Monparnas

Convertirme en escritor es un sueño que me ha perseguido desde que a los trece años descubrí el maravilloso mundo de los libros. Por esa razón me resultó irresistible la invitación que recibí por e-mail, en ella alguien que se hacía llamar barón Monparnás me contaba que llevaba tiempo siguiendo mis pasos por las redes sociales y me ofrecía la oportunidad de acceder a una gran variedad de escabrosas historias con la única condición de respetar la esencia de las mismas. En el mismo mensaje añadió todos los detalles necesarios para tener una primera entrevista en su viejo caserón.

La curiosidad pudo más que cualquier pensamiento de prudencia, aquella era una oportunidad única y como tal no pensé ni por un momento dejarla pasar. El 7 de Diciembre de 2010 a las nueve de la mañana, entré en Castilla de Antequera conduciendo mi viejo coche. La constante llovizna se coló en mi alma en la forma de una pesada tristeza que parecía estar en lúgubre armonía con lo que veían mis ojos. La ciudad era un extraño conglomerado de antiguos palacios señoriales de arquitectura gótica, cuyos techos estaban adornados con las más fieras y espeluznantes gárgolas, entre las cuales se alzaban grises rascacielos cuyo brillo se había apagado como si intentasen mimetizar los viejos caserones.

Desplazarme por sus calles se convirtió en una tarea ardua, a medida que me acercaba al centro de la ciudad sus calles se estrechaban convirtiéndose en un cada vez más peligroso laberinto. Finalmente me vi obligado a prescindir de mi transporte y exponerme a la persistente fina lluvia. Por extraño que pueda parecer no me resultó difícil encontrar un lugar donde aparcar.

Los negros nubarrones seguían inamovibles cubriendo todo el cielo, amenazando en descargar toda su furia en el momento menos esperado. Me moví con rapidez por las calles desiertas intentando no ser alcanzado por ella. Protegiéndome con un largo abrigo negro y siguiendo las indicaciones recibidas llegué hasta la plaza principal donde me recibió la mayor y más extraña catedral que haya visto en mi vida. El templo sobrepasaba en altura y anchura cualquiera de los edificios de la ciudad y a su alrededor se expandían los viejos palacios como si fueran sus tentáculos, la imagen no podía ser más tétrica. Apartar mi vista de semejante monstruo arquitectónico fue toda una verdadera batalla, la fuerza que desprendía era arrebatadora.

Parado allí en medio de la plaza de una ciudad que parecía completamente desierta, el cielo habló. Un descomunal rayo golpeó el pararrayos del campanario principal y gritó con rabia en la forma de un poderoso trueno que hizo retumbar todos los edificios creando un extraño eco del mismo. Tras eso echó a llorar con la furia que había estado anunciando.

Aunque en los primeros segundos ya me había empapado todo lo que podían mojarse mis ropas, eché a correr por puro instinto, pues mi ánimo aún seguía atrapado por aquella extraña melancolía que había experimentado al ver la ciudad. Ver a través de la cortina de agua no era fácil, en algunos momentos tuve la sensación de ser un pequeño ratón corriendo por un macabro laberinto. La mayoría de las fachadas de los viejos edificios mostraban descoloridas esculturas representando escenas mortuorias.

Cuando ya creía que me había extraviado choqué de bruces con la vieja mansión que según el e-mail pertenecía al barón Monparnás. Un muro de color terroso rodeaba el palacio, que se alzaba tenebrosamente con cinco almenas que sobresalían como si fueran una garra intentando arañar el cielo. Si en el resto de edificios abundaban las gárgolas allí su cantidad era tan excesiva que daba la impresión de ser su nido, desde el que saltaban al resto de la ciudad. Todas con horribles facciones y extraños cuerpo. Todas mirando hacía el exterior, vigilando, como si intentarán proteger a los inquilinos.

Quedé hechizado por unos segundos por aquel mar de rostros furiosos, ni tan siquiera me atrevía a franquear la verja que bloqueaba mi avance. Un extraño aullido procedente de algún lejano lugar a mis espaldas fue suficiente para liberarme y con mi interior ahogado en aquella persistente tristeza alargué mi mano hacia la cancela. Para mi sorpresa y en contra de su aspecto no ofreció ningún tipo de resistencia a abrirse, ante mí apareció un camino franqueado en ambos lados por una hilera de todo tipo de pétreas criaturas producto de una mente enfermiza o al borde de la locura.

A cada paso que daba en aquel camino encharcado la retorcida arquitectura del palacio parecía rasgar mi alma, la impresión de ser una gigantesca mano surgiendo del suelo e intentado arañar el cielo se hizo más fuerte. Las cinco almenas estaban custodiadas por otras tantas descomunales estatuas de la parca, con su rostro oculto en el interior de una capucha cada una llevaba un objeto distinto, sin embargo desde el camino solo distinguí con claridad las que se erguían a ambos lados de la puerta principal, la de la derecha sostenía un reloj de arena y la otra una tétrica y descomunal guadaña.

La sensación de estar cometiendo el mayor error de mi vida y de que me adentraba en un mundo dominado por la demencia me clavó frente el enorme portalón de madera negra. Mi corazón golpeteaba con tanta fuera que temí que se me saliera de mi pecho o terminase por explotar. Decididamente todo mi ser gritaba que me alejara de allí, que aquel lugar rebosaba pura maldad y entrar en sus fauces era un camino sin retorno. Para mi desgracia en mi memoria resonaron todas y cada una de las burlas y desprecios que había recibido desde que expresé a mi entorno el deseo de convertirme en escritor, todas ellas fueron como los clavos que cerraban el ataúd donde encerré mi sentido común. Avancé hasta la enorme puerta levanté el dorado aldabón con forma de serpiente sosteniendo el mundo entre sus fauces, golpeé tres veces.

El gigantesco portalón de madera negra se abrió de par en par, sin un quejido, sin ningún chirrido, dejando al descubierto una oscura boca que no dejaba adivinar el interior del edificio. Una extraña figura alta y extremadamente delgada ataviada con desgastado frac apareció desde un lateral del umbral, sus largos brazos le rozaban las rodillas de sus igualmente largas y delgadas piernas. Me miró con curiosidad, la sensación de ser inspeccionado por una gigantesca araña me hizo estremecer, el demacrado rostro de aquel escuálido gigante esbozó lo más parecido a una sonrisa.

—Sea bienvenido señor Cobos, el barón le está esperando en el salón. Por favor tenga la bondad de entrar —acompañó la invitación con un gesto de su largo brazo derecho.

Cruzar aquel enorme y oscuro umbral se me antojó como estar entrando en las mismas puertas del infierno. Os preguntaréis, si yo percibía todas esas sensaciones, ¿porqué no di media vuelta y me alejé de allí? ¿Por qué seguimos adelante a pesar de saber que estamos poniendo en peligro nuestras vidas? ¿Por qué un periodista se mete directo en primera línea de fuego de una guerra? ¿Por sentirnos vivos? ¿Por un extremo sentido del deber? En mi caso fue por curiosidad y por el ansia de ver mi sueño realizado.

Me adentré en el pasillo guiándome por un resplandor que brillaba al otro extremo, seguido en todo momento por el flaco mayordomo, la sensación de opresión se hizo mayor y me imaginé mil y una excusas para salir de allí, sin embargo mis pies seguían avanzando. Sabía perfectamente que todo aquello no hacía sino aumentar mi intriga y mis deseos de conocer al barón. Las paredes del largo pasillo estaban recubiertas por un desvencijado papel pintado de color amarillento ceniza plagado de enormes manchas de humedad, a ambos lados colgaban viejos cuadros cubiertos de polvo en los que se veían los rostros serios de hombres, pensé que podrían tratarse de los retratos de los antepasados del barón.

El salón donde me esperaba mi anfitrión era tres veces mayor que mi piso, sumido en una tenue penumbra desgarrada por la luz que ardía en la chimenea de la pared opuesta a donde yo me hallaba, cerca del hogar había dos enormes sillones en terciopelo verde, del situado a la derecha sobre salía una mano que sostenía una gran copa de cristal en cuyo interior brillaba un líquido color rojizo.

—Ha sido muy amable por su parte, señor Cobos el haber aceptado mi invitación —la voz sonó vieja, antigua con el peso de los años en cada una de sus palabras—. Acérquese el calor del fuego secará sus ropas, permítame ofrecerle algo de beber ¿Le apetece un tinto? ¿Un amontillado quizás?

Como si mis pies fuesen de plomo me acerqué dejándome seducir por la calidez de las llamas, después de lo experimentado fuera de aquella mansión aquello era un verdadero paraíso, aunque esa sensación acabó por desvanecerse al enfrentarme cara a cara con el barón. Sentado en aquel butacón verde me sonrió un anciano, su aspecto era frágil, aún así de su figura emanaba mucha fuerza. Parecía más viejo que el mismo tiempo, de sus acuosos ojos se desprendía una desbordante sabiduría fruto de la experiencias de miles de años. Mi corazón dio un vuelco al verlo envuelto en una gruesa bata negra con un estampado rojo representado estilizados pájaros con las alas extendidas, si con el mayordomo tuve la sensación de estar a punto de ser devorado por una espeluznante araña, en presencia del anciano barón un desasosiego me invadió por completo, sin embargo me resultó imposible negarme a obedecer, la candencia de su voz tenía una poderosa fuerza hipnótica. Me senté en la butaca frente a la chimenea y al barón, que con un gesto ordenó al mayordomo que me sirviera una copa de aquel líquido rojizo que con tanto placer parecía estar saboreando mi inquietante anfitrión. Sumidos en aquella penumbra parecíamos dos amigos que se hubiesen reunido para recordar viejos tiempo al calor de un buen fuego, que no tardó en secar mis ropas.

—Me alegra mucho que aceptara mi invitación, aunque comprendo que pueda albergar toda clase de dudas le aseguro que con el tiempo se dará cuenta de los beneficios que puede obtener a partir de este primer encuentro —su mirada permaneció centrada en mí, atenta a cualquiera que fuera mi reacción.

—¿Primer encuentro? —mi espíritu no estaba dispuesto a regresar a aquel lugar una vez hubiese logrado salir de allí.

—Por supuesto, pero de eso hablaremos más adelante, usted es un Cuenta-Cuentos y ha venido a escuchar mis relatos; así que empezaremos por uno bastante sorprendente…

—¿Cuenta-Cuentos? ¿A qué se refiere? —de nuevo la curiosidad se abría paso con una fuerza insospechada.

El barón me miró fijamente y tuve la certeza por un brevísimo lapso de tiempo que su cuerpo se había envuelto en llamas de color verde, me sentí como si hubiese enojado a un gigante capaz de aplastarme con un simple dedo.

—Como le he dicho responderé a sus preguntas más adelante, permítame sin embargo deleitarle con una muestra de todo lo que puedo ofrecerle, una historia que ocurrió algunos años atrás…

La voz del barón se suavizó a medida que se adentraba en el relato, convirtiéndose en un agradable susurro que parecía retorcerse y juguetear en la oscuridad del salón.