I

Presidentes, mesías, brujos. Papas, santos y lunáticos habían tratado, a lo largo del milenio, de acceder a la Esencia a base de dinero, asesinatos, drogas o flagelaciones; casi todos ellos fracasaron. El mar de los sueños seguía más o menos intacto, y su existencia continuaba siendo un exquisito rumor, nunca probado, y tanto más potente por esta misma razón. La especie dominante en el Cosmos había conservado la poca cordura que le quedaba visitando el mar en sueños, tres veces en la vida, y dejaban ésta deseosos de más. Su ansia los impulsaba vida adelante; les dolía, les infundía ira, los empujaba a hacer el bien en la esperanza, con frecuencia inconsciente, de recibir, a cambio, acceso más asiduo a la Esencia. Los inducía a hacer el mal movidos por la estúpida sospecha de que sus enemigos les cortaban el acceso a la Esencia, enemigos que conocían el secreto, pero no lo decían. Les hacía inventar dioses. Y también destruirlos.

Los pocos que emprendieron el viaje que en ese momento hacían Howie, Jo-Beth, Tommy-Ray y veintidós invitados a la fiesta de Buddy Vance no eran viajeros accidentales, sino que habían sido escogidos por la Esencia misma para sus propósitos, y acudieron (la mayoría de ellos) bien preparados.

Howie, por su parte, no estaba ni más ni menos preparado que cualquier pedazo de madera arrojado al fondo del abismo. Primero fue lanzado a través de círculos de energía, y luego se vio sumido en algo que parecía el centro de un trueno, en el cual, el relámpago despertaba breves fuegos luminosos en torno a él. Todos los ruidos de la casa desaparecieron en el momento en que penetró en aquel abismo, así como todos los escombros y basuras que habían entrado con él. Impotente para dirigirse u orientarse, lo único que podía hacer era caer nube adentro, mientras el relámpago se hacía menos frecuente y más luminoso, y los oscuros pasadizos se volvían más y más profundos, hasta que llegó a preguntarse si tendría ojos cerrados, y si la oscuridad, junto con aquella sensación de caída que la acompañaba, estaría sólo en su mente. De ser así, se sentía contento con ese abrazo. Sus pensamientos también caían, concentrándose de momento, en imágenes que salían de la oscuridad y le parecían sólidas, por más que él estuviese casi seguro de que eran simples creaciones de su mente.

Conjuró el rostro de Jo-Beth un y otra vez, siempre volviendo la vista para mirarla por encima del hombro. Recitó palabras de amor dirigidas a ella; palabras sencillas, que tenía la esperanza de que Jo-Beth oyera. Pero, si las oyó, no le acercaron más a ella. Eso no le sorprendió. Tommy-Ray se hallaba disuelto en la misma nube mental que él y Jo-Beth atravesaban, y los hermanos gemelos tenían derechos (que se remontaban al útero materno) sobre sus hermanas. Habían flotado juntos en el primer mar, de modo que sus mentes y sus cordones umbilicales se entrelazaron. Howie no envidiaba nada de Tommy-Ray —ni su belleza, ni su sonrisa—, nada, excepto su intimidad con Jo-Beth, por encima del sexo, del deseo, e, incluso, de la respiración. Sólo le cabía la esperanza de estar con Jo-Beth al final de su vida, de la misma manera que Tommy-Ray había estado con ella al principio, cuando la edad eliminara el sexo, el deseo y, por último, hasta la respiración.

De pronto, el rostro de Jo-Beth y la envidia desaparecieron, y su mente se llenó de nuevos pensamientos, o instantáneas de lo mismo. No eran personas, sólo lugares que aparecían y desaparecían como si su mente anduviera buscando algo concreto entre ellos. Acabó por encontrar lo que buscaba. Una noche azul borrosa, que fue consolidándose poco a poco en torno a él. La sensación de caída cesó en un latido. Howie era tangible, en un lugar tangible, corriendo sobre tablas que resonaban bajo sus pies. Un viento frío le daba en el rostro. Detrás de él oyó a Lem y a Richie que lo llamaban. Siguió corriendo, mirando hacia atrás sin detenerse. La mirada resolvió el misterio de su paradero. A su espalda estaba la silueta de Chicago, sus luces brillantes contra la noche, lo que significaba que el viento que le daba en el rostro llegaba del lago Michigan. Él corría a lo largo de un muelle, aunque no sabía de cuál se trataba, y el lago le salpicaba entre los postes. Era la única extensión de agua que Howie conocía. Influía en el clima de la ciudad y en su humedad; hacía que el aire de Chicago oliera de un modo diferente al de cualquier otro lugar; engendraba tormentas y las lanzaba contra la orilla. Incluso el lago Michigan era tan constante, tan inevitable, que Howie casi nunca pensaba en él; y cuando lo hacía, se lo imaginaba como un lugar donde la gente con dinero amarraba sus embarcaciones y la que no lo tenía se ahogaba.

Ahora, sin embargo, corriendo a lo largo del muelle, mientras las llamadas de Lem se diluían en la lejanía, la idea del lago que esperaba al final de su carrera le emocionaba como nunca hasta entonces. Él era pequeño; el lago, en cambio, era inmenso. Él estaba lleno de contradicciones; el lago, en cambio, lo abarcaba todo, sin formular juicios sobre marineros o suicidas.

Howie apresuró el paso, sintiendo apenas la presión de las suelas de sus zapatos sobre las tablas, con una sensación creciente de que, por real que aquella escena le pareciera, no era otra cosa que una invención más de su mente, formada con fragmentos de la memoria y creada con objeto de aliviarle un viaje que, de otra forma, hubiera podido volverle loco; era como un escalón entre la vela soñadora de la vida recién abandonada y cualquier paradoja que le esperase al final de ese viaje. Cuando más se acercaba al final del muelle, tanto más seguro se sentía de que era así. Su paso, ya ligero, se volvía más ligero todavía, y sus zancadas cada vez más grandes. El tiempo se suavizaba y se alargaba. Se le presentó la oportunidad de preguntarse si el mar de los sueños existía de verdad, por lo menos de la manera como existía Palomo Grove, o si el muelle que él mismo había creado penetraba pensamiento puro.

De ser así, había muchas mentes que se juntaban allí; decenas de miles de luces se agitaban en el lago que tenía delante. Algunas rompían la superficie del agua como fuegos artificiales; otras, en cambio, buceaban profundamente. Howie sentía cierta incandescencia en sí; no era nada de lo que jactarse, desde luego, pero había una cierta incandescencia en su piel, como un eco lejano de la luz de Fletcher.

La barrera que se levantaba al final del muelle estaba a muy poca distancia de él, y, más allá, se extendían las aguas de lo que ya había dejado de llamar lago: era la Esencia, y, al cabo de unos instantes, ese agua se cerraría sobre su cabeza. No tenía miedo. Todo lo contrario. Se sentía morir de impaciencia por saltar la barrera y arrojarse a aquellas aguas en lugar de perder el tiempo dando vueltas. Y si le hubiese hecho taita una prueba más de que nada de todo aquello era real, la tuvo en ese mismo instante: a su contacto, la barrera saltó por los aires en reidores fragmentos. Y también él voló. Un vuelo descendente hacia el mar de los sueños.

El elemento en que se zambulló era distinto del agua, porque ni le mojó ni le produjo frío Howie flotaba en él, y su cuerpo se elevaba entre brillantes burbujas sin que tuviera necesidad de hacer el menor esfuerzo. No tenía miedo de ahogarse. No sentía otra cosa que una profunda gratitud por encontrarse allí, en un lugar que era suyo por derecho.

Miró hacia atrás (¡cuántas miradas hacia atrás!), en dirección al muelle. Éste, una vez cumplida su misión, convirtiendo en juego lo que, sin él, hubiese sido terror, se deshacía en pedazos, como la barrera.

Howie contempló, contento, su desaparición. Estaba libre del Cosmos, y flotaba en la Esencia.

Jo-Beth y Tommy-Ray habían caído juntos en el abismo, pero sus mentes encontraron maneras distintas de imaginarse el viaje y la caída.

El horror que Jo-Beth había sentido al verse arrebatada se desvaneció en cuanto entró en la nube de trueno. Olvidó el caos y se sintió serena. No era Tommy-Ray el que la asía por el brazo, sino su madre, hacía muchos años, cuando todavía ella no era capaz de enfrentarse con el mundo. Andaban bajo una consoladora luz, pisando hierba fresca, y mamá cantaba un himno cuya letra Jo-Beth no recordaba, de modo que se inventaba frases incoherentes para rellenar los versos que parecían tener, el mismo ritmo que sus pasos. De vez en cuando, Jo-Beth decía algo que había aprendido en el colegio, para que su madre se diera cuenta de lo buena estudiante que era. Todas las lecciones versaban sobre el agua. Acerca de las mareas que había por todas partes, hasta en las lágrimas; del mar, en el que la vida había empezado; de los cuerpos, en los que había más agua que ningún otro elemento. El contrapunto de datos y canción siguió así durante un largo y suave rato, pero ella intuía sutiles cambios en el aire. El viento se hacía más fuerte, y el olor a mar aumentaba. Jo-Beth levantó el rostro contra el viento, olvidadas sus lecciones. El himno de su madre sonaba más bajo. Si las dos seguían agarradas de la mano, Jo-Beth no lo sentía. Siguió andando, sin mirar hacia atrás. El terreno ya no era herboso, sino desnudo, y en algún lugar del camino caía hacia el mar, donde parecían flotar innumerables botes, con velas encendidas en sus proas y en sus mástiles.

El terreno cedió de pronto. Pero ni siquiera en la caída sintió miedo. Sólo la certidumbre de haber dejado a su madre a sus espaldas.

Tommy-Ray se encontraba en Topanga, al amanecer o al anochecer, no estaba seguro. Aunque ya no había sol en el cielo, no se sentía solo. Oía a chicas en la oscuridad. Reían y charlaban en susurros jadeantes. La arena, bajo sus desnudos pies, estaba cálida y pegajosa de crema bronceadura donde ellas habían estado echadas. Tommy-Ray no veía el oleaje, pero sabía por dónde debía avanzar. Anduvo en dirección al agua, sabiendo que las chicas estarían observándole, siempre lo hacían. Simuló que no se apercibía de sus miradas. En cuanto estuviera cabalgando las crestas de las olas, moviéndose de verdad, quizá les dedicara una sonrisa. Luego, de vuelta a la playa, le haría un favor a una de ellas.

Pero, de pronto, mientras las olas se levantaban ante sus ojos, Tommy-Ray se dio cuenta de que las cosas no iban como debían. No sólo la playa era sombría, y el mar oscuro, sino que, además parecía haber cuerpos rodando por las olas, y, lo que era mucho peor cuerpos de carne fosforescente. Tommy-Ray aminoró la velocidad, aunque supo que no podría detenerse y dar la vuelta. No quería que nadie de los que se hallaban en la playa, y las chicas menos que nadie, pudiera pensar que sentía miedo; pero así era, y tremendo además. En aquel mar debía de haber basura radiactiva. Los que cabalgaban las olas habían perdido sus patines y caído a] agua, envenenándose, y las olas jugaban con sus cadáveres, levantándolos como muñecos hasta las mismas crestas que quisieron cabalgar. Tommy-Ray los veía muy bien, tenían la piel plateada en unos sitios, negra en otros; sus cabellos eran como halos rubios, y sus chicas estaban entre ellos, tan muertas como los jinetes de olas en la espuma venenosa.

A Tommy-Ray no le quedaba otro remedio que penetrar en el agua, de esto se daba cuenta perfecta. La vergüenza de volverse a la playa era peor que la muerte. Todos ellos, después de esa aventura, se convertirían en leyenda. Él, los jinetes de olas, todos arrastrados por la misma marea. Tommy-Ray se irguió y entró en el mar, de pronto, el mar se volvió profundo, como si la playa hubiese cedido de súbito bajo sus pies. El veneno le quemaba ya el organismo, y vela su cuerpo adquirir brillo, relucir más y más. Tommy-Ray comenzó a sentirse aéreo, cada aliento suyo se volvía más doloroso que el anterior.

Algo le empujó a un lado. Se volvió, pensando que sería algún Otro bañista, muerto, pero se trataba de Jo-Beth. Le llamó por su nombre, más él no encontraba palabras para responder. Por mucho que quisiese ocultar su miedo, no podía remediarlo. Estaba orinándose en el mar; los dientes le castañeteaban.

—Ayúdame —le dijo a Jo-Beth—, tú eres la única persona que puede hacerlo. Me muero.

Jo-Beth miró su tembloroso rostro.

—No eres el único que se muere —replicó ella—; también yo.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Y qué haces en este lugar? Nunca te gustó la playa.

—Esto no es la playa —dijo ella. Le agarró los dos brazos, y sus movimientos les hicieron mecerse en el agua, como boyas—. Esto es la Esencia, ¿recuerdas, Tommy-Ray? Nos hallamos al otro lado del boquete. Tú nos metiste en él.

Jo-Beth vio que los recuerdos inundaban el rostro de Tommy-Ray al oír sus palabras.

—¡Dios mío…! ¡Oh, Dios mío…! —exclamó él

—¿Te acuerdas?

—Dios mío, sí.

El temblor se convirtió en gemidos, y los dos se juntaron más y más, y los brazos de Tommy-Ray ciñeron a Jo-Beth. Ella no se resistió. No había razón para ser vengativo cuando, después de todo, ambos corrían el mismo peligro.

—Silencio —dijo ella, dejando que el encendido y angustiado rostro de Tommy-Ray reposara sobre su hombro—. Silencio. No hay nada que podamos hacer.

Pero tampoco había necesidad de hacer nada. La Esencia lo tenía cogido, y él flotaría, flotaría y, quizá con el tiempo, acabaría alcanzando a Jo-Beth y a Tommy-Ray. Entretanto, le gustaba sentirse perdido en esa inmensidad, porque hacía que sus miedos, más aún, su propia vida, perdiesen importancia por completo. Yacía de cara al cielo. No era un cielo nocturno como había pensado en un principio. No vio estrellas, ni fijas ni errantes. Ni tampoco nubes que ocultasen una luna. En realidad, al principio parecía un cielo liso y vacío, pero, a medida que los segundos transcurrían —o los minutos, o las horas, no lo sabía con exactitud ni le importaba tampoco—, Howie se iba dando cuenta de que era surcado por leves olas de color de cientos de kilómetros de anchura. La aurora boreal parecía cosa de nada al lado de ese espectáculo, en el cual, a intervalos, creía ver formas que bajaban y subían, como bancos de mantas marinas de un kilómetro de longitud que se alimentasen de la estratosfera. Él esperaba que bajaran un poco más, para poder verlas con mayor claridad; aunque, quizá no tuvieran tampoco más claridad que mostrar. No todo era accesible al ojo humano. Algunas vistas eludían al foco, la captura, y el análisis. Como todo lo que él sentía por Jo-Beth tan extraño y difícil de concretar como los colores que flotaban sobre su cabeza o las formas que jugueteaban por allí. Para captarlas necesitaba recurrir a la sensación tanto como a la retina. El sexto sentido era la afinidad.

Contento con su suerte, se dejaba llevar suavemente por el éter, y probaba a nadar en él. Los movimientos básicos de la natación le dieron bastante buen resultado, aunque le resultaba difícil saber si avanzaba mucho o poco, pues no tenía puntos de referencia. Las luces que punteaban el mar a su alrededor —pasajeros como él, se dijo, aunque ellos parecían carecer de forma— eran demasiado indistintas para utilizarlas como punto de comparación. ¿Serían, quizás, almas que soñaban? ¿Niños, amantes, moribundos, todos viajando dormidos por las aguas de la Esencia, consolados y mecidos, tocados por la calma que los llevaría, como les llevaba la marea, hasta dejarles en la tormenta en cuyo centro iban a despertar? Una existencia que vivir, o que perder; un amor que temían que se ajara, o que desapareciese, después de esa epifanía. Ocultó el rostro bajo la superficie. Muchas de las formas de luz se encontraban a mucha más profundidad que él, algunas lo estaban tanto que parecían pequeñas como estrellas. No todas se movían en la misma dirección que él. Algunas, como las rayas marinas de arriba, formaban grupos, enjambres, que subían y bajaban. Otras iban juntas, paralelas. Los amantes, se dijo. Aunque era de suponer que no todos los soñadores que él veía dormidos junto al amante de su Vida recibían el mismo sentimiento a cambio. Quizá no había muchos que lo recibieran. Y esto le retrotrajo al tiempo en que él y Jo-Beth viajaron por allí, y le hizo preguntarse dónde estaría ella. Debía tener cuidado de que tanta calma no lo atontase, hasta el punto de hacerle olvidarse de ella. Levantó el rostro de la superficie del mar.

Al hacerlo, evitó, por cuestión de segundos, un choque. A varios metros de distancia flotaba un fragmento de abigarrados despojos de la casa de Vance, cuya presencia en medio de tanta calma resultaba desconcertante. Y un poco más, lejos, algo más desconcertante todavía, un objeto flotante demasiado feo para poder formar parte de aquel mar; pero, al mismo tiempo, no tenía aspecto de pertenecer al Cosmos. Se levantaba más de un metro por encima de la superficie del agua, y se hundía otro metro o más por debajo de ella. Era una isla cerúlea, nudosa, que flotaba como pálido estiércol en aquel mar tan puro. Alargó la mano y asió el objeto flotante, tirándose sobre él y golpeándolo con los pies. Eso le acerco más a la clave del enigma.

Aquel objeto estaba vivo. No sólo ocupado por algo vivo, sino formado de materia viva. De su interior le llegaron los latidos de dos corazones, y su superficie tenía el inconfundible satinado de la piel humana o de alguna variante de ella. Y entonces vio las delgadas figuras —dos invitados a la fiesta, que se asían la una a la otra con expresión de furia en el rostro. Él no había tenido el privilegio de conocer a Sam Sagansky, o de seguir los ágiles dedos de Doug Frankl sobre el teclado del piano. En aquel momento no vio otra cosa que dos enemigos entrelazados en el corazón de una isla, que parecía haber crecido de ellos mismos. De sus espaldas, como enormes gibas. De sus brazos y piernas, como nuevos miembros incapaces de defenderse del enemigo, pero que se fundían con la carne de éste. Y la isla seguía secretando nuevos nódulos que reventaban entre sus miembros de modo que cada excrecencia nueva no se relacionaba con la forma donde tenía su raíz —un brazo, por ejemplo, o la espina dorsal— sino con la de su predecesor inmediato; así cada retoño era menos humano y menos carnoso que el anterior. La imagen resultaba más fascinante que angustiosa, y la obsesión de los Combatientes el uno con el otro indicaba que el fenómeno no les causaba dolor. Al ver crecer y extenderse la isla, Howie comprendió vagamente que estaba asistiendo al nacimiento de terreno sólido. Quizá los combatientes acabarían muriendo y pudriéndose, pero aquella estructura flotante no era tan corruptible. Ya se veían los contornos de la isla y sus alturas, semejantes a coral más que a carne, duros y con incrustaciones. Cuando los combatientes murieran, se convertirían en fósiles, enterrados en el corazón de una isla por ellos mismos creada, pero que seguiría flotando.

Soltó la balsa de residuos y siguió adelante, nadando junto a ella. La superficie del mar aparecía llena de objetos flotantes: muebles, pedazos de yeso, apliques eléctricos. Nadó junto a la cabeza y el cuello de un caballito de tiovivo, cuyo ojo pintado miraba hacia atrás, como horrorizado de verse así desmembrado. Pero en toda aquella basura flotante no había otros indicios de islas en ciernes. Al parecer, la Esencia no creaba a partir de cosas carentes de mente, aunque él se preguntó si su genio reaccionaría con el tiempo a las mentes que sin duda tendrían también esos artefactos ¿Sabría la Esencia extraer de la cabeza de un caballito de madera toda una isla bautizada con el nombre del artesano que lo había hecho? Todo era posible.

Nunca había sido dicha o pensada una verdad más grande.

Todo era posible.

No estaban solos allí, Jo-Beth lo sabía. No suponía mucho consuelo, pero al menos era algo. De vez en cuando oía a alguien que llamaba, y sus voces sonaban angustiadas, aunque también extáticas, como una congregación poseída a medias de terror y espanto religioso que estuviese esparcida por la superficie del mar de la Esencia. Jo-Beth no respondía a ninguna de estas llamadas. En primer lugar, porque había visto pasar formas flotantes, siempre a cierta distancia, que le hacían pensar que allí la gente no conservaba su humanidad, sino que se volvía monstruosa. Jo-Beth había tenido bastantes problemas con Tommy-Ray (la segunda razón de que no respondiese a aquellas llamadas) y no quena exponerse a recibir más malas noticias. Tommy-Ray exigía su constante atención, pues, mientras flotaban hablaba sin cesar, con voz carente de toda emoción. Tenía mucho que decir, entre excusas y gemidos, y parte de ello Jo-Beth lo sabía ya; por ejemplo, el consuelo que había supuesto para él la vuelta de su padre, y lo traicionado que se había sentido cuando ella los rechazó a ambos. Pero también le decía muchas cosas más, y algunas le rompían el corazón. Le contó su primer viaje a la Misión. Al principio, lo hizo de manera fragmentaría; pero, de pronto, su relato se volvió una avalancha de descripciones de los horrores que había visto y cometido, y Jo-Beth hubiera podido sentirse tentada a no creer lo peor de todo aquello: los asesinatos, las visiones de su propia podredumbre, mas Tommy-Ray lo contaba con tal lucidez, que no cabía el escepticismo. Nunca había oído Jo-Beth nada tan coherente cuando Tommy-Ray le explicó sus sentimientos al ser el chico de la Muerte.

—¿Te acuerdas de Andy? —preguntó él, de pronto—. Tenía un tatuaje…, una calavera… en el pecho, sobre el corazón. ¿Te acuerdas?

—Lo recuerdo —dijo ella.

—Solía asegurar que cualquier día se subiría a las cimas de Topanga, un último viaje, para no regresar más. Solía afirmar que le gustaba la muerte. Pero no era cierto. Jo-Beth…

—No.

—Era un cobarde. Metía mucho ruido, pero era un cobarde. Y yo no lo soy, ¿verdad que no lo soy? Yo no soy un niñito de mamá…

Comenzó a sollozar de nuevo, con gemidos más violentos que antes. Ella trató de consolarle, pero sus esfuerzos no dieron resultado alguno.

—Mamá… —le oyó decir—, mamá…

—¿Qué dices de mamá? —preguntó ella.

—No fue culpa mía.

—¿Qué no fue culpa tuya?

—Lo único que yo quería era encontrarte. No fue culpa mía.

—Te he preguntado qué es lo que no fue culpa tuya —insistió ella, apartándole un poco de sí—. Tommy-Ray, contéstame. ¿Acaso le has hecho daño?

Tommy-Ray parecía un niño reprendido en falta, pensó Jo-Beth. Toda jactancia de machismo le había abandonado. Era un niño, mocoso y asustado. Patético y peligroso a un tiempo: la inevitable combinación.

—Le hiciste daño —acusó ella.

—No quiero ser el Chico de la Muerte —protestó él—. No quiero matar a nadie…

—¿Matar? —preguntó ella.

Tommy-Ray la miró a los ojos, como si su mirada directa bastara para convencerla de su inocencia.

—Yo no lo hice, fueron los muertos. Yo iba a buscarte…, y ellos me siguieron. No pude quitármelos de encima, aunque lo intenté, Jo-Beth, de veras que lo intenté.

—¡Dios mío! —exclamó ella, arrojándole de sus brazos.

No fue un acto muy violento, pero agitó el elemento de la Esencia de manera totalmente desproporcionada a la acción en sí. Jo-Beth se dio cuenta vagamente de que la repugnancia que sentía había dado lugar a aquello, y que ahora su agitación mental coincidía plenamente con la de la Esencia.

—Nada hubiera ocurrido si te hubieses quedado conmigo —protestó él—. Debiste quedarte, Jo-Beth.

Ella le dio una patada, alejándole más de sí, mientras sus sentimientos hervían, como la Esencia.

¡Cabrón! —gritó—. ¡La has matado! ¡La has matado!

—Eres mi hermana —dijo él—. ¡La única persona que puede salvarme!

Alargó los brazos hacia ella, el rostro un caos de tristeza, pero lo único que Jo-Beth veía en sus facciones era al asesino de su madre. Por mucho que Tommy-Ray protestase de su inocencia, aunque siguiese así hasta el fin del mundo (si es que no se hallaban en él), jamás lo perdonaría. Si Tommy-Ray se dio cuenta de su repulsión, prefirió ignorarlo. Empezó a forcejear con ella, sus manos asieron el rostro de Jo-Beth; luego, sus senos.

—¡No me abandones! —le oyó ella gritar—. ¡No te dejaré que me abandones!

¿Cuántas veces había inventado Jo-Beth excusas a favor de Tommy-Ray, por eso de que los dos habían sido huevos gemelos en la misma matriz?, ¿cuántas veces había extendido la mano del perdón hacia él, a pesar de ver la corrupción que lo poseía? Había llegado, incluso, a persuadir a Howie de que olvidara el asco que Tommy-Ray le inspiraba. Y él lo había hecho por amor a ella. Pero todo tenía un límite. Ese hombre sería todo lo hermano suyo que quisiera, pero era culpable de matricidio. Su madre había sobrevivido al Jaff, al pastor John, a Palomo Grove, y todo eso, ¿para qué?, para ser asesinada en su propia casa, y por la mano de su propio hijo. Ese crimen no tenía perdón.

Tommy-Ray volvió a alargar las manos, pero en esa ocasión Jo-Beth estaba al tanto y le golpeó en el rostro: uno, dos puñetazos, y luego un tercero, con toda la fuerza de que fue capaz. La impresión que sus golpes produjeron en Tommy-Ray forzaron a éste a soltarla por un momento, instante que ella aprovechó para alejarse de él, pataleando para lanzarle agua contra el rostro. Él intentó agarrarla con ambas manos, pero Jo-Beth estaba ya fuera de su alcance, dándose cuenta vagamente de que su cuerpo no era tan ágil y esbelto como antes, aunque sin tiempo para descubrir la razón. Lo único que importaba en aquel momento era alejarse todo lo posible de su hermano, impedirle que volviese a tocarla, nunca jamás. Nadaba con fuerza, desoyendo los gemidos de Tommy-Ray, y esta vez sin siquiera volver la vista atrás, por lo menos hasta que ya no se oyó el ruido que él hacía. Entonces aminoró sus brazadas y volvió la cabeza, pero no lo vio. Jo-Beth se sintió llena de pesar, un pesar angustioso; pero había un horror más inmediato y más próximo, más urgente incluso, que sentir las consecuencias totales de la muerte de su madre. Los miembros le pesaban cuando trataba de sacarlos del éter, las lágrimas casi la cegaban al levantar las manos ante sus ojos; a través de la niebla de las lágrimas vio sus dedos incrustados, igual que si los hubiera metido en aceite y gachas; también sus brazos estaban deformes a causa de los mismos pegotes.

Comenzó a gemir, sabiendo con toda claridad lo que ese horror significaba. Era la Esencia, que actuaba en ella; que, de alguna manera, estaba solidificando su furia. El mar convertía su carne en fango fértil. De él surgían formas tan feas como la misma rabia que las inspiraba.

Los gemidos de Jo-Beth se transformaron en aullido. Casi había olvidado lo que era lanzar un grito como aquél, dócil como había sido durante tantos años, hija sumisa de su madre, sonriendo por las calles de Grove los lunes por la mañana. Y, ahora, su madre estaba muerta, y Grove tal vez en ruinas. ¿Y el lunes?, ¿qué era ahora el lunes? Un simple nombre atribuido, de una manera, a un día y a su noche en la larga historia de los días y las noches que constituían la vida del Mundo. Ya no querían decir nada: días, noches, nombres, ciudades, madres muertas. Howie era lo único que seguía teniendo sentido para ella. Howie, era todo lo que le quedaba.

Trató de imaginárselo, desesperada por seguir asiéndose a algo en medio de aquella locura. Su imagen la rehuía al principio —no podía ver otra cosa que el miserable rostro de Tommy-Ray— mas ella perseveró, y conjuró cada detalle de Howie: las gafas, la pálida piel, su extraña manera de andar. Su rostro, sonrojado por el rubor, como cuando le hablaba con pasión, que era con frecuencia. Su sangre y su amor, ambas cosas en un solo y cálido pensamiento.

—Sálvame —gimió, esperando, contra toda esperanza, que las extrañas aguas de la Esencia transmitieran al joven su desesperación—. Sálvame, o todo acabó.