Habían transcurrido cuatro años y medio desde que se había publicado el primer libro de la saga Magius, para sorpresa suya y la de su agente fue todo un éxito de ventas, en apenas dos meses había desbancado a los libros de Harry Potter y la saga Crepúsculo. Era el nuevo fenómeno en el mundo de la literatura adolescente, Enrique Gala pasó de ser un desconocido rechazado por las editoriales a ser un escritor de bestsellers. Aunque para él era como si le hubiese caído un rayo lanzándolo hacía aquel inesperado estrellato.
—¡Esto supera incluso las previsiones más optimistas! —le confirmó su agente al ver la lista de ventas. Su voz sonada emocionada, no en vano llevaba tiempo buscando la nueva J. K. Rowling.
El día que salió a la venta la cuarta entrega en menos de una semana superó las ventas de los dos volúmenes anteriores. Enrique estaba viviendo aquellos momentos como un zombi, sin apenas enterarse de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Se hallaba de camino al centro comercial Los Ángeles. El edificio de forma circular constaba de varios pisos abarrotados de tiendas y gente dando vueltas en aquella gigantesca espiral de hormigón. En la planta baja, a pocos metros de la sección de música y la de moda joven instalaron una mesa rodeada de montones de cajas llenas de ejemplares de la recién publicada novela de Enrique. Dos horas antes de la apertura, Miriam su agente literario fue a buscarle a su apartamento, tenía que darle algunas recomendaciones antes de que se encarara con la multitud.
—¿Multitud? No creo que sea tanto —argumentó Enrique con un deje de escepticismo, conocía las cifras, había visto el ranking en los periódicos, pero seguía pensando que era un montaje para vender los libros.
Miriam lo miró con severidad.
—¿Cuando aprenderás a tener un poco de fe en ti mismo? Será mejor que te mentalices, esta firma de libros se prolongará hasta entra la noche.
—¿Tú crees? —la inseguridad relucía en toda y cada una de las palabras que brotaban de su boca.
—¡Lo ves! Por eso quería verte antes de la firma. No puedes seguir así, ahora mismo todo tu cuerpo está diciendo que estás cagado de miedo —agitó la mano en un gesto vehemente y la volvió a dejar el volante del coche—. Tus fans son adolescentes, te admiran y muchos querían ser como tú, no puedes darles esa imagen de inseguridad y miedo, tienes que transmitir firmeza, seguridad y un punto de chulería, ¿o quieres decepcionar a tus fans? Son ellos los que te dan de comer, no soy yo.
—Lo sé, pero no me siento cómodo fingiendo ser quien no soy —se excusó Enrique.
Miriam le taladró de nuevo con aquella mirada que ya conocía muy bien.
—¿Quién no eres tú? Qué yo sepa tus lectores sólo esperan ver al que escribió la saga Magius, ni más ni menos.
—Pero no acabas…
Miriam le interrumpió con un gesto seco.
—Sé perfectamente lo que he dicho, pero eso no impide que seas tu mismo, únicamente te pido que te relajes, que dejes de gritar con tu cuerpo que estás asustado. Además ni que esta fuera tu primera firma de libros.
Enrique se revolvió inquieto en el asiento del acompañante.
—Miriam, debo confesarte algo —hizo una pausa esperando la reacción de su agente, esta le conminó a continuar con un gesto asentimiento—. Llevo tres semanas sin haber escrito ni una sola línea del próximo libro de la saga. Creo que lo he estrujado demasiado y ahora estoy seco.
El efecto fue mayor del esperado, un poco más y el pie de Miriam habría perforado el suelo del coche cuando pisó el freno ante la noticia que acababa de caerle encima como un jarro de agua fría. A sus espaldas sonó un chirrido seguido de un bocinazo de protesta.
—¡Dime que estás bromeado! —la respiración era cada vez más agitada—. ¡Por tu padre dime que es una broma!
—Me temo que no —susurró como tratando de que no lo oyera.
Por primera vez vio como la mujer que lo había lanzado a la fama con un verdadero ataque de ansiedad, fueron tres largos minutos hasta que por fin logró recuperar el control de su respiración, calmarse casi por completo y reanudar la marcha del coche.
—No puedes estar seco, apenas has escrito cuatro libros, Rowling escribió siete y el nuevo libro siempre era más gordo que el anterior, de Crepúsculo llevaran cinco o seis publicados. Tú al menos tienes que tener para siete u ocho libros, recuerda que firmaste un contrato para toda la saga…
Esta vez fue Enrique, que algo enojado, la interrumpió a ella.
—Tuviera los libros que tuviera, y creo que se va a quedar en cuatro.
En esos cuatro años en que Miriam había sido su agente literaria la había visto enojada en algunas ocasiones, pero lo que estaba viendo era algo completamente nuevo, la dureza que veía en esos ojos azabaches empezaba asustarle. Cada gesto, emanaba una amenaza encubierta.
—Si te atreves a dejarme colgada con sólo cuatro libros, me encargaré de que te hundas en la miseria, no volverás a publicar un libro en toda tu vida.
Los ojos azules de Enrique dejaban entrever las dudas que tenía sobre su capacidad de seguir con la saga que había creado. Miriam le miró fijamente, le sostuvo la mirada unos segundos, hasta que por fin las facciones de su rostro se relajaron.
—Pero, no pensemos en eso ahora. Estoy segura de que sólo se trata de una mala racha y antes de que te des cuenta estarás escribiendo de nuevo. Ahora quiero que te concentres en…
A partir de ahí ya no estaba escuchando, el problema seguía dando vueltas en su cabeza y cada vez se sentía más angustiado. Por un momento tuvo la sensación de que el coche estaba encogiendo atrapándole en su interior. Hasta que un elemento fuera de lugar llamó su atención interrumpiendo así lo que hubiera sido un ataque de ansiedad en toda regla.
Entre la alfombrilla negra y el suelo de un impreciso color oscuro, asomaba una mancha blanca, no supo de qué se trataba hasta que no se sintió más calmado y fue capaz de enfocar su vista en el objeto. A la primera impresión parecía la esquina de una hoja de papel que asomaba por debajo de la alfombrilla, se agachó tomándola con la mano derecha exponiendo lo que parecía ser una tarjeta de presentación.
Le dio la vuelta y ante sí vio unas letras pequeñas y discretas seguidas de un número telefónico. Al principio le sorprendió, a los pocos minutos la observaba con una mezcla de escepticismo y curiosidad.
—¿Conoces a este hombre? —le enseñó la tarjeta a Miriam, que a modo de respuesta desvió su mirada hacía la tarjeta por unos breves segundos.
—No, ¿quién es?
—«Santero Ramírez, resuelvo todos los problemas» —leyó el texto de la tarjeta—. Parece un curandero.
—Eso no son más que estafadores —replicó Miriam para sorpresa de Enrique.
—Si piensas eso ¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó cada vez más intrigado y escéptico a que realmente opinase de ese modo sobre el tema.
—Bueno, quizás se le cayese a la anciana que recogí en las afueras, cerca del viejo cementerio —afirmó Miriam aunque no parecía muy convencida de lo que estaba diciendo—. Es una amiga de mi madre y me ofrecí traerla devuelta a la ciudad para que no tuviera que esperar el autobús.
—Curioso —sin darle más vueltas y de modo casi inconsciente se guardó la tarjeta en el bolsillo del pantalón.
El coche entró raudo en el parking del centro comercial, le faltó poco para atropellar a uno de los muchos fotógrafos que allí se habían apostado y que en cuanto reconocieron el rostro de Enrique en el interior del vehículo no dudaron en salirle al paso al tiempo que apretaban el disparador de sus cámaras con un auténtico frenesí.
El interior del parking parecía despejado, en cuanto Miriam detuvo el motor del coche, Enrique se permitió soltar la asa agarradera que había a su derecha, la yema de sus dedos permaneció blanquecina por unos segundos. Dio dos grandes bocanadas a fin de recuperar su templanza.
—Creo que sería mejor que me marchase, diles que me he indispuesto.
Por tercera vez en apenas unas horas Miriam le taladró con la mirada.
—¡Enrique Gala Collins! ¡Ahora mismo subirás al departamento de libros, te sentarás en la mesa y sonriendo empezarás a firmar como un poseso hasta que yo te diga basta! —anunció a gritos mientras empujaba al desvalido Enrique hacía el ascensor que se hallaba al otro lado de la estancia.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron delante suyo, a Enrique le parecieron como las enormes fauces de un gigantesco monstruo que se lo iba a tragar en el momento que pusiera un pie en su interior. En ese instante tuvo una completa empatía con las vacas cuando son conducidas al matadero, como si Miriam lo estuviera llevando a un altar donde sería sacrificado a algún demonio o a un antiguo y olvidado Dios.
* * *
El cursor parpadeaba en la pantalla de su portátil, Enrique lo miraba fijamente en un nuevo intento desesperado por encontrar la primera imagen que desencadenara la historia, el método le había funcionado en sus anteriores libros, pero ahora le estaba fallando, la hoja del procesador de textos seguía inmaculada y eso le ponía cada vez más nervioso. Si tenía que seguir el mismo ritmo que había llevado con los anteriores, el nuevo libro llevaba seis meses de retraso, no había sido capaz de escribir ni una sola línea, ni buena ni mala, su mente permanecía en blanco, ni con ayuda de elementos artificiales se le había ocurrido ninguna idea sobre la que trabajar. Intentó relajarse regulando la respiración, era consciente de que el mismo peso por el retraso no hacía más que empeorar las cosas, se pasó la mano por la maraña de rizos negros que poblaban su cabeza y suspiró. La sensación de fracasó se hizo cada vez más fuerte, en el fondo sabía que había una solución a toda aquella situación, pero sería definitiva, se acabarían los problemas de una vez por todas.
—Bueno, al menos no podrán decir que no lo intenté —musitó para sí mientras con gesto casual arrancaba la lágrima que se había asomado por el borde del párpado—. No puedo seguir manteniendo esta situación.
Se levantó de la silla y arrastrando los pies enfundados en las zapatillas con forma de cara de gato se encaminó hacía el cuarto de baño. Por el camino tropezó con algunas de las botellas de cerveza vacías que se habían acumulado en la esquina del salón, provocando un concierto de cristales sin que se rompiera ninguna de ellas, como bolos de una exótica bolera de cristal.
Al accionar la luz, el armario camerino de encima del lavamanos le mostró parte de una realidad de la que había intentado esconderse. Al otro lado del espejo vio el rostro de alguien viejo y consumido, alguien que llevaba días sin dormir, con los rizos sucios y apelmazados. La situación estaba haciendo verdaderos estragos en él, verse de aquel modo, descuidado, sin afeitar, con los ojos hinchados acabó por convencerlo de que había tomado la decisión correcta. Abrió el mueble y de su interior extrajo un pequeño bote cilíndrico con una etiqueta blanca, desenroscó la tapa y vació el contenido en su mano izquierda, observó las pastillas de color amarillo, en total contabilizó seis, en un arco rápido de la mano se las metió todas en la boca, cogió un vaso de plástico del interior del armario lo llenó de agua y se la bebió para ayudarse a tragar las cápsulas.
—Bueno, pues ya está hecho —suspiró aliviado como si por fin fuera a salir de aquella pesadilla.
Con absoluta tranquilidad abrió el grifo de la bañera, se inclinó un poco para colocar el tapón del desagüe, notando la suave caricia del agua fría que iba llenándola. Se quedó hipnotizado por la transparencia, el sedante gorgoteo acuático, todo a su alrededor desapareció por completo, sólo existían el ruido y las extrañas formas de espuma que se formaban como por azar, casi sin darse cuenta dejó de echar gel de baño, tiró la botella a una esquina del cuarto y se incorporó, sus ojos seguían observando la belleza de las pompas de jabón arremolinarse alrededor del chorro de agua. Como si siguiera los compases de una misteriosa música que sólo él fuera capaz de oír empezó a desprenderse de sus ropas dejándolas caer sobre la alfombrilla rosa. Sus gestos eran ceremoniosos como si repitiera un ritual mil veces ejecutado, quizás en otro mundo se hubieran desplegados miles de luces cargadas de magia, por desgracia para Enrique vivía en un mundo en que la magia se había ido mucho tiempo atrás.
No tenía miedo en absoluto, fuera lo que fuera lo que ocurriese en ese instante. Se sintió como el alma de un bebé antes de entrar en el cuerpecito recién formado. Introdujo un pie en la fría agua, adentrándose en aquella nueva vida que quizás le esperase. Como si se bañara en placenta, como si fuera a nacer en los siguientes minutos, se tendió en la tina adoptando la postura fetal a la espera de que las píldoras hicieran su efecto e iniciara su viaje, sólo esperaba que no fuera demasiado doloroso y que nadie interrumpiera el proceso antes de tiempo. Aquella tortura, con forma de página en blanco y musa ausente, tenía que acabar, para Enrique no había otra forma de lograrlo.
* * *
Miriam de pie frente la puerta del apartamento de Enrique consultó la hora en su teléfono móvil, apenas habían transcurrido unos minutos desde que llamó a los servicios de urgencias, nerviosa pensó en llamar otra vez. La vida de su estrella literaria podía estar esfumándose al otro lado de aquella estúpida tabla de madera y no podía hacer nada hasta que la policía derribara aquel trozo de árbol muerto.
—¡Enrique! ¿Estás ahí? —golpeó con desesperación, llevaba quince días sin tener noticias y por un instante lo vio todo en su mente, cuando por fin cruzaran el umbral lo encontrarían colgando de una cuerda, con una nota acusándola de haberle presionado demasiado por un estúpido bloqueo de escritor—. ¡Por el amor de Dios di algo!
Se volvió inquieta con el corazón bombeando como una locomotora a punto de descarrilar, no podía quedarse quieta ni un instante más, tenía que encontrar el modo de entrar en el maldito apartamento. Corriendo se encaminó a su vehículo dispuesta a usar el gato hidráulico para romper la cerradura.
Lo levantó en vilo dispuesta a descargar el primer golpe, cuando en la lejanía se oyeron las sirenas de la ambulancias mezclándose con las de la policía, en cuestión de unos minutos se halló rodeada de enfermeros y agentes del orden interrogándola sobre lo ocurrido. En realidad fue incapaz de responder otra cosa que no fueran inconexos balbuceos. El ruido de un golpe la devolvió a la realidad, por fin se estaba actuando, dos agentes golpeaban la puerta con un ariete, fueron los segundos más desesperantes de toda su vida pero no los más duros, esos vendrían horas después. Aunque en un primer momento los agentes y los enfermeros la apartaron mientras entraban a borbotón en el inmueble, no tardó en recuperar el aliento, con las piernas como si estuvieran hechas de plastilina derretida se adentró en la penumbra que se percibía desde la calle.
Lo primero que le dio la bienvenida, la abrazó envolviéndola por completo y violándola por los orificios nasales, fue la pestilencia del lugar. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para no echar a perder el desayuno a base de café con leche y rosquillas, con cada paso que daba más y más fuerte era el hedor. Le costó reconocer el comedor al que había acudido varias veces, para celebrar el éxito de cada nuevo volumen de la saga Magius, los muebles estaban cubiertos por bolsas de basuras, cajas vacías de pizzas y abultadas carpetas, en el rincón izquierdo, junto a un televisor destrozado y restos mohosos de comida vio como una forma peluda de larga cola se batía en retirada, Miriam hubiera jurado que tenía el tamaño de un gato, pero no iba a ir en pos de ella para averiguarlo. El espectáculo era descorazonador, no comprendía como la vida podía dar aquellos giros tan bruscos, esperaba que en el fondo ella no tuviera ni una pizca de responsabilidad sobre lo que estaba viendo.
Se paró de golpe, la luz de la linterna de uno de los policías había iluminado brevemente una de las paredes del fondo, su mente la estaba avisando de que algo no encajaba en todo aquello, por lo que ella recordaba aquellas paredes eran de color azul pastel, pero ahora tenían una tonalidad gris, con manchones más oscuros dispersados de forma aleatoria. Sin parase a pensar y con grandes zancadas se acercó a uno de los enfermeros y sin mediar palabra le arrebató la linterna.
—¡Señora! ¿Qué está haciendo? ¡Devuélvame la linterna! —escupió el técnico de emergencias cuando por fin pudo sobreponerse del asalto—. ¡No puede estar aquí…!
Desde el punto de vista del joven enfermero, lo siguiente que vio fue algo que tardaría en olvidar, aquella mujer se volvió hacía él golpeándole con la mirada de tal forma que no pudo terminar la frase, más tarde juró a los policías que parecía dispuesta a matarlo si era necesario con tal de no perder la linterna y exponerse a que la obligaran a salir de allí. Aunque claro él no conocía el juego de miradas de la agente literaria, así que siguió su camino hacia la pared más cercana ignorando al consternado enfermero.
Cuando por fin estuvo lo suficientemente cerca como para observar con claridad la pared a la pálida luz de la linterna, sus sospechas se confirmaron, estaban escritas de arriba hasta abajo. Todas las paredes de la casa habían sido usadas para plasmar un frenético y en apariencia caótico texto. En ese momento fue capaz de recordar donde estaba la caja de diferenciales eléctricos de la casa, todos habían pasado por delante, desde los policías, los de urgencias y hasta ella. El cuadro estaba en el pequeño pasillo de la entrada, nadie se había percatado de ello porque quedaba oculto por la puerta, siendo sólo visible si se cerraba la puerta desde el interior de la casa.
Volvió sobre sus pasos, el corazón parecía a punto de salirse de la caja torácica, el haz de la linterna efectuaba un vaivén continuo debido a los temblores. Tomó la hoja de la puerta con la mano izquierda y empujándola la cerró. Allí a su derecha, recubierto por montones de líneas grises de aparente texto inteligible, estaba la caja del cuadro de diferenciales. Sin pensar en que podría estar cargándose el escenario de un crimen, abrió la puertecita de plástico y accionó todos y cada uno de los interruptores que contenía, desde varias partes de la casa se oyeron exclamaciones cuando la luz inundó sus ojos cegándolos momentáneamente.
El escenario que se presentó ante todos los allí presentes fue caótico, varias alimañas sorprendidas por la repentina luz se escabulleron entre los montones de basuras y hojas de papel. Miriam quedó muda de asombro al ver lo que se desplegaba ante ella, a primera vista no quedaba ni un hueco en ninguna de las paredes de la casa en la que no hubiera garabatos. Se acercó a examinar las paredes del corto pasillo y no tuvo problemas para reconocer la letra de Enrique, el trazo era compacto y alargado, con si hubiese escrito a contra reloj, como si creyera que no conseguiría terminarlo a tiempo.
—¡Lo hemos encontrado! —vociferó alguien más allá del salón.
Por puro instinto y porque ya había estado en aquel lugar con anterioridad, dedujo que la voz provenía del cuarto de baño, situado al lado del dormitorio. Sin pensarlo echo a correr hacia allí, esta vez ni se molestó en hacer el más mínimo caso a las protestas de los agentes. El olor fue variando, hasta que se convirtió en un olor dulzón, que sin saber porque Miriam identificó como un hedor a muerte y desesperación.
El cuarto de baño no era muy amplio, apenas cuatro metros de largo por dos de ancho, en la esquina derecha cercana a la puerta había una bañera llena de agua hasta los bordes, los de emergencias estaban extrayendo de su interior algo que parecía un enorme trapo mojado y arrugado, daba la impresión de que iba a desmenuzarse en cualquier momento como si lo hubiesen sometido a algún tipo de ácido. Cuando sus ojos lograron enfocar mejor, su corazón dio un nuevo vuelco que estuvo a punto de terminar en una tragedia añadida a la ya existente, aquello que estaban manejando los enfermeros era su promesa literaria, o al menos lo que quedaba de ella. Con andares trémulos se fue acercando, hasta que una mano en el hombro la sujetó con fuerza.
—Déjeles hacer su trabajo —aunque debió sonar como una orden, sonó más bien como una petición.
Cuando la agente literaria se volvió en busca del rostro de quien la estaba sujetando, no pudo ejercer su juego de miradas disuasorias, ¿cómo iba hacerlo teniendo los ojos empañados de lágrimas? Sin una palabra dirigió de nuevo su atención hacia lo que estaba pasando al lado de la bañera. Uno de los enfermeros había extendido una manta en la que estaban depositando el cuerpo de Enrique, aunque bien hubiese podido tratarse de unos arqueólogos examinando una momia del antiguo Egipto. Ese era el estado en que se encontraba, un montón de huesos sujetados por una arrugada piel. Lo depositaron suavemente, daba la impresión de que podía romperse en cualquier momento y que alguno de los que lo sujetaban se quedara con un brazo o una pierna entre las manos. Todos dieron un respingo al mismo tiempo, un gemido provino de la garganta de aquella cosa y empezó a moverse ligeramente.
—¡Está vivo! —exclamó alguien.
Miriam miraba hipnotizada como aquel esqueleto cubierto por un fino pellejo se movía con lentitud de espaldas sobre la manta.
Con suma rapidez, nadie podía saber la gravedad en que se hallaba el joven escritor, habían echado a Miriam del cuarto. Trajeron una camilla, con una precisión que solo da la experiencia y coordinados como si fueran uno solo, subieron el cuerpo en ella, saliendo disparados hacia la ambulancia. Cuando los vio pasar, Miriam se sumó a la comitiva, no pensaba rendirse ahora, los enfermeros no le dijeron nada mientras no estorbase, aunque ella ya tenía preparaba, por si le hacían falta, varias de sus miradas más duras guardadas en la recámara.
* * *
En los días siguientes, Miriam permaneció al lado de Enrique. Aunque sus constantes vitales estaban estables, no había recuperado la consciencia. De modo que aún no estaba claro que era lo que había ocurrido, la policía hablaba de un delirio esquizofrénico con intento de suicidio. Así, que aunque se negaba a reconocerlo, Miriam tenía un fuerte sentimiento de culpa que la obligaba a quedarse al lado del joven escritor. Allí, en aquella aséptica habitación, toda de color blanco y oliendo a desinfectante y a lejía, Miriam lo miraba con compasión, preguntándose como su amigo podía haberse consumido de aquella forma en apenas unos días. Cogió una de las frágiles manos entre las suyas. Para su consternación casi se podían ver los huesos, era como sí la piel se le hubiese vuelto transparente. Cada vez que entraba una enfermera, o veía un médico los acribillaba a preguntas, pero la única respuesta que obtenía era siempre la misma «Es demasiado pronto para hacer conjeturas» y así habían transcurrido aquellos dos días.
Hacía apenas unas horas que se lo habían llevado para hacerle radiografías del cuerpo completo, los análisis de sangre no revelaron nada. Cuando regresaron de la sala de radiografía, Miriam volvió a interrogar al auxiliar que como respuesta se limitó a encogerse de hombros. Verlo de aquella forma le encogió el corazón, se sentó a su lado y con lágrimas en los ojos se torturó preguntándose cuanta parte de responsabilidad tenía en lo ocurrido, en su mente resonaban una y otra vez las duras palabras que le había dedicado la última vez que se vieron, pocas horas antes de la firma de libros.
El ruido de la puerta al abrirse la obligó a dejar de autoflagelarse, una cosa era lo que sentía y otra muy distinta demostrar debilidad ante los demás, con un gesto rápido se secó las lágrimas y tras inspirar profundamente se preparó para encararse con quien fuera que entrase. Al principio le pareció una sombra borrosa, luego ya se convirtió en el rostro del joven médico que estaba llevando el caso de su amigo, con la bata abierta, pantalones tejanos y un jersey de color gris se le acercó tendiéndole la mano.
—¿Han descubierto algo? —aunque en realidad su cabeza ya se anticipaba a lo que fuera, su peor escenario sería que hubiesen descubierto algún tipo de tumor.
—Eso creemos, aunque no estamos muy seguros —explicó al tiempo que enganchaba las radiografías en el panel luminoso de la pared derecha—. Mire estas manchas de forma alargada, creemos que podría tratarse de algún tipo de tumor. Hemos contabilizado un total de diez…
—¿Diez? ¿Cómo es eso posible…? —en realidad no terminó la pregunta, otra tomó rápidamente su lugar.
—Doctor, estas radiografías —señaló dos de ellas—. Son consecutivas y podrían superponerse una a la otra, ¿no?
—Así es —respondió el facultativo, sabiendo de antemano a donde quería llegar, pero la permitió hacer.
—Esta mancha y esta otra se corresponden ¿Correcto?
—Sí, es correcto
—Entonces… —dudó unos instantes, repasó de nuevo las radiografías—. ¿Cómo es posible que se haya desplazado ligeramente hacia arriba? Creía que los tumores no se movían.
Sin mostrarse sorprendido ni por un momento expuso su opinión.
—En realidad creemos que se trata de un fallo de la máquina, podríamos sacar unas muestras antes de operarle, a fin de determinar su naturaleza. Pero creo que cuanto antes lo operemos mejor.
—Desde luego ahí hay algo que no debería estar y cuanto antes se lo extraigan mucho mejor —sentenció Miriam, no le gustaba en absoluto el cariz extraño que estaba tomando la situación.
—Sus constantes vitales son estables, algo débiles pero no han sufrido variación en estos días, creo que lo más prudente es operarle antes de que se extienda más, mandaré que lo preparen todo para operarle mañana a primera hora —recogió las radiografías y se marchó.
* * *
Miriam se quedó un rato de pie mirándole, su cara rechoncha lo escrutaba buscando alguna respuesta, se arremangó la camisa azul y se desabrochó un botón del cuello, estaba teniendo un sofoco que la obligó a sentarse. La sensación de ser en parte responsable la asaltó de nuevo, cuando estaba rodeada de gente le resultaba fácil aparentar firmeza, pero cada vez que se encontraba a solas se derrumbaba.
—… que me operen… —al principio le pareció que había oído un suspiro, después y con asombro se percató que Enrique le estaba hablando—. Miriam …que me operen…
Acercó la butaca todo lo que pudo a la cama, le agarró la mano con firmeza.
—Calma, no te preocupes, todo saldrá bien… —aquello la pilló desprevenida y finalmente se derrumbó, no tuvo ni fuerzas para contener las lágrimas—. ¡Por Dios, Enrique! ¿Qué te ha pasado?
Se sintió desnuda ante él, dejando florecer sentimientos que no se había atrevido a imaginar. Pero era evidente que siempre habían estado allí, ocultos en lo más profundo de su interior.
—Miriam, escúchame… Lo que tengo… Son gusanos, si me operan podrán sacármelos…
No daba crédito a lo que estaba oyendo, tenía que tratarse de una locura, un delirio producto de la enfermedad. Aunque recordó sus propias palabras al ver las radiografías.
—¿Gusanos?, ¿de qué estás hablando?
* * *
Enrique la observó con detenimiento. Ver aquella faceta de su agente literario era algo nuevo, siempre la había considerado fría y obsesionada con las cifras de ventas. Cerró los ojos y trató de reunir fuerzas, sabía que no tenía mucho tiempo, en cuanto su cuerpo mostrara evidencias de una fuerte mejoría todo volvería a empezar.
—¿Recuerdas la tarjeta que hallé en tu coche?
—¿Tarjeta? —inquirió Miriam tratando de recordar.
—Sí, el día de la firma de libros, tras nuestra discusión, encontré una tarjeta en el suelo de tu coche…
Por un instante el silencio fue tan denso que hubiese podido cortarse con un cuchillo.
Enrique trató de esbozar una sonrisa.
—En realidad no tiene importancia. Ese mismo día después de las firmas, me tomé un baño de sales con la intención de relajarme, mientras me estaba desvistiendo la tarjeta resbaló desde el bolsillo del pantalón…
* * *
Allí de pie, desnudo y con los pantalones en una mano, observaba la tarjeta de presentación, que tras hacer algunas piruetas en el aire, había terminado por posarse en las baldosas del cuarto de baño. En realidad no iba a dedicarles más segundos al pequeño evento, hasta que sus ojos se posaron en aquella extraña sentencia «Resuelvo todos los problemas».
Siempre se había considerado bastante escéptico, y la palabra santero ya le puso en guardia, tenía toda la pinta de ser uno de esos farsantes que se aprovechan de la ignorancia de la gente. Sin embargo un pensamiento se coló como una cuña, haciendo fuerza hasta llegar a su mente consciente.
—¿Qué puedo perder por intentarlo? ¿Dinero? ¿Tiempo? ¡Peor será como no recupere la creatividad!
Sin debatirlo por más tiempo, entró en el comedor y cogió su teléfono móvil de encima de la mesa, desde la cual la pantalla blanca del portátil lo observaba con reproche, o al menos esa era sensación que tenía desde que su musa se había declarado en huelga indefinida. A los pocos segundos de haber marcado una voz femenina le saludó desde el otro lado de la línea telefónica. La conversación fue más bien corta, lo único que sacó en claro fue que sin duda resolvían todos los problemas, o al menos es lo que le insistió hasta la saciedad la mujer que le atendió, y la dirección donde se hallaba el consultorio del santero. Algo reticente intentó obtener cita para el día siguiente a lo que la telefonista se negó rotundamente asegurándole que no les supondría ningún problema atenderle esa misma noche, por lo que al final cedió y concertaron la cita para media hora después.
Después de desviarse por un estrecho camino rural, el lugar fue apareciendo en el horizonte, hasta que se alzó imponente con apenas unos focos mal repartidos que le añadían una atmósfera bastante tétrica. El edificio parecía una vieja masía abandonada. Le inquietaba el aspecto del lugar y aún así se obligó a andar hacía la puerta. Se disponía a coger el pomo cuando esta se abrió de golpe, por un breve espacio de tiempo tuvo la sensación de estar mirando directamente hacía la puerta del Infierno. Dio un paso a tras al ver salir del interior de las tinieblas un hombre fornido ataviado con una larga túnica violeta.
—¡Buenas Noches! Señor Enrique Gala, es todo un honor que venga a visitarnos —anunció a voz de grito y con un seguido de varias y complejas reverencias.
—¿Sabe quién soy? —seguía sin acostumbrarse a que su fama fuera creciendo con cada libro que publicaba.
El robusto hombre lo miró con sorpresa.
—Pues claro, mis hijos adoran a Magius, son sus fans número uno.
—Yo… verá… necesito…
El santero le interrumpió con rapidez y gestos rimbombantes.
—¡Por favor! No tiene que decir nada, sé porque está aquí y puedo ayudarle. Me encantaría poder enseñarle nuestras instalaciones pero por desgracia estamos empaquetándolo todo, sin embargo me he tomado la molestia de prepararle algo que le ayudará con su problema —dicho esto extrajo del interior de la manga de la túnica un pequeño bote de plástico al acercarlo a Enrique lo agitó para que oyera el sonido de su contenido.
—¿Pastillas? —inquirió extrañado.
—¡Por supuesto! Hoy en día no es tan distinto de antaño, antes eran setas, hierbas, gusanos… en la actualidad son pastillas ¡Y estas le curarán! —explicó al tiempo que le entregaba el bote—. ¡Aaah! ¡Es muy importante que sólo se tome una!
—¿Una? Entonces ¿Por qué me entrega más de una?
—Porque nosotros nos marcharemos en unos días y puede encontrarse con el mismo problema en el futuro, dentro de un año o dos quizás, así que le conviene tener algunas de reserva.
Con una mezcla de escepticismo y curiosidad tomó el bote en sus manos. Desenroscó la tapa y desde su interior emergió un extraño olor agrio y al mismo tiempo dulzón. En su interior había diez cápsulas de color amarillo y de un tamaño algo considerable, al verlas tuvo la certeza que se le quedaría atascada en la garganta teniendo que acudir a urgencias a que le extrajeran aquella enorme habichuela.
—No se preocupe, se deshacen enseguida, ni notará que se la ha tragado —verlo gesticular de aquella manera empezaba a darle miedo, se preguntó dónde estaría oculta la telaraña en la que se sentía atrapado.
—Bueno, aún no me ha dicho el precio de tan milagroso medicamento —sin darse cuenta había usando un tono despreciativo del que se arrepintió al instante.
—¡En realidad ninguno! Es decir ninguno de valor, sólo que siga escribiendo más libros de Magius para que mis hijos se deleiten leyéndolos.
—¿Nada más?
—¡Así es! —dicho lo cual empezó a marcharse a una insospechada rapidez hasta que desapareció en la oscuridad de la puerta del edificio.
Allí, en medio de la nada, frente la vieja masía, sin saber exactamente que pensar una repentina sensación de frio se fue apoderando de su interior.
No tardó en alejarse de allí lo más rápidamente posible.
De vuelta a su apartamento, trató en vano iniciar la nueva novela de la saga, pero cada vez que miraba la pantalla del portátil le producía una fuerte jaqueca ver la hoja en blanco del procesador de textos. En parte el hecho de haberse bebido varias cervezas no hacía sino potenciar aquel dolor punzante que le atenazaba la sien. Cansado de dar vueltas como un león enjaulado, entró en el cuarto de baño y del armario espejo tomó el frasco de las pastillas que le había entregado el santero. Por primera vez se entretuvo en leer la etiqueta del frasco que fue como si no tuviera pues la única indicación escrita era «Extracto de Musa», así que no le ayudó en absoluto en su indecisión sobre tomarse o no la pastilla.
Su reflejo en el espejo era más que lamentable, casi avergonzado de lo que estaba viendo apartó la vista, depositó seis de las cápsulas en su mano izquierda y se las tragó, no creía que fuera posible que unas simples píldoras fueran capaces de reactivar su perdida creatividad. El alcohol no lo había conseguido tal y como evidenciaba su avanzado estado de embriaguez, ese mismo estado fue el que lo llevó a tomar la decisión de tragarse seis en vez de solo una desoyendo por completo las serias advertencias que le había hecho el santero. Y encima se las tomaba con un tasa de alcohol en sangre más que elevada. Por esa razón acabó por darse cuenta de que en realidad buscaba su propia destrucción ante la imposibilidad de afrontar un posible fracaso en su carrera literaria. Prefería desaparecer a enfrentarse con el desprecio de sus lectores, así muriendo en el auge de la juventud y de su carrera se convertiría en toda una leyenda en el mundo de los libros. Uno más de los muchos artistas que habían decidido acabar con su vida en la cima del éxito. Así con esa idea colocó el tapón de la bañera, abrió el grifo y empezó a desnudarse, en cuestión de segundos las pastillas empezarían a hacer su efecto.
* * *
El agua estaba fría, no recordaba cuanto tiempo había transcurrido desde que introdujo el pie en la bañera hasta que había despertado, toda su piel estaba arrugada y las articulaciones le dolían a causa de la inmovilidad y el frío. Su cerebro estaba embotado, vivo, pero como si su mente estuviera envuelta en una permanente niebla. Con dificultad se incorporó. No se molestó en buscar una toalla. Lo único que le importaba era alcanzar el bote y tomarse las restantes pastillas antes de que se le pasase el efecto. Con pasos vacilantes llegó hasta el lavamanos donde había dejado el bote con las cuatro pastillas que quedaban.
Las dejó caer en su mano izquierda con torpeza, dos cayeron al suelo con lo que se obligó a arrodillarse para buscarlas. La vista se le estaba enturbiando por momentos. Y ahí fue cuando descubrió la verdad de aquel extraño medicamento que se había tomado. Bajo su rodilla izquierda escucho un crujido apagado. Al apartarla vio que había aplastado una de las cápsulas y entre los resto algo alargado se agitaba desesperadamente. Tuvo que apoyarse en las dos manos al contemplar las convulsiones del diminuto gusano.
La opacidad de su mente le impedía pensar con claridad. Aún así sacó otra de las pastillas y la aplastó con uno de los zapatos, el resultado fue el mismo, del interior de las píldora surgió un diminuto gusano de color gris, con una mancha negra en una de las puntas.
La sensación de irrealidad fue cada vez mayor. Unas fuertes nauseas le provocaban arcadas que no lograron sacar nada. Estaba claro que las que se había tomado llevaban disueltas en su organismo un rato largo. Por tanto debía haber seis de esas cosas moviéndose por su interior…
El pensamiento, las nauseas y la pesadez mental se desvanecieron de golpe. Sacudido por una fuerte descarga eléctrica su cuerpo tuvo varias convulsiones. En su cabeza explotaron miles de imágenes, a un ritmo trepidante y vertiginoso, imparable. Como pudo se arrastró y así desnudo como estaba, se sentó frente al portátil. Sus dedos se movían como relámpagos, accionando las teclas necesarias. El impulso de plasmar todas aquellas visiones era superior a cualquier atisbo de voluntad que le pudiera quedar, en aquel momento solo existían las imágenes y las teclas, todo lo demás desapareció.
* * *
Recobró el conocimiento dos días más tarde, al abrir los ojos lo primero que vio fueron diez carpetas de color azul, en su interior había varios fajos gruesos de hojas, estaban distribuidas sobre la mesa, el portátil estaba cerca de su cabeza, por lo visto una vez más se había quedado dormido en el salón.
Sus tripas elevaron una protesta ante la falta de suministros alimenticios, consultó el reloj del ordenador y descubrió la realidad del tiempo transcurrido. Con razón estaba hambriento, lo más rápido era encargar una pizza, al incorporarse comprobó que se sentía estupendamente. Cogió el móvil para llamar a la pizzería del barrio, mientras hacía el encargo sus ojos volvieron a caer sobre las carpetas tomó una al tiempo que confirmaba la dirección al encargado.
Extrajo el fajo de hojas que había en su interior comprobando con asombro que se trataba del manuscrito de la nueva novela de la saga Magius, el quinto volumen. Pasó las hojas y empezó a leer el texto, lo más sorprendente era que aunque no en todos los detalles, recordaba haber escrito la mayor parte de los pasajes. Su mirada describió un arco sobre el resto de carpetas. Si era cierto lo que imaginaba debían contener nuevos libros de la saga, con los cuatro ya publicados eran un total de catorce volúmenes, algo que no hubiera imaginado ni en sueños. Había superado con creces todas sus expectativas.
Comerse una pizza no fue suficiente para aliviar la sensación de hambre, de modo que acabó por encargar dos más, lo achacó a que había estado dos días poseído por ese arrebato de creatividad. En ese tiempo no había parado ni un solo segundo para descansar, comer o beber. Tampoco era consciente de haber ido a mear ni otras cosas, pero tuvo que suponer que sí lo había hecho.
Ese estado de placidez se vio roto por el recuerdo de lo ocurrido, la bañera, los gusanos… Fue al baño a refrescarse la cara. Lo que le mostró el espejo no le gustó en absoluto, por lo menos tenía que haber perdido unos cinco kilos, ¿cómo era posible? Empezaba a comprender las advertencias del santero, la efusión con que le había ordenado no tomar más de una pastilla. El temor de haber cometido un grave error fue apoderándose de él.
Una nueva descarga sacudió su ser, seguida por el bombardeo de imágenes y letras en un fluir constante e imparable que desbordaba toda su mente.
Tal y como ya le había sucedido la otra vez empezó a moverse, la sensación de ser una marioneta era insoportable, aunque no quedaba mucho de su consciencia para constatar esa ahogada queja.
De nuevo frente al teclado sus dedos volaban, pulsando las teclas, formando palabras que desgranarían todas las imágenes, historias y personajes que a una velocidad vertiginosa volaban dentro de su mente.
* * *
El segundo despertar fue mucho peor que el primero, tenía constantes escalofríos y un dolor punzante como un hierro candente atravesaba su cerebro. Apenas se incorporó tuvo una fuerte arcada que le obligó a doblarse cayendo de rodillas contra el suelo a medio camino de la cocina. La sensación de mareo iba en aumento y no pudo evitar vomitar con fuertes contracciones, de la comisura de sus labios goteó una sustancia verdosa, mezcla de saliva y bilis. Su estomago estaba vacío y aquella repugnante sustancia era lo único que había alcanzado a regurgitar. Las gotas de sudor recorrieron su cabeza confluyendo en la frente creando una pequeña tempestad, los temblores y escalofríos fueron remitiendo. A pesar de toda aquellas sensaciones que lo golpeaban su cuerpo solo pedía una cosa. ¡Comer! Según el ordenador habían transcurrido cuatro días desde su anterior desvanecimiento, alcanzó el teléfono no tuvo voluntad para negarse, encargó seis pizzas.
La sensación de bien estar empezó a sentirla tras devorar la tercera. En un rincón del salón a la izquierda del sofá empezaban a acumularse las cajas vacías y algunas latas de refrescos, las palpitaciones de su cuerpo que hasta entonces habían estado desbocadas empezaron a ralentizar. A medio bocado del primer trozo de la cuarta pizza se percató que el número de carpetas azules había aumentado, un rápido conteo visual le confirmó sus sospechas, eran veinte carpetas más. Encima de la mesa había un total de treinta manuscritos, y probablemente todos de la saga Magius.
Tomó la decisión de llamar al santero para pedirle ayuda. Con lo que tenía en la mesa tenía asegurada una flamante carrera como escritor, tan sólo tendría que entregar uno de los originales a su agente una vez al año. Tenía que encontrar la forma de que le sacaran aquellos diminutos gusanos de su cuerpo. Rebuscó entre los papeles la tarjeta donde estaba el número de móvil del santero, apenas había empezado cuando la tercera sacudida lo derribó sobre la mesa. De nuevo todo lo demás desapareció sólo existían las imágenes y las teclas, toda la realidad fue anulada por completo.
* * *
El tercer regreso fue aún peor que el segundo, los temblores y escalofríos tardaron más de dos horas en remitir. Despertó tumbado en el suelo al lado de la mesa de trabajo, no tuvo fuerzas para intentar incorporarse. Era completamente incapaz de mantener ninguna línea de pensamiento, lo único que deseaba era permanecer allí tumbado. Necesitaba recuperar las fuerzas y el aliento, se sentía como si hubiese estado una semana sin respirar.
Cuando por fin desaparecieron los espasmos y los escalofríos, trató de incorporarse, las nauseas lo golpearon de nuevo obligándole a permanecer acostado sobre el diminuto charco de saliva y bilis que escupió. A medida que las horas transcurrían su mente se iba aclarando. Necesitaba encontrar el modo de pedir ayuda, aunque no se le ocurría como. Estaba claro que en el momento en que recuperase algo de energía los bichitos de su interior volverían al ataque, la respuesta estaba en actuar ahora cuando su estado era enfermizamente débil.
Lograr subir a la silla de trabajo le supuso el mayor esfuerzo que había hecho en su vida. Ante su ojos vio una enorme pila de carpetas azules, no tenía ni idea de cuantas abría pero debían ser más de cien, ¿de dónde saldrían? Nunca tuvo tantas carpetas almacenadas, ¿en esos arrebatos hacía cosas que no recordaba? No podía detenerse en averiguar esos detalles sin importancia. La cuestión era conseguir ayuda, necesitaba contactar con Miriam, ella era a la única que conocía en la ciudad, su lucha contra el bloqueo del escritor apenas le había dejado tiempo para hacer amigos. Miriam aparte de ser su agente literaria había empezado a parecer algo así como su amiga, o al menos así lo veía él. Se abalanzó contra el teléfono en un brusco movimiento, intentaba ser lo más rápido que podía. Todos y cada uno de los músculos y huesos de su cuerpo se quejaron al mismo tiempo con una descomunal punzada de dolor.
Había logrado descolgar el auricular cuando su cabeza giró contra su voluntad, primero en un sentido y después en el otro. Sintió como si los gusanos la hubiesen usado como el periscopio de un submarino, su vista se enfocó en el montón de restos de cajas de pizzas, había dos enteras, con algunas iniciales manchas de moho, las que no llegó a comerse en el anterior arrebato. Aún débil como estaba su cuerpo empezó a moverse ajeno a sus deseos, no fue capaz de emitir ni el más leve quejido, asistiendo impotente como devoraba aquellos desechos de comida. Su mente sintió nauseas pero su cuerpo no respondió en absoluto a ellas y siguió devorando las pestilentes y mohosas pizzas. Apenas había terminado de engullir la última empezó una vez más el fluir de las imágenes. Intentó resistirse con toda su voluntad pero hacerlo solo servía para volver el proceso en algo muy doloroso. Hasta que no aguantó más y se dejó arrastrar por aquella corriente de letras, imágenes y argumentos. Su último pensamiento real antes de desvanecerse en aquella marea fue que deseaba con toda su alma morir, tenía claro que aquello no pararía y los bichos no le permitirían pedir ayuda.
* * *
Miriam le miraba asombrada, pendiente de todas y cada una de las palabras que susurraban sus labios. Todo aquello era increíble, una de las mayores fantasías que había oído. Pero lo cierto es que ella había visto las carpetas, el estado de casi momificación en que lo encontraron con tan sólo dos semanas de ausencia y lo más fehaciente había visto las radiografías. Ella misma era la que había señalado que las manchas parecían desplazarse. A todo esto una incertidumbre se coló en su cabeza, algo en el relato del escritor no encajaba.
—Quiero que hagas memoria y me digas con certeza cuantas pastillas te tomaste —aunque se veía venir la respuesta y las consecuencias derivadas de ella.
Enrique permaneció unos segundos en silencio observándola extrañado con aquellos ojos vidriosos hundidos dentro de las cuencas. Aunque extremadamente demacrado ella aún reconocía los rasgos de su amigo, no por ello podía evitar la sensación de estar hablándole a la momia de Tutankamón o de cualquier otro faraón. Apenas se atrevía a tocarlo por miedo a que se deshiciera en una nube de polvo y vendas.
—Seis —afirmó con un susurro aunque captó en él la certeza del hecho—. Estoy completamente seguro de ello.
Miriam estaba convencida de que así era, tal y como ella ya había supuesto. Sintió que un enorme peso había caído sobre su espalda, la sensación fue tan real que inconscientemente arqueó la espalda como si luchara contra ello. Tenía que tomar una decisión cuanto antes, no sabía cuál sería la mejor pero si tenía claro que ocultárselo a Enrique era todo menos justo.
—Te hicieron radiografías, buscaban encontrar una razón a tu extrema delgadez, encontraron unas manchas en tu cerebro… —tragó saliva, no sabía cómo decirlo con suavidad.
—Los gusanos —apenas fue una exhalación surgida del interior de Enrique, por un segundo pensó que se lo había imaginado.
—Las manchas son los gusanos —repitió con voz cansina.
Aunque el hecho de que Enrique se le adelantara con la conclusión, aún quedaba lo peor.
—Sí, eso parece…
—Si los han detectado en las radiografías eso quiere decir que pueden extirparlos, tienes que convencerlos para que me operen, aunque sea arriesgado tienen que sacarme esas cosas de dentro… —aunque en su debilidad apenas podía moverse Miriam vio como sus pupilas se habían dilatado ante la idea de poder librarse de aquellas horribles criaturas que lo estaban consumiendo. Eso fue como una nueva cuchillada en su corazón y no tenía forma de escabullirse de aquella situación.
—En realidad, ya lo hicieron… —las fuerzas le fallaron de nuevo, y la tensión se estaba acumulando hasta un nivel insostenible. Finalmente su entereza se quebró por completo y se echó a llorar.
—¿Y qué pasó? —todas sus emociones se reflejaban en sus ojos. Miedo, culpa, desesperanza, impotencia por no poder gritar ni moverse y menos aún salir corriendo de allí, y ante el asombro de la agente literaria, consiguió agarrar todas esas emociones y las hundió en lo más profundo de su ser, en aquel momento todas ellas no hacían sino que nublar su capacidad de razonamiento—. No resultó ¿verdad?
—No, cuando abrieron el lugar donde indicaban las pruebas que te hicieron, simplemente no había nada.
—Hijos de puta, son muy listos, debieron esconderse en otra parte…
—Sí, en las siguientes pruebas los localizaron en tu hígado, desconocen lo que son…
—Como ya te dije son gusanos, deben desplazarse por el flujo sanguíneo —afirmó haciendo que todo encajara de nuevo.
—Hay más… Me dijiste que te tomaste seis pastillas y en cada una había un gusano ¿no?
—Así es.
—En la radiografía había diez manchas…
—¡No puede ser, no puede ser! —el lamento del joven escritor sonó como uno de esos fuelles antiguos que se usaban para avivar el fuego.
—Creo que se reproducen… —por segunda vez se derrumbó y permitió que las lágrimas fluyeran. Todo aquello tenía que tratarse de una pesadilla y deseó con toda su alma despertarse.
—Miriam, no llores, esto es sólo culpa mía, el curandero me advirtió que únicamente me tomase una pastilla. Si le hubiese hecho caso nada de esto habría pasado… —un acceso de tos le obligó a interrumpirse, de su boca brotaron gotas de saliva y sangre, su estado parecía crítico.
Se levantó con presteza de la butaca para limpiarle la boca con cuidado, no pudo evitar el temblor de sus dedos al rozar aquellos labios azulados.
—No te preocupes, ellos no me dejaran morir. Esperaran a que me recupere y volverán a actuar —suspiró con resignación, su piel correosa se agitó levemente como sí estuviera llorando, aunque en realidad no brotó ninguna lágrima—. No permitas que todo esto haya sido en vano. Prométeme que te encargarás de todo, tienes que ayudarme a acabar con esto antes de que mi cuerpo se empiece a recuperar. Es el único modo de que no puedan evitarlo…
En toda la colección de miradas que Miriam usaba para conseguir sus propósitos no había ninguna que se le pareciera a la que se veía en su rostro. Expresaba muchas emociones mezcladas, horror, rechazo, miedo, compasión y un largo desfile de contradicciones que la abatieron por completo.
—No creo que pueda… —aunque esa era su impresión inicial, verlo allí, sabiendo que cada vez que se recuperase los gusanos le provocarían otro arrebato y otro, y cada vez más largos y duros, la hizo cambiar de opinión. No era justo permitir que siguiera viviendo ese infierno. Aunque se lo hubiese provocado él mismo. Además ella también era responsable de lo ocurrido—. Está bien, ¿qué quieres que haga?
Muy levemente pero tras un esfuerzo se formó una sonrisa en los labios resecos y azulados.
—La almohada… ¡Ahora! —sentenció haciendo acopio de fuerzas.
—¿Qué? ¿Ahora? —el vello de la nuca se le erizó por completo.
—Miriam, dijiste que en las últimas radiografías se habían alojado en el hígado ¿no?
—Sí, así es —respondió insegura de comprender algo.
—Tiene que ser ahora. Si por un momento sospechan algo actuaran y trataran de impedirlo por todos los medios. Ahora están escondidos y mi cuerpo está demasiado débil para luchar —hizo una pausa, consciente de lo duro que era lo que estaba pidiendo, pero convencido de que accedería—. Por favor, ayúdame a salir de este cautiverio.
—Yo… —alargó su mano izquierda y retiró la almohada sobre la que reposaba la cabeza de Enrique, hizo una inspiración profunda.
—Recuerda tu promesa, no dejes que esto haya sido en vano —suplicó por última vez.
—Te lo prometo —dejó caer la almohada sobre la cabeza del desfallecido escritor, para después entre un mar de lágrimas ejercer toda su fuerza sobre ella. Desde el otro lado apenas se escucharon leves gemidos que fueron acompañados por algunos espasmos sin fuerza, en realidad dejó de moverse más pronto de lo esperado. La alarma de los equipos de monitoreo la sorprendió de golpe, no había pensado en ello, en apenas unos segundos las enfermeras estarían allí. Tenía el tiempo justo para colocar la almohada en su sitio y rezar para que nadie sospechara nada, apenas estaba terminando cuando la puerta se abrió de golpe y de ella surgieron rápidas como un rayo. No tuvo que fingir sus lágrimas y tristeza. La empujaron a un lado y en los siguientes minutos se sintió invisible, observando desde aquella esquina de la habitación como trataban de salvarle la vida, preguntándose qué ocurriría si lograban reanimarlo.
* * *
La noticia de la muerte de Enrique Gala Collins, sacudió a toda la comunidad literaria. Miriam como depositaria de todo su legado artístico se comprometió públicamente a revisar todos los manuscritos que había dejado atrás tan brillante escritor. Dos días después del obituario, se vio con coraje para entrar en el apartamento de Enrique. Ahora tenía por delante el arduo trabajo de ordenar aquel desastre, estaba segura de que lo que había escrito en las paredes era toda una novela completa, de modo que contando esa y las carpetas azules al menos debía haber un centenar de manuscritos. El legado de toda una vida, no era extraño que lo hubiese consumido de ese modo, no podía imaginar a que ritmo tendría que haber trabajado para conseguir todo ese material en poco más de dos semanas.
No dejaba de picarle la curiosidad por conocer el título de la historia de las paredes, de modo que empezó a desplazarse por todas y cada una de las habitaciones buscando el inicio. Al principio no se había percatado, pero tras observar la cuarta pared descubrió en la esquina inferior izquierda un número rodeado de un círculo. En las siguientes se confirmó el hecho de que ese era el indicador del orden de lectura, tan solo tenía que encontrar el número uno.
Tras varias paredes, un impulso desconocido la llevó a adentrarse en el cuarto de baño, allí en la pared visible encima del espejo aparecía en grandes letras el título «Magius Reencarnado». En la esquina izquierda el esperado número uno dentro de un círculo. Al fin había dado con él. Tenía que haber algún modo de poder llevarse el texto, sin tener que transcribirlo a mano. Después de mucho estrujarse los sesos, Miriam halló la solución. En su despacho tenía un ordenador con un potente software de reconocimiento de caracteres, incluso llegando a reconocer textos manuscritos, o escanear imágenes en busca de texto, tan sólo tenía que sacar fotos de las paredes para que el programa hiciera su trabajo. Las fotos podía tomarlas con su móvil, no era de última generación pero era lo suficientemente bueno como para sacar fotos en una excelente calidad. En eso estaba, sacando su teléfono del bolsillo del pantalón, cuando este se le resbaló de los dedos. La tensión sufrida aquellos últimos días aún hacía estragos en su coordinación. Por suerte el golpe no fue muy duro, al menos no se desmontó en varias piezas, como había ocurrido con su anterior teléfono, pero con el rebote se deslizó debajo del armario de las toallas.
—¡Mierda! —exclamó con rabia, al tiempo que se agachaba para recuperarlo.
Deslizó con sumo cuidado los dedos por debajo del armario. No le fue difícil constatar la cantidad de polvo que se había acumulado allí debajo. Avanzó un poco más hasta que rozó un objeto cilíndrico, lo tomó entre sus dedos. Rebuscó un poco más y casi al fondo tocó la superficie metálica de su aparato telefónico, lo agarró con cuidado de no perder el otro objeto, cuando estuvo segura sacó la mano de debajo el armario, le alegró ver que su móvil no había sufrido ningún daño y en apariencia funcionaba correctamente. Su sorpresa fue mayor al descubrir que el otro objeto no era sino un pastilla de color amarillo, con dos letras grabadas «E M».
—E M —musitó Miriam—. ¡Joder! ¡Extracto de Musa, es una de las pastillas de Enrique!
Con un acto casi reflejo, al pensar en los gusanos en el cerebro de su amigo, se acercó al inodoro con el objeto de tirarla allí dentro,
—«El curandero me advirtió que únicamente me tomase una pastilla, si le hubiese hecho caso nada de esto habría pasado…» —la voz del fallecido escritor resonó en su cabeza.
La contempló unos segundos notando que su aprensión inicial empezaba a ceder.
—Bueno, ahora yo sólo tengo una ¿no?