Con todo su peso cayó la bestia volcando la silla, pero la sonrisa de su rostro desapareció al comprobar que no le atacaba, estaba tendida sobre él, inerte, impidiéndole moverse. Para su sorpresa comprobó que una flecha atravesaba la cabeza del animal. Y no pudo reprimir soltar lágrimas de impotencia.
De entre la maleza vio surgir a su hijo Julián y en una mano sostenía un arco.
* * *
Julián tensó el arco de nuevo, inspirando al mismo tiempo, en realidad no sabía que había en aquel simple acto que conseguía calmarlo como nada lograba hacerlo. Quizás sentir la tensión del arma y la forma en que después la dejaba escapar convirtiéndola en fuerza para impulsar la flecha. Toda una lección de filosofía. Quizás lo único que deseaba era precisamente eso, poder convertir toda la tensión que había en su vida en la fuerza necesaria para hacer lo que realmente le gustaba.
Un simple gesto de sus dedos liberó la cuerda. En segundos la flecha se clavó en la diana, sonrió con satisfacción. En aquel momento solo existía su conexión con el arco. De forma automática su mano derecha se apoderó de otra flecha del carcaj que pendía en su pierna. Tensó la cuerda siguiendo el mismo ritual, reteniendo el aire unos segundos antes de dejarlo ir, tiempo más que suficiente para convertirse en uno con el arco. Solo él y su arma, todo lo demás, los problemas en Robotics International, los maltratos de su padre, el peso de sus cuarenta y cinco años, la sensación de haber estado viviendo una vida que pertenecía a otra persona, una vida que no era la que él había soñado, todo se desvanecía.
Dejó ir la flecha y sintió como si todas esas partes negativas de su vida estuvieran atadas a ella y las arrancara fuera de sí mientras volaba en su relampagueante trayectoria hasta clavarse en el centro de la diana a escasos milímetros de su anterior tiro.
Sintiéndose más ligero y optimista logró esbozar una sonrisa, mientras caminaba hacia la diana a recuperar las flechas. A aquellas horas de la noche era el único que hacía uso de las instalaciones del campo de tiro, por lo que ni se molestó en avisar de su avance hacia la diana central de las cinco que había dispuestas en la cancha de tiro.
Mientras arrancaba las flechas, la idea que le rondaba desde hacia días surgió de nuevo como un corcho que se niega a hundirse. Una expedición. Ir a algún lugar lejos, no sabía muy bien donde, pero la idea de explorar alguna selva, alejado de todo el mundo, sobretodo de su padre…
Quedó petrificado un segundo y colocó las fechas en el carcaj, frenético rebuscó en sus bolsillos.
«¿Por qué no ha sonado la alarma?».
Sus dedos aferraron el móvil y maldijo varias veces mientras corría hacia los vestuarios.
Llegaba tarde y eso solo podía significar algo. ¡La paliza sería irremediable!
* * *
La primera vez que Julián se fijó en la casa abandonada iba de camino a la de su padre. Y aunque la mano en la ventana no la vería hasta unos días más tarde, aquella primera vez ya le llamó la atención. En realidad no era más que una de las muchas casas de dos plantas que conformaban la estrecha callejuela, adoquinada de forma irregular, en la que vivía su padre.
—¡Eso son fantasías! ¡Nunca haces nada! ¡Tú no eres nada! ¡Eres una mierda incapaz de cambiar correctamente unos pañales! —le espetó su padre al tiempo que soltaba perdigones de saliva.
—¡Qué sabrás tú! —mirándolo de soslayo.
—¿Qué has hecho tú para merecer algo así? —arremetió de nuevo al tiempo que le arreaba en el hombro con su bastón de empuñadura plateada.
Levantó las manos para protegerse de la lluvia de bastonazos, que le zurraba aquel viejo huraño.
—¡Basta papa! ¡Me estás haciendo daño! —movido por el instinto su mano se alzó en un claro movimiento amenazador, que no llevó a cabo. Por unos instantes permaneció así mientras sus ojos chispeaban como un volcán en erupción.
—¡Venga! ¡Atrévete si tienes cojones! —tronó la voz de su padre.
Un segundo después bajó la mano, con los lagrimales a punto de desbordarse.
—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué? ¡Maldita sea soy tu hijo!
Fue menos de una fracción de segundo, pero le bastó para ver en ese brevísimo lapso de tiempo como el rechoncho rostro se relajaba dejando paso al hombre que él recordaba. Lo siguiente fue un golpe seco en la rodilla que le obligó a doblarse en una respuesta refleja, mientras por el rabillo veía reaparecer la maligna expresión de siempre en aquel rostro arrugado.
—¡Porque eres un cobarde! ¡Nunca serás nada en la vida!
Apaleado y con el espíritu quebrado lo dejó sentado en el oscuro salón. Sus gritos de reproche resonaban con fuerza mientras huía por el pasillo hacía la calle. Si no se marchaba acabaría cometiendo una locura.
Al cerrar la puerta sintió su cuerpo más ligero. Como si hubiese llevado el peso del mundo sobre sus hombros y de repente hubiese desaparecido. La callejuela se extendía serpenteando en grises y desgastadas piedras. Las sombras la dominaban casi por completo a aquellas horas de la noche, salvo en aquellas zonas donde estaban las pequeñas farolas. Detestaba pasar por allí cuando ya había oscurecido, la mala iluminación le confería un aspecto demasiado siniestro. Y para colmo estaba la casa abandonada, no tenía ni idea de por qué razón antes no se había fijado, pero lo cierto era que desde que reparó en ella le producía una sensación que le erizaba el vello de la nuca y al mismo tiempo le atraía. A medida que se acercaba fue disminuyendo la velocidad de sus pasos, se alejó todo lo que pudo de la puerta de entrada, no tenía contrapuerta que cubriera el cristal de la hoja derecha. Aún así la oscuridad impedía ver el interior del salón. Por unos breves momentos Julián quedó paralizado al otro lado de la calle. Creyó haber visto moverse algo en el interior de la casa. Tenía casi la certeza de haber visto una sombra con forma humana moverse en aquella boca de lobo en que se convertía aquella habitación cuando caía la noche. La imperiosa necesidad de alejarse cuanto antes de allí vino acompañada de la idea de un peligro acechando, algo intentando atraerle al interior de aquel lugar.
Sus pies decidieron que no deseaban quedarse a comprobar si aquello era solo producto de su imaginación o si era real. En cuestión de escasos minutos cruzó toda la callejuela y las dos siguientes, únicamente cuando llegó a la plaza donde se alzaba la imponente catedral se sintió lo suficientemente a salvo para dejar de correr, su corazón acelerado se batía en latidos de angustia y temor. Al parar un sudor frío recorrió todo su cuerpo.
Mientras miraba la bocacalle por la que había llegado, su corazón no parecía dispuesto a detener su alocada carrera. Escrutaba el interior de aquella negrura ¿Había sido real? ¿Cómo podía saberlo? Se echó a reír histérico y lentamente el golpeteo que sonaba en su pecho empezó a reducir su ritmo.
* * *
Un murmullo recorrió la sala de reuniones de Robotics International.
—¿Inteligencia colectiva? ¡Explícate! —le urgió Isaac al tiempo que con el dedo anular se ajustaba las gafas sobre el puente de la nariz.
—En realidad el concepto es fácil, doy por supuesto que conocéis el programa SETI.
Se sentía aguijoneado por todos lados, había conseguido su propósito la atención de todos los presentes estaba centrada en él, clavándose en sus palabras.
—¿Qué tiene que ver el SETI con la Inteligencia Colectiva? —interrogó Yolanda.
—Sí tienes que preguntarlo es que no lo conoces bien —afirmó Julián con ironía—. El SETI registra una ingente cantidad de datos todos los días que necesitan ser procesados, pero el problema es que no existe un ordenador tan potente como para manejarlos. Para procesarlos los dividen en pequeñas secuencias y los reparten entre…
… todos los ordenadores de Internet que usan su programa —terminó el hombre de los tejanos raídos—. Los ordenadores son independientes pero en su conjunto conforman el mayor computador que se haya creado nunca.
—Cada unidad podría ser independiente, pero formaría parte de una red colectiva obteniendo así una potencia de procesamiento de datos mucho más superior que ella sola. Y cada nueva unidad fabricada pasaría a aumentar la potencia del colectivo.
Un silencio de admiración llenó la sala.
—Acompáñame a mi despacho —le indicó Isaac Koyifu—. Quiero que profundicemos en esa idea.
* * *
En el despacho de Isaac Koyifu habían instalado una pantalla del tamaño de la pared, iba alternando imágenes de paisajes acompañados de una suave música de corte clásico. Se aproximó a su mesa al tiempo que le indicaba a Julián que se sentara en una de las butacas.
—¡Observa con detenimiento esta simulación!
Las imágenes de la pared desaparecieron dejando paso al típico escritorio del sistema Linux.
Pulsó varias teclas y se inició la secuencia del simulador, en ella se veía un círculo que se desplazaba por la pantalla.
—¿Te acuerdas de los famosos Tamagochis? —quiso saber Isaac.
—Por supuesto. Hace algunos años tú desarrollaste la versión 3.6.
—Bien pues te presento a la versión 10.5, como ves es un poco guarro, va dejando sus excrementos por todas partes.
Julián dejó escapar una breve risa.
—Bien, pues observa que ocurre si añado una caja con arena virtual.
Lo que ocurrió le dejó sin habla, no daba crédito a lo que veía, el bichito virtual se acercó a la caja, examinándola unos segundos. Tras eso el único lugar donde depositaba sus defecaciones era en la caja de arena.
—¡Ha aprendido el sólo! —se le estaba acelerando el corazón.
—Así es, aunque aún es muy básico por fin tenemos un algoritmo capaz de hacer que la I. A. sea capaz de aprender por si sola. Y no solo eso, si le añadimos tu inteligencia colectiva, cualquier otra I. A. que este interconectada con ella, aprenderá lo mismo al instante, sin que tenga que realizar ninguna deducción nueva.
Sin duda aquel avance era impresionante.
—Cualquier unidad tendrá acceso a lo aprendido por las otras, pudiendo usarlo para solucionar problemas similares, aumentando así su capacidad de responder ante situaciones nuevas —concluyó Isaac.
El rostro de Julián se fue ensombreciendo poco a poco, hasta que expresó en voz alta las dudas que empezaban a asaltarle.
—Eeh, Isaac, ¿no puede esto ser peligroso? Es decir, esta capacidad de aprendizaje, de autoreprogramarse, ¿no puede volverle demasiado inteligente? Y si le añadimos la red colectiva su capacidad aumentará exponencialmente, ¿no le convertirá en demasiado inteligente? ¿Qué le impedirá deducir que no debe obedecer nuestras órdenes si es más listo que nosotros?
—¡Oh, venga ya! ¡No hablarás en serio! —Isaac lo miraba con incredulidad—. Obedecerá nuestras órdenes porque estará en su programación.
—¡Pero puede reprogramarse! ¿Qué le impedirá borrar esas líneas del programa?
—¡No te entiendo! ¿Qué sugieres? ¿No te das cuenta de lo grande que es esto? ¿De veras quieres que abandonemos?
—Deberíamos hacer algo, no sé, algo como las tres leyes de la robótica, implementarlas desde ahora, con un seguro antiborrado —expuso tras un corto silencio.
La incredulidad de Isaac fue cada vez mayor.
—¡Por favor! ¡Eso no es más que ciencia ficción! Tus miedos se basan en noveluchas baratas, no hay motivo para tener miedo, no estamos creando ningún Frankenstein que vaya a rebelarse contra nosotros. ¡Se realista!
En ese momento Julián ya supo que no seguiría allí por mucho más tiempo, a lo sumo unos días como mucho. Estaba convencido de que era peligroso no inscribir de forma permanente una serie de instrucciones imborrables que impidieran a la I. A. actuar contra la humanidad.
Abandonó el despacho de Isaac muy abatido, en los meses que había estado trabajando en Robotics International, nunca había visto la soberbia que acababa de ver en Isaac Koyifu y tenía la certeza de que esa sería la causante de su perdición.
* * *
—¿Diga? —su boca era como si estuviera hecha de arcilla mojada.
—Julián, llama a una ambulancia me estoy… —la línea se cortó, sin embargo había reconocido la voz de su padre.
En cuestión de segundos se levantó de la cama y con la rapidez que proporciona el subidón de la adrenalina apenas tardó unos minutos en cruzar la ciudad. Manejó su coche por las desiertas calles como si estuviera en un circuito de Fórmula Uno, ni se molestó en plantearse si podía o no meter el coche por la callejuela, aún a riesgo de quedar encallado en alguna de aquellas estrechas curvas. Saltó del coche y entró en la casa de su padre casi en el mismo movimiento, con las llaves ya en mano, lo primordial era no demorarse, quizás esos segundos podrían ser los que salvaran o condenaran la vida de su padre.
La negrura del pasillo apenas le permitía ver, no obstante no se permitió esperar a que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz para intentar buscar el interruptor, se adentró sin pensarlo.
—¿Papá?… ¿Papá?…
Su preocupación fue aumentando al no recibir ninguna respuesta. Cruzó el salón esquivando la butaca y la mesita de centro. Al fondo estaba el pequeño pasillo que conducía al dormitorio de su padre y al cuarto de baño. Por debajo la puerta cerrada del dormitorio se filtraba una estrecha franja de luz. Entró como un huracán esperando encontrarse con el peor panorama que su mente era capaz de imaginar, entraría y lo vería tendido, pálido, muerto por culpa de su lentitud en acudir a él, por su egoísmo al no querer quedarse a vivir en aquella casa.
Efectivamente halló a su padre tendido en la cama, sin embargo, no estaba pálido y ni mucho menos muerto, su mano derecha apoyaba el dorso sobre la frente y con los ojos cerrados gemía de forma casi inaudible.
—¿Papá? —se abalanzó sobre él—. ¿Qué te pasa?
—¡Me estoy muriendo! ¡Siento como la vida se me escapa! —gimió al tiempo que entreabría los ojos.
—¿Puedes levantarte?
Con mucho cuidado le ayudó a ponerse de pie, el esfuerzo fue tenso ya que en los últimos años, desde la muerte de su madre, su padre había llenado el vacío que sentía con la comida de tal forma que su cuerpo se había convertido en una enorme pelota, a la que sus delgadas piernas apenas sostenían.
Cogió el bastón de la empuñadura de plata con recelo, un escalofrío recorrió su espalda. Odiaba aquel bastón. Si no fuera porque su padre lo necesitaba para andar lo rompería en ese instante en varios pedazos. En realidad, no hizo nada de aquello que bullía en su mente. Con un largo suspiró se lo alcanzó para que se apoyara en él.
—Papá ¿Te has acostado vestido?
Una mano de su padre aferró con fuerza el bastón, la otra se agarró en su brazo del que tiró hacía abajo, la sensación que tuvo fue como si tratasen de desmembrarlo y le pareció que si la tensión duraba algunos segundos más acabaría dislocándole el hombro.
—¡Pues claro que sí! ¡Eres muy lento! ¡Ni siquiera has llamado a la ambulancia antes de venir! —el tono ya no era en absoluto el gemido de hacía apenas unos minutos.
Julián retrocedió levantando las manos.
—¡Espabila! ¿Acaso crees que mi corazón esperara a que tu estés despierto?
—No, no, por supuesto —bajó las manos al tiempo que se volvía para abrir la puerta del dormitorio.
El primero le rozó la oreja antes de estrellarse contra la clavícula, los siguientes bajaron por la espalda machacándole las vertebras con fuertes punzadas de dolor.
—¡Muévete! ¡Me estoy muriendo! —vociferó mientras el bastón volvía a subir y bajar varias veces.
Se escabulló con rapidez al salón, en busca de la silla de ruedas. Parecía un perro apaleado corriendo delante de su dueño. Aquel pensamiento lo entristeció.
Acomodarlo en el coche para llevarle a urgencias fue una tarea incluso más dolorosa que los bastonazos. Ver los ojos de satisfacción de su padre mientras se colgaba de su brazo izquierdo con todo su peso para dejarse caer suavemente en el asiento del vehículo le confirmó la triste realidad. Aquel hombre disfrutaba con la constante tortura a la que lo sometía. Por enésima vez se preguntó dónde estaría el padre que él recordaba de su niñez y por enésima vez obtuvo la misma respuesta, su padre murió el mismo día que su madre. Los lazos de la depresión empezaban a enroscarse de nuevo en sus tobillos, si fue duro perder a su madre, más duro resultaba admitir que en realidad los había perdido a los dos.
* * *
Entró en la sala de urgencias como una tromba de agua. El enfermero de guardia se sobresaltó. Desde que lo habían trasladado desde el Hospital Central de SanBernardo había podido dormir todas las noches sin interrupción, no había sido así en su anterior destino. Esa era la primera vez desde su llegada en que alguien entraba por aquella puerta a altas horas de la noche. Miró con los ojos entreabiertos el rostro angustiado del hombre que le hablaba atropelladamente desde el otro lado del mostrador. Sus neuronas necesitaron algunos minutos para comprender que le estaba pidiendo ayuda y una silla de ruedas para llevar a su padre enfermo. Fue como si un click sonara en su cerebro y todo su cuerpo se despejó, rodeó el mostrador y sin tener que pensarlo entró en la puerta a la derecha de la barra, segundos más tarde salía con una silla de ruedas y se dirigía a la puerta de entrada. Por sus venas ya corría el agradable bullicio de la adrenalina que le impediría dormirse el resto del turno. Antes de salir de su puesto había pulsado el botón de emergencia que estaba situado debajo de la mesa, de ese modo cuando entrara con el paciente el resto del personal de emergencia, incluido el médico de guardia, estarían despiertos y apunto para recibirles.
Aunque al principio no le gustó en absoluto que no le dejaran acompañar a su padre, al final sintió alivio, poco a poco su cuerpo se fue relajando, se dejó caer en uno de los muchos bancos del lugar, daba la impresión de que quien diseñó la sala esperaba que se abarrotara de enfermos todos los días. Se inclinó descansando los codos sobre sus rodillas y apoyando la cabeza entre sus manos, ni siquiera intentó impedirlo, dejó fluir sus lágrimas y con ellas dejó que la depresión fluyera desde su interior, nunca se había sentido tan sólo, no tenía con quien compartir sus logros, sus ilusiones y proyectos. Le dolía profundamente no poderlo compartir con su padre; si por una casualidad se le ocurría contarle todo aquello, sería capaz de darle la vuelta y convertirlo en algo negativo. Nada de lo que hiciera o dijera era bueno para él. Desde la muerte de su madre lo único que había recibido de su padre eran golpes e insultos.
El suave tacto de una mano sobre su hombro le sacó de sus pensamientos. Levantó la cabeza al tiempo que se secaba las lágrimas con el dorso de la palma. El enfermero que le había atendido lo miraba con aquellos brillantes ojos miel.
—Puedes pasar a verlo —le anunció esbozando una ligera sonrisa.
—¿Cómo está?
—Se pondrá bien —le acompañó hasta las puertas deslizantes que franqueaban el paso a la sala de emergencias—. No ha sido nada.
Con pasos indecisos se adentró en el largo pasillo de paredes blancas que se abría ante él. Una extraña sensación de querer correr hacía el encuentro de su padre y el deseo de retrasarlo tanto como pudiera le sacudió el interior. Una de las cosas que más odiaba de las emociones era que pudieran darse sentimientos tan contradictorios y con demasiada frecuencia, eso y la rapidez con que podía pasar de sentirse en la cima del mundo a estar hundido en el fango más absoluto.
No tuvo que llegar hasta el final del pasillo como había deseado, una enfermera pelirroja surgió por detrás de las enormes cortinas que hacían la función de puertas en cada uno de los diferentes cubículos. Le sonrió con suavidad apartando la cortina para dejarle pasar.
—El médico vendrá enseguida.
La imagen de su padre, tendido en aquella cama con un montón de electrodos a su cuerpo fue muy dura. Estaba convencido de que a pesar de lo que le habían dicho su padre no saldría de esa y que sería la última oportunidad de hablar con él. Como no queriendo perturbar el reposo de su padre se acercó con sigilo.
—¿Papá? —susurró—. ¿Cómo te encuentras?
—¡Me estoy muriendo! —gimió con un hilillo de voz.
Un fuerte desasosiego le ató dos nudos. Uno en la garganta y otro en el estómago, de un momento a otro perdería el control y se echaría a llorar de nuevo. Una voz le llamó desde las cortinas.
—¿Julián? ¿Puedo hablar con usted un segundo?
De pie entre las cortinas estaba un joven con batín blanco y por la placa identificadora que llevaba prendida dedujo que sería el médico de guardia. Temeroso de las malas noticias que pudieran darle, se alejó de su convaleciente padre arrastrando los pies. Todo su mundo se sostenía sobre sus hombres y si él caía todo se hundiría a su alrededor. Cada músculo de su espalda se estaba endureciendo debido a la tensión acumulada.
—Hola, soy Javier Gracia el médico de guardia —se presentó al tiempo que con la mano izquierda le indicaba el pasillo para que se alejaran del cubículo donde estaba su padre.
—¿Cómo se encuentra? ¿Se pondrá bien? —le acribilló a preguntas—. ¿Qué le ocurre?
El médico lo miró con cierta duda, la expresión estaba relajada y sin preocupación.
—Verá, Julián ¿Cuáles eran los síntomas que observó en su padre al traerlo aquí?
Al principio no lo captó en absoluto y sólo pudo balbucear.
—¿Síntomas? ¿A qué se refiere? Ha tenido un infarto ¿no?
Poco a poco, su mente iba percibiendo el motivo por el cual aquel joven médico se estaba sintiendo incomodo al hablar con él.
—Verá, Julián. Hemos realizado todo tipo de pruebas en su padre y no hemos hallado ningún motivo por el que pudiera preocuparse, tiene los achaques normales para alguien de su edad…
Carraspeó como si un cristal se hubiese clavado en su garganta y le doliera seguir hablando, a la espera de que fuera el propio hijo quien descubriera por si solo lo que estaba intentando explicarle, a lo cual demostró ser bastante receptivo.
—¿Me está diciendo que no le pasa nada? —inquirió señalando la habitación donde estaba su padre sin saber muy bien como tomárselo. Apenas hacia unos minutos estaba llorando ante la posibilidad de que su amado padre muriera para minutos después acabar descubriendo que en realidad estaba fingiendo—. ¿Por qué iba a hacer algo así?
—Bueno, sinceramente no es el primer caso que nos encontramos…
Le miró con cierta incredulidad, pero aunque sentía como le crecía el rechazo hacía aquel hombre sabía que no era nada descabellado.
—Gracias por atendernos —casi sentía vergüenza por lo ocurrido.
—Si quiere sentirse más tranquilo podemos hacerle otro TAC.
—Se lo agradezco, pero no creo que haga falta —cruzó las cortinas de separación. Y por primera vez la sensación de empatía, de compasión, compresión por la eterna amargura de su padre se desvaneció, y no sólo se había ido, había sido sustituida por rencor, y para su sorpresa iba creciendo.
Se acercó a la cama. Verlo tendido como si tuviera un pie en la tumba, casi le volvió a conmover. Mientras la enfermera le retiraba los electrodos, un brillo en la pared le llamó la atención. Lo que vio reavivó el rencor. Allí apoyado como si estuviera burlándose de él estaba el maldito bastón con el que le había pegado tantas veces, sintió la tentación de cogerlo y devolverle unos cuantos golpes. Sin embargo tragó saliva, como si intentase ahogar ese nuevo sentimiento hacia su padre.
La enfermera salió del cubículo llevándose el equipo.
—¡Papá! Despierta que nos vamos —lo zarandeó con una suavidad que incluso a él mismo le sorprendió.
Sin mediar palabra le ayudó a incorporarse, cuando agarró de su hombro notó un leve crujido en su dorsal, la realidad se volvió a hacer patente ante sus ojos, la realidad de que su padre se colgaba de su brazo sin buscar otro punto de apoyo, como si fuera una cuerda del techo e intentara trepar por ella. Se preguntó si aquello también lo haría a propósito, si fingiría no poder levantarse. Un segundo crujido sonó y cuando por fin la tenaza formada por las manos de su padre liberó su hombro, notó que sus músculos se agarrotaban y crujían al moverse, la contractura era inevitable.
* * *
Cerró con un portazo, ya no aguantaba más, aquel constante desprecio. Era superior a sus fuerzas y con cada garrotazo crecía su odio. Se apoyó en la puerta de la calle. Desde el interior de la casa se oían los incesantes gritos de reproche, se prometió que aquella había sido la última vez que se lo permitía.
Después del numerito del supuesto infarto la había emprendido a golpes, sin embargo más aún le habían dolido sus palabras, que aún gritaba y se oían a pesar de la puerta y la distancia que los separaba.
—¡Eres una vergüenza de hijo! ¡Ni siquiera llamaste a la ambulancia! ¡Ojalá no hubieses nacido! —aquella última frase barrió el poco amor que ya le quedaba, aún así prefirió salir corriendo pues de haberse quedado lo habría molido a palos con su maldito bastón y sin ningún remordimiento se recreó en la visión de destrozarle el cráneo con la empuñadura de plata, golpeándole una y otra vez sin parar.
El ruido seco de unos golpes le devolvió a la realidad, se sintió desconcertado pues no se veía a nadie en la calle, empezaba a amanecer y reinaba una tranquilidad inquietante. Estaba convencido que habían sido imaginaciones suyas cuando los golpes sonaron de nuevo, algo golpeaba un cristal, y o mucho se equivocaba o el ruido provenía de la casa abandonada.
Sintiendo como si una extraña fuerza lo estuviera llamando en cuatro pasos se plantó frente el viejo edificio. Los cristales de la puerta estaban llenos de manchas de barro y polvo, aún así se podía vislumbrar el salón interior y al otro lado del mismo una ventana empezaba a filtrar un tenue rayo de luz procedente del patio. Allí, vio la ensangrentada mano golpeando el cristal, desde que la vio tuvo la certeza de que era la de una mujer, aunque el resto del brazo desaparecía detrás de la pared.
Sin saber que lo que estaba a punto de hacer iba a cambiar por completo su vida y su mundo, empuñó el picaporte de la puerta y lo accionó, no le sorprendió en absoluto que la puerta se abriera sin problemas. Le recibió una nube de polvo que flotaba de manera permanente en aquel rancio salón que cruzó con rapidez, para llegar hasta el patio. Lo que allí le aguardaba era más de lo que se había imaginado, a través del cristal vio el cuerpo ensangrentado, su vestido de color violeta estaba ajado y salpicado de manchas rojas, a la altura del pecho presentaba una zona completamente desgarrada que mostraba profundas heridas paralelas de las que continuamente brotaba sangre. Aturdido como estaba buscó una puerta para acceder al patio, el cuerpo de la joven estaba cada vez más pálido y si no la ayuda sin duda moriría.
—¡Ya viene…! —musitó la mujer con las pocas fuerzas que le quedaban—. ¡Huye! ¡Ponte a salvo!
La sensación de urgencia se hizo mayor, cuando un ruido resonó entré los árboles. El sonido se repitió, más cerca, lo suficiente cerca como para tener la certeza de que se trataba de un estremecedor rugido de una enorme bestia.
Al principio no estuvo seguro de lo que había visto, fue como un borrón naranja surgido de entre las lianas y los árboles, que se abalanzó sobre el moribundo cuerpo, lanzó un fuerte bramido de victoria alzó sus enormes fauces pobladas por cientos de dientes en forma de sierra y de un golpe certero arrancó la cabeza a la desconocida. Ver a aquel monstruo con el cuerpo de un león gigante y de enormes mandíbulas que masticaban la cabeza, como un perro saboreando un hueso con goterones rojos cayéndole por la barbilla, le provocó una fuerte nausea de la que únicamente escupió saliva y bilis.
Retrocedió horrorizado aquel monstruoso ser había levantado la cabeza encarándose con el cristal, el negro hocico se movía olisqueando, Julián tuvo la certeza que había notado su presencia, sin embargo por alguna razón no parecía verlo a través de la ventana. Tras unos minutos de estar a la expectativa aquella extraña criatura se tendió a terminar lo que había empezado. Mientras devoraba los restos de su víctima, entre mordisco y mordisco, empezó a ronronear.
Con suma cautela Julián se fue alejando de la ventana, tenía que salir de allí, alejarse de la locura que acababa de ver. De ningún modo podía ser real, tenía que tratarse de alguna pesadilla o alucinación de la que despertaría en cualquier momento, sí, tenía que tratarse de eso, lo más probable es que se hubiese quedado dormido en la sala de espera de Urgencias del hospital y en cualquier momento lo despertarían para explicarle como se encontraba su padre. Sin saberlo el germen de una idea ya se había plantado en su interior, una oscuridad creciente, un modo de ser libre. Una escapatoria a todo.
* * *
Guardó el arco desmontado en la funda, había practicado todos los días hasta adquirir una destreza que consideró perfecta, no le resultó tan difícil como había imaginado en un principio.
Tenía que hacerlo aquella misma noche, sus ahorros se habían terminado y acababa de cenar la última lasaña congelada, desde esa noche no volvería a probar comida prefabricada.
Se ajustó el enfundado arco a la espalda, la correa de sujeción le cruzaba el pecho, cogió la pequeña maleta estrecha y alarga que contenía el carcaj con las flechas, sus puntas de carbono las hacían ligeras y muy veloces. No se molestó en cerrar la puerta del piso, echó un último vistazo al lugar que había sido su hogar y su cárcel en los últimos años, del que sólo salía para trabajar y someterse a la interminable tortura de los desprecios paternos. Pero, ya no más, aquella noche aquella historia se acabaría, nunca más escucharía otro reproche de nadie ni de su padre.
Cruzar la ciudad a pie fue la mejor elección de las últimas noches. El aire se percibía fresco, daba la sensación de que en un momento u otro estallaría la tormenta, le gustaba aquel ambiente previo, aquella calma recorría todas las calles de la ciudad. La plaza de la catedral estaba desierta, un silencio hechizado dominada aquel lugar. En la distancia se oyó el ruido de un coche cruzando la avenida al otro extremo del caso antiguo de la ciudad. Allí en la plaza, por primera vez comprendió por qué se construyó la catedral en aquel lugar, ese era el corazón de la ciudad, desde allí se podía percibir todo lo que en ella ocurría y las callejuelas eran como vasos sanguíneos conectados al corazón que era la plaza en cuyo centro se alzaba majestuosa y vigilante la catedral. La rodeó admirándola, fue como si la viera por primera vez. Y a la luz de las farolas, a altas horas de la madrugada, veía detalles la arquitectura del edificio en los que nunca había reparado. Se adentró en la calle donde vivía su padre, feliz del cambio que se estaba produciendo en su vida, feliz de ser él quien llevara las riendas.
Sorprender a su padre no sería fácil, tenía el sueño ligero, antes de introducir la llave en la cerradura de la puerta de la calle, rebuscó en la maleta donde guardaba el carcaj con las flechas, en uno de los bolsillos laterales encontró la jeringuilla con el sedante, la preparó ajustándole la aguja hipodérmica.
Cruzó el umbral y el pasillo moviéndose con rapidez, sin detenerse ni un instante entró en el dormitorio y le descubrió intentando alcanzar su bastón, no tenía tiempo que perder, la sorpresa que se leía en su cara le daba unos pocos segundos de ventaja. Se abalanzó como un halcón sobre su presa y clavándole la aguja en el muslo de la pierna izquierda le inyectó el contenido de la jeringuilla.
—¿Qué cojones me has hecho? —la sorpresa inicial había dejado paso a la habitual ira.
—Prepárate para el viaje de tu vida, viejo amargado —incluso Julián se sorprendió de su respuesta.
La mano izquierda de su padre tanteó en busca de preciado báculo, sus ojos despedían chispas de rencor, sin embargo para su alivio comprobó como las llamas de la rabia se iban diluyendo, y los párpados de aquellos ancianos ojos se fueron cerrando, en pocos segundos yacía inconsciente, indefenso y por unos breves momentos llegó a sentir verdadera lástima por aquel despojo. Pero por segunda vez el brillo metálico del cayado le devolvió a la realidad, sin pensarlo dos veces lo agarró por la punta de madera, la empuñadura plateada brilló unos instantes por encima de su cabeza antes de iniciar el descenso, lo estrelló una y otra vez, su cuerpo respondía a toda la furia interior, descargándolo entre lágrimas de alivio, destrozando las baldosas y el odiado bastón, allí a donde iba a llevar a su padre no le haría falta ningún bastón, y aunque lo tuviera no le serviría de mucho.
Salió al pasillo, plegada detrás del televisor estaba la silla de ruedas. Para su sorpresa le resultó más fácil sentarlo en la silla de ruedas estando su padre inconsciente que todas las otras veces que, y ahora lo sabía con certeza, conscientemente se colgó de su brazo cargando todo su peso, el crujido de la contractura del músculo triángulo fue como la reafirmación, la prueba final, de la constante tortura sicológica y física a la que lo había sometido todos aquellos años.
Al principio, cuando se sinceró consigo mismo, tras el falso infarto, sobre cuáles eran sus intenciones hacia su padre creyó que no sería capaz de llevarlo a cabo. Pero en ese momento, mientras empujaba la silla con su padre inconsciente, de camino a su destino, comprendió que en realidad sus estudios, su carrera universitaria, todo formaba parte de los deseos de su padre. Nunca fueron los suyos.
A través de los cristales de la puerta de la casa abandonada se filtraba una luz azulada procedente del patio interior, y aunque por un momento pesó que se encontraría con un patio normal y corriente, el ver aquel fenómeno le confirmó que el extraño otro mundo seguía allí, con la selva y los monstruos que en ella habitaban. Agarró el pomo y lo giró sin contemplaciones, ahora ya nada podía detenerlo, el olor que le dio la bienvenida no fue el mismo que la primera vez que cruzó aquel umbral, esta vez le asaltaron miles de aromas distintos, olores que no había percibido en su vida y que tuvo la certeza de que no eran del mundo real, aunque real no era el adjetivo más adecuado pues el otro mundo también era real.
Empujó la silla por el salón, que a pesar de su aspecto deteriorado, transmitía un extraño brillo, estaba claro que algo estaba ocurriendo, como si le estuviera dando la bienvenida, en el otro lado comprobó ya casi sin asombrarse que la ventana se había transformado en una puerta, confirmando su sensación, la primera vez aquel lugar le había bloqueado el paso, pero esta vez le abría el camino para que se adentrara en él, invitándolo a explorarlo.
La luz le cegó, se vio obligado a parpadear varias veces hasta que logró que sus ojos se acostumbraran al hecho de que allí fuera de día, miró a su alrededor como un niño que observa el mundo por primera vez, a su espalda se levantaba la pared de la casa cubierta por completo por la hiedra, a través del cristal de la puerta se veía las tinieblas de la noche del otro lado. Ante él se habría una extensa selva que filtraba los rayos del sol de mediodía. Su mente dejó de clasificarlo como algo imposible, puesto que allí estaba. Un sendero se abría paso entre los altos árboles cargados de lianas, un rugido en la lejanía le sirvió de recordatorio del motivo por el que estaba allí. De la rectangular maleta extrajo la jeringuilla que rellenó con la sustancia de una ampolla, le ajustó la aguja asegurándose de extraer cualquier rastro de aire del interior de la jeringuilla y apuñaló con ella el corazón de su padre, la adrenalina no tardó en hacer efecto despertando anciano.
Sin mediar ninguna palabra, extrajo un pequeño cuchillo de su bolsillo y abrió un corte profundo en el brazo del aún adormilado déspota, la sangre empezó a fluir al tiempo que se desvelaba cada vez más.
—¡Ahí te quedas! Lo único que deseaba era que me quisieras, que estuvieras orgulloso de mí.
No esperó ninguna respuesta. Al tiempo que se encaminaba adentrándose en la selva, extrajo en sofisticado arco, colocó las flechas en el carcaj que había ajustado a su espalda y desapareció entre la espesura. Los salvajes rugidos se iban acercando cada vez más al anciano sentado en la silla de ruedas. La puerta de la pared se había convertido de nuevo en una simple ventana, aquel lugar no parecía dispuesto a dejar salir al viejo tirano.
* * *
Sin duda cualquier otra persona en aquella situación hubiera hecho lo posible por huir, sin embargo esa no fue la respuesta del anciano, de hecho se formó una sonrisa y se arrellanó en la silla a la espera de la llegada del ser que emitía aquellos feroces rugidos. Había llegado su hora y se alegraba por ello, aquellos cuarenta años de amargura y sufrimiento tras la muerte de su mujer por fin estaban a punto de llegar a su fin, y se sentía aliviado por ello.
Un crujido de madera rompiéndose desvió su atención hacia su izquierda, al principio no distinguió nada, tras el ruido el silencio se había apoderado de aquella extraña selva, no sabía cómo había llegado hasta allí ni le importaba en absoluto, lo que importaba era que la muerte que llevaba esperando desde hacía cuarenta años por fin iba a llegar. En ese momento, los vio, dos puntos rojos lo observaban escondidos entre el follaje de las altas hierbas, por su tamaño aquella extraña bestia era de considerable tamaño, como un puma o quizás incluso algo más grande.
Surgió como impulsado por una catapulta, sin duda era un felino, aunque mucho mayor de lo que se había imaginado. El pelaje corto y oscuro le conferían una extraña belleza que se acentuaba por el aspecto diabólico de aquellos ojos inyectados de ira, las enormes fauces con dos hileras de dientes se abrían dispuestas a clavarse en la cabeza del sonriente anciano.
—Por fin, después de tantos años alguien tiene los cojones de matarme.
Con todo su peso cayó la bestia empujándolo hacía un lado y volcando la silla, pero la sonrisa de su rostro desapareció al comprobar que no le atacaba, estaba tendida sobre él, inerte, impidiéndole moverse. Para su sorpresa comprobó que una flecha atravesaba la cabeza del animal. Y no pudo reprimir soltar lágrimas de impotencias.
De entre la maleza vio surgir a su hijo y en una mano sostenía un arco.
* * *
—Así que de esto se trataba —afirmó Julián—. Te has pasado cuarenta años de tu vida deseando la muerte, amargado porque mama se murió, pero te olvidaste que yo no había muerto, te olvidaste que yo te necesitaba. ¿Acaso crees que no sufrí su muerte? ¡Yo la vi morir! Necesitaba tu apoyo y tu cariño, ¡pero no! Tú tenías que encerrarte en tu amargura y hacerte la víctima. Como si tú fueras el único que sufriera por su muerte.
Se acercó a su padre con los ojos hinchados de rabia y dolor.
—¡Iba a matarte, lo planeé todo! Pero luego al verte sonreír me di cuenta de que en realidad era lo que deseabas. Has deseado morirte todos los días desde que perdimos a mama. Obsesionado con los muertos te olvidaste de los vivos.
—¿Qué vas hacer? ¡Mátame! ¡Te lo ruego, no puedo más! —suplicó su padre.
—De eso nada. Te has pasado tantos años maltratándome y despreciándome que matarte sería darte lo que quieres. Te daré algo peor, te daré la vida solitaria que te has buscado.
Sin hacer caso a sus protestas le obligó a sentarse en la silla de ruedas y lo empujó por el camino, la ventana se transformó de nuevo en una puerta por la que accedieron al interior de la casa abandonada. No pronunciaron ni una sola palabra durante el trayecto por la callejuela camino a la casa de su padre.
Al llegar en el interior del salón Julián le observó con detenimiento, en el fondo sentía lastima por él, aún así no era capaz de olvidar todo lo que le había hecho.
—Espero de corazón que vivas cuarenta años más, porque los vivirás completamente solo —el odio se destilaba a raudales en su voz—. Me voy, y no volverás a verme nunca más. Espero que disfrutes de tu amargura y de la soledad que has estado cultivando todo este tiempo.
Se dio la vuelta y sin mirar a tras dejó allí al anciano amargado en el que se había transformado su padre, no sintió remordimientos, ni ira, todo eso ya había pasado de largo. Caminó tranquilamente por la calle, hasta que llegó a la puerta de la casa abandonada. Cruzó el umbral sin miedo, tal y como había imaginado la ventana del patio interior seguía siendo una puerta, que al acercarse a ella se abrió de par en par dándole la bienvenida. Cogió una de las flecha del carcaj y la ajustó en el arco, estaba listo, sin ansia y sin miedo cruzó el portal, desde ese momento ese era su nuevo hogar. Ya en el otro lado comprobó que la puerta y la pared habían desaparecido, llenándolo de alegría, dispuesto a explorar aquel nuevo y extraño mundo que se desplegaba ante él.