1. Un toro anda suelto

Nueva Guatemala de la Asunción,

ocho años antes

No era todavía un país, por más que se esforzaba en serlo. Era un paraje remoto de geografía montaraz donde una aristocracia indolente gobernaba de la mano de generales y obispos a un pueblo embrutecido por la ignorancia y la superstición. La conciencia de soberanía estaba limitada a unos pocos. Los símbolos de la República se ornaban con mensajes sagrados. En su enseña aún tremolaban, insertos, los listones rojo y gualda de la bandera española. El himno nacional no existía. Y a falta de otro recurso para expresar su patriotismo, una minoría inconforme cantaba La Marsellesa, en tanto una mayoría devota salmodiaba con fervor la Salve.

El quietismo tutelaba aquel postergado territorio de soledades oceánicas y de ignorancias recíprocas donde el tiempo, como dimensión de la vida, carecía de entidad. Todo era allí parsimonia y espera. Sus escasos y dispersos habitantes sobrevivían en estado natural y tan apartados unos de otros que apenas se conocían entre sí. El territorio carecía de ferrocarriles, telégrafo, industrias y agua entubada. Las noticias se difundían con palomas y caballos. El correo del exterior llegaba una vez al mes. Y las diligencias se movían por imposibles caminos a razón de diez kilómetros por hora. La libertad era nula. El orden, precario. La justicia, parva y pobre. Y los jueces tan escasos que las personas no temían a las leyes, sino al castigo corporal de los caciques y a las truculentas admoniciones de los clérigos. De ahí que las agresiones y afrentas se resolvieran a menudo en duelos ilegales o tomándose cada uno la justicia por su mano.

En el corazón de aquel territorio se asentaba un valle, llamado de la Ermita, y en un extremo del mismo, una pequeña ciudad. Monástica y provinciana, vivía casi exclusivamente del comercio, la cochinilla y unas pocas actividades artesanales. Quienes la visitaban decían de ella que era triste, desaseada y hostil. Muy pocos hablaban idiomas, a los extranjeros se les tenía por herejes y las posadas carecían de confort. Sus casas, sobrias y sin estatura, se alzaban por lo común en torno a un patio al cual daba sombra un sauce, un encino o un frutal. En algunas calles crecían naranjos cuyas fragancias ahogaban los hedores más hirientes. Otras no tenían más adorno que la alfombra de lechuguilla que emergía de los desagües a ras de tierra.

Mas con todo y sus áreas despobladas, sus semovientes sin custodia, sus charcas, sus inmundicias y sus tapias encaladas que le daban en algunas partes un aire de cementerio, la ciudad tenía veinticinco fuentes públicas, una plaza de toros, veintidós iglesias, monasterios y conventos cuyas dimensiones abrumaban la modestia de las casas, un teatro que evocaba el Partenón (según la minoría irreverente) o el templo de la Madeleine (según la mayoría devota), y una gaceta semanal que difundía noticias tales como el anuncio de algún jubileo, el extravío de un reloj de bolsillo o el número premiado de la lotería de La Habana.

En su Plaza de Armas, cuadrado perfecto, espejo del orden y la no contradicción, cuatro grandes edificios encarnaban los cuatro poderes que regían la pequeña ciudad-estado: el Comercio, el Cabildo, el palacio de Gobierno y la Catedral, el más ostentoso e imponente de los cuatro.

Los tres primeros eran de una sola planta, de fachadas casi iguales, con blancos y monótonos arcos que le daban al recinto la apariencia de un claustro descomunal. Y en el centro geométrico de la plaza se alzaba una fuente de piedra dedicada en su día al rey de España y usada ahora como elemento decorativo o acaso como memoria de un tiempo que los cuatro poderes se resistían a borrar.

En su frialdad y su simpleza, el conjunto era el vivo reflejo de una sociedad cerrada y obtusa y de unas élites inspiradas en un mercantilismo temeroso y mezquino, un despotismo trasnochado y una tradición religiosa que rondaba el fanatismo.

Su reclusión, así y todo, no se debían al acaso. La ciudad se hallaba a la defensiva desde los días del desmembramiento de la América Central, unos treinta años antes, cuando los enconos entre las provincias derivaron en la prolongada guerra que balcanizó la región. Ceñida por un cinturón de espeluznantes barrancos que hacían las veces de foso, su único acceso franco estaba situado al sur. Un campamento militar y un baluarte artillado, construido sobre una colina, montaban guardia permanente allí. Prisión de muchos y desasosiego de todos, la fortaleza protegía la ciudad, además de un fuerte, llamado de Matamoros, cinco guardas periféricas que, a modo de atalayas, vigilaban los precipicios y cerraban el ingreso o la salida a la hora del ocaso. De esas guardas, a su vez, partían sendas trochas que, luego de serpear hasta la sima de los abismos, volvían a ascender del otro lado para enlazar allí con los caminos que conducían al Atlántico, las Verapaces, El Salvador, México o el Llano de la Virgen, la planicie que a modo de vestíbulo arbolado se tendía más al sur.

Por su condición levítica y su personalidad mojigata, la ciudad apenas permitía fiestas que no fuesen religiosas, pero, algunos días del año, el Cabildo soltaba, con la debida licencia eclesiástica, un becerrillo con pañuelos atados al cuello para que la gente joven se divirtiera, quitándoselos uno a uno. El torito era inofensivo y sólo ocasionaba uno que otro revolcón a los audaces. Pero el animal que escapó aquel día de marzo de 1869 de los corrales de la plaza no era ni de lejos «el toro de los muchachos», como le decían a la res, sino un bicho aterrador de cinco años y unas mil libras de peso.

Quién sabe qué cóleras íntimas guardaba o qué mosca le picó ese día, pero lo cierto fue que, pese a haberlo traído de la Costa Sur mancornado en un jaulón, con uno de los pitones sujeto a una pata delantera, el toro se zafó de la atadura, atropelló a uno de los caporales que cuidaba la descarga y corrió como perro sin dueño hacia la confiada e inadvertida ciudad.

«—Le conocí en los oscuros días de la teocracia conservadora, cuando la vida no le había aún endurecido, si bien decir que le conocí a fondo tal vez sea una exageración. Nunca llegas a conocer del todo a nadie. Mi tía Emilia solía decir que si quieres entender a una persona debes antes descubrir cuál es su animal interior: una perica, un alacrán, un cordero o un toro bravo. Yo nunca supe cuál era el de Néstor. Siempre fue muy reservado y celoso de su intimidad.

»—¿Se llama así?

»—Ese es su nombre, Néstor Espinosa. Su carácter cambió con el tiempo, pero, por aquellas fechas, era de ese tipo de hombres que, sólo verlos, te alegran la vida. Tenía un aire de desamparo que me parecía conmovedor y, a diferencia de otros jóvenes de buena presencia, no iba tras las niñas de familias bien con el propósito de medrar. El estaba hecho de otro barro. No respiraba a gusto en la puritana atmósfera de aquellos días, muy a pesar de su madre, una señora de expresión avinagrada y más beata que una monja de clausura. La buena señora había prometido a la Virgen del Rosario que, si tenía dos hijos varones, uno sería franciscano y el otro, jesuita. A Néstor le tocó ser el franciscano y quiso ponerle Buenaventura. El padre, que no era muy religioso, se opuso. Discutieron, se enojaron y, al cabo de mucho tú por tú, acordaron ponerle Néstor de nombre. Ella, en memoria de un obispo martirizado por Nerón. El, en homenaje al valeroso y sabio personaje de la Ilíada. Ya sabes, esas cosas de los nombres con dos significados.

»Néstor trabajaba de meritorio en el bufete de don Ernesto Solís, nuestro abogado, quien administraba las rentas de la finca y las dos casas que mis padres me habían heredado. Se esmeraba muchísimo por que nuestras visitas fueran agradables, pero su relación con la tía y conmigo era lejana y cortés. Buenos días, buenas tardes, qué gusto verlas de nuevo, ahora mismo las atiende el licenciado. Y desde que le conocí en el bufete, ejerció sobre mí cierta atracción… No, no es verdad. Estaba enamorada de él, perdidamente enamorada. Néstor seducía por lo apacible de su carácter y el encanto de sus maneras. Usaba los silencios con elegancia y no ofendía con ellos. Pero su rasgo más acusado era una fresca sensación de libertad que, sin el quererlo, reñía a menudo con su estirada compostura de abogado.

»Cuando la intimidad me permitió conocerle mejor, comprendí que era como el pájaro que quiere abandonar el nido y prueba una y otra vez la fuerza de sus alas. Le gustaba experimentar, elegir: esa fruta, aquel camino. No le encontraba sentido a la repetición. Se había dejado de confesar por eso, porque decía siempre los mismos pecados y le asignaban siempre la misma penitencia. Otro tanto le ocurrió con la misa y el rosario. No podía soportar el rito ni la monótona repetición de lo inmutable. Fiel a su libertad interior, era incapaz de respirar sin ella. La necesitaba para ser quien quería ser y no para lo que los demás querían que fuese. No podía sufrir que le dijeran cómo debía ordenar su vida y todo hombre con un genio así suele ser imprevisible. Recién venido de Londres, se hizo miembro de un furtivo club de debates, sólo porque estaba prohibido. Y le fascinaba montar a caballo y perderse en los barrancos sin otro propósito que explorar espacios nunca hollados y senderos que sólo conocían unos pocos.

»La vaguedad de sus respuestas, a veces, y la opacidad de su carácter, otras, me hizo creer por un tiempo que era una persona distraída. Estaba equivocada. Néstor era un hombre que desconocía aún su propio misterio. De ahí su prudencia en todo lo que decía y hacía.

»Nunca osaba pasarse de la raya. No en el mundo real. Por eso le gustaba el teatro, un arte tras el cual podía esconder sus escrúpulos y sus dudas. El justificaba esa afición diciendo que un buen abogado necesitaba ser un buen actor y que el teatro es el lugar idóneo para aprender a utilizar la voz, ya fuera para irritar, conmover o persuadir. Ahora pienso que también lo hacía para liberar sus emociones. A Néstor no le hacía falta impostar una voz tan hermosa como la suya, de timbre robusto y entonación reposada: actuaba en el teatro para huir de su encierro interior. Y todo era salir a escena para que se sintiera totalmente libre, por más que esa libertad la viviese en el ficticio mundo de un escenario.

»Eso era Néstor en aquellos días. Me llevaba cinco años y era espontáneo y natural, no obstante el aire de mayordomo de cámara que adoptaba en el bufete. Tenía la nariz pequeña y unos labios gruesos y encendidos que, cuando los tenía cerca, ejercían sobre mí una atracción perturbadora. Yo hacía cuanto estaba a mi alcance por que entrara en confianza conmigo, pero él no lo permitía ni mostraba mayores deseos de estrechar nuestra relación, si es que se podía llamar así aquella cosa. Se limitaba a mirarme a hurtadillas mientras yo esperaba a que la tía despachara con don Ernesto y, si en algún caso, nuestras miradas llegaban a cruzarse, todo cuanto se le ocurría hacer era animar brevemente la expresión de su rostro».

Cuatro caporales se fueron tras el toro bravo, tratando de llamar su atención con silbidos y gritos. Pero el cornúpeta, Langosto de nombre, testuz rizada, cuerpo lustroso y pitones como dagas, uno de ellos astillado a causa de las embestidas al jaulón, desoyó la alharaca de los mozos y emprendió una desenfrenada carrera hacia la iglesia del Calvario. Allí intentó cornear a uno de los bueyes que rumiaba tendido en el pasto, cerca del medio centenar de carretas toldadas venidas dos días antes del Puerto de San José. El buey se levantó de un salto y esquivó la embestir-a con inusitada destreza, al tiempo que sus compañeros mostraban con mugidos su repulsa hacia aquel congénere incivilizado y cimarrón que correteaba entre la recua de rastrados con una soga colgando de un cuerno y dos hilos de saliva fluyéndole de las bruces.

Cerca de la iglesia que se erguía en lo alto de una colina. a la cual debía el templo su nombre, Langosto divisó la pileta de la que partía la Calle Real. Y atraído por el plácido rumor de sus cuatro chorros de agua, se detuvo a refrescarse.

Los vaqueros le dieron alcance allí y, a prudente distancia, intentaron razonar con él a voces. Pero, seguramente intuyendo que aquellas reflexiones no eran para nada bueno, Langosto hizo caso omiso de la invitación y enfiló a todo trapo la calle más importante de la ciudad.

«Con los días rompimos a hablar, si bien poco y sin sustancia. Pero me hacía reír. De la manera más discreta, claro. El protocolo en los bufetes suele ser más tieso que un candelabro, pero siempre que se presentaba la ocasión, Néstor se lo saltaba. Un rápido alzado de cejas a espaldas de don Ernesto, un guiño en medio de un párrafo solemne, una palabra chocante y sin venir a cuento, como proficuo o tentón, hacían añicos la gravedad y el recato.

»Creo que ese afán de transgredir era también el motivo de que, en el patio de su casa, tuviese un loro al que había enseñado a cantar la donna é mobile.

»—¿Nunca trató de seducirte? ¿Ni una invitación, ni una palabra bonita?

»—No al principio. Era agradable y servicial, pero hermético. Tenía una sonrisa cautivadora que te hacía sentir como una princesa, pero jamás iba más allá de lo que le permitía la etiqueta del cuello duro, el terno inglés, el lazo negro y la reverencia.

»—Pero era divertido.

»—Soy fácil para la risa, tú sabes… o me consuela creer que una vez lo fui. El tedio engendra tristeza y, en un país como el nuestro, el humor es imprescindible para sobrevivir. Era una expresión de él.

»—Algo cursi, ¿no? Como de viejo.

»—¿No te digo que era un gran comediante y que siembre adoptaba en el bufete una pose de cartón?

»Pero aquel trato tan almidonado habría de cambiar por completo una mañana de marzo de 1869. El verano venía raro. Las Jacarandas derramaban ya su llanto color violeta, pero los días amanecían tapados por una densa neblina que descendía cada mañana al valle desde Puerta Parada y San Lucas. Algunos días chispeaba incluso y, al llegar la noche, la humedad de los barrancos te enfriaba la nariz.

»El invierno parecía adelantarse sin querer dar al verano la oportunidad de mostrar sus calores, pero no fue ese el,único motivo por el que muchos recuerdan tan bien aquella fecha. Hubo incidentes más graves que el azar dispuso reunir a lo largo de la jornada, como si se hubiera propuesto darnos un doloroso anticipo del tiempo que se nos venía encima. Tal fue el caso de la fuga de uno de los toros que iban a ser lidiados esa tarde en la plaza.

»Escapó de los corrales poco antes de las nueve, cuando la gente salía de misa y los atrios de los templos se empezaban a animar con los mercadillos que se organizan allí cada mañana. Aunque, si guardo un vivido recuerdo de aquel día, no se debe tanto a éste y otros sucesos anómalos que se dieron cita en fecha tan aciaga, sino a que aquélla fue la primera vez en que, sin habérmelo propuesto (lo juro), caí en brazos de Néstor, y perdona, Elena, por usar una expresión tan cursi».

Poseído tal vez por la certeza de haber escapado a una muerte segura y movido por la intuición de que, si seguía corriendo, podría volver a encontrar los verdes y jugosos pastos de los que había sido apartado por los mayorales, Langosto continuó trotando, Calle Real adelante, al encuentro de su fatal destino.

Flanqueada por casas encaladas, todas de la misma altura, la Calle Real era un desfiladero empedrado de unas mil varas de largo, partido en dos por el desagüe que corría en su mitad. Ninguna otra construcción alteraba la monotonía de la calle, salvo las dos torres del convento de San Francisco y la cúpula de su gran templo.

Cerca de la Plaza de la Victoria, Langosto vio salir de una esquina a un tipo descalzo y de andar inseguro que llevaba la camisa fuera y el pantalón amarrado con una pita. Y hacia él se fue el cornúpeta, con los pitones en ristre.

El hombre no se inmutó cuando vio venir a Langosto. Por el contrario, se quitó con torpes movimientos la camisa y, haciendo gala de un raro conocimiento del oficio, extendió los brazos cuan largos eran con el fin de dar al toro lo que parecía querer ser una verónica. El capotazo iba bien dirigido. Incluso con algún arte. Pero Langosto era un toro resabiado que conocía la suerte de la capa, así que, cuando salía del pase, lanzó un mortífero derrote al improvisado torero. Para fortuna del incauto, el cuerno le pasó justo por debajo del cordel que le sujetaba los pantalones y, colgado de un pitón, se lo llevó Langosto en vilo como media cuadra.

Unos pasos adelante, el cordel se aflojó y el borracho cayó de golpe al suelo mientras Langosto, perdido el interés en la carga que le impedía correr a la velocidad que probablemente deseaba, resolvió meterse en el frondoso Parque de la Victoria hacia el cual miraba el convento de los franciscanos.

«—El bufete de don Ernesto estaba situado sobre la Calle Real, en la acera opuesta a la iglesia-convento de San Francisco, un lugar perfecto para la conversa y ver pasar a la gente. La construcción había costado, según lenguas, un millón de duros a los frailes, pero tenerlo enfrente de una era todo un espectáculo. Así que, mientras el licenciado Solís despachaba con la tía, yo me quedaba en la antesala mirando a la calle o platicando con Néstor nuestras habituales sinsustancias.

»Recuerdo aquellos días como un tiempo de vagas ansiedades. Yo era poco más que una adolescente sin mucha vida interior. Te lo dije alguna vez en mis cartas: sólo deseaba casarme y tener mi vida propia, lejos de la tutela de mi tía. Pero como en este país, para casarte, hace falta que estén de acuerdo más de dos, ella evadía el asunto diciendo que esas cosas había que hacerlas con inteligencia. Ni uncida a un jovencito de esos que te llenan de hijos y luego se acuestan con otras, decía, ni con un viejo de los que sólo te tienen para sobarte en la cama y exhibirse contigo en la calle y en las fiestas.

»No digo que no tuviese razón. Siempre sentí por mi tía una devoción filial. Pero yo ya tenía diecinueve años y pensaba que me estaba haciendo vieja. No podía ir sola a ningún lado y, cuando salía a la calle, era para ir de visitas. Era terca y caprichosa y deseaba mi autonomía al precio que fuese. Pero la tía no me la daba. Según ella, yo carecía aún de la madurez imprescindible para manejar situaciones como las que, por desgracia, habría de enfrentar muy pronto.

»El despacho del licenciado Solís había sido hasta entonces parte del pequeño mundo en el que yo vivía: ambientes amistosos, buenos modales, vida serena y alejada de un mundo tan primitivo y brutal como lo es el nuestro. Mi tía me había encerrado de buena fe en aquella burbuja, luego de que mis padres fueron asesinados en las inmediaciones de Bárcenas, cuando se dirigían a La Antigua.

»En cuanto a Néstor, llevaba poco tiempo en Guatemala. Acababa de volver de Londres donde su padre le había tenido esos años que te digo con el fin de impedir que la madre se lo diera a los franciscanos. Su hermano mayor había profesado los votos perpetuos en la Compañía de Jesús y al padre le parecía que un cura en la familia era más que suficiente. Y para rematar la faena, casó precipitadamente a su hija para evitar que ingresara en las Beatas de Belén.

»Don Valdemar, que así se llamaba el señor, era todo lo laico y mundano que se podía ser entonces. Yo no le conocí, pero era dueño, al parecer, de un gran atractivo personal. Le gustaba el buen comer, el buen puro y el buen ron. Y una alcahueta de confianza le tenía siempre a punto alguna muchachita de esas que despiertan precozmente a los calores.

»El señor negociaba en algodón e importaba de Inglaterra arados, rastras y esas cosas. No tenía suficientes haberes como para educar a su hijo como deseaba, es decir, lejos de un ambiente asfixiante como el nuestro, pero su corresponsal en Londres aceptó tenerlo de pupilo. Don Valdemar quería que su hijo aprendiera inglés y los fundamentos del comercio internacional. Habiendo aquí tantos abogados, y tan pocos pleitos, razonaba, la carrera de Derecho no le parecía muy prometedora. Y a esa otra carta apostó el futuro de su hijo.

»Pero a Néstor no le iban los negocios, sino el derecho y las artes. Londres le había refinado y sus gustos y su modo de pensar chocaban con nuestra mentalidad aldeana. Había además un ambiente desdeñoso y hostil hacia la inteligencia. Todo lo que venía del exterior, o era malo o se prohibía sin más trámite. En el mundo se libraba una batalla por la libertad, la razón y la tolerancia, pero aquí no nos habíamos enterado. O no nos queríamos enterar. Los vientos de cambio que soplaban en Europa, se decía, había que desviarlos por ser infectos. Y aunque nadie nombraba abiertamente la bendita infección, los conservadores se referían a ella con el nombre de la conspiración liberal-masónica.

«Néstor regresó de Inglaterra el año en que su padre entregó el alma, de improviso, mientras se ventilaba a una jovencita un día de mucho calor. El suceso dio mucho que hablar y las damas conservadoras, que atribuyeron el hecho a un castigo divino, lo utilizaron para subrayar la imagen de esposo pervertido que se habían hecho de ion Valdemar y la de esposa sin tacha que tenían de doña Genoveva.

»A Néstor le costó readaptarse. Casi dos años inmerso en una sociedad como la británica, habían alterado su visión del mundo. Tal vez las personas que, como tú, han permanecido más tiempo fuera, puedan encontrar a su regreso algunos cambios. Néstor no encontró ninguno. Todo seguía igual que antes: la misma pobreza, la misma intolerancia, el mismo quietismo. Creía tener una responsabilidad con su país, pero no sabía cómo asumirla ni encauzarla. El mundo, solía decir, marchaba al compás de dos relojes. Uno era el Big Ben; el otro, el de la catedral de Guatemala. Y ya iba siendo hora de que el nuestro fuera reemplazado por otro más diligente.

»Al nomás llegar, dejó el negocio del algodón y las máquinas en manos del marido de su hermana, buscó empleo en el bufete de don Ernesto y se unió al club clandestino que te he mencionado. Necesitaba recobrar el sentido de pertenencia, erosionado durante su larga estancia en Europa, pero extrañaba muchas cosas del mundo que había dejado atrás, como la música, los libros y, sobre todo, el teatro.

En Londres lo había frecuentado con el corresponsal de su padre, un inglés sin hijos, masón y con mucho dinero a quien Néstor llamó siempre mister Ross. Allí tomó clases de arte dramático de las cuales le quedó el gusto por actuar, disfrazarse, hacer muecas e imitar voces. Tenía facilidad para eso. De manera que, a poco de llegar, se inscribió en la Sociedad Dramática de Aficionados y empezó a actuar en un teatrillo situado en la calle del Cuño, arriba de la Plaza de Armas, al cual había que ir con silla porque no había donde sentarse.

»Una tarde acudí a verlo. Fue una revelación. No podía creer que aquel hombre fuese el mismo que nos atendía en el bufete. Qué magia o qué misterio esconde una persona para que, al salir a un escenario, te haga sentir piedad, rabia o dolor es algo que nunca me he sabido explicar. Pero Néstor tenía ese don: sabía hacer del disimulo un arte y pasar del mundo real al inventado, y viceversa, sin que una lo notara. Le encantaba fingir allá arriba, a sabiendas de que el público quiere creer que lo que ve no es ficción sino realidad.

»Empecé a percatarme de ello la tarde que fui a verle. Interpretaba el Segismundo de La vida es sueño, una de las pocas obras que los jesuitas permitían representar por aquellas fechas. Un drama cruel donde los haya, te cuento. Imagina a un recién nacido cuyo padre, el rey de Polonia, le condena a cadena perpetua en una prisión, incomunicado y lejos de toda relación con el mundo. El Zodíaco había anticipado al monarca que su hijo sería un mal hombre y un mal gobernante. Y encerrado en la soledad de la prisión, el niño se hizo adulto.

»Creo que Néstor se sentía en su salsa interpretando aquel papel. Había vivido más de veinte años en este áspero, primitivo y remoto paraje del mundo, en esta apartada prisión que la dictadura de Cerna regía. Al igual que Segismundo, Néstor sale un día de ella, conoce la libertad y la civilización, y cuando regresa, viéndose de nuevo en prisión, cree que lo que ha vivido es un sueño.

»Ese al menos creía yo era el motivo de que Néstor hubiese querido encarnar en las tablas al príncipe de Polonia. Sólo semanas más tarde, cuando la policía le buscaba por toda la ciudad, comprendí la verdadera causa de que hubiese elegido ese papel y de que lo interpretara con tanta vehemencia».

Al ver los árboles de la Plaza de la Victoria, el verdor de las cañas, los arbustos y, más que ninguna otra cosa, el tupido zacate que crecía profusamente en su entorno, Langosto debió de sentir una punzada de nostalgia y se adentró en aquel espacio que llamaban plaza, pero que no era sino un lugar abandonado a causa de la desidia del alcalde.

Los vaqueros que le seguían se detuvieron. Ninguno se atrevía a meterse en el herbazal y resolvieron esperar acuclillados fuera de la plaza a que el animal diera señales de vida. Pero no tuvieron que hacer antesala mucho tiempo. Minutos más tarde, la rizada testuz de Langosto asomaba de nuevo por entre la cortina de cañas. Debió de disgustarle el olor de las aguas fecales que la gente arrojaba en el basurero, oculto tras la vegetación. Y al descubrir otra vez la calle por la que había llegado hasta allí, saltó al empedrado y corrió hacia los mozos, los cuales empezaron a gritarle y a atraerle en dirección al Calvario. Pero, seguramente recordando que aquel juego con los caporales no le llevaría a buen puerto, Langosto interrumpió la carrera, dio la espalda a los vaqueros y enderezó su trote hacia el convento de San Francisco.

El muro del blanquísimo edificio, ornado con un elegante ventanaje pintado de negro, corría a lo largo de la Calle Real y concluía en una esquina remetida donde se unía a la fachada del templo para conformar con éste un pequeño atrio. Y fue precisamente en ese espacio donde la errabunda mirada de Langosto vio algo que llamó su atención.

Nada de particular. Sólo el animado mercadillo que a esa hora del día se empezaba a animar allí con gentes de toda laya.

«La vida es sueño no era costosa de montar. Dos telones mal pintados, unas cuantas barbas postizas, maquillaje del barato, una docena de caites, unos gorros de cartón y unas pocas túnicas bastaban. Pero la verdadero razón de que Néstor hubiese elegido esa obra era el monólogo de Segismundo, el cual declamaba con una emoción imponente. Tú sabes, esos versos en los que el príncipe de Polonia se queja de tener menos libertad que un arroyo, un bruto, un pez y un ave.

»Los jesuitas no se habían percatado de cuán subversivos podían ser los versos de Calderón de la Barca. Estaban demasiado ocupados en los asuntos de Gobierno, imagino. Sólo se habían fijado en el fondo teológico de la obra, como el desprecio de este mundo o el inquietante mensaje del más allá, y no se habían detenido a meditar en el profundo mensaje que impartía sobre el libre albedrío de las personas.

»Néstor se sentía, como te digo, muy identificado con aquel príncipe encerrado en una torre por su cruel padre, el rey Basilio. Y la noche que le fui a ver, recitó su papel sin dejar de mirarme y sabedor, estoy convencida, de la seducción que sus palabras y su voz ejercían en mi persona. Para mí fue el lastimero ‘¡ay mísero de mí, ay infelice!’ con el que Segismundo expresaba el dolor que le causaba su encierro. Ante mí se arrodilló en sus trances más emotivos, como cuando exclamaba ‘pues que la vida es tan corta/ soñemos alma, soñemos’. Y a mí, en fin, se dirigió toda la noche, al extremo de hacerme sentir que yo era la única espectadora.

»Las palabras, las benditas palabras. Son encubridoras y engañosas, es verdad, pero ¿quién no se deja seducir por ellas? Néstor tenía la virtud, además, de hacerlas repicar como campanas. Estremecía verlo cargado de cadenas y grilletes y vestido con pieles de chivo frente a un público tan elemental como el nuestro, que se burla de cualquier cosa y que, no obstante, le escuchaba absorto. Era ciertamente un hombre transformado. Ni su timbre de voz ni su dicción eran los que yo conocía, y su rostro estaba tan bien maquillado que parecía el de un cadáver y no el suyo.

»Ese día no me cupo ya ninguna duda de que, tras la personalidad del joven abogado, se escondía otra distinta que yo no acertaba a descifrar. Hay personas que no cambian y con las cuales te sientes muy cómoda por la sencilla razón de que siempre resultan predecibles. Con Néstor, en cambio, sucedía justamente lo opuesto».

Langosto se detuvo y tomó aire. Con el hocico entreabierto, miraba a un lado y a otro, como si quisiera hallar un norte. Los jadeos estremecían su musculatura de la cabeza a los cuartos traseros, al paso que su testuz, enhiesta y arrogante, y sus pitones apuntando al cielo, le daban el aspecto de un minotauro atrapado en un laberinto donde no había sido su intención entrar.

La fachada de la iglesia franciscana, de sosegado estilo neoclásico, difería de la más austera del convento y sus dos oscuras torres de traza piramidal. El conjunto, sin embargo, era cautivador, pero siendo Langosto el ser irracional que era, esta limitación le impedía valorar ninguna clase de arte. De otro lado, la miopía congénita en los animales de su estirpe no le permitía tener certeza alguna de lo que veían sus ojos: treinta o cuarenta personas, ajenas a la presencia del cornúpeta, que mercaban y curioseaban entre tenderetes de dulces, frutas, medallas, baratijas, santos y candelas, objetos que a Langosto le traían sin cuidado.

Ahora bien, las faldas de las mengalas, mujeres de extracción popular nacidas a la sombra del mestizaje que, para distinguirse de las indígenas, vestían un refajo blanco hasta los pies y blusa de mangas abombadas, sí llamaron la atención de Langosto. Había un buen número de ellas vestidas así que iban y venían por el atrio. Y siendo una tela en movimiento todo lo que un toro bravo necesita para atraer su atención, el flamear de las faldas lo excitaron a tal grado que su irascibilidad natural se desató, de súbito, en un espantoso mugido y una arrancada devastadora.

«Aquel día de fines de marzo, último de la temporada taurina, fuimos de nuevo al bufete con la tía Emilia. Acababan de subir del Puerto San José el nuevo piano, un precioso Bösendorfer, encargado quince meses antes a Alemania, y la tía quería asegurarse de que los agentes de don Ernesto Solís lo sacaran ese día de la aduana.

»Pero las prisas, no eran por el piano, sino por lo que venía dentro. Mi tía se tenía con don Ernesto negocios que yo ignoraba. Y esa mañana, en concreto, había ido a pedirle que, costara lo que costase, no quería que nadie abriese la caja donde venía el Bösendorfer.

«El antedespacho era un horno. El verano se había dejado venir y, con el balcón cerrado, el bochorno era insoportable. Néstor escribía en un librote, mientras yo me abanicaba, pues siempre he sido sensible al calor. Con un poquito que suba la temperatura, ya estoy que no me soporto.

»De improviso, bajó la pluma al libro y con aquella sonrisa afectuosa que a una le daban ganas de comérsela a besos, dijo:

»—¿Tiene calor, Clarita?

»Yo le devolví la sonrisa y asentí. El se levantó del asiento, se dirigió al balcón que daba a la Calle Real y abrió una de sus hojas. El aire de la calle entró con ímpetu, acompañado del murmullo de los marchantes que se movían por el atrio de San Francisco. Luego entró a un cuarto contiguo y salió de él con un vaso de limonada. Me lo dio v se sentó junto a mí.

»Era la primera vez que lo hacía y, cuando le sentí a mi lado, reparé de que no era el calor del verano lo que me tenía sofocada, sino otro más difícil de aplacar que me ascendía del pecho y se volvía llama en las mejillas.

«Diecinueve años, qué más te puedo decir. No sabía dónde poner los ojos ni qué hacer con el vaso de limonada, pero te juro que si Néstor se hubiese sobrepasado, no habría hecho ningún esfuerzo por impedírselo.

»—¿Irá esta tarde a los toros, Clarita?

»—No —le dije—. A la tía Emilia no le gusta ese espectáculo. Y a usted, licenciado, ¿le gustan los toros?

»—Me gustan, pero no al extremo de lo que dice un amigo.

»—¿Y qué es lo que dice su amigo?

»—Que a quien le gustan los toros, tiene el mismo gusto que las vacas.

»Decir eso, con la hipócrita humildad que lo dijo, y romper yo a reír fue todo uno. Tanto, que me quitó el vaso de las manos, viendo que estaba a punto de derramar el líquido.

»Ahí se rompió la formalidad. Y la cercanía entre ambos alcanzó un punto inefable. Reír juntos por primera vez a carcajadas fue uno de esos momentos que no he podido olvidar, quizá porque no hay nada que acerque tanto a las personas como la risa compartida. Pero, de repente, dejó de reír y poniéndose muy serio agregó:

»—Así que he decidido no ir a los toros para que la gente no diga que tengo inclinaciones raras.

»Tuve otro ataque de risa. Nunca me había sentido tan feliz en su presencia. Era un momento tan… maravilloso, tan mágico, tan fuera de la realidad, que deseaba con todas mis fuerzas se prolongara hasta el fin de mis días.

»—Pero podríamos ir juntos a tomar chocolate con molletes a la confitería de doña Sara de Aguirre. ¿Cree que su tía le daría permiso?

»—No lo creo. Mi tía tiene hoy otros planes. Vamos a ir al teatro.

»—Eso me parece muy bien. Entonces nos veremos en el teatro… y después les invito a usted y a su tía a tomar chocolate con molletes.

»Volví a reír a borbotones y, como él estaba jugando, me dio por seguirle el juego.

»—Y dígame, licenciado, además de los toros, los molletes y el chocolate, ¿qué otras cosas le gustan a usted?

»—¿Qué me gusta? Demasiadas cosas. Pero le diré algunas: el whisky escocés, la ópera italiana, caminar por los barrancos y unos ojos como los suyos.

»Eso me mató, Elenita. Yo esperaba poder manejar el juego, pero aquella respuesta me dejó muda. Debí de ponerme roja como el achiote y, de no ser por los horripilantes gritos que en ese momento comenzaron a llegar de la calle, creo que me hubiese delatado antes de tiempo.

»Al ruido, Néstor corrió a la ventana. Yo le seguí. Fue algo horrible. En el atrio de San Francisco, un toro corneaba a diestra y siniestra a los marchantes y pintaba con salpicaduras de sangre la lona de los tenderetes».

Nadie pudo reaccionar a tiempo. Langosto llegó al atrio antes que los gritos de los caporales y arremetió contra vendedores de fruta, indias melcocheras, chinamas, chuchos y gente devota. Mugía enardecida la bestia, como si el celo le hubiera insuflado una energía diabólica y los gritos de las personas llenaban el aire de horrores.

A un infeliz que, esgrimiendo un poncho, intentó desviar las embestidas del animal, salió volando como un pelele.

Una mujer con un niño a la espalda se salvó por milagro de un derrote que acabó parando en los glúteos de un marchante con varios mazos de candelas al cuello. Y un indio que vendía escapularios fue empitonado y arrojado a la pulpa de papayas y sandías que se esparcía sobre las losas del atrio.

En uno de los cabeceos del animal, la sábana que cubría uno de los puestos se le enredó al bicho en los pitones y, perdida la orientación, Langosto dio en embestir a ciegas, irritado por los ladridos de dos perros callejeros.

El toro cabeceaba y se revolvía, tratando de librarse de la sábana, hasta que, al fin, logró destapar un ojo. De un envite, destripó a uno de los chuchos contra la puerta del convento y se detuvo, jadeando, frente a dos beatas pegadas al muro. Las fosas nasales del animal se dilataban y encogían sin tregua a unos pasos de las dos infelices que le miraban paralizadas de terror.

Un mozo corrió hacia el animal enarbolando una vara y la descargó en el costillar de la bestia. Bramando de rabia, Langosto se volvió al agresor y corrió tras él. El toro ganaba terreno por fracciones de segundo, la tragedia parecía inminente, pero el sonido de unos cascos sobre el empedrado le hizo volver sobre sus patas traseras.

Haciendo aspavientos y recortes, un chalán galopaba hacia el cornúpeta sobre un caballo de color canela y, por un instante, el toro se distrajo al ver las evoluciones del jinete.

La gente respiró aliviada. Langosto había dejado de prestar atención a los achimeros y a los fieles y ahora sólo miraba al caballo que corcoveaba en torno a él, y al chalán que daba gritos y le invitaba a embestir. Pero fuese que el jinete no era experto en doblar toros, fuese que el caballo era torpe, ninguno pudo evitar la arrancada. Y Langosto arrolló al jamelgo, el cual quedó tendido en el atrio, boqueando y con los intestinos de por fuera.

Pálido como la cal, el jinete se incorporó y buscó refugio en el templo, pero el toro se le anticipó y lo corneó a la altura del sobaco.

El puntazo debió de saciar su sed de sangre. Y al reparar que el atrio se había quedado vacío, Langosto retomó su marcha hacia la Plaza de Armas, a trote lento, con el lomo cubierto por la sábana del tenderete, sudario y nuncio del pavor que provocaba a su paso.

«La basca convulsionó mi pecho, las piernas se me aflojaron, el vano del balcón perdió la vertical y yo, el uso de mis sentidos.

»No caí al suelo gracias a que Néstor me sostuvo y me llevó a un sofá. Allí debí de permanecer inconsciente un rato. Y cuando al fin volví en mí, recuerdo haber oído la voz lejana, muy lejana, de don Ernesto, hombre acogedor y versado en mil saberes, que en ese momento decía:

A los toros bravos le sucede lo contrario que a los hombres: sólo se vuelven irascibles y brutales cuando se les aparta de la manada.

Abrí los ojos y vi a Néstor frente a mí. Parecía preocupado, pero su mirada seductora y el vago recuerdo del contacto de su cuerpo con el mío tuvieron en mí un efecto más vivificante que las sales que la tía me aplicaba bajo la nariz.

Viéndome más alentada, don Ernesto dijo:

»—Licenciado, hágame el favor de acompañar a doña Emilia y a Clarita a su casa.

»—No se preocupe, don Neto —se apresuró a decir mi tía, que siempre padeció de incontinencia verbal—. Hemos venido en el victoria. Un paseo por la ciudad, un poquito de aire fresco y Clarita se pondrá como una rosa, verdad, nena?

»Siempre quise mucho a mi tía. Muchísimo, pobrecita. Pero cuando me llamaba nena, me ponía de mal humor.

»—Como guste, doña Emilia.

»Mi tía se entendía con don Ernesto, ya te digo, pero no vayas a pensar mal. Se tenían ciertos secretos sobre asuntos de los cuales yo estaba todavía en el limbo. Ese día, sin embargo, al ver sus rostros radiantes y su expresión confiada, tuve la impresión de que, para ellos al menos, la venida del Espíritu Santo debía de estar muy cerca. Y si no el Espíritu Santo, algo parecido, como en verdad ocurrió. Aunque más sorprendente que eso fue descubrir, tarde, como siempre me ha ocurrido en la vida, que también Néstor se entendía con ambos.

Y es que Néstor era masón, como nuestro abogado. Mister Ross, su mentor londinense, le había iniciado en una logia de rito escocés, lo que te explica por qué había conseguido trabajo aquí tan pronto y nada menos que en el bufete de don Ernesto Solís».

Cuando Langosto alcanzó los primeros adoquines de la Plaza de Armas y observó las tiendas o cajones de los marchantes y la fuente de Carlos III, con sus cuatro caballos de piedra echando agua por la boca, dio un bramido estremecedor. Al oírlo, los cajoneros echaron a correr hacia los portales del Cabildo y del Comercio con el fin de protegerse, pero al toro parecía atraerle más el Palacio de Gobierno. De hecho, miró al balcón presidencial unos momentos y se expresó con otros tres mugidos que más parecían una demanda en toda regla. Después inició un alegre trote sin propósito aparente en torno al recinto. Y cuando, ya más cerca del palacio, alcanzó a detectar que la entrada estaba diáfana, emprendió un alocado galope y procedió al asalto del poder sin percatarse de que, apostados tras las columnas de los soportales, cuatro soldados de la guardia le apuntaban con sendas carabinas de mecha.

«Néstor nos acompañó hasta la puerta del bufete donde nos esperaba el victoria, un carruaje de cuatro plazas heredado de mis padres al que se le notaban los años, pero todavía de buen ver.

»En el atrio de San Francisco, la gente recogía sus tiliches. Los frailes habían salido a la calle, atendían a los heridos y daban consuelo a los llorosos. Pero yo seguía con el estómago revuelto. Y ni el aire de la mañana ni el paseo en el victoria pudieron aliviar la insufrible repugnancia que sentía.

»Cerca de la Plaza de Armas, vi una nube de gente. Luego oí un lejano clamor. Mezcladas con el vocerío, llegaron cuatro disparos, luego más gritos, otra detonación y, por último, una calma aterradora.

»El carruaje se detuvo, como si el caballo hubiese presentido algo sobrenatural. La tía me miró asustada. Y yo tuve la inexplicable sensación de que algo importante acababa de vivir, uno de esos raros sucesos que no entiendes a primer golpe de vista porque su alcance va más allá de lo que los sentidos te revelan y cuyo significado no sería comprensible para mí sino hasta tiempo más tarde, cuando mi mundo dejó de ser como había sido hasta entonces».