4. El espíritu de la acacia

Néstor Espinosa salió del bufete poco después de que en el reloj de San Francisco dieran las cinco de la tarde. Caminó a grandes pasos por la Calle Real, torció en la de San Agustín, se abrió paso entre la gente que se aglomeraba ante el palenque de gallos y siguió hasta la del Cuño.

Cerca del teatrillo de aficionados donde cada viernes actuaba, reparó con extrañeza en la falta de público a la puerta del local. El portón estaba cerrado y sólo alcanzó a distinguir las figuras de Joaquín Larios y Arcadio Otero.

—Te estábamos esperando —dijo Arcadio, un joven de rostro afilado y mirada miope que hacía las veces de director de escena en La vida es sueño—. El teatro ha sido clausurado. No habrá función esta noche.

—Qué buena noticia. No tenía ánimo hoy para salir a escena. ¿Y puede saberse por qué lo han cerrado?

—Razones de seguridad —dijo Joaquín.

—¿Quién dice?

—Ahí lo dice —apuntó Arcadio a un edicto fijado en el portón—. Algo grave está sucediendo.

—Y ustedes no saben qué es.

—No, querido. Todo lo que sabemos es que debemos irnos de aquí enseguida.

—A dónde.

—La hermandad ha convocado una reunión urgente en Las Acacias —dijo Joaquín.

—Denme entonces un tiempito para dejar en casa el morral con los potingues y los trapos, y enseguida estoy con ustedes.

—No tenemos tiempo, Néstor —le apremió Joaquín—. Citaron a las cinco y media. La reunión debe de estar a punto de empezar.

Joaquín era amigo íntimo de Néstor. Tres años mayor que éste, buen bailarín, de voz campanuda y palabra precisa, muy católico, aunque también liberal. Tenía talante de líder y vestía como un dandi, lo que le había valido en el club el apodo de Petronio. Trabajaba con su padre, un próspero importador de vinos y licores, y era hombre retador, pero miraba de frente y tenía buenas maneras. La amistad de Néstor con él era más personal que comunitaria, más íntima de la que suele engendrar el compañerismo o la pertenencia a un grupo. No es lo mismo un amigo que un correligionario, cosa que Néstor y Joaquín sabían distinguir y priorizar.

Los tres jóvenes bajaron hasta la Pontificia Universidad de San Carlos y, en la calle de la Fortuna, enderezaron sus pasos hacia el establo de Las Acacias.

—Supieron lo del toro, ¿verdad? —dijo Arcadio.

—Lo vi ante mis ojos cornear a un caballo, dos hombres y un chucho —dijo Néstor.

—¿Y supieron que lo ejecutaron?

—¿Al chucho? —preguntó Joaquín.

—No, hombre. Al toro.

Néstor se hizo el distraído. A esa hora de la tarde aún daba vueltas en su cabeza el pleito con su madre. No había sido capaz de desplazarlo de su mente. Sólo el recuerdo de Clara Valdés, desvaída en el sofá, el tacto de su cuerpo bajo la suavísima batista del vestido y la intensa fragancia de su piel a lima y a sándalo, le había permitido aliviar a ratos una desazón que volvía sin piedad a su memoria cuando recordaba la crispación de doña Genoveva.

—¿Puedes creer que cuatro soldados le dispararon con sus mosquetes y ninguno le tocó un pelo? —dijo Arcadio.

—A quién.

—¿No te digo, pues, que al toro?

—Ah, sí.

—Al oír los estampidos, el animal echó a correr hacia los puestos del mercado. Te puedes imaginar el desmadre, si llega a meterse allí.

—Me lo imagino.

—La gente huyó despavorida de los cajones. Pero, en eso, sale del palacio un soldadito, un pijuy de este alto, espinudo y pequeño, y le da cuatro gritos al toro. El animal se vuelve hacia el muchachito y ambos se quedan solos y quietos, frente a frente, como a veinte pasos de distancia.

Arcadio saltó por encima de un perro dormido y, haciendo equilibrios y eses, continuó parloteando a la par de Joaquín y Néstor. Los arrabales de la ciudad carecían de aceras y no era fácil caminar por sus calles, desiguales y sin empedrar. Aquí y allá crecía el kikuyú y, en los hoyos y las zanjas que se abrían con las aguas del invierno, la lechuguilla tupía grandes charcos de agua cenicienta y apestosa que sólo era posible atravesar caminando por tablas tendidas a modo de pontones. Los solares estaban sin nivelar y en los bordes de las calles se alzaban casas miserables y mal alineadas que se alternaban con ranchos de bajareque y techos de pajón ennegrecido por el humo. Las puertas eran tan bajas que la gente debía agacharse para entrar, y llamar ventanas a los minúsculos boquetes que daban a la calle habría sido una desmesura. Sólo alguna bacinica rota con geranios, alguna reja de madera pintada de cal, decoraban los chamizos que, al pasar cerca de ellos, exhalaban un asfixiante olor a hacinamiento y pobreza.

—El toro se puso a escarbar y a mugir —siguió Arca-dio— hasta que, de pronto, echó a correr hacia el soldadito. Lo primero que pensé fue que, si el animal se metía en el palacio, y tenía toda la pinta de querer hacerlo, allí iba a ocurrir una tragedia. Pero el muchachito, que no tendría más de dieciséis o diecisiete años, se llevó el rifle a la cara y esperó a la res. Y esperó… y esperó… y esperó… A las regatonas les dio por chillar. También los hombres gritaban. No podían soportar lo que estaban viendo. Le decían al muchachito que se fuera de allí, que se refugiara en los soportales. Para zurrarse, te digo. Pero el soldadito no se movía ni a mentadas. Aquella cosita de nada aguantaba la embestida del toro con la tranquilidad de quien ve acercarse a un burro. El animal estaba ya como a diez pasos. Los alaridos de la gente eran horribles. Yo mismo me puse a gritar…

Arcadio, a quien Néstor sacaba una cabeza, se detuvo para tomar aliento frente a una tienda de la que salía un fuerte olor a leña quemada y a fruta podrida. Junto a la puerta, varios parroquianos sorbían chicha caliente y, bajo la ventana, una mujer escudriñaba los cabellos de una niña.

—… y adivinen qué pasó.

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Néstor.

—El toro se desplomó lo mismo que un costal de papas y quedó inmóvil ante el soldadito, con las patas abiertas y el morro besando las losas de la Plaza de Armas. Todavía me tiemblan las canillas al recordarlo.

—No me extraña.

—¿Y a que no saben por qué el pijuy aguantó tanto la embestida del toro?

—No, Arcadio, no lo sabemos —dijo, impaciente, Joaquín.

—Las carabinas que usan sólo atinan a dar en el blanco cuando lo tienen muy cerca.

Joaquín hizo una seña a Arcadio y éste redujo paulatinamente el paso a la par de aquél, mientras Néstor proseguía su marcha sin percatarse de que sus dos amigos habían quedado atrás.

—No estás escuchando —le dijo Arcadio—. ¿En qué piensas?

Néstor se detuvo.

—En nada importante, perdona.

—Mientes —dijo muy serio Joaquín.

—Pienso en mi madre —dijo Néstor, reemprendiendo la marcha—. Me es muy difícil vivir con ella.

—No te creo.

—Me quita mis libros, me vigila, me sigue. No hay día que no discutamos. Hoy tuvimos un agarrón a la hora de almuerzo y no sé si esta noche me toparé con las trancas de la casa puestas.

—Te vienes a dormir a la mía. Mañana se le habrá pasado.

—Es muy terca, Joaquín. Y a mí me cuesta contenerme cuando me habla en ese tono agresivo y regañón. Me empieza a subir de las entrañas una mezcla de impaciencia y de cólera que me cuesta dominar.

—Ya será menos.

—De veras. Tiene la virtud de sacar lo peor de mí. Si estallo, me siento mal todo el día. Si me lo trago, ocurre algo parecido. No sé qué hacer con ese aliento de ascuas que le brota contra mí. Me cuesta mucho dominarme. Ella lo sabe y, sin embargo, insiste en la provocación. Y lo peor es que no razona. Nadie entra aquí en razones. ¿De qué sirve saber lo que sabes, si nadie escucha?

—La gente no entiende, Néstor —dijo Arcadio.

—Eso creía yo, pero no es así. La gente no quiere entender.

Se acercaban a Las Acacias. En la puerta había un hombre de aspecto siniestro que sostenía una lanza de madera con un rejón en la punta.

—Deberías llevar una como ésta —susurró Joaquín, abriendo la levita y mostrando a Néstor el Colt Dragoon que portaba en una pistolera—. Estos barrios son peligrosos. Cualquier día te asalta un chicharronero de éstos y te deja como guacamol.

—Nunca me han gustado las armas.

—Pues más vale que te vayan gustando. Aquí no se puede vivir sin ellas.

—No soy un buscapleitos, Joaquín.

—Esa excusa no vale, hermano. Aquí la violencia no la buscas: es ella la que te encuentra.

El guardián, cuya misión era alejar del establo perros vagabundos, vendedores ambulantes y ganado suelto, se llevó una mano al sombrero de petate y saludó a los dos jóvenes. Néstor devolvió el gesto, pero Arcadio miró al tipo como quien mira a una res en canal.

Se adentraron en el patio del establo, sorteando el caos de carruajes, jamelgos de orejas gachas, mulas enflaquecidas y gentes de toda condición. Los viajeros que se amontonaban en el portaequipaje de las diligencias hacían equilibrismos para bajar. Empleados y mozos llevaban de acá para allá animales recién desensillados, arneses empapados de sudor animal, sacos de forraje, baúles y bolsones con encomiendas y cartas. Lloriqueaban los ejes de los vehículos, matraqueaban los resortes y las ruedas, crujían las carrocerías agobiadas por el peso de valijas y baúles.

Los tintineos de los estribos se confundían con los resoplidos de las acémilas, y un fuerte olor a cuadra y a estiércol emanaba del corralón por el que discurrían riachuelos de orines en cuyas orillas abrevaban las moscas.

«La sociedad de debates se reunía cada viernes en el establo de Las Acacias, al caer el sol, cuando las diligencias que volvían de La Antigua, Amatitlán y la Costa Sur se congregaban en el lugar. El establecimiento se encontraba a las afueras, al final de la calle del Administrador, en el Potrero de Rubio. La ciudad se avivaba a esa hora, debido a que coincidían actividades como el rosario, el teatro o las sesiones en la Cámara de Representantes, y esa animación vespertina permitía encubrir las actividades del club. Porque en realidad era un club, Elenita, una sociedad de ideas que imitaba ciertas reglas de la masonería, como, por ejemplo, la de ponerse apodos. Se asignaban sobrenombres de personajes y con ellos se reconocían, lo que daba a sus miembros esa sensación de pertenencia y hermetismo propios de las sociedades secretas.

»Al principio, cuando eran sólo unos pocos, se reunían en un reservado de la cervecería del señor Bertholin, pero cuando el grupo creció, decidieron moverse a Las Acacias para no despertar sospechas. El dueño del establo era don Jaime Segura, un mallorquín venido a Guatemala cuando contaba doce años. Don Jaime era también masón y le había puesto al negocio ese nombre cuando descubrió que, entre las cañas y matorrales del terreno donde planeaba construir el establo, crecía un par de acacias. Y le pareció una señal. Entre masones, la acacia y su perenne verdor simbolizaban la vida y la libertad que no mueren ni se dejan nunca vencer por adverso que sea el entorno donde ambas se arraigan.

»Don Jaime había dividido su propiedad en dos partes. La primera constaba de un corralón donde se recibían los carruajes y las cabalgaduras, y una casona que hacía las veces de comedor, caballeriza y pensión para viajeros.

«Separada por una tapia de adobe, había otra fracción del terreno con una pequeña tienda en cuya fachada se podía leer:

El bonito sombrero colorado Sombreros de fieltro y junco, de terciopelo y de paja.

Gorras para caballeros y niños. Fuetes, botas y pañuelos.

Se reforman y limpian sombreros pasados de moda.

»A don Jaime, como buen masón, le gustaban los simbolismos y las metáforas, y tenía el nombre de la tienda por su creación más ingeniosa, ya que El bonito sombrero colorado era la sutil transposición del gorro frigio, el capuz rojo que los esclavos de la antigua Roma se ponían al ser manumitidos por sus amos. Y allí estaba aquel letrero, a la vista de quien lo quisiera ver, sin que ni el Gobierno ni los jesuitas ni el partido conservador se hubiesen percatado de que, en realidad, era la sede de un club de ideas revolucionarias.

»A espaldas de la tienda de sombreros, había un huerto de naranjos plantados en torno a las acacias. Y en el límite del terreno, camuflada tras los árboles, se alzaba una pequeña construcción que daba al potrero de Rubio por la parte de atrás.

»Entre la vivienda y el mesón, don Jaime había excavado una bodega donde almacenaba salazones de carne, barriles de aceitunas y pescado seco. Los miembros del club llegaban a la hora en que más gente acudía al establo, caminaban con disimulo hasta las caballerizas y cruzaban al otro terreno por la galería subterránea.

En la pequeña construcción, embozada tras una densa buganvilla, la hermandad mantenía sus reuniones. Allí debatían la situación del país, redactaban panfletos y pasquines, organizaban auxilios para los detenidos y planchaban sus diferencias. No resolvían gran cosa, pero mientras otros jóvenes de su edad llevaban una vida superflua, ellos al menos pensaban y trataban de entender. Y al término de las sesiones, regresaban al mesón y celebraban allí un animado ágape, invitados por el dueño del establo».

Joaquín, Néstor y Arcadio cruzaron el comedor del mesón, pero no llegaron hasta donde se encontraba el mesonero. Néstor le interrogó de lejos con la mirada y don Jaime asintió en señal de que todo estaba en orden.

—Por ahí llego en cuanto me desocupe —les dijo a los tres en voz baja.

Se dirigieron a los establos donde un mozo les condujo hasta una cuadra vacía bajo cuya camada de heno había una trampa de madera con una anilla. El mozo tiró de esta última y dejó al descubierto un boquete del que partía una escalera por la que descendieron los tres jóvenes.

El túnel estaba alumbrado por dos candelas de sebo y apestaba a pescado y a salmuera. Al final, había una puerta con herrajes que Joaquín aporreó tres veces.

Del otro lado se oyó un cerrojo. La puerta se abrió y, ante ellos, llevando en la mano una palmatoria, apareció el hermano Sarastro.

—Llegan tarde —dijo en tono de reproche.

—Nos avisaron muy tarde —protestó Arcadio, quien deseaba salir cuanto antes del lugar, pues el túnel le causaba claustrofobia.

El hermano Sarastro era clérigo, pero iba vestido de seglar y cubría la tonsura con un sombrero de junco. Hacía las veces de vigilante de la hermandad y había tomado el nombre del noble y sabio sacerdote de La flauta mágica. Panfletista rematado, Sarastro gustaba escribir octavillas y anónimos subversivos y se regocijaba de que su liberalismo provocara encendidos comentarios entre los conservadores. También le gustaba pintar. Hacía retratos en miniatura y ayudaba a restaurar los cuadros antiguos que colgaban de las iglesias.

Pero Arcadio no le quería bien. Sarastro era un apasionado del abate Siéyes y torturaba a todo el mundo con su monserga del Tercer Estado y la necesidad de que las clases que el buen cura denominaba subalternas asumieran el poder. En opinión de Arcadio, la Hermandad del Gorro Frigio no debía admitir miembros de una casta que, como la sacerdotal, les obligaba a reunirse en las catacumbas.

Un ruido en el túnel les hizo volver la cabeza a los cuatro.

—Soy yo —dijo una voz en las sombras.

Sarastro puso otro gesto de fastidio cuando reconoció a Pedro Morales, un costurero que presumía de poder confeccionar una levita en menos de doce horas y a quien todos apodaban Lucio.

—¡Vamos, vamos, apúrense, que ya empezó la sesión!

Traspasaron la puerta, subieron los escalones del túnel y salieron al terreno de los naranjos y las acacias.

Al ver la vestimenta de Pedro, Sarastro no pudo contener un comentario chusco.

—Con esos pantalones blancos y ese chaquetón de botones dorados sólo le falta a usted el viento de popa y el velero.

—No me dio tiempo a cambiarme. Me había vestido así para ir al teatro cuando me avisaron de la reunión, así que no me fastidie.

Antes de entrar al salón, Arcadio se encasquetó un pasamontañas de lana roja en la cabeza.

—¿Qué es eso? —preguntó, sorprendido, Sarastro.

—Esta es la Hermandad del Gorro Frigio, ¿no?

—Sí, claro.

—Pues alguien tiene que dar ejemplo.

«Mientras ellos se reunían esa noche en Las Acacias, la sorpresiva retirada de Cerna sembraba la inquietud en el público que ocupaba los palcos y la platea del teatro. Me di cuenta de ello cuando las divas terminaron el Ecco le trombe y el aplauso fue más débil de lo habitual. Era obvio que la mayoría de los asistentes tenían la cabeza en otra parte. Los conservadores, sobre todo. Cuchicheaban entre sí, miraban a la puerta, abrían los brazos o alzaban las cejas en actitud de no entender.

«Todavía ignoraban lo de Cruz, pero la inseguridad volvía a ellos luego de treinta años pensando que su régimen no tendría fin. Creían vivir en un paraíso inmutable y estaban convencidos de que les habían puesto allí como a los querubines apostados a la entrada del Edén: para evitar que los mortales se acercaran al árbol de la vida. Siempre ha sido así, supongo. El paraíso es la patria del linaje humano a la que todos queremos volver, pero donde siempre hay guardianes que no nos dejan entrar. Sin advertir que el tiempo les había dado alcance y que no podrían contener a la multitud que llamaba a las puertas del Edén exigiendo libertad, nuestros ángeles custodios se resistían tenazmente a abrirlas. ¡Libertad, libertad!, decían en son de burla, ¿cómo pueden exigir que lo que está prohibido en casas y cuarteles, y es herejía en conventos, se vuelva dogma de Estado? Libertad, ¿para qué? ¿Para que vivamos como bestias en la selva? ¿Para hacer de la opinión pública la reina del mundo y que se venda por ahí como se venden las prostitutas, y de la libertad de imprenta una deyección salida de personas indigestas a causa de filosofías putrefactas? ¿Qué es la democracia—clamaban— sino un armario maloliente donde se amontonan zapatos sucios, viejas polainas, levitas malolientes, chalecos resobados, pantalones, calcetines y chisteras? Ustedes nos llaman serviles porque servimos a Dios y a la Fe y porque deseamos conservar la religión que recibimos de nuestros padres. Pues muy bien, que así sea. ¡Serviles seguiremos siendo para mayor gloria de Dios y de la Patria!

»En cuanto a nosotros, éramos aún lo bastante simples como para creer que las puertas del Cielo se abrirían por la vía de la razón, del progreso y de la ciencia. Yo, cuando menos, al igual que Néstor y tantos otros, ignoraba todavía que lo que abunda en la vida no es la verdad y la confianza, sino la mentira y la traición. Pero no lo descubriría hasta mucho más tarde.

»Los miembros de la hermandad, en cambio, lo sabrían aquella noche, pues ninguno de ellos alcanzó a intuir el peligro que les acechaba. Se habían entregado con fervor a la causa, creyendo que sus actividades no serían descubiertas. Nunca se les ocurrió sospechar que habían sido infiltrados por el Gobierno servil y menos aún imaginar lo que éste había tramado ese día contra ellos».