Circo Zombie

Pasaba por debajo del puente cada día. Enrique disfrutaba yendo a trabajar en su ya algo destartalada bicicleta de carreras. Desde siempre había contado con unas fuertes piernas y el habituarse a usar la bici las fortalecía mucho más. Le gustaba notar su ensortijado cabello negro revolverse con el viento; por eso, en las zonas menos usadas del carril bici, pedaleaba con toda la potencia de la que era capaz. El aire revoloteaba a su alrededor y las baldosas rojas que conformaban el carril producían un extraño efecto visual. Daba la sensación de que el espacio y el tiempo se dilataran, lo disfrutaba todos los días, e imaginaba como a su alrededor se formaba un campo de chispas transportándolo a través del tiempo.

Hasta que llegaba al túnel. El carril descendía en una curva cerrada con una fuerte inclinación, Enrique pensaba en aquel lugar como un agujero negro, pues la pronunciada pendiente parecía como si te lanzara directo bajo el oscuro y estrecho pasadizo. Ese lugar le daba aprensión, entre otras cosas porque tendía a estrellarse contra la gris y fea pared de hormigón. Tenía que ejercer un fuerte control sobre su bicicleta para evitarla y que todo quedase en un mero rasguño.

Un inesperado guijarro le desvió la rueda delantera empujándolo hacía la pared, los nudillos de su mano derecha rozaron levemente la raposa superficie, fue como acariciar un papel de lija, a pesar de que instintivamente había apretado a fondo el freno, cuyas pastillas estaban demasiado desgastadas. Cuando logró detenerse por completo dentro de aquel siniestro túnel, ya era demasiado tarde, la sangre descendía por los dedos de su mano.

Un repentino movimiento en el extremo opuesto del túnel, captó su atención, aunque algo cegado por la luz de la salida, vio cómo un bulto acababa de moverse, en un primer momento creyó que se trababa de un montón de harapos que el viento había agitado. Todas aquellas impresiones se desvanecieron de golpe cuando los trapos se incorporaron de forma torpe, y se convirtieron en lo que eran en realidad, dos formas humanas, de andares vacilantes que se dirigían hacia él emitiendo extraños gruñidos.

Enrique no se lo pensó dos veces, dio la vuelta a su bicicleta y cuando se disponía a impulsar el pedal, por la boca del túnel aparecieron tres hombres armados con escopetas, que avanzaban en su dirección, y aunque al principio los tomó como salvadores, su sangre se heló en el instante que oyó sus advertencias.

—¡En esta dirección no saldrás con vida! ¡Tu única oportunidad es sortearlos! ¡Tienes cinco segundos para decidirte! —al principio no supo cómo reaccionar, lo que le activó fue el oír como estaban cargando las escopetas y empezaban a contar en voz alta.

—¡Uno!

Con rapidez volvió a dar la vuelta a su bici, tenía que encontrar la forma de esquivar aquellas cosas, fueran lo que fueran. Pero sus andares erráticos en el estrecho túnel lo hacía difícil. Apoyó el pie derecho sobre el pedal, notando como le temblaba incontroladamente.

—¡Dos!

No lo pensó más, se dio impulso intentando mantenerse lo más cerca posible de la pared, esperaba, que aquellas cosas se separan lo suficiente como para intentar pasar entre ellas, mantenerse cerca de la pared le restaba mucha maniobrabilidad, y los nudillos de su mano hicieron algo más que simplemente acariciar el áspero muro.

A cada pedaleada que daba se acercaba más a aquellas cosas y en cada una, su mente le repetía que no eran reales, que era imposible. Pero, sí, eran reales y eran zombis, un hombre y una mujer andaban tambaleantes hacía él, sus cuerpos en descomposición despedían un fétido olor que iba en aumento a media que se acercaban.

Entonces ocurrió, la pareja no-muerta se separó el uno del otro, era su oportunidad, pedaleó como no lo había hecho nunca. Los monstruosos seres se lanzaron en su dirección intentando atraparle. Moviéndose con destreza, inclinándose en ambos sentidos consiguió esquivar aquellas deformes garras. El subidón de adrenalina le hizo sentirse triunfante, lo había logrado, en unos segundos alcanzaría el otro lado del túnel…

BANG, sonó como un estruendo que se repitió en un eco ensordecedor, fue como si una maza le golpeara en la pierna haciéndole perder el equilibrio; el dolor fue lo siguiente, cuando ya estaba en el suelo después de rodar unos metros sobre el negro asfalto. La fuerte palpitación dolorosa que provenía de su pierna le hizo comprender que en realidad nunca tuvo ninguna oportunidad, varios balines de plomo se habían incrustado en el muslo, estaba en shock. Por unos segundos trató de arrastrarse hacía fuera del túnel, sin embargo cuando su espalda chocó contra la pared se dio cuenta que había ido a ciegas, los dos cadáveres andantes se acercaban con más rapidez y coordinación, como si antes hubiesen fingido su torpeza.

—¡No es nada personal! ¡Pero necesitamos más!

Los gruñidos estaban cada vez más cerca, y lo único que no parecía estar en descomposición eran aquellos amarillentos dientes que brillaban dentro de las supurantes y fétidas fauces que se abrían y cerraban hambrientas. Se lanzaron sobre su pierna herida que respondió con una fuerte sacudida de dolor al notar como los dientes le arrancaban los primeros bocados. Lo último que vio fue como los hombres armados, ladraban órdenes a los monstruos, que se apartaron de él obedientes, les colocaron unos collares unidos con dos cadenas. El más anciano de los tres se acercó a ellos y sacó de su bolsillo una bolsa de plástico de la que extrajo un par de corazones que los zombis devoraron con ansia.

—¡Buenos chicos! —exclamó al tiempo que les acariciaba el pelo.

Tras eso, la oscuridad, la luz no regresó.

* * *

Hubo una época en la que Andrés Clowers fue toda una estrella del mundo de la música. En cuestión de unos pocos años alcanzó el puesto número uno en la lista de los más vendidos. Aún así todo eso se convirtió en una enorme losa sobre su espalda que le fue imposible soportar por más tiempo el peso del éxito. Todas las mañanas, y aquella no era distinta, despertaba con el deseo de morir. No había nada en la tierra que consiguiera despertar en él ni un mínimo interés. Mantuvo los ojos cerrados, detestaba abrirlos y que la hiriente luz del día los irritara, no deseaba enfrentarse a un día más en la rutina aburrida y deprimente en la que se había convertido su vida. Las drogas y el sexo no aportaban nada nuevo, ya no eran suficiente para él, necesitaba algo nuevo, más fuerte. Esa búsqueda de emociones fuertes fue la que le condujo hacia un camino en el que no había límites para nada que imaginase, le empujó hacía todo tipo de perversiones en las que se jugaba constantemente con su vida o la de los demás. Pero aún así, siempre tenía una salida, y salir airoso de todas aquellas situaciones no hizo más que convertirlo en una monotonía y un verdadero aburrimiento. Necesitaba más, algo más fuerte.

Apartó con un gesto brusco las sabanas que le cubrían, dejando su cuerpo al descubierto, los pircings y tatuajes de sangre lo cubrían por completo. Al levantarse de la cama el tintineo del entrechocar de aquellos adornos fue un saludo matinal que estaba harto de oír. Se contemplo en el espejo que había frente a la cama, en otro tiempo usado como estimulo en sus escarceos sexuales, por unos segundos estuvo tentado de arrancarse todas aquellas anillas y bolas que penetraban y perforaban su cuerpo, enlazados en lo que él llamaba tatuajes de sangre. Aunque en realidad eran dibujos realizados con cortes profundos, de este modo las cicatrices que quedaban formaban tatuajes permanentes, aunque más discretos pues parecían heridas sufridas en el pasado. Si uno miraba con detenimiento aquellas cicatrices se observaba un patrón, y se descubría el dibujo que formaban. Varias líneas del dibujo, un extraordinario dragón que recorrían su espalda y extendía sus alas a lo largo de sus brazos, seccionaron las venas de sus muñecas, antes de perder la consciencia recordaba haber visto la cara de satisfacción del autor del tatuaje mientras él se desangraba en la bañera.

La persona que le salvo la vida, fue a la primera que vio cuando en el hospital recobró la consciencia, estaba a su lado, interconectados por una máquina y varios tubos en un intento de salvarle la vida por medio de transfusión de sangre. Ese fue el mayor gesto que había recibido de su novia Laura, el siguiente fue abandonarlo una vez su vida estuvo fuera de peligro.

Andrés nunca se lo reprochó, sabía perfectamente lo difícil que resultaba vivir con él. No se soportaba ni él mismo. Aunque hubiese podido usar aquel abandono como aviso y una advertencia Andrés optó por usarlo como un motivo más con el cual justificar su autodestrucción.

Entró en la cocina tras recorrer el largo pasillo que conectaba todas las habitaciones de su casa con el salón, deseaba tomarse un buen café caliente, la necesidad de estimulantes era una necesidad diaria y empezaba con el ritual de tomarse un café recién hecho.

Desnudo se deslizó como si se tratase de un fantasma, las cortinas del salón apenas dejaban que se filtrase ni un solo resquicio de luz solar, le agradaba aquella penumbra, se sentía cómodo en ese ambiente, desde que había bajado de los escenarios odiaba cualquier foco de luz potente, y eso incluía al sol, pues le recordaban que una vez estuvo en la cima del éxito desde la cual se despeñó sin ayuda de nadie. Pensando en ello, se echó a reír, en realidad se comportaba como un vampiro, no salía de su casa hasta que el sol se ocultaba en el horizonte, entonces y solo entonces salía de su piso para recorrer todos los sórdidos locales de la ciudad en busca de todo tipo de drogas y emociones fuertes.

Dos noches atrás se encaró con un camello al que dio una bestial paliza sólo por el mero hecho de sentir como por sus venas recorría la adrenalina y que en sus manos estaba el poder de decidir si lo mataba o lo dejaba vivir. Cuando lo tuvo tendido en el suelo con la cara destrozada, rebuscó en sus bolsillos, sus ojos brillaron cuando palpó y extrajo una bolsa de plástico con Nirvana, una de las muchas derivaciones del éxtasis, allí había suficiente polvo amarillo como para dos meses, arrancó la camisa del camello y esnifó dos rayas que formó encima del estomago de su víctima. El efecto fue casi instantáneo, sintió como su riego sanguíneo se aceleraba, cogió la bolsa con el resto de la droga y la vertió creando un reguero por toda la cara del moribundo tendido a sus pies, donde se esmeró en vaciar cuanto más polvo mejor fue sobre la boca abierta, la nariz, los ojos y cualquier herida profunda que encontrase.

En cuestión de segundos el cuerpo del desgraciado empezó a sufrir fuertes convulsiones al tiempo que su boca se transformaba en un pequeño volcán de polvo, saliva y espuma. Para rematar su trabajo se bajó la cremallera del pantalón y tras sacarse su pene meó encima del cada vez más inmóvil infeliz, con las últimas gotas se acabaron las convulsiones quedando completamente quieto, Andrés consideró que era probable que hubiese muerto, pero no le importó lo más mínimo, aquel cerdo se lo merecía, no era si no uno más de la mucha basura que había en el mundo y nadie echaría de menos a un mierda como ese.

Siguiendo el ritual diario, tras tomarse el café, descendió las escaleras que conectaban su salón con el sótano, todas las casas del casco antiguo tenían uno, aunque la mayoría estaban tapiados. Andrés convirtió el suyo en un gimnasio privado, en él había hecho instalar todo tipo de maquinas de musculación, allí ejercitaba su ya bien desarrollado cuerpo, cada músculo palpitaba cada vez que bajaba aquellas escaleras, notaba como si estuvieran ansiosos por ejercitarse hasta la extenuación.

Todas y cada una de las células de su cuerpo se activaron al notar cómo se tensaban por la fuerza de los pesos de la maquina y en su mente recreó una vez más la paliza que le dio al camello, aquella había sido la mejor de todas las que había dado, aunque estaba dispuesto a superarse aquella misma noche. Aumentó el peso de la maquina, sus bíceps se hincharon doblando su tamaño al izar la empuñadura hacía arriba, las células de su brazo chillaron de dolor ante el esfuerzo, un grito que él descartó sin más, el dolor físico era un precio muy bajo a pagar si a cambio obtenía un cuerpo capaz de destrozar la cara a cualquier imbécil de un solo puñetazo.

Continuó así durante las dos siguientes horas, cambiando de maquina a fin de ejercitar todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, antes cuando era una estrella su cuerpo era el de un miserable enclenque, pero desde que se hizo los tatuajes de sangre, lo había convertido en toda una maquina casi perfecta. Una máquina que se alimentaba de adrenalina y emociones fuerte, aunque empezaba a pensar que pronto tendría que buscarse otra actividad, dar palizas empezaba a ser aburrido, tenía claro que aquella había sido la última, esa noche se uniría a un grupo de cazadores de humanos. Gente adinerada que organizaban cacerías de personas por mera distracción, tenía buena pinta, incluso sopesó presentarse como voluntario para ser cazado, sería divertido ver a los cazadores siendo cazados por él. Le apetecía cargarse algún que otro yupie ricachón para variar.

Los espejos que cubrían todas las paredes del sótano, incluido el techo y el suelo, le devolvieron la imagen de su cuerpo con todos los músculos hinchados por el ejercicio, dejó la máquina de los pectorales y agarró dos mancuernas, lo que más le gustaba era potenciar sus bíceps, ver sus brazos hincharse en cada ejercicio. Se contempló desnudo, satisfecho, hasta que una voz le susurró en el interior de su cabeza. «¿De verdad crees que así ocultarás lo débil que eres? Yo te enseñaré a ser fuerte, tu madre también era débil y una estúpida llorica, y a ti te enseñaré a ser un hombre de verdad aunque tenga que arrancarte la piel a tiras».

No era la primera vez que lo pillaba con la guardia bajada, aún así su reacción fue instintiva, lleno de rabia lanzó la mancuerna que sostenía en su mano derecha contra su propio reflejo. El espejo estalló en una lluvia de cristales que le devolvían miles de pequeños reflejos del rostro de su padre, aumentando su rabia a cada segundo, la risa macabra resonó en su cabeza. «Quítate la camisa, has sido un chico débil y debes ser castigado, el dolor y la sangre te fortalecerán y no pararé hasta que dejes de lloriquear». Su corazón estaba más desbocado que nunca. Cegado por la furia y el odio empezó a golpear los puños contra los restos del espejo roto que aún permanecían en la pared, un dolor punzante le sacudió las manos y como respuesta aumento la fuerza con que golpeaba, hasta que las punzadas eran tan fuertes que perdió el conocimiento desplomándose sobre el montón de cristales rotos.

* * *

Las tinieblas se rasgaron dando paso a la luz, pero esta no trajo consigo el sosiego y la calma, en realidad fue todo lo contrario, la pesadilla no había hecho más que empezar. El dolor desenterró los recuerdos, y la voz susurrante regresó. Cuando su madre desapareció él apenas contaba con doce años, se marchó de noche, sin despedirse, sin explicaciones, lo abandonó… lo dejó a manos del monstruo, aquel ser despreciable en que se había convertido su padre. Todos los días llegaba borracho, rezumando desprecio y rabia. Primero eran los gritos, aunque él intentaba apaciguarlo por todos los medios, en el fondo sabía que sólo lo calmaba una cosa. Los primeros golpes fueron esporádicos, luego se hicieron más frecuentes y más fuertes, por último los azotes con el cinturón y el castigo cara la pared, aquel era el peor, la rabia con que descargaba la delgada fusta sobre su espalda le provocaba tal dolor que siempre acaba por perder el conocimiento. La primera vez no pudo dejar de llorar, no comprendía que podía haber hecho que fuera tan terrible como para merecer aquel sufrimiento. Daba igual se portase como se portase, la llegaba de la noche indicaba que irremediablemente su padre volvería completamente ebrio y lo castigaría como todos los días. Un mes más tarde y tras ser brutalmente maltratado por aquel ser que una vez lo había amado, con sólo doce años decidió que no podía seguir así, tenía que acabar con aquella tortura y solo veía una forma de hacerlo. Cogió sus sentimientos y los enterró en lo más profundo de su ser, los extirpó de su corazón dejándose llevar por la frialdad más absoluta. Como un autómata fue hasta la cocina, donde se armó con el cuchillo más grande que encontró, sabía que el monstruo no se despertaría debido a la borrachera y tampoco le importaba demasiado, aquello tenía que acabar de una forma o de otra. Verlo allí tendido bajo las sabanas, le asaltó la gran pregunta, la que le había atormentado en las últimas semanas, como era posible que su madre no se lo hubiese llevado consigo, como pudo abandonarlo con esa basura repugnante.

Un reflejo en la mesita de noche captó su atención, se acercó para averiguar que era y todo su mundo se derrumbó a su alrededor. Una medalla del Sagrado Corazón de Jesús. La favorita de su madre. Una medalla que nunca se quitaba, enlazada con la medalla la cadena de oro estaba partida a poca distancia del cierre, los eslabones se habían abierto y separado, como si alguien hubiese tirado de ella con fuerza.

La sensación siempre la recordaba igual, como si hubiese llevado una venda en los ojos, sumido en la más absoluta ceguera, hasta que de repente la venda caía, las piezas encajaban, y tuvo la certeza de la verdad sobre la ausencia de su madre.

Si en algún momento había tenido el más mínimo atisbo de duda sobre lo que iba hacer, esta acabó por desaparecer en aquel instante, destapó la figura sudorosa y pestilente, troceó la sabana en cuatro tiras que usó para atarle las manos y los pies a cada pata de la cama. Se subió a ella, agarró los genitales de su padre y los cercenó de un golpe con el cuchillo, fue como cortar un embutido. Con rapidez y sin inmutarse por los gritos de su torturador, le obligó a tragarse aquella masa sanguinolenta provocándole un ataque de tos que esparció gotas de sangre en todas direcciones. Se encaró a él y mientras lo miraba fijamente a los ojos le clavó el cuchillo en la garganta, asegurándose de cercenarla por completo, de la que salió escupida sangre a borbotones, lo contempló desangrase como a un cerdo en una matanza, no sintió ningún tipo de remordimiento por lo que acababa de hacer, aquello no fue más que el primer paso.

* * *

Cuando recuperó la conciencia fue a su dormitorio algo desorientado. Vestirse no le llevaría mucho tiempo, seleccionó un traje oscuro, últimamente le atraían esos colores, le hacían sentirse seguro y cómodo, al igual que la noche, sentía como la luna y la oscuridad penetraban su cuerpo y le daban fuerzas.

Entró en el Twenty, una discoteca de poca monta, donde acudían lo más raro y colgado de la fauna nocturna. En el otro extremo vio a Mario el camarero, limpiaba con esmero la barra, apenas habían llegado algunos parroquianos. Así que sin esperar ni un segundo más, Andrés cruzó la desierta pista de baile para sentarse en uno de los taburetes. No tardó mucho en acercarse Mario con una helada jarra de cerveza.

—¡Mira quién ha llegado! ¡Sí es mi cliente favorito! —gritó para hacerse oír por encima de la música al tiempo que le tendía la jarra.

—Sí, yo también me alegro, menos peloteo y aparta esa basura de mi vista. ¿Dónde podemos hablar un minuto?

Mario le indicó con un gesto que le siguiera, acto seguido desapareció por una puerta oculta tras una cortina negra. Andrés saltó la barra como si tuviera muelles en los pies, y siguió al delgado camarero al almacén de la discoteca. El cuarto en sí era bastante amplio, aunque las cajas de botellas apiladas por todas partes restaban la mayor parte del espacio. Moverse por aquel lugar era como andar en un extraño laberinto sumido en una permanente penumbra, acompañado por el atenuado eco de la música semejante al distante canto de alguna desenfrenada sirena a la espera de capturar a navegantes desprevenidos hechizándolos en un desenfrenado baile al borde del éxtasis.

Al final del recorrido, se reencontró con Mario, a su lado había una mesa con un viejo ordenador y un montón de facturas esparcidas. Con despreocupación el camarero apartó la montaña de hojas y en el espacio que había conquistado a las deudas empezó a preparar varias rayas de nirvana. Rasgó una hoja que cogió al azar y formó con ella un canuto con la que aspiró dos rayas seguidas, en cuestión de segundos su facciones se relajaron y se formó una permanente expresión bobalicona.

—No seas tímido, sírvete un par —le ofreció el improvisado canuto.

Por un instante Andrés deseó cogerle la mano y desencajarle el brazo de un tirón, estaba seguro que recibiría una buena dosis de adrenalina, aunque últimamente ya no era suficiente, dar una tunda a drogadictos, vagabundos y homosexuales ya no le producía la misma excitación de antes. Necesitaba algo más fuerte, sentir que existía la posibilidad que lo mataran, algo que no sentía con las palizas pues siempre había buscado víctimas de una constitución física inferior. Por eso estaba allí, tenía que participar en una cacería humana, sabía que enfrentarse a cazadores armados con escopetas le produciría el subidón que buscaba. Se inclinó sobre la mesa y esnifó una de las rayas, tenía claro que si tomaba otra perdería el control y acabaría matando a aquel podre infeliz.

—¿Has pensado acerca de lo que te hablé? —la expresión de Mario había cambiado por completo.

—Sí, y estoy dispuesto —respondió Andrés sin dudar.

Mario estaba visiblemente nervioso y no dudó ni un segundo en tomar otra raya.

—La próxima cacería será dentro de un mes —explicó finalmente el camarero.

La expresión de Andrés cambió por completo dejando paso primero a sorpresa, impaciencia y por último enfado.

—¿Un mes? No quiero esperar tanto, quiero divertirme ahora no dentro de un mes —cada vez más contrariado e inestable se levantó dispuesto a desahogarse con aquel infeliz.

El camarero aún bajo los efectos de la recién aspirada raya rebuscó entre los papeles de la mesa.

—Sé que buscas emociones fuertes, sino no hubieras preguntados por los Cazadores. Pero estos son como una mafia y es difícil entrar en su club… Aunque hay otra alternativa igual de excitante —le tendió la tarjeta de presentación—. La dejaron en mi buzón hace dos días, llame para informarme y no ponen ninguna pega, cualquiera puede ir.

Los ojos de Andrés examinaron con detenimiento la tarjeta, era metálica de color dorado, las letras estaban impresas en relieve. Hacer una tarjeta como aquella tenía que valer una gran suma de dinero, por un segundo pensó que estaba hecha en una fina lámina de oro, pero lo descartó enseguida, ¿quién haría tarjetas de presentación en láminas de oro? Finalmente prestó atención a la información escrita.

«Circo Zombi. Una experiencia que no olvidaras en tu vida. Sin restricciones».

En el anverso había un número de teléfono que sin duda correspondía a un móvil.

—¿Circo Zombi? ¿Qué mierda es esto?

—No estoy muy seguro, la señorita que me atendió no quiso entrar en detalles, pero me aseguró que si participaba tendría el mayor subidón de adrenalina y la mejor experiencia extrema que pudiera imaginar o me devolvían el dinero.

—Pues parece una simple atracción de feria —expuso Andrés con desconfianza.

Mario lo miró con satisfacción pues él había tenido la misma impresión.

—No, no, me aseguró que no se trataba de eso en absoluto, y me insistió en que no había en todo el mundo una experiencia que se asemejara a esta.

—¡Como sea una mierda vendré a verte de nuevo! ¡Y no creo que te guste! —dejó escapar una risa amenazante mientras salía del almacén—. ¡No te va a gustar en absoluto!

* * *

Alejarse de aquel antro le sirvió de tranquilizante, tuvo que reconocer para sí mismo que sentía curiosidad por conocer más detalles de aquella extraña atracción, por lo que llamó desde su móvil al número que indicaba la tarjeta. Tal cómo le había contado Mario, le atendió una voz femenina, y aunque fue muy cordial en todo momento no consiguió sonsacarle nada más que dos cosas, una dirección a donde ir y la absoluta promesa de que en su vida volvería a experimentar algo así, por supuesto se le exigió el pago de una fuerte suma de dinero, algo que no le importó lo más mínimo, pues cómo resultado de su breve pero intensa carrera como cantante aún guardaba una pequeña fortuna repartida en varios bancos ubicados en paraísos fiscales. Con lo cual la preocupación por buscar la forma de reponer esos fondos no le quitaba el sueño ni en ese momento ni en momentos futuros. Tras efectuar la transferencia a través de su móvil de última generación, subió a su flamante coche nuevo. Cada vez que su coche perdía ese olor característico de algo nuevo lo desechaba y se compraba otro. Tras introducir las coordenadas en el sistema GPS lo condujo hacia el lugar que le habían indicado, aunque según el dispositivo aquellas coordenadas correspondían a un descampado a unos veinte kilómetros de la ciudad.

Lo primero que pensó al ver el edificio circular alzándose frente a él fue preguntarse a quien se le había ocurrido construir una plaza de toros en medio de la nada y tan alejada de la ciudad. Los alrededores estaban sumidos en la oscuridad salvo por los tres focos que iluminaban la fachada, dos en cada punta del radio y uno encima de la puerta iluminando la palabra CIRCO, dejando en la penumbra ZOMBIE, como si lo hubiesen hecho apropósito. Se hallaba a unos pocos metros del acceso de entrada cuando de las tinieblas de aquel oscuro pasaje surgió el hombre delgado, sus formas eran exageradamente esqueléticas, por un segundo tuvo la sensación de estar frente a una marioneta de madera que se movía a base de bruscos movimientos según iban tirando de los hilos.

—¡Mira lo que han traído los vientos! —anunció a gritos y como respuesta se oyó un lejano eco de gruñidos ansiosos—. El señor Andrés Clowers, ¿no es así?

En realidad no esperó respuesta por parte del asombrado invitado, con una exagerada reverencia, su cuerpo se dobló de tal forma que su frente rozó el suelo terroso, le invitó a seguirle.

—Tenga la bondad de seguirme, a decir verdad le estábamos esperando.

Las delgadas piernas se movieron en largas y rápidas zancadas, las rayas rojas del pantalón que llevaba parecieron difuminarse en un borrón rojo, Andrés se preguntó cómo era posible que se moviera con aquella rapidez.

Seguir los pasos de aquel extraño anfitrión le produjo un breve pero intenso escalofrío que sacudió su abdomen. Mientras se adentraban por el estrecho y oscuro pasillo Andrés tuvo la clara certeza de que aquello no iba a ser la cutre atracción que se había imaginado en un principio, lo cual le alegró bastante el ánimo, por primera vez en muchísimo tiempo por fin iba a experimentar una sensación inolvidable, como la que tuvo la primera vez que salió al escenario a cantar en un campo de fútbol lleno de gente. La adrenalina empezaba a circular por su sangre.

Tras andar unos metros por el corredor en tinieblas, una puerta apareció en la pared de la izquierda, la cruzaron sin mediar palabra y la estancia en la que entraron empezó por parecer la armería de una comisaría para transformase luego en el almacén de un traficante de armas. Las cuatro paredes estaban cubiertas por completo de armarios y estanterías que contenían armas de toda clase, desde arcos olímpicos a escopetas de cañones recortados, pasando por granadas y rifles de mira telescópica, ante semejante despliegue armamentístico se excitó como no lo había hecho antes y se regocijó al notar que estaba empalmado, sintiéndose más vivo que nunca.

—¡Elige tu defensa! Pero solo puedes elegir dos —anunció a voz de grito con una permanente e inquietante sonrisa sardónica—. ¡Elije con sabiduría, pues tu vida puede depender de ello!

Con sumo cuidado, recorrió con la vista todos y cada uno de los armarios y estantes de la sala. Sin dudarlo su dedos rodearon la culata de una Smith and Wenson del calibre 45 y dos cajitas de municiones, la segunda fue una ballesta de asalto con tensor automático además del carcaj lleno de flechas de punta de titanio.

Se ajustó la correa de cuero de la sobaquera, se la colgó en el lado izquierdo, de este modo no tuvo problemas para alinearse el carcaj en el lado derecho. Hizo varias pruebas para asegurarse que era practico y fácil acceder a las flechas con la mano izquierda y con un gesto rápido colocarlas en la ballesta que sujetaba en la mano derecha. Al tercer intento consiguió colocar la flecha y tensar la cuerda en un solo movimiento, a partir de ahí lo conseguía a cada intento. Sonrió para si mismo, sentía que era capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Escrutó al hombre delgado, este sin perder su macabra sonrisa le indicó con una de sus esqueléticas manos, que se dirigiera a la puerta que había a otro lado de la armería.

—Hasta ahora has parecido lo suficiente valiente, pero ha llegado el momento de que te enfrentes a tu destino. Lo único que tienes que hacer es cruzar la pista del circo, en el otro lado está la puerta de salida, si llegas a ella te aseguro que habrás vivido la experiencia de tu vida…

Las luces de la armería parpadearon unos instantes, después el hombre delgado ya no estaba, ni las armas, nada, sólo las paredes desnudas y un único camino posible, pues la puerta por donde había entrado tampoco estaba. Cargó la ballesta con una flecha, apoyó la mano sobre la puerta como si aquel gesto pudiera adelantarle alguna idea sobre lo que le esperaba al otro lado. Cogió el pomo y con un chasquido le indicó que estaba abierta, tomó aire y tiró de la puerta, una luz cegadora le dio la bienvenida.

Tardó unos segundos en recuperar la visión, ante él se abrió un terreno circular que delimitaba una enorme pared de más de tres metros de altura, el suelo estaba cubierto de tierra rojiza, a primera impresión parecía arcilla desmenuzada. Aunque ya lo esperaba, volvió la cabeza para ver la puerta por donde había salido, no había ninguna, como si nunca hubiese habido una abertura, la pared se veía completamente lisa. Avanzó unos pasos, el terreno parecía firme, a una distancia de unos trescientos metros se hallaba una puerta, recordando las palabras del hombre delgado dedujo que llegar allí no sería nada fácil, avanzó otro par de pasos. Al principio lo percibió como algo arrastrándose. No se veía a nadie, pero estaba claro que alguien o algo se dirigía hacia él con un paso lento pero constante. Parpadeó, era una locura, lo estaba oyendo cada vez más cerca pero no los veía, parpadeó de nuevo, y como surgidos de la nada vio a unas veinte personas, vestidas con harapos y extrañamente pálidos, al principio creyó que estaban borrachos, hasta que el fuerte olor que desprendían le alcanzó, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitar, era nauseabundo, fueran lo que fueran aquel hedor era a putrefacción, a muerte. Confuso como estaba, no se percató de que una de aquellas criaturas, que una vez fue una mujer, había acelerado su andar, se le estaba acercando peligrosamente con los brazos extendidos y exhibiendo una ristra de dientes que asomaban por los agujeros putrefactos que se habían formado en sus mejillas. Sólo fue capaz de reaccionar en el momento en que los dedos de aquella cosa tocaron su hombro y el fétido hedor le envolvió por completo, levantó el brazo derecho mientras daba un paso a tras para alejarse de la criatura, apuntó un breve momento y apretó el gatillo de la ballesta.

El disparo tuvo más potencia de la esperada, la flecha se incrustó en la cara del monstruo impulsándolo varios pasos atrás, el brazo de Andrés recibió el retroceso con fuerza y estuvo a punto de perder la ballesta. A lo lejos se oyó un chasquido metálico, en el suelo del circo aparecieron varias aberturas por las que se arrastraron numerosas criaturas como aquella. Su cerebro fue consciente de que aquello no era una atracción cutre, y que se estaba enfrentando a zombis de verdad. La adrenalina corría por sus venas como no lo había hecho nunca, por primera vez desde que había bajado de los escenarios estaba vivo de nuevo.

Con un rápido cálculo, determinó que en esos momentos debía haber al menos unos setenta zombis, con lo que se imponía el racionar la munición, las cajas de balas eran de veinticinco cada una, además de las veintinueve flechas que le quedaban en el carcaj. Apenas había recorrido unos pocos pasos, y era de esperar que a medida que avanzara seguirían apareciendo más. Se inclinó sobre el cuerpo de la mujer que había abatido, aseguró su pie derecho sobre la garganta y con la mano izquierda agarró la flecha que asomaba entre las cejas, se disponía a tirar de ella cuando se detuvo en seco, por un instante aquel rostro le pareció familiar, no pudo precisarlo debido al estado de avanzada descomposición. Un gemido cercano le sacó de sus pensamientos, arrancó la flecha y mientras se volvía hacía el origen de ruido la colocó dejando el arma lista para disparar justo el momento en que una de aquellas aparente torpes criaturas aceleraba y se abalanzaba sobre él. Su reacción fue automática, esta vez la potencia del arma no le pilló desprevenido de modo que no perdió potencia con el retroceso. Interpuso el arco entre los dientes que se abrían y cerraban en un afán por morderle, apretó el gatillo y la flecha penetró por la putrefacta y maloliente abertura, destrozando la parte trasera del cráneo al abrirse camino hacia el exterior del monstruo, no alcanzó a ver donde había caído, esa no podría recuperarla.

Por un segundo pudo ver al otro lado de la agujereada cabeza entre goterones de pus mal oliente, levantó la pierna derecha plantando el pie en el pecho del tambaleante zombi empujándolo hacía atrás.

Un destello llamó la atención de Andrés, algo brillaba en el cuello del muerto viviente que acababa de abatir, era una medalla, una que le era muy familiar.

—¿Ricardo? —en realidad no tuvo tiempo de cerciorarse pues los demás zombis parecieron despertar de su letargo y estaban acelerando el paso a un ritmo peligroso, si quería averiguar lo que le había pasado a su amigo tenía que salir con vida.

Cogió tres flechas de golpe, las fue colocando y disparando a un ritmo que le asombró incluso a él, desde que había comenzado su carrera en busca de experiencias extremas aquella era la primera vez que sentía realmente que su vida corría peligro, ni cuando se hizo los tatuajes de sangre lo sintió, estaba vez iba más allá, pues si lo atrapaban era más que probable que terminara siendo uno de ellos, el peligro trascendía incluso la muerte.

Animado por la acción y por cómo estaba reaccionando cogió cinco flechas de golpe, con una destreza impresionante las fue cargando y disparándolas, se abrió paso entre el montón de cuerpo, apenas pudo de recuperar tres de ellas, se estaban acercando y moviéndose muy rápidos como para distraerse demasiado tiempo.

Encajó la ballesta en el carcaj, necesitaba una arma más rápida, había llegado el momento de usar la Smith & Wesson, la amartilló y tras adelantar unos pasos más, apretó el gatillo varias veces seguidas derribando a varios de los no-muertos.

Había alcanzado el centro del circo, desde allí vio las gradas vacías, fantasmagóricas en ellas había cuatro cámaras de televisión, una en cada lado de la pista, quedando así cubiertos los cuatro puntos cardinales. Era de suponer que tenía espectadores, sin embargo lo que lo enfureció fue que fueran tan cobardes como para no asistir a ver el espectáculo en directo.

Unos pasos arrastrándose detrás suyo le pusieron en alerta, como si se tratara de un bailarín ejecutando su danza, giró sobre el pie izquierdo quedando encarado a las dos pestilentes criaturas, sin perder tiempo en apuntar, no era necesario, estaban demasiado cerca como para errar, disparó en la frente al que le atacaba desde el flanco izquierdo, la detonación actuó como un reactivador y el del flanco derecho se lanzó en un torpe pero peligroso salto, atrapándolo con sus dos brazos en una prensa que contradecía el aspecto demacrado y descompuesto de los mismos. Cuando se disponía a asestarle el ansiado mordisco, Andrés logró levantar el brazo derecho lo suficiente como para meter el cañón de la pistola en la cuenca vacía del lado derecho que acabó incrustándose en la masa viscosa, apretó el gatillo y un montón de masa verdosa salió disparada en todas partes, soltándole al desplomarse hacia atrás.

Apretó varias veces el gatillo hasta que dejó de producir detonaciones, dando paso a un casi inaudible click, el cargador estaba vacío, y aún tenía que recorrer algo más de un tercio de camino. Aquel era un imprevisto, tenía dos cajas de balas, pero tan sólo tenía un cargador, desde todos los lados de la pared circular se oyeron varias sonidos metálicos y sendas puertas se abrieron dando paso a una multitud de aquellas criaturas que corrían enloquecidas hacía él, pensar en intentar cargar la pistola era una locura, la guardó en la sobaquera sin saber muy bien porqué, sus perspectivas de salir de aquello con vida se estaban reduciendo exponencialmente.

Sacó cinco flechas del carcaj, cargó una y disparó contra el zombi que se le acercaba por la derecha, en esa dirección estaban algo más dispersos. Aceleró el paso, de un golpe con la ballesta derribó a otro que le estaba cortando el paso, no tuvo que ser muy listo para ver que aquellas supuestas criaturas sin mente estaban coordinados entre sí, en poco menos de unos minutos casi lo habían rodeado por completo. Se plantó a menos de un octavo del camino para alcanzar la puerta de salida, según sus propios cálculos era prácticamente imposible que lograra cruzar aquellos últimos cincuenta metros sin caer atrapado, con una sonrisa de despreció sacó cuatro flechas y en un giro completo las disparó hacía las gradas destrozando las cámaras de televisión.

—¡El que quiera verme morir que baje a la arena! ¡Cobardes de mierda!

Con otro giro de ciento ochenta grados descargó su pierna derecha contra la cabeza del más cercano, saltó por encima de él aprovechando los segundos que tardó en levantarse, aquellas monstruosidades no tenían nada que ver con los zombis de las películas de serie B, eran rápidos, actuaban con estrategia común, aunque no parecían razonar, como si alguien los hubiese adiestrado. ¡Qué locura! ¿Quién amaestraría a no-muertos?

Descargó dos flechas abriéndose camino, echó a correr, apenas le quedaban veinticinco metros, la puerta estaba allí, abierta esperándole. Tanteó el carcaj y sacó las seis últimas flechas, tenía que apurarlas, si quería llegar tenía que permanecer con la mente fría, a pesar de la adrenalina y la excitación. Girando el brazo derecho en un arco ascendente derribó a que estaba más cerca, tenía que calcular hasta el último segundo para aprovechar toda la fuerza del golpe, si no lograba desequilibrarlos se abalanzarían sobre él y no tendría escapatoria. Disparó una flecha que atravesó el cráneo del babeante monstruo de su izquierda y se movió con rapidez en zigzag, consiguiendo esquivar a tres de ellos. ¡Diez metros y lo habría conseguido! Le sacudió un nuevo golpe de adrenalina, al final lo conseguiría, saldría vivo de la experiencia.

El oscuro umbral se abría ante él, no había puerta, sólo una oquedad rellena de tinieblas, a sus espaldas oía el creciente murmullo, un mar de aquellas deformes criaturas se abalanzaba hacía él como una ola de muerte dispuesta a arrastrarle a aquella eterna agonía de muerte-viva. Se volvió para observar aquella putrefacta marea, renqueante aunque veloz, allí había al menos un centenar de zombis, retrocedió unos pasos, entrando bajo en dintel. Levantó la ballesta y descargó las cuatro últimas flechas derribando a los que estaban más adelantados.

Después de apretar el gatillo por última vez se arrepintió de haberlo hecho, el dolor de la carne rasgándose le sacudió con una fuerte punzada, acompañada del cálido borboteo de su sangre brotándole del cuello, instintivamente dio un paso adelante poniéndose al alcance de las primeras garras de la multitud caníbal, en un intento desesperado por salir de allí se libró del mortal abrazo y se encaró de nuevo con la puerta de salida. Por primera vez en su vida su cuerpo empezó a fallarle, sus manos empezaron a volverse pálidas. Deseó haber guardado una sola flecha o una bala, pensó en las que quedaban en las cajas y las rebuscó en el bolsillo, tenía que cargarla antes de que la palidez alcanzara todo su cuerpo. Con dificultad logró sacar una de las cajas, sus manos carecían de toda sensibilidad, no lograba controlarlas lo que provocó que las balas acabaran esparciéndose a su alrededor. Se agachó para recoger aunque fuera sólo una, un nuevo movimiento en la oscuridad del portal captó su atención, de allí surgió una de aquellas bestias no muertas, el rostro entumecido y supurante le sacudió todas las neuronas de su cada vez más torpe cerebro.

La palidez le alcanzaba la altura del pecho y la piel se le agrietaba surgiendo de ella millares de gusanos, la infección le transformado en uno más de ellos. El causante de su contagio le observaba bloqueándole el paso. Allí, intentando quitarse la vida antes de que se completase la transformación reconoció el rostro de su atacante.

Mientras de un mordisco le arrancaba un par de dedos de su mano izquierda que había levantado en un vano intento de detenerle, en su memoria los recuerdos le salpicaron con furia, cada mordisco le sacudía con el recuerdo de los golpes que le propinó hasta casi matarlo. Su sangre resbalaba por la comisura de los labios azulados mientras masticaba. ¡El camello al que había propinado una paliza se estaba comiendo sus dedos! El último recuerdo fue el del momento en que vació todo el cargamento de Nirvana en su boca, solo que entonces no era gris ni maloliente. Estaba casi seguro que la sobredosis lo había matado y ahora estaba allí comiéndoselo vivo, le agarro el cuello y descargó los supurantes dientes en él. Después nada, la infección se había apoderado por completo de su cuerpo, sus ojos perdieron el brillo de la vida y todos sus recuerdos y pensamientos desaparecieron por completo uniéndose a la manada de no-muertos.

* * *

En el exterior del Twenty, Mario sacaba las bolsas de basura, ansioso por llegar a su casa después de una larga noche de trabajo. Los cubos de basura de los bares colindantes a la discoteca se acumulaban en aquel estrecho callejón sin salida.

Sin preocuparse demasiado lanzó las bolsas en el interior de uno de los contenedores, cuando le sorprendió un ruido a sus espaldas, con el corazón desbocado se volvió y vio como una figura le bloqueaba la salida del callejón, por un instante pensó que era Andrés Clowers dispuesto a destrozarle a base de golpes. Aunque a esas horas el rocío refrescaba el aire su cuerpo empezó a sudar de miedo, no podría escapar a los rápidos puños de aquel sicópata.

—Tu amigo no ha sobrevivido —anunció el hombre delgado, mientras extraía un abultado sobre del interior de su chaqueta.

Mario descubrió como la gigantesca forma que le bloqueaba se trasmutaba en el escuálido gerente del circo.

—¡No era mi amigo! —enfatizó al tiempo que tomaba el sobre que le tendía—. Se lo tiene merecido no era más que un cabrón de mierda, mató a mi primo.

El hombre delgado se volvió y empezó a alejarse de él.

—Lo sé, y te alegrará saber que fue tu primo quien finalmente le abatió. Necesitaré que me mandes a otro muy pronto.