Los Cosechadores

El exterior del vehículo era como cualquiera de los usados por las agencias de seguridad, con un chasis blindado y diminutos ventanucos. En su interior radicaba la diferencia con el resto de los furgones blindados, su equipamiento provocaría la alarma y la envidia a cualquier departamento de seguridad y espionaje gubernamentales.

Los hombres en el interior del furgón manipulaban todo tipo de controles y dispositivos de vigilancia. Llevaban unos días siguiendo a Ricardo Gutiérrez, sin perder detalle de ninguno de sus movimientos. Aquella era la última fase de la operación ladrón de cadáveres y si todo salía como era debido les prometía un futuro muy brillante.

Los ojos del anciano siguieron todos los pasos del médico, en unos segundos inyectaría el suero al cuerpo que yacía en la camilla, la única muestra que existía y que nadie había sido capaz de duplicar. La única salida era sembrar los efectos del preciado líquido.

En cuanto el sujeto abandonase su casa, estarían preparados para sembrar y cosechar.

* * *

… Susana le miraba con los ojos abiertos como platos. Estaba claro que sus argumentaciones la habían sorprendido.

—¿Qué estás diciendo? —le interrogó.

—Sólo digo que no creo que ahora sea el mejor momento.

Ricardo la observó, era evidente que esa no era la respuesta que había esperado de él. Y un leve temblor se produjo en el labio inferior, indicativo de que había algo más, algo que ella aún no le había dicho.

—No entiendo tu cambio de actitud —la carga emocional en la voz de Susana era cada vez más apremiante—. Esto era lo que queríamos, lo habíamos planeado y decidido juntos… No se a que viene ese cambio…

Sus manos se crisparon levemente en el volante, estaba claro que sería tan difícil como había supuesto, o incluso más de lo que pensaba. Se volvió hacía ella.

—Mira, yo siempre he sido muy independiente y estoy viendo que cada día que pasa nos estamos volviendo más y más dependientes el uno del otro… —tras una pausa para tragar saliva prosiguió—. Creo que ha llegado el momento de que nos tomemos un tiempo para recuperar nuestra esencia. Que conozcamos a otras personas…

El esperado estallido se produjo.

—¿Estamos cortando? ¿Eso es lo que está pasando? ¿Quieres tirar por la borda ocho años de relación? —le espetó su mujer.

Aunque no era necesario, pues lo sabía con certeza, Ricardo se volvió para mirarla. Esa era la parte que más había temido. Suspiró con la intención de tomar fuerzas. Estaba decidido a seguir adelante con la ruptura a pesar de las lágrimas.

Y empezó a enumerar la lista de motivos por los cuales estaba convencido de que eso era lo mejor para los dos. Una lista que llevaba dos semanas preparando.

Eso fue apenas dos minutos antes del choque…

* * *

Ricardo se despertó gritando. Abrió los ojos y se incorporó con brusquedad. Había vuelto a tener la misma pesadilla. Al principio fue incapaz de recordar nada, se sentía completamente desorientado y, sin poder evitarlo, se echó a llorar.

Casi todas las noches la colisión se repetía en sus sueños. En esas pesadillas revivía la escena con cruel lentitud.

Las lágrimas se fundían con el sudor de su rostro.

La tristeza le atormentaba todos los días, se sentía inmerso en una constante apatía. Lo único que deseaba era poder deshacer lo ocurrido. En el momento del accidente habían estado discutiendo. Ricardo se recriminaba por ello. Creía que si no se hubiese dejado llevar por el enfado, habría sido capaz de hacer algo. Quizás hubiese podido aminorar la velocidad del coche a tiempo para reducir el impacto.

Aunque lo peor era que las últimas palabras que le dijo no eran precisamente: «Te Quiero».

¿Por qué tuvo que morir Susana?

Lentamente fue normalizando la respiración.

* * *

La realidad fue abriéndose paso a su alrededor y aunque el dolor no desapareció, si logró relajarse y combatir la angustia que le había provocado la pesadilla.

El recuerdo de su mujer atravesando el parabrisas del coche le asaltó de nuevo. Al intentar esquivar el furgón blindado que invadió su carril en sentido contrario precipitó el coche terraplén abajo. Recordó haber pisado el freno con todas sus fuerzas pero fue inútil. Todo acabó cuando colisionaron contra una enorme roca. Luego la lluvia de cristales acompañada del crujir de todos sus huesos como si le hubiese embestido un rinoceronte.

Ver a su mujer tendida sobre el capó del coche encima de un creciente charco de sangre le hizo desentumecerse, intentó salir del vehículo pero su pie derecho estaba atrapado entre los retorcidos pedales, por mucho que forcejeó no pudo librarse. Dominado por la angustia y la impotencia gritó y llamó a su esposa. Se estaba desangrando delante de él y no podía hacer nada para ayudarla. Frenético y desesperado buscó su teléfono móvil, no recordaba donde lo había puesto, registró sus bolsillos, siempre lo llevaba encima, ¿por qué era incapaz de encontrarlo? En un momento de lucidez recordó haberlo dejado en el clip del manos libres, sin embargo no estaba allí. Finalmente lo vio en el salpicadero, en la esquina del lado del acompañante, intentó incorporarse, pero su pie aprisionado le impedía alcanzarlo, tan solo podía rozarlo con la punta de los dedos. Desde esa postura pudo ver una enorme fractura en la cabeza de su mujer dejando al descubierto parte del cerebro. Mientras miraba, unos continuos temblores sacudieron el cuerpo de su esposa, verla en ese estado desató la locura, entre lágrimas y sin parar de repetir su nombre, se agarró en el marco del destrozado parabrisas que le clavó con rabia decenas de cristales, como si le estuvieran mordiendo la mano y haciendo palanca con el techo tiró con fuerza hasta que el crujido de los huesos astillándose se ahogó por el grito de dolor, angustia y desesperación. Liberar su pie derecho le costó rompérselo y destrozarse la rodilla al doblarla en sentido contrario. Apenas fue capaz de mantenerse consciente cuando con las manos ensangrentadas cogió el móvil y entre sollozos llamó al servicio de emergencias.

* * *

Intentar recuperar cuanto antes la rutina diaria era lo que todo el mundo le recomendaba, aunque para Ricardo hacerlo tenía visos de ser una tarea hercúlea. Harto de estar encerrado en su casa con todas aquellas fotos recordándole su perdida, insinuando su culpa. Moverse con las muletas no era una tarea fácil, aún así su necesidad de salir y despejar su mente era imperiosa.

Sin saber muy bien con que fin, sus pasos le habían conducido hasta el taller mecánico donde descansaban los restos del coche, a la espera de que el agente del seguro evaluara los daños. Al entrar en la nave industrial y tras cruzar varias hileras de vehículos con las tripas al aire, en el extremo más alejado, el dueño del taller estaba hurgando en el vehículo siniestrado.

El mecánico se sobresaltó al verlo, en su mano sostenía un estrecho tubo de plástico transparente.

—No debería hacer esto, pero te conozco desde hace muchos años —le confesó visiblemente inquieto—. Deberías llamar a tu abogado, en unos minutos informaré a la policía que el tubo del líquido de frenos fue manipulado.

La incredulidad se dibujó en el rostro de Ricardo, no lograba comprender lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué quieres decir con manipulado? —preguntó cada vez más nervioso.

Le enseñó el tubo indicándole un punto a mitad del mismo en el que se veía un corte limpio.

—Alguien lo seccionó lo justo para que se vaciara lentamente.

Un miedo atroz se fue apoderando de él. ¡Alguien quería matarlos! Con el pánico instalándose en su corazón salió del taller tan rápido como le permitían las muletas y su pierna escayolada, sin prestar atención a los ofrecimientos de ayuda del dueño del taller.

En su cerebro bullían miles de pensamientos desordenados, que se movían bajo la batuta del creciente miedo. La imagen del furgón blindado parado en lo alto del arcén. Todo ello desencadenó una desbordante sensación de estar viviendo la peor paranoia sin sentido. ¿Quién? ¿Quién había manipulado su coche y enviado al furgón blindado con la intención de matarlos?

En cualquier momento podían volver a atentar contra él y acabar con su vida como habían hecho ya con la de Susana. En aquel maremágnum de emociones despuntó una sola idea, esconderse, refugiarse en su casa, cerrar todas las entradas posibles y encerrarse en su interior.

* * *

Los hombres del furgón blindado vieron como Ricardo Gutiérrez cruzaba la calle moviéndose precariamente con las muletas, tan solo era cuestión de esperar a que entrase en la casa.

El más anciano de los seis introdujo unos trozos de carne cruda en una bolsa de plástico que después guardó en el bolsillo. Mientras el resto del equipo preparaba las pistolas eléctricas Taser, varias escopetas y lazos.

Tras comprobar que todo el equipamiento estaba en orden y tan sólo unos segundos después de que Ricardo entrase en la casa, descendieron del furgón blindado dando los últimos retoques a sus chalecos acolchados y cascos. Asegurándose que no quedaba ninguna parte de su cuerpo al descubierto. El más veterano daba las indicaciones al resto, con unos rápidos gestos ordenó a tres de ellos cubrir las entradas posteriores del chalet, mientras él y otros dos se apostaban en la parte delantera.

—¿Por qué el jefe nos llama Cosechadores? —quiso saber el más novato mientras seguía de cerca a sus dos compañeros.

El más anciano se volvió hacía él y sonrió mostrando su dentadura mellada.

—Porque Encantadores de zombis no es profesional y revela demasiado.

* * *

Al llegar a su casa Ricardo abrió lentamente la puerta. Ante sus ojos apareció su esposa, con la frente llena de sangre reseca. En la pálida carne putrefacta podía verse a los gusanos devorándola. Lentamente, y con paso torpe, se acercó al petrificado Ricardo, le rodeó con sus brazos.

Aunque hubiese querido, no pudo evitar el abrazo. Sintió los dientes de aquella monstruosidad, rozando su cuello…