III

La primera llamada de Grillo, después de irse Tesla, fue a Abernethy. El hecho de contarle o no lo que sabía, era sólo uno de los dilemas que se le habían presentado. El verdadero problema era cómo debía de contárselo. Grillo nunca había tenido dotes de novelista. Cuando escribía trataba de hacerlo con un estilo que expusiera los hechos más claramente posible: sin fantasiosos adornos, ni fiorituras con el léxico. Su guía y maestro no había sido ningún periodista, sino Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, un hombre tan preocupado por comunicar sus sátiras con claridad que pasaba por leer sus trabajos en voz alta a sus criados para cerciorarse de que el estilo de la obra no oscurecía la sustancia de la misma. Grillo guardaba esta anécdota como la piedra de toque de la claridad estilística. Todo lo cual estaba muy bien cuando informaba acerca de los sin hogar de Los Ángeles, o del problema de la droga. Los hechos resultaban evidentes.

Pero su historia —desde las cuevas hasta la inmolación de Fletcher— planteaba un espinoso problema: ¿Cómo iba a informar de lo que habían visto la noche anterior sin explicar al mismo tiempo lo que él había sentido?

Mantuvo cierta ambigüedad en su conversación con Abernethy. Era inútil pretender que nada había sucedido en Grove. Noticias sobre vandalismo —aunque sin darles demasiada importancia— había salido ya en todos los noticiarios locales. Abernethy estaba al corriente de ello.

—¿Estuviste allí. Grillo?

—Después. Llegué después. Oí las sirenas de alarma y…

—¿Y…?

—Es que no hay mucho para informar. Hubo algunos escaparates rotos.

—Los «Ángeles del Infierno» sueltos.

—¿Es eso lo que has oído?

—¿Que si es lo que he oído? Se supone que el jodido reportero eres tú. Grillo, no yo. ¿Qué necesitas para animarte?: ¿drogas?, ¿copas?, ¿una visita de la jodida Muda?

—Musa, querrás decir.

—Muda, musa, ¿a quién cojones le importa? Lo que debes hacer es enviarme de inmediato una información que la gente quiera leer. Ha tenido que haber heridos…

—Creo que no.

—Entonces te los inventas.

—Tengo algo…

—¿Qué, qué?

—Una historia que nadie sabe todavía, te lo aseguro.

—Espero que sea buena, Grillo. Tu trabajo se encuentra sobre un jodido alambre.

—Va a haber una fiestecilla en la casa de Vance. Para celebrar su muerte.

—De acuerdo, pues entonces métete en esa casa. Quiero que lo cuentes todo sobre Vance y sus amigos. Era un tipo malvado. Y los malvados tienen amigos malvados. Quiero nombres y detalles.

—A veces da la impresión de que ves demasiadas películas, Abernethy.

—¿Y qué significa eso?

—Olvídalo.

Después de colgar el teléfono la imagen de Abernethy, pasándose la noche entera en vela para perfeccionar su papel de director de Prensa agobiado y endurecido, persistió en la mente de Grillo. Y no era el único, pensó. Casi todas las personas tenían una película en el fondo de su mente la cual ellos protagonizaban. Ellen era la mujer ofendida, con terribles secretos que guardar; Tesla, la mujer desenfrenada de Hollywood, perdida en un mundo que nunca conquistaba. La idea, por supuesto, daba paso a una pregunta evidente: ¿Cuál era su papel?, ¿el de un periodista novato que encuentra una noticia sensacional en exclusiva?, ¿el de hombre íntegro, asediado por delitos contra un sistema corrompido? Ninguno de los dos papeles le sentaba tan bien ahora como quizá le hubiera sentado cuando llegó, caliente aún de su guarida, para informar sobre el asunto de Buddy Vance. Los acontecimientos, en cierto modo, lo habían dejado al margen. Otros, Tesla en particular, se había quedado los primeros papeles.

Mientras se miraba en el espejo para cerciorarse de que su aspecto era por lo menos presentable, Grillo se preguntó cómo se sentiría una estrella sin firmamento. ¿Libre, para dedicarse a otra profesión?, ¿científico de cohetes espaciales; prestidigitador; amante? ¿Qué tal como amante?, ¿de Ellen Nguyen, por ejemplo? Eso sonaba bien.

Ellen tardó bastante tiempo en abrir la puerta, y, cuando lo hizo, dio la impresión de tardar varios segundos en reconocer a Grillo. Y justo cuando él estaba a punto de hacerla sonreír, ella se puso seria y dijo:

—Por favor…, entra. ¿Te has repuesto ya de la gripe?

—Aún tirito un poco.

—Me parece que también yo la estoy cogiendo… —dijo ella mientras cerraba la puerta—. Me he despertado con una sensación… No sé…

Las cortinas estaban cerradas todavía. La estancia le pareció más pequeña a Grillo de como el la recordaba.

—Te apetece un café —afirmó, más que preguntó, ella.

—Sí, por supuesto. Gracias.

Ellen desapareció camino de la cocina, y dejó a Grillo abandonado en medio de una habitación cuyos muebles estaban todos cubiertos por montones de revistas o juguetes o colada. Cuando Grillo se movió un poco para hacerse un espacio en el que sentarse, se dio cuenta de que tenía compañía. Philip lo observaba desde el vano de la puerta que daba a su dormitorio. Su visita a la Alameda la tarde anterior había sido prematura. Todavía parecía enfermo.

—Hola —le saludó Grillo—, ¿qué haces?

Para su sorpresa, el niño le sonrió; una sonrisa abierta, derrochona.

—¿Lo viste? —preguntó el pequeño.

—¿Si vi, qué?

—Lo de la Alameda —explicó Philip—. Lo viste. Sé que lo viste. Aquellas luces, tan bonitas.

—Ah, sí, las vi.

—Se lo conté al hombre de los globos. Por eso sé que no estaba soñando.

Se acercó a Grillo, sin dejar de sonreír.

—Recibí tu dibujo —dijo Grillo—, muchas gracias.

—Ya no me hacen falta —respondió Philip.

—¿Y por qué?

—¡Philip! —Ellen volvía con el café—. No molestes a Mr. Grillo.

—No me molesta —dijo Grillo, y volvió a dirigirse a Philip—: A lo mejor luego podemos hablar del hombre de los globos.

—Sí, a lo mejor —replicó el niño, como si esto dependiera enteramente de la buena conducta de Grillo—. Ahora me voy —anunció, dirigiéndose a su madre.

—Sí, cariñito.

—¿Le saludo de tu parte? —preguntó Philip a Grillo.

—Sí, por favor —replicó Grillo, no muy seguro de lo que el niño quería decir—, me gustaría que lo hicieras.

Philip contento, regresó a su dormitorio.

Ellen, de espaldas a Grillo, despejaba un lugar para sentarse los dos. Estaba inclinada, recogiendo cosas. La sencilla bata, estilo quimono, se le pegaba al cuerpo. Sus nalgas eran gruesas para una mujer de su edad. Cuando se volvió hacia Grillo, éste observó que el cinturón se le había aflojado, los pliegues de la bata estaban algo más separados. Tenía la piel oscura y suave. Ellen captó su mirada de aprobación cuando se inclinó para servirle el café, pero no hizo ningún intento de cerrarse mejor la bata. La apertura atraía la mirada de Grillo cada vez que ella se movía.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Ellen cuando los dos estuvieron acomodados—. Me quedé preocupada cuando tu amiga…

—Tesla.

—Tesla. Cuando Tesla me dijo que estabas enfermo. Me sentí responsable de ello. —Tomó un sorbo de café e hizo un brusco movimiento hacia atrás al sentirlo en la boca—. Quema.

—Philip me estaba diciendo que anoche bajasteis a la Alameda.

—También tú estabas allí —replicó ella—. ¿Sabes si hubo algún herido? Había tantos cristales rotos.

—Sólo Fletcher —contestó Grillo.

—Me parece que no le conozco.

—El hombre que se quemó.

—¿Se quemó alguien? —preguntó Ellen—. ¡Dios mío, qué horrible!

—Tuviste que verlo.

—No —dijo ella—. Sólo vimos el cristal roto.

—Y las luces. Philip me ha hablado de las luces.

—Sí —respondió Ellen, evidentemente intrigada—. Eso mismo me ha dicho. Pero, ¿sabes una cosa? No recuerdo nada de eso en absoluto. ¿Es importante?

—Lo importante es que los dos estáis bien —dijo Grillo, sirviéndose de ese tópico para ocultar su confusión.

—Sí, estamos bien —dijo Ellen, mirándole directamente a los ojos, y, de pronto, su rostro quedó libre de todo desconcierto—. Me encuentro cansada pero bien.

Extendió el brazo para dejar la taza de café sobre la mesa, y, esa vez, el escote de la bata se le abrió lo bastante como para que Grillo pudiera ver sus senos. Él no tuvo la menor duda de que Ellen sabía con toda exactitud lo que estaba haciendo.

—¿Te has enterado de algo más acerca de la casa? —preguntó, muy satisfecho de hablar de negocios mientras pensaba en el sexo.

—Se supone que tengo que subir allí —contestó Ellen.

—¿Cuándo es la fiesta?

—Mañana. Avisaron con poco tiempo, pero pienso que muchos de los amigos de Buddy esperaban que hubiera alguna especie de celebración.

—Me gustaría mucho asistir a esa fiesta.

—¿Tienes que informar sobre ella a tu periódico?

—Por supuesto. Tengo entendido que será por todo lo alto, ¿verdad?

—Eso creo.

—Pero esto es sólo una parte de lo que ocurre. Los dos sabemos que en Grove están sucediendo cosas que se salen de lo normal. Anoche, no sólo fue la Alameda… —Grillo se detuvo cuando vio el rostro de Ellen. Al oírle hablar de la noche anterior, su expresión había vuelto a ser de aturdimiento. ¿Sería esto amnesia voluntaria o parte de los efectos naturales de la magia de Fletcher? Grillo pensó que era lo primero. Philip, menos resistente a cambios en el statu quo, no tenía esos problemas de memoria. Cuando Grillo cambió de tema y volvió a hablar de la fiesta, la atención de Ellen se concentró de nuevo en sus palabras.

—¿Crees que podrías meterme en la fiesta? —preguntó.

—Deberás tener mucho cuidado. Rochelle te conoce.

—¿No puedes invitarme de manera oficial?, ¿como representante de la Prensa?

Ellen movió negativamente la cabeza.

—No habrá Prensa —explicó—. Se trata de una reunión estrictamente privada. No todos los amigos y colaboradores de Buddy se pasan el día pensando en la publicidad. Algunos de ellos están un poco hartos de ella. Algunos porque tuvieran mucha demasiado pronto; otros, porque preferirían no haberla tenido nunca. Buddy se trataba con muchos hombres…, ¿cómo los llamaba él…?, pesos pesados, creo. Me parece que eran gente de la mafia probablemente.

—Pues tanta más razón para que yo vaya a esa fiesta —insistió Grillo.

—Bien, haré lo que pueda, sobre todo en vista de que has estado enfermo por mi culpa. Me figuro que si hay mucha gente podrías desaparecer entre la multitud…

—Te agradecería mucho tu ayuda.

—¿Más café?

—No, gracias. —Echó una ojeada a su reloj de pulsera, aunque no se fijó en la hora.

—No te irás ya —dijo ella, y no como pregunta.

—No. Si lo prefieres, me quedo.

Sin decir una palabra más, Ellen alargó la mano y le tocó el pecho, a través de la tela de la camisa.

—Prefiero que te quedes —susurró.

De manera instintiva, Grillo miró hacia el dormitorio de Philip,

—No te preocupes —dijo ella—. Se pasa las horas muertas con sus juegos. —Metió los dedos entre los botones de la camisa de Grillo—. Ven a la cama conmigo —añadió.

Se levantó y le condujo hasta su dormitorio. A modo de contraste con el caos que reinaba en el cuarto de estar, el dormitorio de Ellen era espartano. Ella se acercó a la ventana y cerró a medias las persianas, lo que dio a la habitación un color como de pergamino. Luego se sentó en la cama y levantó la mirada hacia él. Grillo se inclinó y la besó en el rostro, al tiempo que metía una mano bajo la bata y le frotaba el pezón con suavidad. Ellen apretó la mano de Grillo contra su cuerpo, insistiendo en ser tratada con más rudeza. Entonces tiró de él, haciendo que le cayese encima. La diferencia de estaturas hizo que la barbilla de Grillo descansara sobre la frente de Ellen, la cual sacó provecho erótico de esa postura para abrirle la camisa y lamerle el pecho. Su lengua dejaba un reguero de humedad de pezón a pezón de Grillo, mientras le sujetaba la mano con la misma fuerza, hincándole las uñas en la piel con dolorosa energía. Grillo se defendió, apartó la mano de ella y trató de desceñirle la bata, pero ella se le adelantó. Grillo se desasió de la mujer y quiso ponerse en pie, para desnudarse. Ellen volvió a agarrarle la camisa con la misma fuerza que antes, manteniéndole sobre ella, su rostro contra el hombro de Grillo, al tiempo que se desceñía la bata ella sola, deshaciendo el nudo del cinturón con una sola mano. Se abrió la bata de par en par. Estaba desnuda debajo. Con una doble desnudez: tenía el pubis afeitado.

Ellen volvió el rostro hacia un lado y cerró los ojos. Una de sus manos permanecía asida a la camisa; la otra, caída contra su costado, como si se le ofreciera en una bandeja para que él se sirviese lo que le apeteciera. Grillo puso la mano sobre el vientre de ella, se lo acarició con la palma abierta, hasta llegar al coño, presionándola con fuerza contra la piel, que parecía a la vista, y al tacto, casi bruñida.

—Lo que quieras… —murmuró ella sin abrir los ojos.

Durante unos segundos, esa invitación le desconcertó. Grillo estaba acostumbrado a que el acto sexual fuese un acuerdo entre iguales; pero aquella mujer prescindía de tales convenciones, y le ofrecía total autoridad sobre su cuerpo. Eso le inquietó. Con una adolescente, tal pasividad le hubiera parecido de un erotismo increíble. Sin embargo, en ese caso, supuso un choque para la liberal sensibilidad de Grillo. Pronunció su nombre, en espera de alguna señal por parte de ella, que siguió haciendo caso omiso de él. Por fin, cuando Grillo se irguió de nuevo para despojarse de la camisa, Ellen abrió los ojos.

—No, Grillo, así. Mira, así.

La expresión, tanto de su rostro como de su voz, fue como de rabia, y despertó en él un hambre de responderla con la misma moneda. Rodó sobre ella, le cogió la cabeza con ambas manos y hundió la lengua en la boca de la mujer. El cuerpo de Ellen se apretó contra el suyo, levantando las caderas del colchón, se frotó contra él con tal fuerza que Grillo estuvo seguro de que Ellen, con aquel movimiento, expresaba tanto dolor como placer.

En la habitación recién abandonada, las tazas de café temblaban como si el más débil de los terremotos estuviera en marcha. El polvo saltaba por la superficie de la mesa, turbado por el movimiento de algo casi invisible que deslizaba sus gastados hombros desde el rincón más sombrío del cuarto y flotaba, más que andar, hacia la puerta del dormitorio. Su forma, aunque rudimentaria, era, así y todo, demasiado reconocible para poder ser desechada como se desecha a un fantasma. Daba igual lo que pudiera haber sido o lo que pudiese llegar a ser, el hecho era que, a pesar de su precaria situación actual, tenía un objetivo. Impulsado por la mujer de cuyo sueño era producto, se acercó a la puerta del dormitorio. Allí, en vista de que estaba cerrado, lloró contra la puerta, a la espera de instrucciones.

Philip salió de su sancta sanctorum y vagó por la cocina en busca de algo que comer. Abrió el tarro de las galletas, buscó una de chocolate, y se volvió por donde había llegado, con una galleta en la mano izquierda para sí y otra en la derecha para su compañero, cuyas primeras palabras habían sido:

—Tengo hambre.

Grillo levantó la cabeza, apartándola del rostro húmedo de Ellen, que abrió los ojos.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Hay alguien al otro lado de la puerta.

Ellen levantó la cabeza de la almohada y le mordió la barbilla. Aquello dolió, e hizo que Grillo diera un ligero respingo.

—No hagas eso —dijo.

Ella le mordió más fuerte.

Ellen

—Muérdeme tú a mí —le replicó ella. Grillo no tuvo tiempo de ocultar la sorpresa que aquello le produjo, y Ellen, al observarlo, insistió—. Grillo, lo digo en serio. —Y le metió un dedo en la boca, como un gancho, apretándole el extremo de la palma contra la barbilla—. Abre —dijo—, quiero que me hagas daño. No tengas miedo. Es lo que deseo. No soy frágil. No me romperé.

Grillo se desasió de su mano.

—Hazlo —insistió ella—. Por favor, hazme daño.

—¿De verdad quieres eso?

—¿Cuántas veces tendré que pedírtelo, Grillo? Sí.

Su mano, rechazada, había subido hasta la nuca de Grillo, cuya cabeza llevó hacia su rostro, contra el que chocó. Entonces comenzó a mordisquear los labios, y luego el cuello de Ellen, poniendo a prueba su resistencia. Pero ella no se resistía, al contrario, sus gemidos se intensificaban cuanto más fuerte la mordía.

Aquella reacción acabó con cuantos recelos pudiera abrigar Grillo; entonces comenzó a morderle el cuello, los senos, y los gemidos de Ellen se hacían más y más altos, y, entre ellos salía el nombre de él, como un suspiro, incitándole a seguir. La piel de Ellen comenzó a enrojecer, y no sólo por las marcas de los mordiscos de Grillo, sino también por la excitación sexual. De pronto, comenzó a sudar. Grillo le puso una mano entre las piernas, mientras con la otra le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Ellen tenía el coño húmedo, y parecía absorber los dedos de Grillo, que comenzaba a jadear por el esfuerzo de sujetarla. El sudor le pegaba la camisa a la espalda. A pesar de la incomodidad, todo aquello lo excitaba: el cuerpo de Ellen, tan vulnerable; el suyo, encerrado entre cremallera y botones. Le dolía la polla, dura y colocada en mal ángulo; pero el dolor sirvió sólo para endurecérsela aún más; dureza y dolor que se estimulaban recíprocamente como él se estimulaba con ella, y, en vista de que Ellen seguía insistiendo que le hiciese más daño, él le abrió las piernas más y más. Su coño estaba caliente en torno a los rígidos dedos de Grillo, sus senos se hallaban cubiertos de las pequeñas medias lunas gemelas que sus dientes le habían dejado. Los pezones se levantaban, tensos como puntas de flechas. Grillo los chupó; los mordisqueó. Los gemidos de Ellen se convirtieron en gritos de angustia, sus piernas se agitaban, espasmódicas, debajo de él, hasta casi arrojar a los dos de la cama. Cuando Grillo relajó su presión durante un instante, la mano de Ellen se aferró a la suya, y le hincó aún más los dedos en la carne.

No pares —dijo ella.

Grillo se adaptó al ritmo que Ellen le imponía, y lo aumentó al doble, lo que hizo que las caderas femeninas se apretasen contra su mano, a fin de hundirse en su interior los dedos de Grillo hasta los nudillos. El sudor de Grillo goteaba sobre Ellen, y sus ojos la observaban. Ella, con los ojos muy cerrados, levantó la cabeza y le lamió la frente; luego le lamió las comisuras de la boca, dejándole sin besos, pero pegajoso de su saliva.

Por fin, Grillo sintió que el cuerpo de Ellen se ponía rígido, y entonces detuvo los movimientos rítmicos de sus dedos. El aliento de Ellen se hacía más corto, más lento. Dejó de asirle tan fuerte que le había hecho sangrar. Apartó la cabeza de él. De pronto se quedó tan lacia como al principio, cuando se había deslizado debajo de él, para ofrecérsele por entero. Grillo rodó para apartarse de ella, los latidos de su corazón jugaban a squash contra las paredes de su pecho y de su cráneo.

Yacieron así, quietos, durante un tiempo fuera del tiempo. Grillo no hubiera podido decir si habían sido segundos o minutos.

Ella hizo el primer movimiento al sentarse en la cama para echarse la bata por encima. Grillo lo notó y abrió los ojos.

Ellen trataba de ceñirse el cinturón, cubriéndose el escote casi pudorosamente con la bata. La vio levantarse y andar hacia la puerta.

—Espera —dijo él. Aquello estaba sin acabar.

—La próxima vez —replicó Ellen.

—¿Cómo?

—Ya me has oído —fue su respuesta, y hubo un tono de orden en su voz—. La próxima vez.

Grillo se levantó de la cama, consciente de que era probable que su excitación le hiciera parecer ridículo; pero estaba furioso ante aquella falta de reciprocidad. Ellen observaba su actitud con una media sonrisa.

—Esto no es más que el comienzo —dijo, mientras se frotaba la parte del cuello donde Grillo la había mordido.

—¿Y qué se supone que puedo hacer ahora? —preguntó Grillo.

Ellen abrió la puerta. El aire fresco chocó contra el rostro de Grillo.

—Chuparte los dedos —respondió Ellen.

En aquel momento, Grillo recordó el ruido que había oído, y casi esperó ver a Philip apartándose con rapidez del ojo de la cerradura. Pero allí no había otra cosa que aire, secándole la saliva que le cubría el rostro, dejándola reducida a una máscara sutil, tensa.

—¿Quieres café? —preguntó Ellen. Y, sin esperar respuesta, fue a la cocina.

Grillo se quedó quieto, mirándola alejarse. Su cuerpo, debilitado por la enfermedad, había empezado a reaccionar ante la adrenalina que lo cercaba. Las extremidades le temblaban como si le llegase desde la misma médula.

Escuchó el ruido que Ellen hacía para preparar el café: agua corriente, tazas que eran lavadas… Sin pensarlo, se llevó los dedos, a la nariz y a los labios; dedos que tenían un fuerte olor al sexo de ella.