3. Una noche en la ópera

-Ave María Purísima.

—Sin pecado… pero… mama, ¿qué haces aquí?

—Tenía que hablar contigo, hijo mío.

—Ahora no puedo, mama. Tengo a varias personas en la fila. Aguarda a que las confiese y hablamos después.

—Esto es urgente, Rafa.

—Por favor, mama, en otro momento.

—Tienes que hablar con Néstor hoy mismo.

—Siento tener que decirlo así, pero no soy el guardián de mi hermano. Mejor dicho, estoy harto de serlo.

—Sigue yendo a Las Acacias, ese antro de impíos.

—¿Sabes qué me dijo la última vez, cuando le advertí que podía dar con sus huesos en una bartolina o un barranco, si seguía yendo a ese lugar?

—No, no lo sé.

—Me llamó corifeo de Huevosanto, mira qué forma de tratar al presidente, y sicofante de los serviles. Y cuando le dije que si ése era el veneno que le habían metido en el cuerpo en Londres, me contestó que no, que ése era el antídoto.

—Se ha vuelto un cínico, es verdad, pero en el fondo no es malo.

—Le he dicho todo cuanto tenía que decirle, mama. Le he advertido, le he suplicado. Pero como si le hablara a la pared de enfrente. Todo le resbala: las amenazas, los consejos, todo. ¿Qué más quieres que haga por él?

—Escucha, hoy andaba con un papel sedicioso. Lo leí.

Aparte de las burlas y las blasfemias habituales, había una noticia que debes saber.

—Esos papeles son pura propaganda, mama.

—No estás bien informado, hijo. La hoja anunciaba cambios radicales y una inminente invasión al país. Están tramando algo muy grave, Rafa. Y mucho me temo que quieran hacer aquí las barrabasadas que Benito Juárez hizo en México.

—Llevan años intentándolo, pero no te preocupes. No tienen la organización ni las armas ni la plata para derrocar a don Vicente.

—Este es un país niño, Rafa. Necesita tutela y disciplina.

—Descuida, mama. No vamos a tirar estos años de paz a la basura, pero hay que hacerlo con inteligencia, no a lo bruto.

—Parece mentira que seas tan simple. Esa gente quiere educación laica, libertad de conciencia y de imprenta, matrimonio civil, divorcio, separación de Iglesia y Estado. Y contra semejantes atrocidades lo único que vale es el palo, no la inteligencia.

—Mama, por favor, hablemos de eso más tarde. No es éste el momento ni el lugar. Hay personas esperando. Debo confesarlas.

—Las madres tenemos un sexto sentido. Y el mío no suele equivocarse. Temo por la vida de tu hermano. Debemos impedir que siga asistiendo a esa sinagoga de Satán que es Las Acacias.

—No insistas, mama. No hay manera de hacerle razonar. Tiene convicciones muy arraigadas. Y tiene veinticuatro años. Recuerda la que armó cuando hiciste desaparecer algunos de los libros que trajo de Londres.

—Eres su hermano mayor.

—¿Acaso te escucha a ti, y eres su madre?

—No me hables en ese tono, Rafa.

—Mama, he hecho por mi hermano todo lo que podía hacer. Punto.

—Sabes que la gente con que anda es un peligro. Que ejercen en el país una labor disolvente. Que quieren acabar con nosotros. Por Dios, Rafa, ¡no podéis ser tan tolerantes!

—Es sólo un club, mama, unos pocos liberales desfasados y uno que otro masón.

—¿Unos pocos? ¡Son la bestia del Apocalipsis, Rafa, una peste de idólatras de la libertad que debe ser acogotada cuanto antes!

—No es así de sencillo, mama. Hay liberales que están con la Iglesia, pero no con el Gobierno. Hay conservadores volterianos y también hay curas masones. Hay jóvenes liberales de familias conservadoras. Y viceversa. Todo está mezclado, mama. No podemos cortar por lo sano sin correr el riesgo de hacer alguna barbaridad.

—Me cuesta entender vuestra pasividad con esa gente. Se dedican a romper la unidad del país y vosotros, ¡tan tranquilos! Sabéis que ésta es una batalla entre las dos únicas elites que piensan en el país: vosotros y los masones. Os parecéis tanto que, si ellos dijeran misa, seríais la misma cosa.

—Hay otros poderes con los que es preciso contar.

—Los otros poderes no piensan, Rafa. Sólo vosotros lo hacéis. La inteligencia de este país está dividida y si vosotros no acabáis con los liberales, los liberales acabarán con vosotros. ¿Es que no lo ves?

—Sí, mama, claro que lo veo.

—¿A qué esperáis entonces para aniquilar a esa partida de rojos?

—Mama, eso no se puede hacer así nomás.

—¡Pues si no tomáis medidas, un día de éstos pondrán una guillotina en la Plaza de Armas y serán ellos quienes os corten la cabeza a todos!

—Baja la voz, mama.

—El año pasado, el gobernador de Cuba fusiló sin juicio previo al Gran Maestre de La Habana junto a una docena de liberales y masones. ¡Eso es lo que hay que hacer aquí, acabar con esa epidemia! Pero antes, tienes que sacar a tu hermano de ese círculo de perdición.

—Sé a qué te refieres, mama, pero eso no lo voy a hacer.

—Tienes la obligación de salvarle. Pide que le detengan hoy mismo, cuando salga del despacho. Hay que darle un susto, encerrarlo o sacarlo del país antes de que sea demasiado tarde. No veo otra forma de apartarlo de esa canalla.

—No insistas, mama. No denunciaré a mi hermano. Eso significaría romper para siempre con él, si llegara a enterarse.

—No tiene por qué enterarse.

—Sería un cargo de conciencia muy pesado que no podría llevar en mis espaldas. Además, no creo siquiera que surta efecto. Míralo de esta manera, mama. Néstor está encandilado con la idea de una sociedad más justa y fraterna. Busca la armonía universal, la belleza, la sabiduría, el progreso. Es un idealista mama, no un político.

—¡Los idealistas son los más peligrosos!

—Si le conozco bien, Néstor no es un hombre dañino. Sólo anda desorientado.

—Su alma corre peligro, Rafa, ¡y yo prefiero que un castigo lo reforme a que se condene eternamente!

—No grites, mama. La gente nos está mirando.

—No puedo soportar esta situación, Rafa, no puedo. Si no lo haces por él, hazlo siquiera por tu madre.

—Lo voy a pensar, mama, pero ahora, por favor, vete a casa. Tengo que dirigir el rosario.

El teniente coronel Leocadio Ortiz, hombre de estatura mediana, hombros anchos, uniforme impecable y bigote ampuloso, pertenecía a ese género de personas que no podía leer nada en silencio y que, cuando lo hacía, mascullaba entre dientes un runrún ininteligible. Por su condición de jefe de los servicios secretos del Gobierno, invertía en esa tarea más tiempo del que habría sido su gusto, de ahí que leyera casi siempre entre líneas y se saltara los formulismos.

Lo que no solía hacer tan a menudo era interrumpir la lectura con palabrotas y exclamaciones o que detuviese aquélla, sorprendido, mirando al techo con la boca abierta. Pero esos eran los gestos y las poses de Leocadio Ortiz aquella tarde de marzo de 1869, luego de que un ordenanza le trajera al despacho una misiva urgente que le fue resecando el cielo del paladar a medida que tomaba conciencia de lo que el texto decía.

—En San Marcos a tantos de tantos de mil ochocientos tantos… pin, pin, pin… Señor teniente coronel Leocadio Ortiz… pun pun pun… para informarle de que el brigadier don Serapio Cruz se introdujo en el territorio nacional el 16 del corriente con una gabilla de veintiocho hombres a caballo i asaltó los efeztos de comercio depositados en los almacenes de Nentón… puta… Le acompañan sus hijos, y un tal Salvador Monzón, prófugo de la cárcel de Huehuetenango… a este cabrón lo conozco… un desertor, llamado Nicolás Mazariegos… y a este desgraciado también… Evaristo Cano, otro prófugo… ah, la gran puerca… Del asalto al pueblo se podría deducir que el propósito del brigadier es el pillaje, pero las arengas de don Serapio nos azvierten de otra cosa. Su objetivo es derribar el Gobierno con el auxilio de los indios que pueda alzar… ¡hijo de su reverenda madre! La Taltuza estaba en lo cierto… Les ha prometido tierras i permiso para fabricar aguardiente si le ayudan a derrivar al gobierno conservador… viejo chiflado. …a la fecha, ha logrado reunir tresientos desharrapados i a donde llega hace llamados a las fuerzas progresistas del país para que se alcen i se le unan i he oído que en la capital preparan un alboroto esta noche. Dado en la villa de… pin, pin, pun… Firmado: coronel Antonio Búrbano, corregidor de San Marcos.

Leocadio Ortiz se alzó del sillón como un resorte. Todo encajaba, de repente, como cuando el jugador coloca la última ficha de dominó sobre la mesa y cierra. Todo coincidía con el informe que le había dado esa mañana La Taltuza, su informante más mañoso, quien, una vez más, había dado en el clavo. Algo se estaba cocinando ese día en la capital y la confirmación estaba allí, en la carta de Búrbano.

Se dirigió a la puerta, salió al corredor y gritó:

—¡Cáceres! ¡Mardoqueo Cáceres!

Un militar bajito y de tez aberenjenada se le acercó al trote.

—¡A sus órdenes, mi teniente coronel!

—¿Tiene a la gente lista?

—Sí, señor. Lista y presta.

—Mardoqueo —le dijo, mientras se ajustaba el correaje y se retocaba el quepis—, el problema es más grave de lo que yo había pensado. Cruz quiere organizar una revolución como Dios manda. Bueno, como Dios manda, no, pero que la organiza, la organiza. Si no detenemos ahorita a la chusma liberal, volverán a envenenar el agua, a saquear las iglesias, a violar a nuestras hijas y a instalarse en el Gobierno. ¿Entiende?

—Sí, mi teniente coronel.

—Los rojos están preparando movilizaciones para esta noche con el fin de desestabilizar el Gobierno, así que proceda con el plan de inmediato. Pero lleve el doble de gente. Entre a saco en la sede del partido liberal y detenga a todo el que encuentren dentro. Envíe refuerzos al teatro. Y en cuanto a esos muchachitos de Las Acacias, me los trae por las orejas. A todos. Quiero hablar con ellos esta misma noche.

Abrió una gaveta de su escritorio y sacó un papel.

—En esta lista están los nombres de los diez o doce más destacados. ¡Que no se le escape ni uno, Mardoqueo! ¡Ni uno solo!

—Descuide, mi teniente coronel. Eso se lo arreglo yo de dos pijazos.

—Ahora tengo que avisar al presidente. Estaré en el teatro para cualquier cosa.

«En los alrededores del Teatro de Carrera había esa noche más animación que de costumbre. Más mendigos, más melcocheras, más vendedoras de almendras garapiñadas, más atoleras y más policías a pie y a caballo que impedían la entrada a los jardines a todo el que tenía mal aspecto. Buen número de curiosos se aglomeraba en la entrada de carruajes para presenciar la llegada de los señores de pisto y postín. Incluso la banda que en la escalinata de la entrada daba al público la bienvenida, tocaba una música menos desvaída de lo habitual.

»En el foyer, sin embargo, las caras eran menos risueñas, sobre todo las de los conservadores, lo que hizo crecer mis sospechas de que algo raro sucedía o estaba a punto de suceder. Ni uno solo reía, aunque eso no tenía nada de extraño, pues si algo distingue a los conservadores es su falta de humor. Siempre lloran lo perdido en lugar de celebrar lo ganado. Tampoco vivían sus mejores horas, ya que la cochinilla y el nopal, negocio del que muchos habían vivido hasta entonces, se hallaba por esos años en vías de extinción.

»Así y todo, su pesar era esa noche más patente que de costumbre. Se hacían muchas preguntas en voz baja y se respondían con monosílabos o negativas, como si trataran de averiguar algo entre ellos que, por lo visto, les tenía angustiados. A la amarillenta luz de las lámparas del vestíbulo se veían envarados y ojerosos y, como los recuerdo ese día, más parecían conspiradores que aristócratas.

»Sus señoras, en cambio, daban la impresión de estar muy serenas quizá porque sus maridos no les hablaban de nada importante. Atrapadas en sus vestidos cerrados hasta el cuello, se recomponían de vez en cuando los tirabuzones y mantenían conversaciones rutinarias al aire de los abanicos de nácar. En su honor debo decir que no se vestían con opulencia. Eran sobrias y frugales. Pensaban que los placeres eran la causa de la infelicidad humana, tenían el quietismo por el más deseable de los estados y miraban al cielo por un embudo.

»Pero no eran serafines. Con sus lenguas destazaban a quien estuviese en contra de la Iglesia o el Gobierno. Y eran, te debo decir, muy hipócritas. Se escandalizaban en público de conductas que sus maridos o sus hijos practicaban en privado y miraban con horror a quien se quitaba los guantes o enseñaba el cuello más abajo del pasapán. Leían la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, la Mística Ciudad de Dios, de Sor María de Agreda y, sobre todo, vidas de santos, entre los que guardaban admiración desmedida por San Agatón, papa, quien por lo visto había dicho que, para todo buen cristiano, las novedades debían ser rechazadas.

»El cuño del conservador es el miedo: a los audaces, a los rebeldes, a los inconformes. Por eso nunca pudimos vernos como semejantes. Nuestro mundo era el de los agraviados; el suyo, el de los satisfechos. Donde ellos veían virtud, nosotros veíamos atraso, y no acertaban a descubrir, menos aún a aceptar, su decadencia. Habían detenido la aurora, sugerida apenas en los días de la independencia de España, y a causa de ellos vivíamos alejados de la luz.

»Pero también es verdad que tampoco los liberales dábamos pie al término medio. Nos creíamos en el derecho de expulsar a los corruptos como ellos en el de aplastar a los rebeldes. Lo mismo que en todas partes. Nadie puede hablar propiamente de un país, así, en abstracto, pues lo común es que esté dividido en dos minorías irreconciliables. Montescos y capuletos, jacobinos y girondinos, yanquis y sureños, masones y jesuitas, cristianos y musulmanes, güelfos y gibelinos, qué más da. Es una ley natural: la vida entre perros y gatos no es muy distinta a la de los hombres. Cambiar el modo de pensar de un conservador es como empujar una carreta de bueyes barranco arriba. Cambiar la de un liberal, es querer detenerla barranco abajo.

»—Son lo que son gracias a los curas —decía esa noche doña Anita Arce, mujer impulsiva y sin censuras que escribía hojas anónimas con seudónimos masculinos.

»—¿Y qué esperabas? Es la simbiosis perfecta —comentaba doña Marta Paniagua, que estaba detrás de mí—. Los cachurecos usan a la Iglesia y la Iglesia les usa a ellos.

»Por entre diplomáticos ataviados con ropa de respeto, militares con sombreros de plumas, abogados de bombín, canónigos con cara de rezo y uno que otro jesuita, vi venir hacia nosotras a doña Soledad Moreno, la mensajera del club, una mujer extremadamente inteligente y arrecha.

»—Hay noticias —murmuró al pasar junto a nosotras.

»—¿Buenas? —preguntó, ansiosa, la tía.

»—En un ratito te digo —respondió doña Soledad guiñando un ojo—. Ahora tengo que dar un mensaje a las divas y a la orquesta.

»El mosconeo de las conversaciones se interrumpió de pronto cuando, por una de las puertas que daban al foyer, asomó un hombre de elevada estatura, todo vestido de blanco y adornado con unas enormes patillas en forma de hacha que le llegaban al mentón. Calzaba botas a la rodilla, una gran bufanda roja y, en vez de chistera o bombín, se cubría la cabeza con una especie de casco de cuero.

»Nada más reconocer a aquel pavo sin cola, pechugón y algo patoso, las quinceañeras que animaban el vestíbulo corrieron hacia el personaje arrastrando las alas y exhalando suspiros. Y no es que el señor fuera lindo, pero a las mujeres nos encandilan los hombres osados, y éste pertenecía a esa raza.

»Se apellidaba Esnaola y era piloto de globos aerostáticos. Había aterrizado en la ciudad con el aura de los héroes, pero lo cierto era que se ganaba la vida como los acróbatas y los malabaristas del Circo California, aquel que se instalaba en la Plaza de Toros desde Nochebuena a Carnaval.

»—Llegó de México hace dos días —dijo doña Anita Arce— y tiene anclado en el Potrero de Jáuregui un globo color ala de mosca, de seda china, cortada en gajos cosidos a mano. Llegas, pagas unas monedas y te subes. Pero el señor no suelta las amarras. El globo sólo se eleva un poquito y pasas un buen rato allá arriba, viendo los tejados de la ciudad.

»—Te subiste en él, de plano —aventuró la tía con sorna.

»—Pues sí.

»—¿Y cómo te fue en la excursión?

»—Me dio un poco de vértigo. Quiero decir, más que vértigo, sentí unas cosquillas muy ricas.

»La tía se echó a reír.

»—¿Y no se ha estrellado nunca?

»—Parece que sí, una vez. Cerca de San Juan Chamula, una aldea de indios tzotziles, en Chiapas. Pero ahí lo tienes, como si tal cosa. Ha de tener siete vidas.

»Esnaola se acercó sonriendo al grupo. En la penumbra del foyer, todo vestido de blanco, parecía un ángel de la milicia celestial. Me tomó de la mano, la besó y dijo una galantería a la tía Emilia. Pero a la tía no le gustaban los aeronautas. Ni los toreros. Ni los domadores de fieras. Ni siquiera las sopranos. En eso era más conservadora que un pontífice. Y si no rechazaba a Néstor era porque, antes que actor, era abogado y masón.

»Esnaola amenazaba con quedarse con nosotras toda la noche cuando la banda que amenizaba la entrada al teatro entonó La Granadera. Fue como si se hubiese anunciado que iban a quebrar una piñata. El público se movió precipitadamente hacia la puerta y allí abrieron un pasillo por el que, momentos después, desfilaba el presidente de la República, seguido del ministro del Interior, un señor de edad avanzada, de apellido Echeverría, totalmente calvo, de labios apretados y muy finos y unas patillas tan blancas que parecían espuma. Guardando las espaldas de uno y otro iban el Mayor General del Ejército y dos oficiales de alto rango.

»Doña Anita Arce se indignó.

»—¿Tú invitaste a ese horror de hombre a venir a nuestro recital? —le increpó a la tía Emilia.

»—Por Dios, Anita, ¿cómo se te ocurre decir eso?

»—Entonces, el muy cuerudo, se ha invitado solo.

»Los serviles aplaudían con vigor. Aquel hombre era su esperanza. Y como hasta en el desierto de Gobi suelen brotar los sobalevas, pronto se oyó el grito preferido del presidente, el que pronunciaba en actos públicos y en paradas militares.

»—¡Viva nuestro absolutismo! —cantó la estremecida voz de un aristócrata.

»Los conservadores atronaron el foyer con otro viva, al tiempo que don Vicente Cerna, alias Huevosanto, por la rosca que se traía con los jesuitas, sonreía sumergido en la oleada de afecto con que le arropaban los serviles.

»Don Vicente tenía de suyo expresión de Nazareno, pero esa noche parecía feliz. Saludaba, abrazaba, sonreía. Sucesor del general Carrera, fundador de la República, y veterano de la guerra contra Walker, el filibustero que quiso coronarse rey en Nicaragua, Cerna había sido en su juventud hermano lego de la Compañía de Jesús. Persona de extrema rigidez mental, además de corporal, era más feo que pegar a un padre, peor cuando forzaba la sonrisa, pues su rostro se transformaba en la viva imagen del estreñimiento. Tenía ya dos papadas, cabello repeinado y reluciente, una ceja algo caída, tendencia a mirarte de lado, como si no se fiara de ti, y el pavor teológico de los inseguros. Algo encogido sobre sí mismo, como si cargara un costal encima, sus movimientos eran limitados y cortos, en especial cuando movía el cuello. Y como aquí hacen chiste de todo, se decía de él que tenía tortícolis crónica de tanto volver la cabeza hacia la iglesia de La Merced, que era donde residían entonces los hijos de San Ignacio.

»Cerna era líder y esperanza de los ultramontanos y el más fiel sirviente del absolutismo. Y ante la indignación popular, había sido reelegido presidente en enero de aquel año de 1869 por una Cámara de Representantes dominada por los serviles. Sólo ellos le querían. El resto del país lo repudiaba por déspota, por feo y por ser más tedioso que un grillo.

«Ignoro cómo se mantenía en el poder. Sólo dos meses antes, un ex presidente colombiano, don Mariano Ospina, refugiado en Guatemala por motivos políticos, le había escrito una carta muy atrevida y muy franca, advirtiéndole de la situación que atravesaba el país. Cuatro quintas partes de la población, y en algunas partes del país las cinco quintas, estaban en contra del sistema, y lo expresaban sin rebozo en privado y en público. La Hacienda Pública era un nido de corrupción, el contrabando se había vuelto incontrolable y el ministro Echeverría, el de las patillas, era un anciano achacoso que debía ser jubilado por su incapacidad para sujetar la violencia. La administración de Justicia, seguía diciendo la carta de Ospina, estaba en el más deplorable abandono. No había Ejército digno de ese nombre que diera seguridad al Gobierno ni al país. Y la policía se encontraba en absoluto abandono. La situación del Estado, en fin, era tan alarmante y peligrosa que o se llevaban a cabo las reformas necesarias o el país podía caer en la anarquía.

»No creo que Cerna llegara a leer la carta, pero en su favor debo decir que era honrado y que no vestía del todo mal. Esa noche en concreto llevaba una levita con botonaduras doradas, pañuelo de muselina, chaleco granate, pantalón gris perla, galoneado en rojo de la cintura a los zapatos, y botines de charol. Caminaba con ademanes de archiduque y, cuando reconocía a una amistad, se detenía frente a ella, le decía cosas que yo no podía escuchar, debido al chunchún de la banda, pero que sobreentendía, pues, al cabo de unos momentos de charla, el servil cambiaba de expresión y adoptaba un gesto de dicha rastrera, como si sus temores se hubieran disipado de golpe y se encontrara en la antesala de la gloria.

»—El hombre no está seguro —dijo detrás de nosotras doña Cristina Saborio, esposa de don Miguel García Granados, líder de la oposición—. Y viene a que le den ánimo quienes carecen de él.

»Doña Cristina era una republicana entusiasta que había organizado el club y las colectas de fondos para ayudar e infundir aliento a los liberales desterrados del país o encerrados en el Castillo de San José. Hombres como don Manuel Larrave, don José María Samayoa, un señor de apellido Villalobos, las mejores cabezas del partido liberal, en fin, y correligionarios de los Estrada, los Barrundia, los Valle, los Diéguez, los Gálvez y los Molina.

»Una campanilla avisó que el recital iba a dar comienzo y don Vicente subió al palco presidencial, seguido por un jesuita que iba siempre atrás de él, como el ángel de Tobías, un hombre de cabellera aventada hacia atrás y expresión mirífica que dejaba a su paso un fuerte olor a rapé. El presidente se confesaba a diario con el esejota, comulgaba de su mano y, antes de dirigirse a palacio de Gobierno, asistía a La Merced para recibir consejo sobre qué decisiones tomar respecto a los asuntos más importantes del día.

»Las Damas del Amor Hermoso, la tía y yo nos dirigimos al pasillo que conduce a los palcos de platea, donde había uno reservado para las organizadoras del recital. El teatro estaba repleto. Tras los prismáticos de las damas, se palpaba su afán por curiosear la vestimenta y las joyas del prójimo, y bajo las pecheras blancas de los caballeros se podía advertir más de un secreto suspiro. El calor hacía grillar los abanicos, la platea se había impregnado con aromas de Jean Marie Fariña y del foso del proscenio ascendía ese coro de gatos melancólicos en que se convierten las orquestas cuando afinan antes de empezar.

»Busqué a Néstor ilusionada y, al no localizarle en la platea ni en los palcos, supuse que estaba en el gallinero y que tal vez nos buscaría en el entreacto. Pero me entristeció no verlo. El encuentro de la mañana me había hecho tan feliz que, mira tú qué tontería, sentí su ausencia como una infidelidad.

»El telón de boca se abrió y doña Leona Flores de Molina presentó a las dos sopranos. Lo hizo muy seria, debo decirte. Los conservadores habían asesinado a su papá en Quezaltenango, así que ya te puedes imaginar la cara que ponía cada vez que dirigía la mirada al palco del presidente.

»El aperitivo musical estuvo a cargo de don Pedro González, profesor de música, quien tenía interés en mostrar al público un nuevo instrumento llamado saxofón y con el cual interpretó un fragmento de la obertura de Guillermo Tell.

»Después actuaron las divas. Se llamaban Alida y Elvira, y mi tía había trabajado con ellas en la preparación del programa.

»Alida empezó cantando dos arias, una de La Sonnambula y otra de La Cenerentola. No recuerdo los nombres. Lo que sí tengo presente es que, cuando le llegó el turno a Elvira e interpretó el Caro nome, de Rigoletto, el público se conmovió tanto que se puso en pie y le tributó una ovación de escándalo. ¿Te gusta la ópera, Elena?

»—Prefiero la música sin palabras.

»—A Néstor, también. Mister Ross le aficionó a ella. Pero aquí sigue gustando más la ópera. Y en los años previos a la revolución, era de las pocas cosas que permitía verse las caras a liberales y conservadores. El Teatro de Carrera era la tierra de nadie donde no nos agredíamos, un espacio para la tregua, ya que no podía serlo para la concordia.

»Entre las piezas elegidas para el recital de aquella noche, la tía había incluido Di tanti palpiti, un aria de Tancredi. Los italianos la llaman el aria del arroz porque, siendo que les gusta poco hecho, se cuece en pocos minutos, el tiempo que tardó Rossini en componer la pieza. ¿Conoces el argumento? ¿No? Te lo resumo. Tancredi, un caballero de Siracusa injustamente acusado de traición, es enviado al exilio. Para reivindicarse y, a la vez, rescatar a su amada Amenaide de un matrimonio de conveniencia, dispone volver a Sicilia al mando de una fuerza militar. Desembarca en una playa y, al contemplar de nuevo su tierra, no puede dejar de expresar la profunda emoción que le embarga. ¡Oh patria, oh dulce e ingrata patria, por fin regreso a ti!, exclama Tancredi. ¡Yo te saludo, tierra querida de mis ancestros, beso tu suelo y en este, para mí, día tan sereno, mi corazón salta de gozo!

«Siempre que toco al piano esta pieza, me resulta muy difícil concluirla. Los recuerdos son a veces tan agresivos, tan sádicos… disculpa, Elena… soy de lágrima floja… y me da rabia, porque me hace sentir vulnerable, pero no puedo remediarlo.

»—Deberías descansar, Clarita. Ha sido para ti un día difícil.

»—Prefiero seguir hablando, me hace bien… Verás, el libreto de Tancredi está basado en un drama de Voltaire, lo que regocijaba aún más si cabe a las señoras del club. Imagínate al beaterío de la platea y los palcos disfrutando de una obra escrita por el mayor de los herejes. La tía había elegido la pieza a modo de metáfora para expresar con ella el deseo de que, al igual que el héroe siciliano, alguien invadiera el país y derribara al gobierno de Cerna.

»Pero el aria, compuesta para dos voces femeninas y arreglada como contradanza, nunca se llegó a interpretar esa noche. De repente, la orquesta comenzó a hacer sonar la fanfarria que precede al Ecco le trombe, otra de las arias favoritas del público guatemalteco y que demandaba con mucha frecuencia.

»Alida y Elvira clamaban ¡al campo, al campo!, a la lucha, al combate, con un ardor que contagiaba a todos. Nadie bostezaba, nadie tenía los ojos a medio cerrar. La mayoría había erguido el cuerpo y escuchaba al borde de la butaca la emotiva invocación guerrera.

»A mí, te juro, se me puso la carne de gallina. Y entre el paparapá de la fanfarria, las voces de las divas y el ritmo marcial del dueto, tuve la intuición de que allí estaba ocurriendo algo importante que yo no acababa de entender.

»Miré al palco de Cerna. A la escasa luz de las candilejas, el presidente y sus hombres parecían pájaros disecados. Pero entre las arrugas de los cortinajes pude ver al jefe de los servicios secretos, un militar de apellido Ortiz, quien susurraba unas palabras al oído del Mayor General del Ejército, el cual, a su vez, le pasó el mensaje al presidente, justo en el momento en que doña Soledad Moreno entraba en nuestro palco y le decía a doña Leona algo al oído.

»Doña Leona dio un pellizco a la tía y le contó el chisme. La tía Emilia se volvió a doña Anita Arce y le cuchicheó unas palabras. Y doña Anita, quien además de impulsiva era también muy mal hablada, se dejó decir en voz alta:

»—Ahora sí te jodiste, Huevosanto.

»Cerna se había levantado del asiento y abandonaba precipitadamente el teatro, seguido por el jesuita, el ministro Echeverría y los escoltas.

»—Alégrate —le dijo la tía Emilia a doña Anita—. Poco tiempo le queda al infeliz de andar por estos trigos.

»Yo seguía sin entender y no habría de hacerlo hasta más tarde cuando supe que el reemplazo de un aria por otra tenía el propósito de anunciar en clave la invasión del mariscal Cruz por la frontera de México y el primer ataque contra el Gobierno en Nentón, una aldea de las montañas de San Marcos.

»Una ingenuidad, si tú quieres, pero así éramos de cándidas entonces. El aria confirmaba la noticia que doña Soledad Moreno se había guardado de decirnos antes de que empezara el recital, la que mi tía había cotorreado por la mañana en secreto con el licenciado Solís, la que muchos liberales, presentes en el teatro esa noche, esperaban impacientes, y la que, en fin, los conservadores temían mientras esperaban a Cerna en el vestíbulo.

»El suceso, excuso decirte, conmocionó al país hasta sus cimientos. Una revolución estaba en marcha. Y yo me contagié de aquel espíritu con el fervor de una novicia».