Las noticias que le llegaban de Bagdad no eran tranquilizadoras. Aprovechándose de los Juegos Olímpicos, Sadam Hussein sometía a continuas ofensas verbales a los atletas norteamericanos, especialmente a los blancos.
—Los atletas yanquis, sobre todo si son blancos, huelen a cerdo y darían positivo en cualquier análisis sobre el dopaje. Catsup, así se llama su droga preferida.
No le gustaba tampoco a George Bush la complicidad del rey de España en los Juegos Olímpicos de Bagdad, constantemente presente en diferentes modalidades deportivas, muy alborozado, lejos de la contención y el distanciamiento exhibido por los jóvenes socialistas españoles, González y Serra.
—¿Quién se ha creído que es el rey de Bagdad? ¿El Dios del Olimpo? ¿De quién fue la idea de concederle los Juegos Olímpicos a Bagdad?
Preguntó el presidente Bush a los camilleros que todas las mañanas le seguían cuando practicaba el jogging.
—Los Juegos Olímpicos no se celebran en Bagdad, sino en Barcelona, más hacia el oeste, más o menos hacia Siria.
Le informó el adivino del Departamento de Estado. Conseguía sus adivinaciones contemplando las tripas de un pollo frito a la manera de Kentucky. Bush era receloso por naturaleza, pero sobre todo desconfiaba de los mapas que describían territorios más allá de los límites de los Estados Unidos.
—Siria o Irak, qué más da.
Bush cayó derribado a causa del tercer infarto de aquella mañana y se levantó como movido por un resorte, con la sonrisa gagá en el rostro y dos dedos haciendo el signo de la victoria. A pesar del visto y no visto de su caída, su mujer ya se había vestido de viuda, con costuras en las medias y él rictus de una sonrisa canalla llena de rouge y de rimmel.
—Tu quoque, Barbara?
Pero se sobrepuso a la tristeza o a la indignación moral recordando que era presidente del pueblo más fuerte de la tierra y el líder moral del Universo.
—Pongan en marcha la operación Freedom for Catalonia.
—Con todos mis respetos, señor —terció el presidente del Senado, que agonizaba en su litera tras secundar durante tres horas la carrera presidencial—. Me parece precipitado bombardear Cataluña con bombas, aunque sean inteligentes. Primero probaría el efecto Quayle.
—Bien pensado.
Opinó Bush, antes de derrumbarse por cuarta vez, muy cerca ya de las escalinatas traseras de la Casa Blanca donde los esperaba su esposa todas las mañanas, vestida de viuda, por si el exceso deportivo provocaba el temido tránsito.
—Consulten a Karl Popper sobre el efecto Quayle.
A Popper le estaban dando la extremaunción, pero opinó que sólo una enérgica acción norteamericana podía evitar que los Juegos Olímpicos se convirtieran en una manifestación de sociedad y cultura cerrada. El consultor de Popper no era otro que el presidente del gobierno autonómico de Cataluña en el exilio, sin que a nadie se le hubiera ocurrido preguntarle por qué se había exiliado.
—Aquí hi viu el senyor Popper? Que es vosté mateix? Hola, Caries, sóc en Jordi… Jordi Pujol. El polític catalá. La Maria Stuart catalana. Sí, home, sí. Sóc el que et va donar aquelles pessetones… el premi del Mediterrani.
La Mediterranée n’existe pas. Mais le vrai probléme n ést pas le sens, mais le décalage entre les énoncés de la science et ceux de la pseudoscience ou la métaphysique.
—Per qué em parles en francés, coi?
—C’est la langue plus ouverte.
—I ara em surts amb aquesta? Escolta. M’ha demanat l’amic Bush que et pregunti sobre el Quayle… Qué et sembla si el deixem esbravar-se a Europa?
—Qu ést-ce qu’il sait ce monsieur á propos du Cercle du Vienne?
—Cony, em sembla que res.
—Nous sommes encerclés par les emmerdants! C’est tout[1].
El vicepresidente Quayle almorzaba su plato preferido, sopa de tortuga de lata Campbell con la ayuda de un tenedor, para prolongar más el placer de aquel sabor y mantener la línea. Cuando le llegó el fax según el cual Bush le dejaba manos libres sobre los Juegos Olímpicos de Bagdad, Quayle lo primero que pidió fue la intervención de los cascos azules y a continuación escribió una carta más personal que oficial dirigida al Honorable Jordi Pujol, presidente de la República kurda: «Ríndase, restaure la democracia y luego hablaremos». (El corrector de estilo tuvo que emplearse a fondo para que las dos líneas fueran legibles).
Lo sucedido era un entreparéntesis necesario para explicar por qué la violación de Carvalho a cargo de la culturista serbia fue interrumpida por un casco azul de las Naciones Unidas. Prácticamente nadie había advertido el desembarco en la ciudad de los paracaidistas internacionales y la nota protocolariamente explicatoria y legitimadora escrita por Quayle planteó problemas a la administración de Correos. Señor presidente de la República kurda catalana. Si hasta ese momento sólo una parte de las autoridades políticas y olímpicas se habían escondido y utilizado un doble, la llegada de una carta tan amenazadora provocó un pánico generalizado. ¿A quién se le entregaba? ¿Quién podía asumir la presidencia de la República kurda catalana si se llegaba a la conclusión de que estaban ante una metáfora? Pujol se limitaba a declarar desde el exilio que él no se daba por aludido hasta que Quayle aprendiera geopolítica. Pero no ganaba tiempo, lo perdía porque los submarinos soviéticos en el exilio ya mostraban sus periscopios en el horizonte y algunos olimpiónicos revolucionarios impacientes empezaron a acariciar toda clase de gatillos. Metidos en un jeep azul de los cascos azules de la ONU, la última policía del espíritu incorporada a la seguridad olímpica, Carvalho y la culturista serbia fueron conducidos a la Jefatura Superior Azul onusiana. Carvalho percibía una liturgia de la detención muy diferente, como si se tratara de una detención abstracta, realizada por un superestado abstracto y por unas fuerzas armadas igualmente abstractas. La ametralladora con la que les apuntaban era concreta: olía a metal engrasado, como las puertas de las cárceles y las guillotinas. La patrulla de custodia no transmitía sensación de localidad, es decir, no parecían pertenecer a lugar alguno terrestre, como si hubieran nacido por la genética del Reglamento. Una situación tan abstracta no podía ser replicada con la grosería de un comportamiento naturalista, por lo que Carvalho se comportó como si no fuera un ser humano concreto ni abstracto, sino todo lo contrario. En cambio, la culturista introdujo el ruido de un comportamiento naturalista a todas las luces inadecuado. Decía por ejemplo: «Exijo la presencia de mi abogado», o bien: «No me toques, esbirro del imperialismo» y, finalmente, la bordó recitando:
Otros vendrán
verán lo que no vimos
yo ya no sé con sombra hasta los codos
por qué nacemos
para qué vivimos
Toda la abstracción terminó cuando fueron conducidos en presencia de Butros Gali, secretario general de las Naciones Unidas. Era un egipcio magro y universal que no se parecía en nada a los personajes de los jeroglíficos ni a los de Durrell. Para empezar les ofreció sus excusas por lo aparatoso de la detención.
—Es un problema de profesionalidad. Muchos de estos soldados son universitarios, incluso los hay teólogos, pero nadie les ha hecho pasar por un curso de Formación Profesional que es lo que verdaderamente hubieran necesitado. Créame, Carvalho, estoy desesperado.
La serbia no quería contemporizar con el enemigo.
—Tú eres un lacayo del neoimperialismo, doblemente traidor: al pueblo árabe sodomizado por el capitalismo y al género humano en su conjunto al que le habéis vendido la mentira de que sois una fuerza neutral de interposición.
—¡Qué alegría me da, señorita Vera, que usted se haya dado cuenta de todo! Ya era hora. Créanme que estoy desesperado. Nadie se da cuenta de nada. En efecto, soy una mera visualización del supuesto Orden Internacional.
—Pues vaya visualización. ¿Le ha diseñado a usted un enemigo? Podía haberle echado una mano Mariscal.
—¡El gran diseñador! ¡El valenciano universal! No caerá esa breva. Mariscal es muy caro y los sueldos de funcionarios de la ONU son dignos, no diré que no, pero no dan para tanto. ¿Qué tiene que ver usted con Mariscal?
Había hablado demasiado. La culturista se mordió el labio inferior y le estalló el tríceps del brazo derecho.
—¿Usted cree que me mejoraría?
Mutismo absoluto. Carvalho quiso salir de tan embarazosa situación hablando de lo mucho que llovía últimamente en Cataluña.
—Ahora que usted lo dice… ¡Es cierto! Yo pensaba que toda España era un desierto y me había traído un camión cisterna de agua del Nilo.
—Que llueva mucho en Cataluña no es bueno para la unidad entre los hombres y las tierras de España.
—Por desgracia eso siempre crea agravios comparativos.
—En España hay muy buenas aguas… y muchas… No pasaríamos apuros si se hiciera un buen plan hidrológico.
—No me lo diga usted a mí… Estoy desesperado. ¿Quién hace hoy bien las cosas? Usted cocina muy bien… que me he enterado. He tratado de hacer alguna receta de La Rosa de Alejandría y no siempre me salen bien, pero a veces… Me encantó la receta del gazpacho a la manchega. Es como una koiné cultural mediterránea: elementos de cultura romana, árabe, ibérica… Amasar la harina ¡qué maravilla!… Luego cocer la pasta en las brasas y utilizar desde la humilde ortiga a la esplendorosa liebre para un plato en el que cabe el mundo… Y ese gazpacho viudo… ese gazpacho de trilladores, como lo llama usted… tortas y como complemento calabaza, patatas, ajos tiernos, pimiento, tomate…
—Es un plato tan antiguo como la trilla.
—Y antes de llegar la patata de América, ¿qué ponían?
—Bastaba con la calabaza. Los americanos nos han inundado de necesidades artificiales.
Gali se chupaba los dedos, pero con una auténtica dedicación. Dedo por dedo. Con la lengua fuera, como sólo chupan los perros lobos cariñosos y las amantes con complejo de inferioridad o la propia esposa o esposo con complejo de culpa adúltera.
—Me han hablado de una receta hecha con berenjenas y langostinos… Ya sabe usted que la berenjena es una materia prima mediterránea… de hecho la única materia prima mediterránea que no pertenece ni al Norte ni al Sur, hasta el punto de que se me ha ocurrido meter una berenjena en la futura bandera de la Mediterraneidad.
—El diseño no es el fuerte de este tío.
Opinó despectivamente la serbia y añadió sin contemplaciones:
—Basta de hablar de comidas odiosas, biodegradantes del cuerpo humano. Sólo pensáis en comer y en pagar con Visa lo que coméis. Y si en la etapa terminal del capitalismo ni siquiera sabéis diseñar los estuches vacíos de contenido, ¿para qué servís?
—Mire, yo a usted la contrato porque dice verdades como puños… Créame que estoy desesperado… Pero volviendo a las berenjenas con langostinos…
Carvalho le explicó la receta pacientemente tras advertirle que podía encontrarla muy bien detallada en Los mares del sur. Gali le rogó que ultimara su generosidad poniéndosela por escrito porque para chistes y recetas de cocina tenía muy mala memoria. Carvalho pasó por alto las caras de asco que ponía la culturista, agredida en su paladar interior por las propuestas gustativas combinatorias que emanaban de la receta de Carvalho. Gali estaba exultante.
—¡Cuando le diga a mi mujer que Carvalho en persona me ha dictado la receta de las Berenjenas gratinadas con langostinos!
La curiosidad gastronómica de Butros Gali era insaciable y Carvalho la atendía al tiempo que notaba las miradas feroces de Vera, instándole a que no fuera cómplice de aquella absurda situación. A Carvalho se le había atrofiado el mecanismo detector de situaciones absurdas y mantenía el ten con ten gastronómico con Gali.
—¿Es indispensable que la bechamel se haga con caldo de las cabezas de las gambas?
—Bastante… pero mucho ojo con el número de cabezas empleadas porque si el caldo sale demasiado fuerte la bechamel adquiere casi características de pasta de gamba.
—¡Elemental! La cocina es cuestión de equilibrio…
—Y de paciencia.
—Y de paciencia, desde luego. Y se lo dice un buen conocedor de la cocina egipcia que es excelente, bueno, egipcia, egipcia… sería más propio hablar de una cocina del Mediterráneo Oriental que los turcos supieron cohesionar mucho mejor que su imperio, aunque los sirios y los libaneses se la hayan apropiado. Los sirios y los libaneses se quedan con todo lo que encuentran. Pero los egipcios guisamos las habas como nadie.
—En Andalucía y Cataluña le sacan muy buen partido a las habas.
—Será por la influencia árabe.
—Lo dudo porque las guisan con cerdo… jamón… butifarra.
—¿Ha probado usted las habas en ensalada? A los sirios o a los libaneses no se les hubiera ocurrido jamás un plato tan austero y formidable.
—¡Basta!
Estalló Vera.
—¡Basta ya!
Gali miraba desconcertado, ora a Carvalho, ora a Vera.
—Creía que usted era serbia y no siria o libanesa…
—¡Basta que usted nos dé gato por liebre! ¿Nos ha llamado para hablar de cocina?
A Gali le costaba cerrar la boca y el asombro. Finalmente dijo con firmeza entristecida:
—Desde luego. He pensado… ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? Nadie me hace ni caso en esta feria de atletas… La única persona que me trata con dedicación es su majestad el rey. Es un profesional. Cada vez que me ve siempre tiene una pregunta oportuna. «¡Hola Butros! ¿Qué tal las pirámides? Hay que conservarlas, porque hoy día no se hacen cosas así…». ¡Si no fuera por él! El simulacro de orden universal olímpico no puede coexistir con la ONU como simulacro de Orden Internacional. Casi molesto. Soy como una inútil redundancia. Estoy desesperado…
Todavía recelaban los ojos de Vera, pero Carvalho había asumido la situación. Puso una mano sobre el hombro del abatido Gali y le ofreció:
—Voy un momento al mercado de la Boquería, compro lo necesario y le hago unas Berenjenas gratinadas con langostinos.
Gali no tenía palabras. Cogió una mano de Carvalho. La besó y luego la lubricó con sus lágrimas. Mas no duró mucho su derecho a la emoción. Una patada contra la puerta dio con ella en el suelo. Por el hueco así abierto se coló Corcuera y todas sus policías.
—A ustedes los estaba buscando… ¿Quién es este sarraceno?
Gali se había puesto en pie tensando su cuerpo a la par que su dignidad.
—Butros Gali. Secretario general de las Naciones Unidas.
—Y yo Ortega y Gasset… ¿No te jode el moranco? Carvalho, no se entretenga. Los acontecimientos se precipitan.
—El señor Carvalho me había concedido el honor de cocinar para mí esta noche.
Corcuera estudió a Carvalho con el peor de los entrecejos.
—¿Un cocinitas, eh? El mundo se está hundiendo, nada es lo que es, nadie es el que es y estos tíos de cocinitas. ¿De qué iba la cena?
—Berenjenas con gambas y jamón, bechamel, queso rallado… todo al gratén.
—¡Coño! No pinta mal.
Se le notaban las ganas de ser invitado desde el deseo común en todos los ministros del Interior de ser queridos por sus súbditos. Carvalho estaba pactista.
—Donde comen cuatro comen cinco.
—Donde comen cuatro comen cuatro. Cortó la culturista serbia.
—Yo no me siento a una mesa con un represor al servicio del capitalismo en su fase terminal.
Corcuera no podía comprenderlo y se daba puñetazos en la cabeza, con tanta contundencia que le saltaban las neuronas por las orejas.
—¡Qué rencorosa es el alma eslava!
Hubo que dejar la cena para mejor o peor ocasión.
Grupos de guerrilleros se repartieron las diferentes montañas sagradas de Cataluña, sagradas a todos los efectos porque estaba demostrado que habían servido de lugar de culto desde tiempos prerreligiosos, mágicos, pasando luego por toda clase de religiones homologadas, incluidos los ritos especiales como los de los templarios y finalmente los del nacionalismo moderado de Jordi Pujol. El presidente del gobierno autonómico de Cataluña había simplificado mucho el ritual y lo limitaba a pronunciar algunas palabras hubiera o no hubiera público, incluso si estaba solo, permitirse algunos guiños incontrolados dirigidos hacia el Poniente y tararear una sardana en el momento de la llegada y de comenzar la bajada. El propio presidente Pujol emitió un comunicado en el que expresaba su sorpresa y rechazo de la violencia, viniera de donde viniera. Los guerrilleros fueron consecuencia de la firma del pacto entre voluntarios olímpicos arrepentidos y reconvertidos en olimpiónicos, cristianos de base, chiitas descalzos, excombatientes del mayo francés, del junio alemán, del otoño cheyenne y cantautores de la canción protesta.
Los nacionalterroristas prefirieron mantener sus efectivos en el subsuelo, mientras las distintas fracciones de guerrilleros urbanos e indios metropolitanos años setenta, se echaron a la calle disfrazados de peregrinos olímpicos a de huérfanos de las guerras balcánicas. En cuanto a los exorcistas enviados por el Vaticano apenas si conseguían intervenir, ni siquiera con la ayuda de un batallón de paracaidistas que les había cedido el ministro Corcuera. El gobierno español había dado carta blanca al Santo Padre quien, todavía disfrazado de lanzadora checa, dirigía las acciones exorcistas desde un sótano secreto de la Villa Olímpica.
—Todo lo que ustedes desdiablicen hoy, trabajo que me quitan mañana.
Aprobó Corcuera. El papa le miraba de hito en hito, pero con la cabeza y el cuerpo ladeados, según la técnica recomendada por el Actor’s Studio.
—¿Eres un buen hijo de la Iglesia?
—Yo creo en algo… cómo le diría… De la Nada no hemos salido.
—Unos más que otros.
—Yo creo en algo… pero… y lo siento… no creo en los curas.
—Y yo, ¿qué soy? ¿Un bombero? ¿Cuánto tiempo hace que no te has confesado? ¿Usas preservativo?
—A veces… pero es de esos de castigo…
El papa trató de agredir a Corcuera, pero se interpusieron los cascos azules y el ministro salió de la audiencia hecho un basilisco y más ateo de lo que había entrado.
—Esto no es un papa. Esto es un atleta sexual frustrado.
No tuvo tiempo ni ganas para recrearse en consideraciones teologales. Estaban en el punto álgido, en la cresta agónica de la crisis y Corcuera se sentía cansado. Carvalho y la culturista serbia contemplaban en un mapa los frentes estratégicos y parecía como una preparación para la guerra entre restos de serie fin de temporada, del mismo modo que se pensaba gracias a las rebajas del pensamiento o se hablaba y escribía con lo que sobraba de una lengua que en el pasado había servido para establecer una tensión poética entre la memoria y el deseo. Y ni siquiera era compensador el esfuerzo de entenderse con lo que quedaba de esfuerzo y de entendimiento y desde la lógica del espectáculo: ¿qué era preferible, una ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos a base de un popurrí de ópera italiana y del himno a la Libertad de Shiller o un bombardeo de Barcelona a cargo de la VI Flota a causa de la banalidad del conocimiento geopolítico de los gendarmes del Universo?
—¿Tú qué prefieres, Carvalho?
Preguntó la serbia.
—Yo me rendiría.
—¿A quién?
—Este es el problema. Uno ya no sabe ni a qué ni a quién rendirse.
Pero su amor propio, es decir, su ética profesional, le impedía tirar la toalla hasta no encontrar a los desaparecidos y Vera insistía en que no sabía dónde estaban.
—En un mundo lleno de zombies te preocupas por unos desaparecidos concretos.
—Los zombies son una multitud. Los desaparecidos que busco tienen nombre y apellidos.
Carvalho pidió una entrevista con las máximas autoridades que le habían metido en aquel mal sueño y recibió un manual de instrucciones sobre recursos de alzada. Cortó por lo sano. Tras examinar todas las construcciones olímpicas, dedujo que el bunker fundamental debía estar situado bajo la fuente Jujol, fuente central situada en plena plaza de España, horrible en su mismidad, a pesar del talento de su diseñador y de lo costoso de la restauración. Era una tapadera. Sólo eso justificaba su existencia y acercándose a una de las estatuas más propicias, ordenó tajantemente.
—Lo sé todo. Quiero hablar con el verdadero Samaranch.
La estatua le guiñó el ojo.
—¿Tampoco es usted lo que parece?
—¿Por qué me insulta? Yo siempre he sido una estatua… toda mi vida he sido una estatua… ¿Quiere hablar con el señor Samaranch, sí o no?
—¿Es el verdadero Samaranch?
—¿Quién va a ser si no? ¡Hoy los han soltado a todos del frenopático!
Samaranch pertenecía por nacimiento a una burguesía industrial catalana formada en el siglo XIX, que se había hecho a sí misma y había secundado con mayor o menor voluntad el esfuerzo de formación de una conciencia nacional, eso sí, nunca desconectada de Madrid, el padre de todos los mercados. Su pasado como señorito juerguista y falangista, pelillos a la mar, sobre todo en una España que había hecho de su transición política un producto de exportación como el aceite de oliva y algunas palabras trágicas: desesperado, guerrillero, Pasionaria… Presidente del COI, aplicó a la multinacional del deporte el criterio fabril de que lo que no son pesetas (o libras o dólares) son puñetas y estaba dispuesto hasta a aceptar el subastado como deporte olímpico, si colaba el póquer, propuesto ya para Atlanta. ¿Cómo es posible imaginar unos Juegos Olímpicos en Atlanta sin el póquer y sin el juego de dados y la pata de conejo?
La vida y la historia habían hecho de Samaranch un pragmático, aplicador del principio de Marx de que para conocer un país hay que beber su vino y comer su pan y donde estuvieres haz lo que vieres. Catalanizado en su propio país, Cataluña, para impedir desórdenes causados por los catalanistas, recibió a Carvalho vestido de heredero agrícola catalán, con la cabeza cubierta con una barretina en la que campeaban, eso sí, los aros olímpicos.
—Por fin hablo directamente con usted. Hasta ahora sólo me habían enviado sus dobles.
—Nos ha sido muy útil, Carvalho. Usted ha actuado de imán para los elementos subversivos que querían convertir nuestros Juegos Olímpicos en una bomba, en un escándalo de violencia mundial. El proyecto consistía en acabar de fragmentar las naciones y las etnias del mundo, a partir de un ensayo general en la Villa Olímpica. ¿Se imagina usted un tiroteo entre representantes lombardos y romanos o entre catalanes y aragoneses a causa de un futuro reparto de las aguas del Ebro? Todo eso se había programado y recibimos una información completa meses antes de la inauguración de los Juegos. La Legión aragonesa había creado comandos fluviales especiales para beberse el Ebro en una noche, si era preciso, con el fin de que sus aguas no les aprovecharan a los catalanes. Los catalanes, pagando lo que sea, están dispuestos a hacerse con esas aguas. Y luego está el marxismo.
—¿El marxismo todavía?
—Todavía la hidra marxista en acertada metáfora del generalísimo Franco. El marxismo se ha vuelto mimético, se adapta a todo, lo obnubila todo, todavía. La Legión aragonesa parte del principio de la injusticia del desarrollo desigual…
—La conocida tesis de Hilferling, Lenin y Walt Disney tan genialmente refutada por los filósofos bebés probetas del Institut d’Humanitats.
—Desconocía que Disney se hubiera pronunciado sobre esto… pero, no me interrumpa, por favor. Me cuesta concentrarme. Algunos desalmados sostienen que existen imperialismos interiorizados en la España de las Autonomías. De aquí al fin del milenio, no se volvería a presentar una ocasión semejante de desestabilización. Si salváramos los Juegos Olímpicos, salvábamos el imaginario olímpico. Teníamos a nuestro lado a los sponsors más poderosos de la Tierra y enfrente a una caterva de moralistas cínicos dispuestos a salvar la Historia, la moral e incluso el olimpismo. Todo iba muy bien, hasta que se le cruzaron los cables al presidente Bush producto de uno de sus excesos atléticos de mañana.
—Pero ¿y los submarinos soviéticos ante las costas de Barcelona? ¿Y la culturista serbia? Esos son olimpiónicos.
—¡Olimpiónicos! Mentira. ¡Son marxistas! Han de continuar siendo marxistas, porque si ellos no son marxistas ¿qué somos nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? ¿Comprende cuán demoníacos son? Se autodesidentifican para desidentificarnos. Ella es el último agente de la KGB… refugiada precisamente en submarinos nucleares incontrolados.
—¿Y el coronel Parra?
—Un idealista que creyó haber crecido… pero no lo consiguió. También yo en mi juventud era idealista… quise ser fascista y boxeador… Quimeras. Luego quise ser lo que soy y ya me ve usted. Tan ricamente.
—¿Y los desaparecidos?
—Monjas, alcaldes socialistas… De eso hay a montones. No me preocupan especialmente.
—Bernard Henry Levi ha sido también secuestrado.
—¿Quién es ese?
—Un nuevo filósofo.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y cinco… más o menos…
—Pues no será tan nuevo.
—Es que los lleva muy bien y luce los mejores jerséis de la filosofía posmoderna. La ropa le dura mucho.
—Los filósofos están condenados a desaparecer y si no, carguémoslos a la cuenta de la razón de Estado.
—Si no encontramos al coronel Parra yo la armo. Yo le metí en este lío.
Samaranch le impuso silencio con un dedo sobre los labios y condujo a Carvalho a través de los pasillos del bunker. En el salón de prótesis y otros arreglos estéticos, los miembros del COI ennegrecían para estar a la altura de la exigencia de los Juegos de Atlanta. En el hall del pabellón soviético subterráneo, Gorbachov y Raisa, como si fueran Ginger y Fred, la Masina y Mastroianni, se negaban a bailar el Vals de la Perestroika si no se les abonaban los estipendios acordados y se respetaban los pactos complementarios.
—¡Yo he sido secretario general del partido político más poderoso del mundo y jefe de gobierno de una de las dos superpotencias!
—¿Y yo qué? Yo he dado clases de materialismo histórico y he contribuido a dejar a la URSS prácticamente sin materialistas históricos.
Raisa formaba piña y cuña con su marido.
—Anda y que os follen. Rojeras.
Les contestaba un diplomático al que todo el mundo llamaba Chencho, incluso los jefes de Estado y presidentes de clubes de fútbol. El diplomático alternaba el cumplimiento de su trabajo como azafata de élite de la pareja exsoviética caída en desgracia y la representación de una marca de sandías y melones que vendía personalmente por las calles de la Villa Olímpica. De noche le gustaba disfrazarse de vampiro aunque no se le conocía ninguna mordedura real. Consecuencia de tanto activismo y de una cierta desorientación ideológica era que se crispara fácilmente ante Raisa y su marido a los que no podía perdonar el asesinato del zar y su familia y la recalcitrante supervivencia de Fidel Castro.
La escena transcurría ante un gigantesco espejo más allá del cual aparecía el fondo de la plataforma continental de Barcelona. En efecto, allí había infinidad de submarinos, pero más que reales o de chatarra, eran submarinos diseñados por Mariscal, al igual que los hombres ranas empeñados en poner cargas explosivas a los cimientos de la ciudad.
—¿Ahí está el coronel Parra?
Samaranch ordenó con un gesto que un poderoso reflector submarino buscase entre las aguas al «coronel» y allí estaba, braceando en busca de su objetivo, de vez en cuando descansaba, se ponía la mano como una visera sobre los ojos, oteaba el horizonte y volvía a bracear con renovado entusiasmo.
—¿Corcuera? ¿La princesa Ana?
—Actores secundarios.
—Mi madre era una humilde mujer del pueblo y en cambio la tuya…
—¿Qué tienes que decir tú de mi madre?
—¡Que se le cuelan demasiados espontáneos en el dormitorio!
—Porque la nuestra es una sociedad abierta. Lee a mister Popper… asno… lee a mister Popper.
—Ya te daré a ti sociedad abierta…
Volaron platos en una y otra dirección, hasta que Samaranch cortó la imagen con un mohín de disgusto en sus labios, diríase que más gruesos como exigencia de la negritud. A no excesiva distancia de Samaranch siempre permanecía Mandela, amistad recién adquirida con el propósito de que le suministrase asesoramiento sobre la realidad negra, aunque Nelson estaba un poco harto porque Samaranch era de los que hacían preguntas como… ¿El negro nace o se hace?
—Vaya escena. Los ministros dedicados a orden público suelen ser vulgares. Al menos en España. Una vez nombraron subsecretario de este ministerio al heredero de un ilustre linaje catalán, el señor Cruilles de Peratallada, yerno de un gran patricio barcelonés, Ventosa. Una dama amiga mía supo definir la situación a las mil maravillas: «¡Qué horror! Un yerno de Ventosa, jefe de los guardias». No es que la señora tuviera nada en contra de los guardias. Al contrario. Pero nuestra burguesía siempre ha preferido que los guardias fueran de otra parte. Egoísmo de estatus, es posible, pero reflejo de un estado de ánimo. El olimpismo es una sutileza, señor Carvalho, y a pesar de su aparente fuerza es muy frágil, por eso le servimos mejor que nadie, gentes tan leves como él mismo.
—¿Y el efecto Quayle? ¿Y la amenaza norteamericana?
Samaranch sonrió condescendiente. Reclamó la presencia del más poderoso fabricante mundial de material deportivo y bisbiseó algo junto a su oreja. La consigna provocó que el aludido utilizara un teléfono portátil para llamar a la Casa Blanca.
—Mira lo que te digo, George, y transmíteselo al talento del vicepresidente que te has buscado. Tú me bombardeas Barcelona y tú no recibes unas zapatillas de deporte de mi marca en tu vida. Ni para la mortaja. ¡Barcelona! ¡Barcelona! No Bagdad. ¡Mira el mapa!
Cortó la comunicación y guiñó un ojo a Samaranch. Devuelto el guiño y alejado el magnate, Carvalho creyó prudente sorprenderse admirativamente por la soltura e incluso el descaro con que el personaje se había dirigido al presidente de los Estados Unidos.
—Es que dirige el lobby que controla al presidente. Y yo aun le he escuchado tonos más enérgicos. Cuando está verdaderamente enfadado me lo pone de gilipollas para arriba.
Horas de relativa tensión en el bunker olímpico a la espera de que se disolviera la amenaza norteamericana. Samaranch dedicó una parte de este tiempo a cantar espirituales negros porque quería producir la mejor impresión en los actos inaugurales de los Juegos de Atlanta. Don Carlos Ferrer Salat, presidente del COI español, tenía más inclinación por el free jazz y era acusado de blanquismo. El príncipe heredero de Mónaco aprendía a golpear bidones de lata vacíos y a decir con acento negroide de doblaje convencional de película racista:
—Oiga. Negrito quiere saber ¿a qué hora dan café?
Ni uno solo de los miembros del COI permanecía ajeno a esta preparación de fondo para 1996 y sólo la princesa Ana se negaba a hacer concesiones demagógicas, por lo que Samaranch consideró que debía presentarse en Atlanta vestida de Ku Klux Klan, no en balde una parte importante de la población del sur de los Estados Unidos seguía siendo racista. Prácticamente, los del COI sólo salían del bunker y de los cursillos acelerados de negritud subvencionados por MacDonalds, para imponer las medallas a los ganadores y siempre de no muy buena gana. Las únicas medallas rentables, políticamente hablando, eran las que ganaban los españoles, a todas luces excesivas para sus méritos atléticos históricos. Todas las demás o confirmaban la emancipación atlética de pueblos que luego no tenían ni agua para ducharse o iban a parar a un país tan indemostrable como la CEI. ¿Quién puede tomarse en serio a un país que se llama CEI después de haberse llamado URSS? De vez en cuando llegaban noticias que confirmaban la definitiva instalación en la posmodernidad. El descubrimiento de campos de concentración y exterminio étnico en la antigua Yugoslavia, no sólo reforzaba el ideal olímpico, por cuanto, en cambio, bosnios, croatas, serbios, montenegrinos competían deportivamente en Barcelona, sino la impresión de que la modernidad daba vueltas en torno de sí misma y las experiencias de los campos nazis o del gulag estalinista no habían sido superadas, ni valía la pena superarlas. ¿Para qué experimentos de vanguardia si las cámaras de gas habían demostrado su eficacia? ¿Ametrallar bebés en fuga era un ejercicio de crueldad histórica superable? ¿Acaso no reproducía prácticas de exterminio étnico bíblico? Nada que enseñarle al homínido asesino, como no fuera a disimular sus danzas de la muerte a través del deporte y ponerle medallas olímpicas cuando eran inútiles las de guerra. El presidente del Gobierno español había puesto a disposición de la ONU la reserva de reyes en el exilio que España conserva como un tesoro y con un cierto prurito de coleccionista, hasta el punto de que en su momento tuvo incluso cuatro presuntos reyes españoles en el exilio interior: don Juan de Borbón, su hijo don Juan Carlos, Carlos Hugo de Borbón y Parma y Alfonso Borbón Dampierre.
—Si hacen falta los reyes en el exilio para regenerar el estado posmoderno y conseguir un nuevo orden internacional, aquí los tienen. España sabrá estar a la altura de sus compromisos internacionales. A veces los tenemos repetidos. De Georgia tenemos dos, el príncipe de Bragation y su hermana.
Juan Carlos I de España había asumido la oferta del jefe del Gobierno sin pronunciarse públicamente, pero en privado había comentado a sus íntimos que los reyes no sólo han de nacer, sino también hacerse y daba golpecitos al Manual de Formación Profesional Permanente de Reyes y Príncipes.
—Codos. Hay que gastar muchos codos para conocer el oficio.
Pero en el seno de la gran familia olímpica, el rey se limitaba a compartir las alegrías, las tristezas e incluso la tendencia a la obviedad de Samaranch.
—Esas noticias de Yugoslavia me amargan el olimpismo, Carvalho.
Confesó Samaranch.
—Podían haber esperado al acto de clausura.
Opinaba uno de los príncipes olímpicos más desocupados. En estas llegó la noticia de que el vicepresidente Quayle era irreductible. Por más informes de profesores de geografía que le presentaran, aunque fueran norteamericanos y caucasianos, a él nadie le engañaba: Barcelona estaba junto a Bagdad, llena de parientes de Yasser Arafat y era un objetivo bélico de primera necesidad para la seguridad de Estados Unidos.
—Alaska incluida.
Remachó generosamente Quayle. El presidente Bush, en muy mal estado de salud porque al extender con demasiada energía la melaza sobre las tostadas se le había dislocado un hombro, decidió enviar como representante personal en la clausura de los Juegos al conocido actor culturista emparentado con una Kennedy, Arnold Schwarzenegger, más efecto especial que ser humano y experto en hacer papeles de robot con contradicciones éticas. Tan alienada estaba toda España, y muy especialmente Cataluña con la golosina de los Juegos, que nadie protestó aquella decisión políticamente absurda, deportivamente grotesca y simbólicamente majadera, o tal vez porque desde la más absoluta sabiduría imaginaria, no hay mejor desenmascaramiento que la elección de la máscara más obvia. Arnold fue implacable con Quayle. Cual Terminator irreductible, se lanzó sobre el vicepresidente, en el trance de ordenar el bombardeo de Barcelona desde el puente de mando de un portaviones nuclear y lo convirtió en un efecto especial de Spielberg y no de los más afortunados: un bebé de trucha homínida que fue arrojado al río más contaminado de España, tan contaminado que nada más entrar Quayle en contacto con las aguas se quedó en la pura espina. Desde los muelles de los puertos nuevos, la ciudadanía contempló el espectáculo de la transubstanciación del vicepresidente Quayle y aplaudió a rabiar, en la creencia de que Arnold Schwarzenegger estuviera ofreciéndoles un deporte de exhibición. Carvalho observó de reojo cómo Vera se acercaba fascinada al culturista yanqui, como una mariposa de noche se siente atraída por la luz, y al llegar ante el muro infranqueable de su musculatura, la serbia empezó a pasar la yema de sus dedos por la orografía del cuerpo del atleta.
—¿Cómo has conseguido este prodigio?
—Gimnasia de aparatos y una alimentación equilibrada.
—¿Qué comes?
—No voy a descubrirte nada. Al levantarme diez cápsulas de Life Essence, ocho claras de huevo, dos yemas fritas sin aceite, dos raciones de copos de avena mezclados con fresas, café con leche, una cápsula de Megapack y tres de Weyder Dynamic Fat Burners. A media mañana, después del gimnasio, 250 gramos de pechuga de pollo, una patata muy grande cocida, vegetales al vapor con condimento dietético, tres cápsulas de Weyder Dynamic Fat Burners, 1 gramo de vitamina C, tabletas de multimineral y Complexom B extra. Para merendar diez cápsulas de Life Essence y tres piezas de fruta. En la cena me pongo las botas. Juzga tú misma un filete de 250 gramos, arroz integral cocido, tres cápsulas de Weyder Dynamic Fat Burners y 1 gramo de vitamina C… Olvidaba que después del entrenamiento de la tarde suelo tomarme diez cápsulas de Life Essence y una o dos piezas de fruta… Y eso sí, antes de acostarme nadie me quita un batido de proteínas… ya sabes, proteína en polvo, leche descremada, un plátano y una cucharada de miel… sin procesar, desde luego… este detalle es muy importante. Miel sin procesar.
La serbia tenía la lengua entre los labios.
—¡Se me hace la boca agua!
—Aquí lo tendrás muy mal… Me han dicho que la comida española es irracional.
—No lo sabes tú bien. Desde el punto de vista alimentario, los españoles están por civilizar. Y en los otros también, menos en el diseño. Vivo con un psicópata de la alimentación que me tiene sometida a un régimen de bacalao al ajo arriero y manitas de cerdo con setas.
Arnold al pasarle la musculada mano por los músculos de la cara no quiso arrancárselos, como algún periodista comentaría al día siguiente, sino expresarle una profunda y a la vez infinita ternura y complicidad alimentaria. La culturista sumó sus músculos a los de Arnold y se ensamblaron. Tras la liberación sexual, Carvalho volvió por donde solía, a su profesión, con un ahínco favorecido por la unidimensionalidad de su libido.
—Estoy desorientado.
Dijo Carvalho por si Samaranch se mostraba más explícito sobre el montaje de falsificaciones y no verdades de los Juegos de 1992.
—Hable con el filósofo olímpico Xavier Rupert Dos Ventos y él le aclarará cuanto precise.
Le aconsejó su majestad don Juan Carlos de Borbón y Borbón en el momento de despedirse y volvió a golpear con el dorso de los dedos el Manual de Príncipes que nunca le abandonaba y que en buena parte él mismo había redactado.
—Aquí dice que los filósofos tienen respuesta para todo y si no la tienen, la buscan… Adiós, Carvalho. Y a cuidarse. Hágame caso. Dé tiempo al tiempo y Charo volverá. Más triste fue lo de Bromuro… pobrecito… La muerte, Carvalho. Ese es el único fracaso auténtico.
No estaba al día Carvalho sobre filósofos, ni sociólogos ni gente así, pero le sonaba el impacto causado por Rupert Dos Ventos, un pensador catalano-brasileño descubierto por Le Nouvel Observateur, tan descubierto que había decidido cambiar su verdadero nombre, Xavier Rubert de Ventós por el de Rupert Dos Ventos, acuñado por la revista francesa. El filósofo catalán era neopositivista de cintura para arriba y partidario de la samba de izquierda utópica, aunque melancólica, de cintura para abajo. Leía a Popper tocando las maracas y de vez en cuando interrumpía un fragmento del gran pensador para cantar unos versos de Chico Buarque o de Vinicio de Moraes. Gracias a esta síntesis estaba en condiciones de enviar el poderoso reflector de su pensamiento sobre los rincones oscuros del sabotaje olímpico. Carvalho le sorprendió en un pequeño jardín de la parte alta de la ciudad en la situación de tomarse un plato de arroz hervido que le había pasado su vecina, una ingeniera marxista-leninista con nombre literario renacentista, que consideraba al filósofo mestizo su debilidad epistemológica. Rupert Dos Ventos tenía algo delicado el estómago, víctima de tanta comida de snack de becarios en universidades norteamericanas.
—El mundo sólo puede ser diseñado, muy, muy parcialmente y sólo hay tres códigos posibles: el reproductor lúdico y banalizador a la manera Walt Disney Corporation, el lúdico utópico benévolamente derrotado a la manera Mariscal y el hipotético computadorizado que es el más variable y combinatorio, pero aún no tiene una visualización memorizada. Cuando se supo que los Juegos Olímpicos de Barcelona podían convertirse en el penúltimo intento de este milenio de desestabilizar lo poco, lo muy poco que hay estabilizado, se decidió no realizar los Juegos, sino diseñarlos. Sólo el escenario físico y el público iba a ser real, al igual que los deportistas españoles y sus familiares. Pero todo lo demás iba a ser diseño, en un intento de combinar Walt Disney, Mariscal y la computadorización. Fíjese en la ceremonia de apertura. Las autoridades fueron diseñadas por la Walt Disney, menos la princesa que se puso a llorar, que en pleno procesamiento de trazos se pasó de Walt Disney al naturalismo sentimental.
—¿Y la rebelión?
—La flota submarina soviética errante es de Mariscal.
—¿Y los independentistas?
—Walt Disney, y un poquito de rock.
Ante el abatimiento de Carvalho, Rupert Dos Ventos cambió de disco y cantó una samba de Portela. Luego recomendó cariñosamente:
—Hágame caso, presente un informe pormenorizado de lo obvio. Ni siquiera conserve la esperanza de causar impacto, ni memoria. Ahora todos están preparando los Juegos de Atlanta y allí será mucho más fácil. Atlanta misma no existe y ha sido diseñada como un imaginario desde la conquista por los del Norte durante la guerra de Secesión. Hay quien dice que ni siquiera existía la ciudad antes de rodarse la primera parte de Lo que el viento se llevó.
—Pero ha habido idealistas que se han tomado los Juegos y su superación como una posibilidad de relanzamiento de una conciencia crítica.
—¿Por ejemplo?
—El coronel Parra. Está nadando por el Mediterráneo para tomar contacto con los restos de la marina marxista-leninista, ignorante de que es un diseño de Mariscal.
—Un falso coronel ahogado en un mar… Casi le diría que pertenece a la lógica de la naturaleza… pero… no podemos prescindir de los posos del humanitarismo cultural…
Humanitario, el filósofo brasileño, frunció el ceño y tomó una decisión. Cogió el teléfono, marcó un número.
—¿Pascual? Hay que salvar a un nadador revolucionario que trata de llegar al límite del mar.
Escuchó atentamente la respuesta y colgó.
—El señor alcalde pone a su disposición cuantos medios hagan falta.
Media hora después Rupert Dos Ventos, Carvalho y el propio Mariscal examinaban el submarino que acababa de diseñar el creador de la mascota olímpica. Parecía un zapato de cómic, pero tenía dos ojillos muy graciosos y boca de ratoncito. Montaron los tres en el submarino, mientras Mariscal daba los últimos toques a la retropropulsión, a todas luces simple, pero de eficacia voluntaria, porque era de eficacia imaginaria. Así bastó que Mariscal hiciera brrrnrummmmmm brrrnrummmmmm con la boca para que el submarino partiera a velocidad meteórica, no la suficiente como para que Carvalho no viera con el rabillo del ojo a la pareja compuesta por Arnold Schwarzenegger y la culturista serbia, supuestamente hija de Tito, practicando esquí acuático al tiempo que se besaban las bocas proteínicas. Carvalho la abordaría con la mirada nada más acabados los ejercicios y ella no bajó los ojos.
—¿De qué te asombras?
—Yo no me asombro.
—Sí. Tú estás asombrado.
—Que no…
—Estás asombrado de que haya ligado con este robot imperialista. Pero es necesario que obtenga la nacionalidad norteamericana. El Imperio será vencido desde dentro.
—¿También es un diseño?
—Ella es una mala imitación serbia de un efecto especial de Spielberg y él es un misterio. Hay quien dice que está hecho por el pintor Francis Bacon en un momento de delirio sexual constructivista.
El submarino volaba y de todas partes le llegaban los torpedos que le lanzaba la flota soviética en el exilio.
—No nos acertarán, si lo sabré yo.
Comentaba Mariscal. Por fin, a punto de dar la vuelta a la punta de la bota de la península italiana, distinguieron al coronel Parra nadando obstinadamente. Mariscal maniobró para que el submarino se colocara a una distancia suficiente para el diálogo y una vez abierta la escotilla asomaron las cabezas de Rupert Dos Ventos, Carvalho y el propio diseñador.
—¡No sigas, Parra! Todo ha sido una farsa.
El coronel ni siquiera tenía la respiración entrecortada y respondió bravamente.
—¡Daré mi vida si es necesario para la caída del capitalismo! ¡El olimpiónico muere pero no se rinde!
—¡La revolución se ha quedado sin sedes… No tiene locales, ni fax, ni teléfonos siquiera…!
—¡Pero si acabo de hablar con un almirante soviético y me ha dado ánimos para llegar hasta el Bósforo!
—Es Cobi —informó Mariscal— que últimamente me está saliendo un gamberro, con tanto mimo…
Aún hubo que forcejear, prometer, reconvenir, evidenciar la desproporción entre el esfuerzo y el resultado. El coronel Parra ocupó el poco espacio que quedaba libre en el submarino y aún opuso cierta resistencia dialéctica.
—En cualquier caso, en la medida en que el sistema capitalista se universaliza, sus contradicciones también. El olimpismo es un supermercado de la ritualización del gesto enmascarador del sistema. En el mismo momento en que dos niños huérfanos yugoslavos eran asesinados por francotiradores, una madre española le ha pegado un guantazo al seleccionador del equipo de su hija, porque no había contado con ella, y un trío de arqueros españoles ha provocado el éxtasis ganando la medalla de oro. Los únicos africanos bien alimentados son los caciques y los atletas. Es la lucha final, Carvalho.
Rupert Dos Ventos asentía complaciente y a la vez constructivo.
—Para Atlanta hay un hermoso proyecto, muy consolador. La Walt Disney Corporation creará una exhibición de éxtasis utópicos de la Historia Contemporánea, con la ayuda de los pintores históricos del clasicismo épico. Me han dicho que por veinte dólares podremos asaltar cada hora el Palacio de Invierno y por la misma cantidad podremos recorrer un falansterio donde no existirá la propiedad privada y a cada cual se le dará coca-cola, hamburguesas y catsup según sus necesidades. Por dos dólares un Lenin que parece de carne y hueso te redacta las llamadas Tesis de Abril y te las puedes llevar a casa y ponerlas en un marco. España participará con una escenificación de Transición en versión Pedro Almodóvar. Si usted es comunista o excomunista español, en ese espacio mágico de la Walt Disney podrá ver al secretario general de los comunistas españoles recibiendo del rey Juan Carlos el encargo de formar gobierno. Tú, Mariscal, en cambio, creo que en Atlanta lo tienes muy mal.
Mariscal se encogió de hombros.
—El Vaticano me ha encargado el diseño de un nuevo papa, por si falla este. Sigue malito. Quería venir a los Juegos para convencer a Samaranch de que se aceptase su deporte personal, el besaaeropuertos a la media plancha con patada a la luna. El Opus Dei, en plan pelota del Vaticano, se ha ofrecido como sponsor.
Mariscal les enseñó varios dibujos mariscalianos del papa polaco besando aeropuertos, con el cuerpo sostenido por la potente musculatura de sus bíceps y sus tríceps. Luego les enseñó apuntes del que podría ser futuro papa.
—Me hizo el encargo un alto cargo del Opus Dei y me dio total libertad de creatividad: «Hágalo menos polaco pero igual de casto». Me encareció.
El filósofo catalano-brasileño parecía meditar, con los ojos entornados.
—El próximo papa, forzosamente, no será un diseñador, sino un diseño. Este ya ha sido un precursor.
La ceremonia de clausura olímpica empezó con retraso porque el alcalde de Barcelona se subió al pebetero donde ardía la llama olímpica y se negó a que fuera apagada, desde una quimérica voluntad de que los Juegos no se terminaran nunca. El señor alcalde recuperó sus mejores instintos y recordó a contradictorios ciudadanos fallecidos en el transcurso de los Juegos: el refundador del marxismo catalán, señor Octavio Pellisa, y un bombero muerto en acto de servicio. Samaranch en cambio se presentó en el estadio ya con las maletas y los baúles Vutron indispensables, sin hacer demasiado caso a las quejas de su esposa, Bibis.
—Juan Antonio, te pongas como te pongas, me niego a parecer mulata. Con lo blanquita que soy me sienta fatal esa morenez cruda que, con todos los respetos, tienen los negros. Además… y hablando en plata… ¡A mí en Atlanta no se me ha perdido nada!
Samaranch demostró haber adquirido el mejor estilo de la vieja y fiel criada negra de Lo que el viento se llevó.
—¡Señorita Escarlata! No hable usted así que el Señor la castigará… Una señorita no habla así… señorita Escarlata.
Los reyes de España, las autoridades autonómicas y estatales, todos, absolutamente todos pugnaron con el alcalde dispuesto a que no le quitaran los Juegos Olímpicos.
—¡Si está todo ya hecho. Dentro de cuatro años podríamos repetirlos!
Gritaba el alcalde encaramado en lo más alto de la torre de Foster.
—¡Baja, Pascual, por tu bien! ¡No me obligues a desalojarte!
Le instaba Corcuera desde la base de la torre.
—¡Nadie me sacará de mi torre! Es más alta que la de Madrid.
—¿También tú me vas a salir catalanista, Pascual? ¡Los socialistas hemos de ser internacionalistas!
—¡Tampoco tú puedes soportar que la tengamos más larga que los de Madrid! ¡Jodido madrileño!
—Sin faltar… Yo soy casi vasco…
—¡Tú eres un jodido madrileño!
No hubo más remedio que detener al alcalde y conducirlo a un frenopático donde se pasó los días y las noches poniendo medallas olímpicas y cantando romanzas de soprano con una sorprendente voz a lo Montserrat Caballé. La detención del alcalde Maragall fue el último acto de servicio de Corcuera. Una disposición del jefe del Gobierno admitía la dimisión del ministro del Interior, contratado por la reina de Inglaterra para reforzar la seguridad de las residencias reales. Pero aún tuvo Corcuera el acto reflejo de acercar su cara a la de Carvalho para masticar más que hablar…
—Volveremos a encontrarnos, huelebraguetas…
De pronto cambió de actitud, se le humedecieron los ojos con media lágrima porque los tenía tan pequeños que no daban para lágrima completa y se abrazó a Carvalho.
—En mí siempre tendrás un amigo… huelebraguetas… Si vienes a Londres toma… toma mi tarjeta… Ven a verme… Nos tomaremos unas pintas de cerveza y cantaremos La tiraron al barranco.
Y se puso a cantar la canción con la voz estrangulada por la emoción:
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
La tiraron al barranco
Fin de la primera parte
fin de la primera parte
y ahora viene la segunda
que es la más interesante
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
La sacaron del barranco
Fin de la segunda parte fin
de la segunda parte
y ahora viene la tercera
que es la más interesante
La tiraron al barranco…
Corcuera estaba triste. No quería ultimar su despedida y por eso había escogido una canción de adiós que puede batir todos los récords establecidos, por el procedimiento de tirar al y sacar del barranco a la pobre mujer, siempre con la promesa de que va a venir la parte más interesante. Pero resoplaba impaciente el caballo de la princesa Ana a la espera del picador y una vez Corcuera y la princesa a lomos, partió por la puerta de Maratón en el momento en que la melancolía se apoderaba del estadio, de Barcelona, de Cataluña y los desmemoriados medios de comunicación de un mundo sin memoria querían localizar a Margaret Mitchell para succionarle cuanto supiera de Atlanta. Circulaban contradictorios rumores sobre un plan de desembarco de la marina norteamericana en la futura capital olímpica, en el caso de que Bush ganara las elecciones presidenciales, en previsión de que hubiera allí narcotraficantes o armamento químico, conocida la habilidad de Sadam Hussein para esconder siempre lo que busca Bush. Al hacer balance de su contribución a los Juegos Olímpicos, Carvalho asumió que no había diferido en nada al papel habitual y al ritual de hilo argumental, esta vez instrumentalizado por Samaranch y los sponsors para mantener la tensión entre el suelo y el subsuelo olímpico. La responsabilidad de los autos sacramentales sobre la modernización de España pasaba otra vez íntegramente a Sevilla, la Expo, sus estertores finales y los políticos urbanos y globales empezaban a calcular cuánto dinero, cuánta gente, cuántos patrocinadores, cuántos deportistas eran necesarios para que todo lo construido con motivo de los Juegos siguiera teniendo sentido, es decir, finalidad. Es cierto que el alcalde Maragall, liberado de su encierro por un comando de la sociedad filantrópica de Arquitectos Amigos de los Príncipes, tomaría la costumbre cotidiana de visitar una por una todas las construcciones que habían modificado Barcelona, como si les pasara revista y a veces gritaba en éxtasis como si alguien acabara de ganar una medalla olímpica o batido un récord. Los enemigos políticos del alcalde preparaban las cuentas que iban a demostrar el despilfarro sin precedentes que haría de los ciudadanos, de sus hijos y de los hijos de sus hijos deudores externos e internos hasta bien entrado el siglo XXI. El coronel Parra, trasladado al operativo de protección ante la posible invasión yugoslava, insistía en que las contradicciones se agudizaban y el filósofo Rupert Dos Ventos volvió a su recoleto jardín a terminarse el arroz hervido que le preparaba la vecina, no sin antes encarecerle a Carvalho que se hiciera un traje ético a la medida.
—Carvalho, la ética ya no puede ser prét-á-porter, la ética debe hacerse a la medida. Yo tengo un amigo, exjoven filósofo, que ha montado una sastrería de éticas a la medida. Tenga su tarjeta. Es muy importante tener una ética a la medida porque si no se tiene muy clara la eficacia de la razón en las normas de la propia conducta se estropea la columna vertebral del comportamiento y empiezan a aparecer por doquier hernias psicológicas.
—¿Y si inevitablemente entras en crisis?
—No se ensimisme. Cambie de olla a presión, por ejemplo. El optimismo humano debe cimentarse en el inventario de los logros positivos y neutrales: la olla a presión, la lavadora eléctrica, la cinta aislante, la anestesia… Eso sí ha sido éticamente revolucionario. Pero sobre todo, no se ensimisme, porque el recurso del narcisismo es contingente y una persona ensimismada una de dos…
Vacilaba sobre cómo terminar la conferencia.
—Una de dos… qué…
—El hombre ensimismado fatalmente deviene a suicida o asesino… El soliloquio le conduce a la evidencia de que sólo se necesita a sí mismo y puede ultimar esa pulsión en la muerte. Y si no necesita a los demás ¿por qué el tabú del homicidio?
—¿Cuánto se debe por el consejo?
—Diez mil pelas y la voluntad.
Barcelona esperaba llena de hoteles, oficinas, plazas duras, cinturones de rondas y túneles a que llegaran los mismos príncipes extranjeros de las canciones tradicionales de los siglos XVII y XVIII para casarse con ella y llevársela al Norte, no en balde uno de sus poetas más románticos la había llamado «ciudad viuda» y otro de los más posrománticos le había señalado el Norte como ese lugar del que no se quiere regresar. En cuanto a la culturista serbia, desencantada de sus penúltimas expectativas revolucionarias, nacionalizada norteamericana, gracias a los buenos oficios de Arnold, cambió de sexo y de ideología y fue campeona de Wimbledon, ganando la final a Jim Courier por un contundente 6-0, 6-1, 6-3. Fue entonces cuando Carvalho recordó su afición a Jours de France. Fue entonces cuando Carvalho recordó…
Carvalho decidió volver a casa, retomar la secuencia donde había sido violentado por las fuerzas de seguridad del sistema. Allí le esperaba una carta de Biscuter, fechada en Paris en el inmediato pero ya casi irreal pasado de los Juegos Olímpicos:
Jefe, como sé que usted es un poco puñetero, en el mejor sentido de la palabra, me he esforzado en evitar comenzar la carta diciendo cosas como… «… deseo que a su recibo su estado sea de buena salud, como lo es el mío». Muchas son las novedades que voy a referirle porque no todos los días sale uno de casa para irse tan lejos. París está mucho más lejos de Barcelona que Madrid, aunque menos que Berlín, Moscú, Nueva York y un montón de sitios. La primera sorpresa que me llevé fue que aquí todo el mundo habla francés, muy pocos el español y aun menos el catalán, lo que me ha creado muchos problemas en las relaciones normales, pero imagínese usted los que me crea en el cursillo sobre sopas de Monsieur Everglace, un profesor francés aunque de origen suizo al que no entiendo, en justa correspondencia porque él tampoco me entiende a mí. No nos entendemos hablando, pero gesticulando y teniendo en cuenta la lógica de la cocina nuestras relaciones van bien. Van bien sobre todo porque yo quiero que vayan bien, porque cuando uno no quiere, dos no se pelean y paso por alto las humillaciones que recibo a costa de nuestra cocina, porque Monsieur Everglace parece vasco y piensa que todo lo que no sea comer cocina propia es comer mierda. Para empezar, nada de potajes, porque lo que ellos llaman aquí «potage» no tiene nada que ver con nuestros potajes. Un «potage» es simplemente una sopa, por muy complicada que sea y el curso es de sopas, sopas, sopas, interesante pero de sopas, con que vaya preparándose como conejillo de Indias porque ya sé hacer unas cuantas complicadas. Por lo demás he aprendido cosas muy «fermas», básicas para saber cocinar como son los fumets, caldos fundamentales a partir de los cuales se pueden hacer sopas, salsas, la tira jefe. Esta gente es tan fina que cuando me ven hacer un sofrito y dejarlo tal cual como base de cualquier guiso casi me insultan. Aquí lo pasan todo por el chino y se lo comen todo con la punta del tenedor. Ni siquiera las cucharas parecen cucharas porque apenas si llevan carga y cuando la llevan es tan liviana que no alimenta. No negaré yo que el resultado sea bueno para el paladar, cojonudo, jefe, cojonudo, pero es poco intenso, no tiene morbo, no tiene trempera como decimos en Cataluña, es decir, a uno no se le pone tiesa comiendo estas cosas que sin embargo muchas veces parecen solos de violín de finas, bonitas y buenas que son, no lo niego. Pero el otro día le expliqué al mister varios platos de garbanzos de las diferentes cocinas de España y un poco más y me lo llevan a la UVI, porque para él el garbanzo es el símbolo de la falta de ambición de una cocina y no le extraña que sea legumbre de moros y españoles.
Le diré a usted que es más comprensivo con lo que les hacemos a las judías y a las lentejas que con los garbanzos. Le tiene una tirria este tío a los garbanzos que no perdona su simple existencia y recuerda que un mosquetero muy famoso del siglo pasado que se llamaba Dumas y estuvo liado con su nuera, la Dama de las Camelias, consideraba que los españoles eran «comedores de garbanzos», es decir, lo peor que se puede ser en este mundo. Yo le expliqué cómo hago el potaje de garbanzos con espinacas y bacalao y ¿querrá usted creer que me pegó? Bueno, pegarme, pegarme no, pero me tiró una coliflor que si me da me rompe las gafas de cocinar, que otras no uso y si las uso para cocinar es para ver bien lo que me guiso. Ya para provocar le di la receta del arroz con garbanzos y chorizo y así descubrí que después del garbanzo, lo que menos se comprende de los españoles es la afición por el chorizo, embutido considerado bárbaro y expresión del gusto por lo colorado del alma española, gusto que, me dijo el profesor, se cimenta en la afición por ver cómo se desangran los toros. Y si les opones que la suerte que ellos dan a las ocas para quitarles el hígado no puede compararse con la de nuestros toros, te suelta el tío que el hígado de la oca no tiene importancia material, sino espiritual y la oca lo sabe. Finalmente he optado por desconectar, desde la confianza de que en el futuro los acuerdos de Maastricht harán obligatorios en toda Europa el chorizo y los garbanzos, en justa correspondencia a tanta basura y mediocridad culinaria como nos va a llegar vía precongelados y congelados. Eso sí, jefe, Monsieur Everglace guisa de puta madre y como el cursillo es acelerado me metió a presión las sopas calientes y ahora vienen las sopas frías. Me temo lo peor, porque el otro día, preparando ya una estrategia defensiva, le comenté que en España hay sopas frías de puta madre y le hablé del gazpacho y del ajoblanco. El gazpacho sabía más o menos lo que era porque tuvo una criada andaluza hace veinte años, pero lo del ajoblanco le pareció una chorrada… bueno, no entendí bien la palabra que me dijo en francés pero sonaba a «chorrada», bueno, que dijo chorrada porque quería decir chorrada. Casi todos los cursillistas son extranjeros, pero no pelean por sus cocinas, como lo hacemos yo y una chica aragonesa que pone al profesor de cabrón para arriba, sin reconocerle ninguna gracia y eso no, jefe, porque el muy cabrón cocina de puta madre. Prepárese para una sopa de albóndigas de tuétano que hicimos el otro día y una sopa de pescado con hinojo y almendras.
No crea usted que hago mal uso de la beca, porque aprendo rápido y en el fondo el jefe me tiene aprecio, más que a la aragonesa que le ha defraudado porque le pidió que bailara unas sevillanas y ella se descolgó con que eso era moro y se lanzó a una jota, baile difícil de entender aquí en París. Fui a lo de la Tour Eiffel porque era gratis, pero me resisto a gastarme las pelas que me dio sólo para ver tetas perfectas. Tiene usted razón. Las tetas perfectas… para los museos y de mármol. Prefiero las reales, de las que estoy muy bien abastecido. Como hace mucho calor en París las chicas van como van y me harto de ver tetas, no al completo, pero casi y a la española, de reojo, que sigue siendo mucho más emocionante.
El profesor está admirado por lo de las Olimpiadas y dice que Barcelona fue francesa hasta hace poco. Como no tengo cultura no sé qué responderle. Prepárese para la sopa de albóndigas de tuétano. Es exquisita como dice el profesor y de puta madre como digo yo.
La carta de Biscuter le devolvía a la realidad de siempre y a las cuarenta y ocho horas del final de los Juegos sólo la herencia que habían dejado en la fisonomía de la ciudad demostraba que se habían realizado. Pero no podía entregarse únicamente al olvido o a la melancolía o a sus contrarios: la memoria y la indignación moral, ¿para o contra qué? Definitivamente el mundo estaba hecho, mal, pero ya estaba hecho y ante la evidencia de lo fácilmente que podrían truncarse las evidencias, no ya personales, sino colectivas, había que desintoxicarse de todo prurito de resistencia. Por ejemplo, ¿por qué no volver a tener sexualidad? Últimamente los críticos de más edad parecían saludar las novelas de Carvalho al grito de «Bienvenido al club de los desganados sexuales». Y en efecto, roto el vínculo con Charo, peligrosa la propuesta directa en un juego de relaciones tamizadas por todas las texturas de los diferentes tipos de preservativos, el sexo había ido desapareciendo de su vida y cuando lo cumplía, no ignoraba un cierto carácter forzadamente exhibicionista a la peripecia, como si fuera una prueba de que «aún podía» o quizá de que «aún debía», dadas sus características de héroe literario ecléctico y preconstruido, en el que la sexualidad había jugado un papel muy importante en los diez primeros años de escritura posfranquista. Pero ¿y ahora? Salir a la calle a la conquista de cuerpos y cerebros parapetados detrás de toda una vida, sin el recurso de volver a pedir: «Cuéntame cómo eras… cuando…», ¿cuando qué? O bien: «Quisiera envejecer contigo…». ¿Más todavía? ¿Envejecer más todavía? En la soledad de su placenta artificial, a Carvalho le entró la angustia de una revelación excesiva: se asesinaba, se mataba, se amaba, se organizaban fiestas y olimpiadas por miedo. Todo se había hecho por miedo, siempre, y la única operación intelectual con éxito había consistido en disfrazar el miedo de necesidad.
La cena fue excelente. Anfitrión de un único invitado, el latinista y gestor Fuster, asumió su veredicto sobre todo lo que había pasado.
—Dii nos quasi pilas habent o lo que es lo mismo: Los dioses nos llevan como a pelotas. Es de Plauto. Captivi 22.
Un pastel de setas, las primeras que llegaban al mercado de la Boquería, bajo el nombre catalán de rossinyols, y unos callos a la sidra, reforzados con estragón, clavos y un vaso de Calvados. Quemó en la chimenea el libro de Simpson y Jannings Los señores de los anillos, ya inútilmente antiolímpico, y El deporte del poder de Espada y Boix, penúltimo intento de situar a Samaranch en la Historia y no en el Olimpo. Fuster tenía una noche latinista.
—Animus est in patinis… mi alma está en los platos… esta es de Terencio.
—Terencio Moix, supongo.
Ya a solas, el espectáculo de la ciudad postolímpica y equivalentemente postiluminada, le deprimió. Se tomó cincuenta pastillas de Ginsén Rojo Coreano para comprobar sus efectos o para suicidarse sexualmente y se durmió. En plena madrugada le despertó la traca que celebraba las primeras cuarenta y ocho horas posteriores al final de los Juegos y una portentosa erección situada más o menos en el centro de su cuerpo. Se miraron Carvalho y su hijo predilecto. La mirada del padre fue achicando al muchacho. Al fin y al cabo ¿por qué?, ¿para qué?
—¿Eres un diseño de Walt Disney, muchacho?
Y el pene le contestó.
—No. De Mariscal.
Carvalho había abierto el periódico sin darse demasiada cuenta de que lo hacía. Fue entonces cuando leyó el resultado:
Vera Musovich-Jim Courier: 6-0, 6-1, 6-3.
A su lado la mujer contemplaba el techo cebra por los rayos de sol segmentados. Buscaba allí el no tener nada que decirle. El ginsén, pensaba Carvalho, de alguna ayuda le habría servido si sus dedos no hubieran encontrado aquella verruga en la espalda. Todo fue tocar la verruga y el ginsén se volatilizó en sus venas y el pequeño Carvalho empezó a deshincharse, a replegarse en busca de los cuarteles de invierno. Ella era una señora y ni siquiera miró de reojo la catástrofe, pero tampoco salió de su mismidad para contribuir al prodigio por procedimientos extranormales. Le sobó un poco el pene. Sólo un poco. Lo suficiente para comprender que aquella no era su tarde. Luego suspiró, dio la espalda a Carvalho y dirigió su desnudo hacia el oeste.
—¡Qué estupidez!
—¿El qué?
—El sexo
—¿Mi sexo?
—No. El sexo.
Dos meses atrás otra mujer, otra habitación, esta vez no hubo verrugas y sí ginsén. Pero ella, de pronto, se metió un dedo en la oreja y lo removió. Y el pequeño Carvalho volvió a replegarse a sus cuarteles de invierno, miserable objetor de conciencia. Y cuando no era una verruga o un mal gesto era un tono de voz… Las voces demasiado agudas desmayaban las erecciones aparentemente más consistentes.
—No se le levanta porque está deprimido.
Le dijo un psiquiatra que parecía del Seguro pero que no lo era.
—Yo creo que estoy deprimido porque no se me levanta.
Estos jóvenes psiquiatras se hacen un lío entre las causas y los efectos porque también ellos se han empapado del descrédito de las causas y de la dictadura de los efectos. Están tan desorientados como sus clientes neoliberales y mucho más que sus clientes posmarxistas.
—No puedo, en conciencia, jefe, añadirle garbanzos y chorizo a una sopa o mejor dicho a un potage Ouka. Y si no puedo hacerlo no es por afrancesamiento, por odio adquirido al garbanzo o al chorizo, sino por ética profesional. No es que yo crea en la supervivencia indiscutida de los cánones…
—¿Qué es un canon, Biscuter?
—La madre de todas las imitaciones… Pues, como le decía, no es por respetar los cánones que fijan dónde se pone y dónde no se pone chorizo o garbanzos, sino por sentido de la armonía…
—¿Qué es la armonía, Biscuter?
—La sensación de que algunas cosas tienen su sitio y esas cosas están en el sitio que les toca. Por ejemplo, el chorizo con los callos, con el pote gallego, con las patatas a la riojana… ¿Me explico, jefe?
—Ya puede decirse de ti que eres un intelectual. Teorizas a partir de una práctica.
—De puta madre, jefe. Y eso que no tengo estudios, pero cuando iba al colegio nadie me ganaba con las tablas de aritmética y con los lápices de colores Alpino. Dibujaba paisajes para ilustrar, como se decía entonces, hasta los ejercicios de aritmética. Recuerdo la definición de Historia como si la estuviera diciendo en clase ahora mismo: Historia es la ciencia que trata de los hechos que forman parte de la vida de la Humanidad a través de su desarrollo, explicando también las causas que los han motivado…
—No siempre explica las causas que los han motivado.
—No se quede conmigo. Le expongo mis apreciaciones y una vez usted me haya escuchado, a ver si insiste con lo del chorizo y los garbanzos. Ya le he dicho que primero se ha de hacer un caldo base: esturión, espinas, aletas, agua, vino blanco, perejil, celerio, hinojo, champiñones, sal… Bien, pero eso es para empezar. Porque aparte se ha de preparar una juliana del núcleo del celerio, de la parte blanca de los puerros, de la raíz de perejil, carne de pescado de roca… Un pescado duro, esa es la única condición, por ejemplo dorada y si no la encuentro la sustituyo por otro… y no me pregunte el nombre porque es un secreto profesional… Bien, esta juliana se pasa por mantequilla y se cuece con un poco del caldo obtenido. El caldo se clarifica en compañía de 125 gramos de caviar picado y 500 de carne de pescadilla… Se cuela otra vez. Este es el caldo bueno y con la juliana compone el consomé… ¿Dónde quiere usted que le meta el chorizo y los garbanzos? El consomé es un pequeño prodigio, jefe. Un pequeño prodigio en sí mismo.
—Es un recurso para jubilados desdentados.
—Está usted trompé jefe, muy trompé… El desdentado no puede escoger lo que no puede masticar y si es un jubilado no tiene pasta para hacerse un consomé así. Es un plato para ser escogido en libertad.
El país se acostumbra al verano de 1993, todavía en la resaca de 1992 y sus vencidos sueños de año de todos los prodigios. Nada más clausurarse la Expo de Sevilla, como si fuera el límite acordado para mantener el simulacro, se decretó el estado de extrema pobreza material y crisis general de los espíritus.
—Biscuter, hasta octubre de 1992 esto era Manhattan… mejor dicho, una mezcla de Manhattan y Hollywood. Y de pronto fueron retirados los decorados y nos dijeron: Os habéis equivocado, estáis en Somalia.
—Ni tanto ni tan calvo, jefe. Ahora leo en francés y no me pierdo un Le Monde Diplomatique. La duda consiste en descifrar si estamos dentro de otra crisis cíclica o si hay que llamarla de otra manera porque ya no estamos dentro de una clásica crisis cíclica.
—¿Qué es una crisis cíclica, Biscuter?
Biscuter cerró los ojillos, puso en marcha la computadora mental y cuando recuperó la mirada, recitó de corrido:
—Período de duración no predeterminable, de perturbaciones violentas y desequilibrios económicos acentuados que cortan el curso de producción capitalista y se traducen en un desfase muy sensible entre el nivel de producción y el de la demanda.
Todas las moscas de este mundo hubieran tenido cabida en la boca abierta de Carvalho.
* * *
Querido Pepe:
Desearía que al recibo de esta carta tu salud fuera tan buena como la mía y me refiero a la salud física e intelectual, que no a la psicológica, porque si me encuentro hecho un mulo en lo que respecta a la salud y a la inteligencia, tengo la psicología por los suelos de los puentes de Londres. Es la percepción la que me conturba, la percepción del hundimiento de las expectativas de progreso, mientras se me refuerzan, en cambio, las convicciones revolucionarias que hicieron de mí lo que fui y estuve a punto de dejar de ser. Carvalho, desde esta privilegiada atalaya londinense, desde la cuna del capitalismo moderno, estoy en condiciones de decirte que la lucha final ya está aquí. ¡La crisis general del capitalismo ha llegado! El único factor no previsto, porque los que habían formulado esta crisis eran parte interesada (el antagonista revolucionario implicado) es que el capitalismo no tiene otro antagonista que él mismo. Todos los demás anuncios de la crisis son constatables: Inestabilidad de los ritmos de crecimiento del sistema capitalista; el subempleo constante de sus empresas; las crisis económicas que conmueven periódicamente el mundo capitalista. ¿Recuerdas aquel anuncio de la psicopatología del complejo de destrucción de la conciencia burguesa? Instalación en el pesimismo y en el temor al futuro, por su incapacidad de adelantar ideas susceptibles de atraer a las masas porque no las tiene y las que tiene van en contra de las necesidades reales y por consiguiente de las aspiraciones humanas. Si no existieran las rebajas en los grandes almacenes y distracciones como la Liga Nacional de Fútbol, en España, la Revolución era cosa de meses. De este quinquenio no se escapaba.
No nos movamos de Europa, Carvalho. No nos movamos.
Europa teme no poder ser lo que había querido ser desde su infancia y el capital se iba a invertir en pueblos más integrados y beneficiosos, al tiempo que reparte el trabajo por el mundo en razón directa de la baratura de la mano de obra, la soledad de los estómagos y la capacidad de humillación de los trabajadores. He podido comprobarlo en mi propia carne durante el ya largo año que resido en Inglaterra. Primero todo fueron facilidades porque le caí bien a la reina madre y me llamaba ardiente español y todas esas cosas que sólo te llaman en el extranjero. Luego empezaron mis desavenencias con Ana, porque para esta mujer sólo existen los caballos y, en confianza, está secretamente enamorada de Richard Gere y de todos los caballos ganadores del Derby. De ser un experto mundial en seguridad al servicio de la corona, pasé a ser un jodido extranjero más, pendiente de las oficinas de empleo, porque mi orgullo me impedía volver a casa con el rabo entre las piernas. Mis compañeros de otros tiempos me volvían la espalda, no fuera a volver y reclamar mi parte en el banquete del poder. Quien va a Sevilla pierde su silla. Estoy en condiciones de afirmar que entre todos los canibalismos profesionales, ninguno como el canibalismo político. Por otra parte, cuando te digo que el capitalismo no tiene otro antagonista que él mismo, no me refiero sólo a las contradicciones internas que crea, sino a la futura guerra entre bloques capitalistas cuando sea imposible pactar la división internacional del trabajo y de los mercados. ¿Te imaginas choques de bloques espantosos entre el bloque capitalista asiático, el norteamericano, el europeo y el soviético?
Te escribo, mi querido huelebraguetas, porque estoy cansado de Londres y he pensado que podrías buscarme un puestecillo como guarda de seguridad privado, aunque cada vez me repugne más lo privado. Reconozco que hemos retrocedido cincuenta o sesenta años en relación con los avances culturales de la clase obrera y que hay que volver a empezar a organizar la resistencia clandestina contra el capitalismo. Si me buscaras algo en Barcelona, podríamos montar una célula con El Coronel… El Coronel… tú… yo… También se me ha ofrecido Alfonso Guerra y ¿tú crees que podríamos contar con Anguita? En cuatro días les montamos una sección de la Internacional, de qué Internacional no importa y se iban a enterar. Hay que volver a la fe de la Liga de los Comunistas del siglo XIX porque hemos perdido el XX y hay que reconocerlo a tiempo de no perder el XXI. Yo, desde mi experiencia como ministro de la represión al servicio de la oligarquía financiera española e internacional, conozco muy bien cómo funcionan los aparatos represivos del estado de clase y del sistema universal de dominación. Pondría mis conocimientos al servicio de la causa, en la fase de reconstrucción del Intelectual Orgánico Colectivo.
Dime algo pronto porque se me acaba el subsidio y aquí no hay cultura de la solidaridad ni leches y el clima no ayuda. El puente sobre el Támesis que me he ganado a cuchilladas es de los peores, cosa lógica porque los inmigrantes del Sur siempre nos hemos de conformar con lo que les sobra a los autóctonos.
Hoy por ti, mañana por mí.
José Luis Corcuera, exministro del Gobierno de España en la etapa de Modernización y exjefe de seguridad privada de Su Graciosa Majestad Británica.
* * *
El cartero llamó dos veces. Tal vez porque no era estrictamente el cartero, sino lo que en otro tiempo se llamó un recadero. Un paquete de Andorra y al abrirlo un radiotransistor, AM/FM Stereo Receiver, para ser más exactos, como un tonelillo de plástico negro a colgar del cuello para dar aspecto de perro San Bernardo al más pintado. Y una nota escueta pero muy estudiada, de Charo:
La radio que tenías ya no había por dónde cogerla. Como eres un dejado seguro que no la has cambiado. En Andorra las radios crecen por las montañas. Recuérdame, que recordar es volver a vivir… decía una canción que cantaba mi madre. Esto es muy sano. ¿Por qué no te das una vuelta? Te haríamos precio especial. Pero las maletas te dan miedo. Es como si los demás te metieran dentro de ellas. En fin. Charo.
Y Carvalho conectó la radio para no pensar en lo que la radio significaba. Charo daba un paso para volver a empezar. A empezar ¿qué? La radio estaba cargada de información sorprendente. Los socialistas han vuelto a ganar las elecciones después de haber perdido el punto de orientación del enemigo y de las malas amistades. Las han ganado frente a un político con bigotillo, el eterno retorno del bigotillo español desde el Concilio de Trento hasta el infinito. Sin el Enemigo, el comunismo, desairados por las Malas amistades, el capitalismo, que se ha ido con el del bigotillo, los socialistas han vuelto a ganar las elecciones porque es lo único que saben ganar y los más vergonzosos o avergonzados se han escondido en sus chalés adosados, los que los tienen, para llorar a escondidas de los psiquiatras, los que los tienen. Biscuter se ha hecho anarquista y busca una fórmula modernizadora del lema: sin Dios, sin Rey y sin Patrón. La ciudad trata de impedir que lo construido para los Juegos Olímpicos se convierta en arqueología contemporánea. Biscuter también tiene opiniones sobre los Juegos Olímpicos y la ciudad resultante.
—Yo estaba en París y me sentía un patriota. Ni siquiera sentí tanto patriotismo cuando España ganó la copa de Europa de fútbol de 1964.
—¿Tú también, Biscuter?
—Aquí o todos o ninguno, pero si en Europa se ponen patriotas de lo suyo, yo a lo mío, que a mí a serbio no me gana nadie. ¿Fueron bonitos los Juegos, verdad, jefe?
—Nunca existieron. Igual que la guerra del Golfo. Son como paisajes y textos que se han perdido en la computadora. Se manipula con ellos el tiempo necesario. Luego se van a lo más hondo, lo más remoto de la memoria, un lugar del que ya sólo saldrán para meterse un poquito en los diccionarios enciclopédicos.
—Pero quedan huellas. Por ejemplo, la ciudad ha cambiado. A mí me sacan de mis calles y me hago con la picha un lío. Demasiadas oficinas y pocos negocios. Esta ciudad sólo se salva si la nombran capital de algo importante, por ejemplo, de Alemania. Una ruina, jefe. Deberíamos dar la vuelta al mundo en ochenta días.
—En ochenta horas… Te lo tengo dicho. En ochenta días ya no te dejan.
Biscuter miraba de reojo el transistor sobre la mesa de despacho de Carvalho. Quería decir algo y finalmente lo dijo. Señaló el transistor y se le estranguló la voz.
—Es un detalle.
—¿Qué?
Biscuter dirigió un dedito al transistor aunque apartó de él los ojos llorosos.
—Digo que es un detalle.
—Sí. Es un detalle.