Dos horas después de que Langosto se embriagara con sangre en el atrio franciscano, doña Genoveva Galindo, viuda de Espinosa, mujer enjuta y de mirada exigente, cabello sujeto con numerosas horquillas y una peineta de carey, despotricaba a todo pulmón ante la indiferencia de su hijo quien leía una octavilla mientras esperaba el almuerzo. Afuera, en el corredor, un loro murmuraba incoherencias y de vez en cuando soltaba una risotada estúpida.
—¡Esto ha sido cosa de los rojos! ¿Quién, si no esa escoria de gente, esa penca de criminales, podrían haber soltado un toro en medio de la ciudad?
Sin alzar la mirada del papel, Néstor murmuró con acento neutro:
—No hay que echar la culpa a quien no la tiene, mama. El toro se escapó de los corrales y no hay más historia que ésa.
—¡Eso es lo que tú crees! Soltaron al animal para crear el caos. Querían sangre, los canallas. ¡Y vaya si la tuvieron! ¡Una persona muerta y no sé cuántos heridos! La mano de Satanás está atrás de esos cobardes que conspiran contra la patria y contra todo lo sagrado.
—Fue un accidente, mama. No le busques cinco pies al gato, que sólo tiene cuatro.
—¿Sabes lo que dice Rafa? Que fue un aviso de Dios y que, como no hay mal que por bien no venga, hay que tomar nota del apercibimiento. Dios se expresa a veces en forma misteriosa.
—Y mi hermano es, por supuesto, su intérprete.
—¿Y eso te molesta?
—En absoluto, mama —dijo Néstor, muy serio.
—Más te vale —reafirmó, en tono autoritario, doña Genoveva—. Lo del toro es sólo un mensaje de lo que podría sucederle al país si los liberales llegaran al poder. Como bien dice tu hermano, esto es lo que sucede cuando se deja en libertad a las bestias: que destruyen todo lo que tocan.
—Ah, las traducciones de Rafa. A su lado, San Jerónimo era un inculto escribano.
Doña Genoveva se puso rígida ante la ironía, y un frunce de fiereza asomó a su rostro afilado y severo. La muerte de un marido a quien no amaba, y a quien había condenado a tener amores clandestinos tras el parto de Néstor, no le había concedido ninguna serenidad. Su vida se centraba ahora en salvar a su hijo del demonio y las mujeres. Y ya que no había podido hacerle franciscano, esperaba de él que, al menos, llevara una vida devota.
—-Ten cuidado cuando hables de Rafa. Tu hermano es un hombre de Dios, alguien que sabe muy bien lo que dice.
Hizo una marcada pausa y luego agregó en tono herido:
—No como tú.
—Va, pues, ya tuvo que salir aquello.
—¡Ya salió qué!
;—Nada, mama. Sólo quería expresar mi honda satisfacción por que mi hermano haya sido bendecido con el don de lenguas.
—¡No te hagas el gracioso!
—Trato de no serlo, mama, pero es que Rafa ve siempre pulgas donde no las hay.
La viuda se disponía a contestar cuando una joven muy delgada, de tez pálida y cabellos lustrosos y muy negros, entró en el comedor portando una sopera. Los descalzos pies de la muchacha asomaban bajo una blanquísima saya de merino en cuyo interior crujía un fustán. Aquel rumor de entretelas almidonadas despertaba las mariposas que dormían en el vientre de Néstor y le dejaban el resto del día a merced de una exasperante agitación.
Sin perder la severidad de su gesto, doña Genoveva se sirvió el caldo de frijol y le agregó unos pedacitos de pan.
—Trae más limonada, Catalina —ordenó a la joven.
Néstor suspiró en silencio. Le seducían aquellos ojos oscuros y aquella sonrisa cómplice con que Catalina le miraba. No era amor, lo entendía bien, era sólo deseo, dulce deseo. La muchacha, además, se desvivía por él. Esperaba a que llegara a casa para llevarle la ropa limpia a la habitación y se quedaba ordenándola más tiempo del necesario. O llamaba a la puerta para preguntarle si quería rosa de Jamaica recién hecha o decirle que iba a salir y si deseaba que le trajera alguna cosa.
Aquella actitud solícita, y los roces en el hombro o en los brazos cuando le servía en la mesa, le habían hecho pensar que Catalina habría acudido con beneplácito a su lecho. Pero nunca había tenido el valor de tomar la iniciativa. Sabe Dios qué habría sido capaz de hacer doña Genoveva de haberlos hallado juntos.
—-¿Qué papel es ése? —preguntó doña Genoveva en tono de juez.
—Nada que tú quieras leer, mama. Una hoja impresa que llegó al bufete esta mañana.
Néstor tomó el cucharón para servirse, y aprovechando que su hijo había soltado el papel, doña Genoveva se lo arrebató con un gesto de autoridad.
—¿Qué haces, mama? ¡Dame eso!
La viuda leía con avidez al tiempo que su rostro se enrojecía de cólera.
—Geología —dijo en voz alta—, moderna ciencia cuyos hallazgos confirman que el Génesis es una fábula. Éstas son las porquerías que te gusta leer, ¿verdad?, estos papeles que se burlan de la religión. ¿Qué es un teólogo? Un señor que, cuando alguien enciende una candela en la oscuridad, viene y sopla. ¡Qué asco! ¿No te da vergüenza?
—¿Por qué habría de avergonzarme? No soy yo quien escribe esas cosas.
—Pero te divierte leerlas, ¿no es así?
Catalina volvió a entrar con una jarra de limonada. La mirada de Néstor se cruzó con la de la joven y ésta le sonrió, pero doña Genoveva no era mujer que permitiera distracciones cuando enjaretaba una filípica.
—¿Me has oído? —le gritó a su hijo.
Del corredor llegó hasta ellos el destemplado falsete del loro gargareando la donna é mobile. Doña Genoveva se abalanzó sobre un pedazo de pan y se lo arrojó con furia al aprendiz de tenor.
—¡Un día le voy a cortar el pescuezo!
—Cálmate, mama. No es más que un loro.
—¡Cómo quieres que me calme si no me prestas atención!
—Lo siento, ¿me decías?
—¡Estos papeles! —dijo agitando la hoja—. Te agradan y estás de acuerdo con ellos, ¿no es cierto?
—No necesariamente. Confieso que algunos son buenos, pero sólo algunos —dijo Néstor con expresión de canónigo.
—¿Cómo puedes decir tal cosa? ¡Los escriben gente corrompida que se ha propuesto abolir la religión en Guatemala!
—Hasta donde yo sé, eso no es verdad.
—¡Claro que lo es! Quieren expulsar del país a los ministros de Dios, abolir el culto, erradicar nuestras tradiciones. ¿Cómo puedes leer estas blasfemias sin sonrojarte?
—Con los ojos, mama. Las leo con los ojos. Quiero decir, con el cerebro, pues los ojos no leen. Sólo miran. Es el cerebro el que lee.
—¡Desventurado! ¿Pretendes burlarte de mí, decirme que soy una estúpida? ¿Qué manera es esa de contestar a tu madre?
—No he querido decir eso, mama.
—Claro que sí —dijo muy sofocada doña Genoveva—. Eres igual que todos esos que se dicen ilustrados y modernos que se burlan de todo lo sagrado. ¡Habéis leído cuatro libros y ya os creéis Aristóteles!
—Dios me guarde, mama, de creerme ese señor. Hace tiempo que el mundo va por otro lado.
—¡Y tú qué sabes hacia dónde va el mundo!
—Sé que va justo en dirección opuesta a la que señalan mi hermano y sus cuates.
—¿Cómo te atreves? ¡La Compañía de Jesús sabe más que tú y que nadie de estas cosas! Se instituyó para orientar, educar y hacer el bien a la humanidad. Pero eso es algo que nunca podrás entender.
—Yo sólo entiendo que el país estaría mucho mejor si el ardor de la Compañía de Jesús por promover el bien fuera tan grande como su vehemencia por combatir el mal.
—¡Calla, blasfemo!
Néstor hizo un gesto de resignación.
—Hablemos de otra cosa, ¿sí?
—¿Y de qué podemos hablar tú y yo? ¿Qué tenernos en común, salvo el haberte engendrado? Desde que viniste de Londres no has ido una sola vez a misa ni has visitado una iglesia. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
—No lo sé, mama. No lo recuerdo.
Doña Genoveva se detuvo, tomó aliento y bajó el tono de voz.
—¿Qué te hicieron en Londres, hijo? ¿Cómo es posible que cambiaras tanto en dos años?
Néstor enderezó la espalda y envió a su madre un gesto de cariño.
—Todos cambiamos, mama. A todos nos pasa factura lo que vemos y lo que aprendemos. El saber modifica nuestra visión del mundo y de las cosas.
—¡Un saber degenerado que pretende convertir este país en Sodoma y Gomorra!
—No exageres, mama.
Doña Genoveva frunció los labios con mal contenido despecho.
—¿Sabes una cosa? Hay días que me pregunto qué es lo que haces aquí.
Néstor dejó que entre él y su madre se interpusiera por unos momentos el tran tran del reloj de pared. Después dijo:
—Yo también me lo pregunto a veces, no creas.
—¡Eres igual de cínico que tu padre!
—Mama…
—Cínico y descreído. Ni siquiera llevas una medalla al cuello. ¿Qué has hecho con todas las que te regalé de niño? —dijo con mirada exigente.
—Sabes que no me gusta llevar cosas colgando.
—Una medalla no es una cosa.
—No lo es. Estoy de acuerdo. Perdón, mama, pero me tengo que ir.
—¿Adonde?
Néstor adoptó un gesto de fatiga mientras sus ojos se posaban en las caderas a medio perfilar de Catalina y en sus diminutos senos. Y cuando la muchacha cruzó la puerta, y observó su silueta al trasluz, tuvo la impresión de que un polen luminoso envolvía su figura.
—Al bufete, mama —respondió, sin dejar de mirar a la puerta—, ¿adonde quieres que vaya a estas horas?
—¡Siempre te me escurres cuando te hablo de cosas importantes! ¡O me ignoras! ¡O no me escuchas! ¡Ay Señor misericordioso! ¿Por qué has dividido mi casa así? ¿Qué he hecho yo para que me castigues con esta penitencia? —exclamó doña Genoveva, mirando al techo con expresión de Virgen Dolorosa.
«Si entendí bien La vida es sueño, lo que Segismundo quería decir es que la memoria se nutre de vivencias que, tiempo adelante, nos parecen sueños. Así al menos recuerdo yo aquella mañana de marzo, cuando abandonamos el despacho de don Ernesto y cruzamos la ciudad en el victoria. Aturdida aún por los efectos del desmayo, me sentía como recién salida de un sueño bruscamente interrumpido y con la vaga sensación de no saber si me encontraba de este lado de la realidad o en medio de una alucinación.
»La gente correteaba por las calles como si el incidente del toro no hubiese sido fortuito, sino el principio de una secuencia de sucesos que esperaba o, en cualquier caso, deseaba que ocurriesen. La sangre parecía haberles liberado de ciertas ansias ocultas, lo que se traducía en gritos atrevidos y una especie de euforia irreverente, hecha de risas abiertas, carreras sin ton ni son, juegos y premuras impropias de una ciudad dominada por la sumisión, el hastío y beatas como la madre de Néstor.
»Porque doña Genoveva era un cilicio, te juro. Y de alambre de púas, para más dolor. Mortificaba a su hijo día y noche con asuntos que él prefería no tocar. Pero ella estaba dispuesta a impedir como fuese que se lo arrebatara la barbarie, según sus propias palabras. Este es un país matriarcal y doña Genoveva parecía su patrona, una mujer cerrada, como la ciudad, como las mentes de los clérigos, como los portones del poder.
»Néstor era, así y todo, irreductible. Amaba a su madre, no quería pelear con ella y trataba de eludir los pleitos con el histrionismo propio de un actor.
»Un día, doña Genoveva juró retirarle la palabra para siempre si no se iba a confesar a La Merced delante de ella. Y él, como era así de payaso, se puso ante su madre de rodillas y le dijo:
»—Penitente y humillado, con la mano aquí en mi pecho, y la mirada en el techo, te confieso mis pecados.
»Doña Genoveva le retiró la palabra durante una semana. Pasaba por su lado sin mirarle y apartaba el rostro cuando Néstor le intentaba dar un beso. Un plato, la buena señora. Se pasaba las horas en La Merced, rezando rosarios, triduos y novenas, y cuando regresaba a su casa se encerraba en un pequeño adoratorio tapizado de estampas con veladoras encendidas, escapularios colgados y una imagen de San José de Calasanz. Arrodillada en su reclinatorio, oraba y leía libros devotos durante horas. Por la salvación del alma de Néstor, claro, pues la salvación de la suya la tenía por muy cierta.
»Su marido le importó siempre muy poco. El día que el infeliz murió no derramó ni una lágrima. Sólo había sido un instrumento para concebir hijos, un fecundador, no un compañero de vida. Pero así era doña Geno. Creía estar en contacto con poderes fuera de este mundo que sólo eran concedidos a personas como ella y que justificaban el dominio que ejercía sobre sus hijos.
»Néstor hacía cuanto estaba de su mano por no herirla, pero, dueño ahora de una espiritualidad y una conciencia moral diferentes, chocaba con las convicciones de su madre, y siendo más inteligente que ella, escondía su inconformidad con evasivas y bromas».
Néstor se levantó de la mesa y se dirigió a su cuarto, perseguido un paso atrás por los aspavientos y las demandas de su madre.
—¿Qué vas a hacer los viernes a Las Acacias? —le inquirió, de pronto, doña Genoveva.
—¿Las Acacias? ¿El establo que está a la orilla del camino que lleva a los Baños del Administrador?
—Ése.
—¿Donde alquilan toda clase de carruajes?
—Sí.
—¿Y caballos y mulas de silla?
—¡Sí, ése! —bramó la viuda, irritada—. ¿Con quién te juntas allí los viernes?
Néstor detuvo sus pasos, se volvió hacia su madre y se quedó unos segundos inmóvil. Su rostro había adquirido una repentina expresión de sorpresa, como si en su mente hubiera tenido lugar una revelación. Pero, con la misma rapidez que aquélla le había llegado, la desechó haciendo un gesto de impotencia.
—No sé de qué me hablas, mama —dijo, reemprendiendo la marcha por el corredor.
Doña Genoveva montó en cólera y corrió hasta plantarse delante de Néstor.
—¿Qué madre crees que tienes? ¿Qué piensas, que no sé en qué turbios asuntos andas metido?
Néstor se volvió a detener.
—Me has estado siguiendo —le dijo, malhumorado.
—No.
—Entonces has hecho que me sigan.
—Tampoco.
—No mientas, mama.
—Está bien —concedió doña Genoveva, en tono soberbio—. He hecho que te sigan. ¿Y qué? ¿Por qué me miras así? ¿Tengo monos en la cara?
Néstor no respondió. Se alejó de su madre murmurando frases ininteligibles, llegó a la puerta de su cuarto, tiró con rabia del picaporte y entró.
Un armario de madera, un gavetero, una pequeña cama y una estera de petate era todo el mobiliario de la estancia.
Néstor descolgó un morral de lana que pendía de la pared y, con rápidos movimientos, sacó de un cajón una túnica, unas barbas postizas, unos forros de piel de cabra, una peluca y unas cadenas y lo metió todo en la bolsa, al tiempo que decía:
—Los viernes no voy a ningunas acacias ni a ningún establo, mama. Voy al teatro de la calle del Cuño.
—¡Mientes! —dijo la viuda con rabia—. ¡Mientes como mentía tu padre!
Néstor se colgó el morral del hombro y, en un tono de voz con el que rehusaba a contagiarse de la emotividad que su madre imprimía a la conversación, dijo con una sonrisa:
—Tengo que volver al despacho, mama.
Doña Genoveva le cortó el paso.
—Dame la llave —le ordenó con fiereza.
—¿Qué llave?
—La de la casa.
—Pero, ¿por qué?
—Si hoy vuelves a ese lugar, no quiero verte más aquí.
¡Vamos, dame la llave!
Néstor dudó por un momento hacer lo que su madre le pedía, pero al fin sacó la gruesa llave del morral y se la tendió a doña Genoveva. Ella alargó el brazo para tomarla, pero Néstor la retiró dejando a su madre con la mano extendida.
Doña Genoveva se puso histérica.
—¡Dame la llave, te digo!
—Mama, por favor, no seas así…
—¡Júrame que no irás a Las Acacias esta noche!
—Jurar es pecado, mama, y tú lo sabes.
Néstor miró por encima del hombro de su madre y, adoptando un gesto de contrariedad, exclamó:
—¿Y tú qué haces aquí?
Doña Genoveva volvió el rostro hacia la puerta, pero no vio a nadie, y cuando vino a percatarse, Néstor había escapado del cuarto tras eludir con un quiebro a su madre y hacerle una carantoña al paso.
—¡Néstor, vuelve acá!
Pero Néstor corría ya a grandes zancadas por el corredor en dirección a la puerta.
Cerca del zaguán, se cruzó con Catalina y, al pasar junto a ella, le envió una sonrisa cómplice. Ella se la devolvió sin rebozo, como si compartiera la travesura con él. Después, sin prestar atención a los furiosos y desesperados gritos de doña Genoveva, Néstor abrió el portón y abandonó la casa de su madre.
En el patio, el loro entonó la donna é mobile y, cuando Catalina pasó por su lado, la piropeó con un silbido procaz.
«De vuelta ese día a casa, la tía Emilia insistió en que nos detuviéramos a comprar unas partituras en la tienda de don Carlos Heike. Yo sólo deseaba recostarme y dormir, pero estaba de Dios que aquél no fuese un día apacible y que lo que quedaba de él fuera todavía más zarandeado de lo que hasta entonces había sido.
»Como a las cinco llegó el Bösendorfer. Lo trajeron en una carreta de bueyes, de aquellas cubiertas con cuero vuelto que subían en caravana desde el Puerto de San José. Unos indios lo metieron en la casa, lo desembalaron y lo dejaron en el salón de visitas, donde teníamos un viejo clavicordio que sonaba a maullido de gato y en el que yo había aprendido a tocar, lo que es mucho decir, pues nunca me gustó hacerlo. El piano era una maravilla de color caoba, con dos patas torneadas al frente y un delicioso aroma a madera recién aserrada.
»Cuando los cargadores se marcharon, la tía cerró por dentro el salón y, con mucho misterio, me pidió en voz baja que la ayudara a desmontar el tablero situado sobre los tres pedales del piano. Lo hicimos sin dificultad y entonces, ante mis ojos, apareció la razón de haber ido ese día a pedir a don Ernesto que nadie metiera la mano en el Bösendorfer.
»Nunca se lo llegué a decir, pero estoy convencida de que la tía Emilia había comprado el piano más por lo que venía oculto en su vientre que por reemplazar el viejo clavicordio. Su marido había sido ministro de Mariano Gálvez y, como buen masón que era, tenía una biblioteca en la que atesoraba la mejor colección de libros prohibidos del país. Los había ido trayendo de México, Francia, Estados Unidos, de donde podía. Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Weishaupt, Descartes, Diderot, Siéyes, todas las mentes <diabólicas> de este mundo, como les decían los jesuitas, se alineaban en aquellos anaqueles que mi tía cuidaba con esmero, no sólo porque amaba los libros, sino porque deseaba preservar en ellos la memoria de su esposo.
»Buen número de aquellas obras evocaban las gestas y el espíritu de los viejos liberales, desde la forja de la independencia de España hasta la derrota en 1838 por los conservadores, cuando la llamada República de Centroamérica dejó de existir. El padre de la tía Emilia había entrado también libros de contrabando y tenía a gala contar que había sido el primero en traer al país La declaración /le los derechos del hombre y el ciudadano, impresa en una docena de abanicos.
»La tía, pues, se limitaba a mantener viva una tradición familiar que databa de los días de la Revolución Francesa, y que consistía en oponerse al despotismo monárquico y a la alianza entre el trono y el altar. No tenía nada contra la doctrina cristiana. Sólo decía que todo lo que de bueno tenía la Iglesia lo echaban a perder sus clérigos cuantío se amancebaban con el poder e intervenían en la vida pública.
»Pero no quiero seguir teniéndote en ascuas. Lo que el Bösendorfer albergaba era algo que la tía esperaba con ansiedad desde hacía algún tiempo. Nada menos que las obras completas de Ponson du Terrail, el autor más leído en Francia. El protagonista, un extravagante aventurero llamado Rocambole, era un tipo que se había convertido en paladín de los oprimidos y los miserables, pero sus aventuras estaban prohibidas en Guatemala por ser dañinas para nuestra salud moral. De hecho, una de las primeras medidas de los conservadores cuando llegaron al poder fue emitir un decreto que prohibía importar toda clase de libros que hubiesen sido vetados por la autoridad eclesiástica. Y como aquí sólo se imprimían catones, novenarios, almanaques y cartillas de San Juan, ya te puedes imaginar la clase de bomba que escondía el Bösendorfer.
»La tía Emilia saltaba de gozo. Tomaba los libros en sus manos, los besaba, los apretaba contra el pecho y los acariciaba como gatitos. Y cuando por último extrajo del piano La dama de las Camelias y Madame Bovary, dos novelas que la censura había tachado de pornográficas y peligrosas, se dejó caer en el sofá muerta de risa.
»La tía era una mujer muy especial. Gozaba como una niña cada vez que burlaba la vigilancia del Gobierno. Había sobrevivido a tres décadas de censura conservadora, pero nadie había sido capaz de amargarle la vida. Tenía el talento suficiente para no dejarse derrotar por nada. Nunca permitió que las prohibiciones la subyugaran al punto de anular su libertad y jamás la asfixiaron los reveses. Resolvía los problemas haciendo punto de cruz y tenía la virtud del buen humor. Comparaba la vida con un carrusel de feria. Al cabo de muchas vueltas, ya sabes más o menos lo que va a venir, decía. No importa dónde te bajes del carrusel, en qué país o en qué siglo. Siempre encontrarás las mismas cosas. La tierra seguirá temblando cuando cambie de postura, los volcanes escupirán ceniza cada vez que se sientan mal del estómago y los hombres seguirán cometiendo toda clase de infamias. No hay experiencia más gloriosa, me decía, que un hombre te bese y te toque.
»Y a pesar de que su esposo había muerto hacía más de diez años, todavía valoraba esa vivencia como lo mejor de su vida. Tenía una gran energía vital, tanta que, una vez extraídos los libros del piano, empezó a meterme prisa para que me arreglara y nos fuéramos al teatro a escuchar el recital de dos sopranos, venidas de Italia con la compañía de Tomasso Passini y organizado por la Asociación de Damas del Buen Coraje y el Amor Hermoso, a la cual pertenecía.
»Era un recital benéfico y sin muchas pretensiones, pero hacía meses que no actuaba en Guatemala ningún cantante extranjero y la asociación de damas había logrado vender todas las entradas para esa noche, gracias a la colaboración del empresario del teatro, don Manuel de Lorenzo.
Y la tía Emilia no podía faltar. Necesitaba compartir con sus amigas la llegada de los libros y el éxito de la función benéfica.
»Por tu gesto, intuyo que nunca oíste hablar de las Damas del Buen Coraje y el Amor Hermoso. No te culpo, siempre fueron… fuimos, muy reservadas. Pero, si te lo puedes creer, era un grupo de amigas que recaudaba fondos para la causa liberal. Se reunían en diferentes casas para evitar suspicacias, portando siempre sus bolsas de costura. Se hacían, para disimular, las santurronas, yendo a triduos y novenas. Y el dinero que lograban reunir en actividades como la del recital lo invertían en auxiliar a los liberales en prisión, a financiar la edición de hojas clandestinas o a sostener a las familias de los condenados por el régimen conservador.
»Cuando mi tía me contó por primera vez estas cosas, me vino ese cosquilleo que se siente cuando entras de golpe en la vida y en los secretos de la gente adulta. Y entre eso y que deseaba volver a ver a Néstor, decidí acompañar a la tía Emilia a pesar de que me sentía como un trapo.
»Y así fue que dio comienzo la aventura de una noche que ni el genio de Ponson du Terrail hubiera sido capaz de imaginar para su famoso y celebrado Rocambole».