ninguna parte, oí una voz atrás de mí que preguntaba:
»—¿Puedo ayudarlas en algo?
»Vi a la tía sonreír y, al volverme, descubrí a Néstor, destilando sudor, con la respiración entrecortada y los cabellos pegados a las sienes. Había perdido el sombrero en el barullo y tenía algunos arañazos en el rostro. Pero daba la impresión de estar muy tranquilo. Me sorprendió, eso sí, su repentina aparición, pues no le había visto en el teatro ni en el vestíbulo ni en la platea.
»La tía lo miraba como si, de pronto, hubiese encontrado el grial, y con la misma familiaridad que le trataba en el bufete, dijo:
»—Sí, licenciado. Puede ayudarnos. Frente a la fachada del teatro, está Eulalio con el victoria. ¿Puede decirle que venga a recogernos, si me hace el favor?
Néstor corrió a las rejas de la entrada y poco después regresaba subido en el pescante del carruaje. Tomamos a la tía del brazo y nos dirigimos a la salida.
»Fue entonces que llegó hasta nosotros un ronco rumor de voces cantando La Marsellesa.
»—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —pregunté, alarmada.
»—Algún bochinche, supongo —respondió Néstor.
»En la puerta principal había dos soldados y un oficial con un farol que revisaban a quienes abandonaban el teatro. Yo noté cierta inquietud en Néstor, pues volteaba su rostro hacia nosotras, como si quisiera ocultar la cara al oficial.
»A. llegar a la verja, el militar le escudriñó de arriba abajo. La llama vacilante del farol me permitió ver que los arañazos en la mejilla y la frente eran algo más profundos de lo que había supuesto y que de su cuello manaba un hilillo de sangre.
»—¿Dónde se hizo usted eso? —le preguntó el oficial.
»Por toda respuesta, Néstor se puso a toser en forma descontrolada. Daba la impresión de que no podía respirar. Se llevaba las manos al pecho y, doblado hacia delante, más que toser, parecía estar a punto de vomitar. E intuyendo que Néstor se hallaba en una situación difícil, la tía Emilia se dejó decir:
»—Le cayeron unos vidrios en la cara.
»Además de una personalidad muy efusiva, y de cierta incontinencia al hablar que luego lamentaba, la tía Emilia padecía de un maternalismo tan agudo que, aun siendo su mayor virtud, era también uno de sus mayores defectos. Pero en este caso, debo decir, su sexto sentido llegó como llovido del cielo.
»—¿Vidrios? ¿Qué vidrios? —preguntó el oficial.
»—Los de la lámpara. ¿O es que no lo sabe? No, claro, qué va usted a saber, si estaba fuera. El loco que entró al teatro disparó a la araña de almendrones, y los vidrios le cayeron en la cara al licenciado.
»—¿Usted lo vio?
«La pregunta parecía demandar una especie de fianza que la tía debía extender sin más trámite.
»—Sí, señor. Yo lo vi.
»En ese momento me percaté de que la tía Emilia mentía descaradamente y que ni Néstor había asistido al recital ni le habían caído encima los vidrios ni nada que se le pareciera.
»—Luego nos cayó encima la chusma del último piso —agregó la tía muy ofendida— y aplastó al licenciado contra la pared, de tal suerte, que no sé ni cómo respira, el pobre.
»Las notas de La Marsellesa, entreveradas con los gritos de ¡muera Cerna!, y las crispadas voces de ¡alto, alto!, se oían cada vez más próximas. Se oyeron algunos disparos. El oficial corrió con sus hombres hacia el frente del Carrera y nosotros nos subimos al carruaje.
»Néstor alcanzó a decir:
»—Sería mucho pedirle, doña Emilia, que me llevaran a mi casa.
«Respiraba mal y la tos sólo cedía por momentos.
«—Faltaba más, licenciado —respondió la tía.
Eulalio alteró la ruta y subió por Santa Teresa hasta la calle de la Concepción, que era donde Néstor vivía, pero, poco antes de llegar, nuestro cochero reparó que la cuadra estaba vigilada y la tía le dio orden de retroceder.
»—Dormirá esta noche en nuestra casa, licenciado —dijo—. Allí podrá usted ocultarse.
»—Yo no he hecho nada malo señora —sonrió Néstor—. Déjeme aquí. Iré caminando.
«La tía se puso muy seria.
»—Tampoco don José María Samayoa ni don Miguel García Granados ni el licenciado Larrave han hecho nada malo. Y ahí los tiene, encerrados en el Castillo de San José, exiliados en México o refugiados en la legación británica. Esto no es un juego, jovencito. Ya debería saberlo.
»Yo estaba sentada frente a Néstor y no dejaba de mirarle. En el cuello de su camisa, había una mancha oscura que se había ido haciendo más extensa. La tía Emilia también se dio cuenta y le alargó un pañuelo. Néstor se lo colocó en la nuca sin decir palabra y las dos interpretamos su silencio como un mudo asentimiento al consejo de la tía.
»—Los gendarmes no están ahí por casualidad, licenciado. Tenga la seguridad de que le estaban esperando.
»Néstor apoyó el codo en la rodilla y se sujetó la frente con la mano. La tos había cedido un tanto, pero era obvio que no se sentía bien. Retiró el pañuelo de la nuca para observar si la hemorragia se había detenido y, sin decir palabra, volvió a su postura agobiada y pensativa. Después, su cuerpo se inclinó lentamente hacia mí, su codo se deslizó de la rodilla y su cabeza se posó, inerte, en mi regazo».