Una semana antes, la llegada a Palomo Grove de tantísimas de las más brillantes estrellas del firmamento hollywoodense hubiera sacado a los ciudadanos de sus casas en gran número, pero ahora apenas si había un transeúnte por las calles para presenciar su llegada. Las limusinas ascendían la cuesta sin que nadie se fijase en ellas. Mientras, sus pasajeros se drogaban, o se maquillaban, tras los ahumados cristales de las ventanillas. Los más viejos de ellos se preguntaban cuánto tiempo tardaría la gente en congregarse para rendirles hipócrita pleitesía, como ellos iban a rendírsela a Buddy Vance. Los más jóvenes daban por supuesto que para cuando a ellos les amenazase la muerte, ya se habría encontrado una medicina que la alejase. En aquella reunión eran pocos los que de veras habían querido a Buddy; muchos lo envidiaban, y a casi todos les causó cierta satisfacción su caída en desgracia. Pero el amor nunca es frecuente en gente de este tipo. Sería una grieta en su coraza, lujo que no podían permitirse.
Los pasajeros de las limusinas se daban cuenta de la falta de admiradores. Aunque muchos de ellos, no tuviesen deseos de ser reconocidos, ofendía a su egolatría el verse recibidos con tal indiferencia. Sin embargo, no tardaron en arrimar el insulto a su sardina. En todos los coches, uno tras otro, el tema surgió de inmediato: ¿Por qué había ido el muerto a esconderse en un lugar tan dejado de la mano de Dios como Palomo Grove? Tenía secretos, ésa era la razón. Pero… ¿qué secretos? ¿Su necesidad de alcohol? Eso todos lo sabían. ¿Drogas?, ¿y a quién le importaba? ¿Mujeres?, no, porque, al contrario, no hacía otra cosa que jactarse de lo inmensa que era su polla. No, por fuerza tenía que haber alguna otra basura en el fondo de su encierro en aquel lugar oculto. Las teorías volaban como el vitriolo a medida que los murmuradores pasaban revista a las posibilidades, interrumpiendo sus chismorreos sólo para descender del coche y dar el más sentido pésame a la viuda en el umbral de «Coney Eye», pero reanudándolo en cuanto entraban en la casa.
La colección de objetos carnavalescos de Buddy Vance atrajo el interés y los comentarios de los espectadores dividiéndolos en dos bandos claramente definidos. Muchos la consideraron el perfecto epitafio del muerto: vulgar, oportunista y, ahora que estaba fuera de su contexto propio, inútil. Otros declararon que era una revelación, un aspecto del carácter del muerto cuya existencia ignoraban. Uno o dos fueron a hablar con Rochelle para ver si alguna de las piezas estaba a la venta; ella les dijo que nadie sabía aún a quién se lo había dejado Buddy, pero si eran para ella, se las regalaría a ellos con mucho gusto.
Lamar, el bufón, iba entre los reunidos con una sonrisa perfectamente encajada de oreja a oreja. Durante todos los años transcurridos desde que se separó de Buddy, nunca se le había ocurrido pensar que iba a verse un día como se veía ahora, convertido en el rey de la corte de Buddy. No hacía el menor esfuerzo por ocultar su felicidad. ¿De qué hubiera servido? Además, con la cortedad de la vida es mucho mejor coger el placer que está al alcance de la mano antes de que venga otro y se lo lleve. Y la idea de que el Jaff se encontraba dos plantas más arriba añadía una extraña expresión a su sonrisa. Ignoraba cuáles eran las verdaderas intenciones del Jaff, pero le divertía pensar en aquella gente como en simple forraje. Sentía gran desprecio por todos ellos, pues les había visto hacer acrobacias morales que hubieran avergonzado a un Papa, y todo por simple sed de dinero, de posición o de publicidad. A veces, por las tres causas juntas. Lamar había llegado a mirar con asco la obsesión que toda aquella gente tenía por sí misma, la ambición que inducía a muchos de ellos a echar por tierra a sus mejores amigos, a sofocar lo poco bueno que tenían en su interior. Sin embargo, él jamás exteriorizaba este desprecio, entre otras razones porque no le quedaba más remedio que trabajar entre ellos. Era mejor ocultar sus sentimientos. Buddy (¡pobre Buddy!) nunca había sido capaz de aparentar tal despego. En cuanto bebía un poco más de la cuenta, se ponía a despotricar a grito pelado contra los tontos a los que se negaba a soportar. Fue esa indiscreción, más que ninguna otra, lo que causó su caída en desgracia. En una ciudad donde las palabras eran baratas, el irse de la lengua podía resultar muy caro. Allí se perdonaba el fraude, la drogadicción, el abuso de menores, la violación, y hasta, en ocasiones, el asesinato; pero Buddy había osado llamarles tontos, y ellos nunca se lo perdonarían.
Lamar se trabajó a todos los presentes: besó a las bellezas, saludó a los sementales, estrechó la mano a los contratadores y despedidores de unas y de otros. Se imaginaba el asco que todo ese ritual hubiera producido a Buddy. Una y otra vez, durante los años que habían trabajado juntos, Lamar tuvo que persuadir a Buddy para que se marchara por las buenas de fiestas como ésa porque era incapaz de contener los insultos que pugnaban por salir de su boca; aunque siempre fracasó en sus intentos.
—Tienes muy buen aspecto, Lam.
El sobrealimentado rostro que se situó frente a él pertenecía a Sam Sagansky, uno de los agentes de Bolsa más poderoso de Hollywood. A su lado llevaba a una huerfanita pechugona, una más de las innumerables huerfanitas pechugonas que Sam había elevado al oropel de la fama para acabar abandonándolas en medio de dramas públicos que dejaban destrozada la carrera de las mujeres, mientras su fama de tenorio aumentaba.
—¿Cómo te sienta asistir a este funeral? —quiso saber Sagansky.
—No es eso exactamente, Sam.
—El caso que él está muerto, y tú no. No me dirás que no te alegras.
—Bien, supongo que sí.
—Nosotros somos supervivientes, Lam. Tenemos derecho a rascarnos los cojones, y a reír. La vida es buena.
—Ya. Supongo que sí —dijo Lamar.
—Aquí todos somos vencedores, ¿verdad, cariño? —se volvió a la huerfanita, que le mostró la dentadura—. No conozco una sensación mejor que ésa.
—Luego te veo, Sam.
—¿Va a haber fuegos artificiales? —preguntó la huerfanita.
Lamar pensó en el Jaff, que esperaba arriba, y sonrió.
Después de haber pasado revista a la sala, Lamar subió a ver a su amo.
—Mucho gente —dijo el Jaff.
—¿Te parece bien?
—De todo corazón.
—Quería hablar contigo antes de que las cosas… se compliquen.
—¿Sobre qué?
—Rochelle.
—Ah.
—Ya sé que estás montando una operación de altos vuelos, y créeme que me parece de maravilla. Si borras a toda esa gentuza de la faz de la jodida Tierra, te aseguro que harás un favor al mundo.
—Siento mucho tener que decepcionarte —dijo el Jaff—. No irán a participar de la Gran Comilona de las Superpotencias en el cielo. Es posible que me tome algunas libertades con ellos, pero no estoy interesado en su muerte. Esa actividad le compete más bien a mi hijo.
—Lo único que querría es que dejaras a Rochelle fuera de todo eso.
—No le tocaré un pelo de la ropa —replicó el Jaff. Bien, ¿contento?
—¡Y tanto! Muchas gracias.
—Entonces, ¿qué? ¿Manos a la obra?
—¿Qué estás planeando?
—Lo único que quiero es que me vayas trayendo aquí a los invitados, uno a uno. Déjales que antes se pongan un poco a tono con el licor, y luego… enséñales la casa.
—¿Hombres o mujeres?
—Primero a los hombres —dijo el Jaff, que volvió a asomarse a la ventana—, se muestran siempre más acomodaticios. ¿Es mi imaginación o empieza a oscurecer?
—Son sólo nubes.
—¿Lluvia?
—Lo dudo.
—Lástima. Ah, mira, más invitados que llegan. Será mejor que bajes a recibirles.