De Casualidad

Los llameantes ojos del demonio lo escrutaron destilando furia y rabia. La criatura iba creciendo en fuerza y poder. Mikel tuvo que concentrarse en mantener el temple. A pesar de llevar meses practicando con la magia negra no había esperado ser capaz de invocar un demonio del noveno círculo al primer intento. Pero allí estaba, erguido sobre sus pezuñas y agitando las alas con rabia.

Las cadenas místicas generadas por el hechizo lo sujetaban al suelo, obligándolo a obedecer todos sus deseos. El mero hecho de pensar en ello le produjo un escalofrío de satisfacción. ¡Cómo disfrutaría vengándose de todos los que lo despreciaron y maltrataron!

El rugido del demonio le hizo volver a la realidad, en un segundo sintió miedo.

«¿Y si se libera?».

El pensamiento se coló en su mente con la fuerza de una palanca y abrió las puertas al pánico, todo intento de resistirse fue en vano, su corazón se desbocó y su cuerpo empezó a temblar cada vez con más fuerza. Notó como un cálido reguero resbalaba por sus piernas y encharcaba sus zapatos. Su mente gritaba de puro terror, pero su cuerpo era incapaz de sobreponerse a los temblores y a la parálisis que lo aprisionaba. Sus ojos estaban clavados en la ígnea mirada del monstruo infernal.

Lo siguiente ocurrió en un sólo instante. El diabólico ser lanzó contra él una de las afiladas garras, recorriendo un arco de izquierda a derecha y tensando las cadenas al máximo. La garra pasó a escasos centímetros y Mikel sintió como si hubiesen soltado la correa que sujetaba su cuerpo, el pavor en el que estaba inmerso lo movió como una marioneta y dio un brusco salto hacia atrás.

Su talón golpeó una de las cinco velas negras que formaban el círculo mágico. Para cuando fue consciente de lo ocurrido, una de las garras ya le había perforado el pecho y extraído el corazón. Había roto el hechizo al deshacer la circunferencia y con ello las cadenas místicas que retenían al demonio se habían desvanecido. Mientras veía al engendro devorando su corazón sintió como miles de oscuras manos le arrancaron de su cuerpo y le arrastraron hacia la noche eterna.

* * *

Sin embargo, no fue ahí donde empezó todo, si no que fue meses atrás y lo hizo como suelen ocurrir estas cosas, con un puñetazo.

Mikel siempre había sido consciente de que era algo diferente del resto de la gente que él conocía. A sus treinta y nueve años seguía peleando por obtener el título de estudios secundarios obligatorios y todos los días acudía a la biblioteca pública, quizás con el deseo de que de algún modo la sabiduría encerrada en todos aquellos libros se le contagiase y lo transformara en una persona normal.

El día del puñetazo, se presentó en la biblioteca tan puntual como siempre, sincronizado con su reloj, cruzó el umbral en el instante en que este indicó las cinco y media de la tarde. Sabía que era una manía, pero era incapaz de transgredirla. Entró en la sala de estudio y su mayor temor se cumplió, las mesas estaban casi ocupadas por completo, sé quedó petrificado sin saber que hacer. La mano con la que sujetaba el maletín del portátil empezó a sudar. Aún así no fue lo más embarazoso, si no que fueron los cuchicheos y las risas ahogadas que empezaron a oírse.

Sus ojos se clavaron en una chica joven de pelo rubio y deslumbrantes ojos azules que le hicieron sentir como si se ahogara en el mar.

La rubia dio un codazo al chico que estaba sentado a su lado, este se volvió con rapidez mientras se quitaba los auriculares.

—¿Qué coño miras? Tarado —espetó el cada vez más molesto novio de la rubia al tiempo que se levantaba lanzando la silla hacía atrás.

Desde el fondo de la sala resonaron varias peticiones de silencio.

Mikel deseó que por una vez su cuerpo y su mente obedecieran, que dejaran de comportarse como lo estaban haciendo. Sin embargo fue inútil y todo lo que pudo hacer fue quedarse allí de pie con la mirada fija en aquellos faros celestes que lo habían atrapado.

—¡Retrasado deja de mirar a mi novia o te rompo la cara! —le advirtió de nuevo, pegándole un empujón con la intención de apartarlo de allí.

Ni tan siquiera las amenazas del joven fueron capaces de romper el hipnotismo al que lo habían sometido los ojos de aquella chica, tampoco lo hizo el hecho de saber que era más alto y más fuerte que él.

Lo siguiente fue sentir como si un martillo pilón chocara contra su rostro lanzándolo contra las estanterías que había a su espalda, la sacudida hizo que perdiera el equilibrio arrastrando consigo los dos últimos estantes y provocando una catarata de libros que le golpearon las costillas y los muslos.

Unos pasos apresurados provenientes del otro lado de la sala quedaron sepultados por risas y gritos de jolgorio.

Finalmente como si un interruptor en el cerebro de Mikel se hubiese cerrado fue capaz de pensar en otra cosa que no fuera en aquellos ojos azules.

—Yo… lo siento —murmuró con timidez, en su estomago sintió como una extraña emoción estaba creciendo, era algo nuevo y le resultaba imposible de identificar.

Las risas y las miradas de burla siguieron oyéndose mientras Mikel se afanaba en recoger los libros que habían caído, ni uno solo de los presentes se prestó a ayudarle.

Sus manos se posaron sobre un grueso libro de tapas negras y cerrado con una tira de cuero enganchada a una hebilla dorada. Acarició el relieve de la portada, en el cual una serpiente se mordía la cola formando un círculo en cuyo interior había una estrella. Al rozarlo sintió un cosquilleo en los dedos y se vio levantándose con rapidez descargando con furia el grueso volumen sobre la cabeza de su agresor, una y otra vez, en una orgía de sangre y sesos. Horrorizado por aquella visión soltó el extraño libro, había sido como tener un sueño sin estar dormido y la experiencia lo asustó. Por suerte ver que en realidad nada del sueño había ocurrido en cierto modo lo alivió. Sin embargo algo en su interior había cambiado.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido? —la voz de la bibliotecaria le obligó a centrarse.

—Yo… lo siento he tropezado —se excusó retomando la tarea de recoger los libros caídos, intentando no hacer caso a los esporádicos cuchicheos ni a la creciente pelota de fuego de su interior.

—¿Este libro es tuyo?

—¿Qué? —fue lo único que supo expresar mientras veía como la bibliotecaria le tendía el libro de la hebilla dorada.

—No tiene las etiquetas de la biblioteca, así que supongo que es tuyo ¿no?

Como siempre hacía, sus deseos de agradar a los demás le llevaron a no contradecirla y sin pensarlo tomó el libro de las manos de la mujer que lo miraba con amabilidad.

—¿Estás seguro que te encuentras bien? —insistió de nuevo la funcionaria.

—Sí, es usted muy amable —se incorporó nervioso, su único deseo era salir de allí.

Sin pensarlo se dirigió a la salida mientras sus dedos apretaban con fuerza el viejo libro, como si este acto consiguiera aliviar en algo la extraña sensación que le aceleraba el corazón.

Por primera vez había experimentado el deseo de agredir a otra persona.

No solo agredirla, matarla.

* * *

Habían transcurrido dos meses desde el incidente en la biblioteca y a diferencia de las otras veces que había tenido problemas con las personas normales era incapaz de olvidar la mueca de burla de su agresor. Tampoco había desaparecido ese fuego interno que había sentido al soñar que destrozaba a golpes la cabeza de aquel engreído hijo de puta. Con un gesto repetido de su cabeza se forzó a concentrarse, pero en el fondo de su ser sabía que algo en su interior había cambiado, sentía emociones nuevas y aunque en un principio le habían asustado finalmente cedió a su constante presencia y las aceptó como suyas. De sus labios surgió una palabra ¡VENGANZA!

Aunque ya había perdido la cuenta, aún así decidió intentarlo de nuevo. Se sentó en el círculo de tierra negra, colocó una vela negra en cada punta de la estrella dibujada a su alrededor.

Si bien su retraso, como lo llamaban todos, había sido una traba en muchos aspectos de su vida, en otras era sumamente ventajoso, la mayoría de las veces era como ser invisible, lo cual le permitía tener cierta libertad de movimientos y nadie le increpó cuando se dedicó a llenar con tierra del cementerio una bolsa de plástico, ni cuando, después de recorrer media ciudad, se llevó las velas negras sin pagarlas. Mikel era consciente de que podía tener más tenacidad que cualquier otro y cuando se le metía algo en la cabeza no paraba hasta lograrlo.

Recordando, una vez más, las instrucciones del libro negro, levantó los brazos y empezó a recitar la secuencia de extrañas palabras, esperando que esta vez funcionara. Aceleró el ritmo con que repetía una y otra vez el conjuro, tenía el presentimiento de que esta vez lo lograría. Había pasado una semana desde que fue capaz de invocar a un elemental de fuego, aquel logro le dio la fuerza que había estado a punto de perder, sin plantearse ni una sola vez si convocar un demonio sería más difícil.

Tan solo tenía cabida la sensación del fuego interno y aquella palabra que estaba martilleando su mente al compás de su corazón. ¡VENGANZA!

El suelo tembló a su alrededor menos en la zona marcada por el círculo místico, incluso algunas baldosas estallaron en miles de punzantes guijarros.

Elegir una casa de campo abandonada para poder llevar a cabo las pruebas había resultado ser acertado, el ruido de los estallidos habría terminado por atraer a algún cotilla.

Una sacudida en forma de ola recorrió el desvencijado suelo como si los restos de la cerámica y el cemento se hubiesen licuado. Sin dejar de sonreír ante los imprevistos resultados, continuó recitando aquella diabólica oración.

Los trozos de baldosas que habían quedado suspendidos en el aire se movieron como una bandada de estorninos creando extrañas formas y ondulaciones, para finalmente formar una espiral ascendente que cada vez se movía más frenética. Aquel remolino de piedras se detuvo frente a él y aceleró su giro. Poco a poco en el ojo del huracán fue perfilándose una figura humanoide.

Por fin su deseo se cumpliría y aquella implacable palabra dejaría de atormentarle con todas aquellas imágenes de muerte, por fin…

* * *

Ser un demonio del noveno círculo no era ni por asomo un trabajo aburrido, de hecho estaban saturados y las almas se les estaban acumulando en el purgatorio. Azazel hizo una pausa después de asegurarse que no había señales del encargado del departamento, Zariel tenía mal genio y no dejaba escapar una oportunidad para demostrarlo a todos los diablos a sus órdenes.

Sus flamígeros ojos escrutaron el alma atada al potro de torturas y sonrió, le parecía gracioso que los humanos se comportaran como si sus vidas en la Tierra fueran a ser eternas, sin ir más lejos el infeliz que le habían asignado había invertido cada segundo de su tiempo en acumular objetos materiales, que si un castillo, que si montañas de dinero y al final todo eso había quedado allí arriba mientras a él le esperaban unos cuantos milenios más de tormento.

Azazel agitó su cornuda cabeza, llegando a la conclusión que se lo tenían merecido por ser tan cortos de miras. Además tampoco era cuestión de que les diera por cambiar y descubrir la verdad de su existencia, de ser así podía quedarse sin trabajo y prefería mil veces llevar un retraso de unos pocos miles de años y andar algo saturado de trabajo que pasarse el resto de la eternidad asistiendo a reuniones con el orientador laboral. No soportaba la prepotencia con que hablaba, todo el Infierno sabía que había conseguido el puesto por ser el pelota de Luzbel, que si no, aquella bolita de pelo de voz chillona no hubiese llegado tan alto.

Se disponía a continuar su tarea y aplicarle unos cuantos estirones a aquella avariciosa alma, cuando notó el chisporroteo a su alrededor.

En más de mil años nadie lo había vuelto a fastidiar desde el incidente con Herodes y Salomé. Aquella invocación solo le traería problemas, y mucho papeleo, eso si no perdía el puesto por ausentarse sin avisar ni haber presentado un justificante. Pero una vez iniciado ya no podía detenerse ni resistirse.

Decididamente los humanos eran estúpidos, nunca aprendían que hay cosas que es mejor que no las conozcan.

Cuando terminó de materializarse, Azazel vio como aquel despreciable humano le miraba con una mezcla de satisfacción y terror, intentó moverse aunque sabía que las cadenas lo sujetaban al suelo, su cuerpo aún estaba débil de modo que se resignó a esperar a que el mortal expresara sus deseos y en eso estaba cuando percibió la presencia de la causa de que estuviera en aquella situación. En una esquina al fondo de la sala, unos metros por detrás del humano estaba el Grimorio de los Cuervos. Con eso estaba explicado que no hubiese percibido un nivel alto en conjuros y hechicería en el hombre que lo había invocado.

En un gesto de rabia enseñó los colmillos. Por culpa de aquel hombrecillo le abrirían un expediente por abandono del puesto de trabajo, eso si no lo degradaban a un círculo infernal inferior. Aunque si tenía que ser así se aseguraría de no caer solo. Alguien se olvidó de informar a la Santa Inquisición de la existencia del grimorio y ahora cientos de años más tarde él pagaba las consecuencias, alguien no había hecho bien su trabajo y no se detendría hasta averiguarlo.

Pero todo eso tendría que esperar, lo primero era liberarse, y ya que estaba de vacaciones forzosas en la Tierra no iba a desaprovechar la oportunidad de provocar el caos y la destrucción entre aquellas bestias inmundas.

Lanzó un zarpazo al aire tensando las cadenas tanto como le fue posible, sabía de sobras que no lo alcanzaría pero solo necesitaba asustarlo un poco. Sonrió con satisfacción al ver como el aterrorizado hombre retrocedía en un acto reflejo, pero más que suficiente, el círculo místico estaba roto y las cadenas habían desaparecido. Esta vez sí alcanzó a su presa.

* * *

Incendiar la casa después de haberse alimentado con el cuerpo del infeliz que lo había invocado le supuso más trabajo de lo esperado, su estado seguía siendo débil, aún así a pesar del agotamiento había valido la pena, aquel maldito libro no le causaría más problemas ni a él ni a ninguno de sus congéneres.

A medida que se alejaba del lugar recordó la última vez que estuvo entre los mortales. Había pasado demasiado tiempo encerrado en aquel cubículo, no tenía ni idea de cuánto tiempo le permitirían quedarse, así que decidió disfrutar al máximo. En algún lugar cercano captó la presencia de varias comunidades humanas. Había llegado el momento de darse un verdadero festín. Le apetecía correr, lo ansiaba, sentirse libre, sin presiones, sin cuotas de almas torturadas por cumplir. Haciendo acopio de las pocas fuerzas mágicas que le quedaban transformó su cuerpo en el de un guepardo, un ser al que admiraba por su belleza y potencia muscular. Después de miles de años encerrado entre las cuatro paredes grises de su oficina de tortura, sentir el viento azotando su rostro, el tacto de la hierba y la tierra a aquella velocidad era un verdadero placer.

Oyó un murmullo a lo lejos, pero sus ansias de destrucción y el placer de la velocidad no le permitieron prestarle atención.

* * *

—¡Haz algo! —le increpó Susana nerviosa, al tiempo que salía del coche—. ¡Está sufriendo!

Ricardo la observó desde detrás del volante del vehículo, últimamente las cosas entre ellos no andaban muy bien. En realidad tenía la sensación que el nexo entre ambos estaba desapareciendo.

Con una deliberada parsimonia se apeó del automóvil y lo rodeó para acceder al maletero. Desde allí miró a su mujer dando vueltas alrededor del animal agonizante, parecía un buitre protegiendo su comida.

Sacó la llave del gato y la sopesó. No estaba muy convencido de que fuera lo suficientemente pesada, aún así tendría que valer. Cerró la puerta con un suspiró y se encaminó hacia donde estaba revoloteando Susana. A medida de se acercaba al lugar veía como el tamaño de la alimaña era mayor de lo que había creído en un principio. Ya no estaba tan seguro que la alargada llave de hierro fuera a ser suficiente para rematarlo.

Había salido por su derecha, de entre los arbustos que franqueaban la carretera. Fue imposible esquivarlo por completo, giró el volante hacía la izquierda, el golpe no fue directo pero sí lo justo para impulsar a la bestia hacía el carril contrario donde fue arrollada por un camión lanzándola contra las vallas del arcén.

—Creo que esto será más efectivo —afirmó el conductor del camión que había descendido con su escopeta de caza.

Y sin demorarse más descargó dos disparos certeros en la cabeza del moribundo animal que en vano intentaba liberarse de la gruesa rama que le atravesaba el pecho. El cráneo explotó esparciendo sangre y materia gris por todas partes. Sin saberlo y de casualidad mandaron a un demonio de vuelta al Infierno.