V

El sonido del teléfono despertó a Grillo, que se precipitó hacia él, tiró la copa de champaña, aún medio llena —su último brindis ebrio de la noche anterior había sido: A Buddy, ido, pero nunca olvido—, profirió una maldición, cogió el auricular como pudo, y se lo llevó a la oreja.

—¿Sí? —gruñó.

—¿Te he despertado?

—¿Tesla?

—Me encantan los hombres que se acuerdan de mi nombre —dijo ella.

—¿Qué hora es?

—Tarde. Debieras estar en pie, trabajando. Quiero que estés libre de tus deberes con Abemethy para cuando yo llegue allí.

—¿Pero qué dices? ¿Que vienes aquí?

—Me debes una cena por todo el chismorreo que te pasé sobre Vance —dijo ella—, de modo que ya puedes buscar un sitio caro.

—¿Y para cuándo piensas llegar aquí? —la preguntó.

—Pues, la verdad, no sé…

Grillo colgó, dejando a Tesla con la frase a medio terminar. Sonrió al teléfono, pensando que ella estaría maldiciéndole al otro extremo del hilo. La sonrisa, sin embargo, se le borró de la boca cuando se levantó. La cabeza le pulsaba a más ritmo que una banda de música: si llega a apurar aquel último vaso de champaña dudaba que le hubiera sido posible levantarse siquiera de la cama. Llamó a servicio de habitaciones y pidió café.

—¿Quiere zumo también, señor? —dijo la voz de la cocina.

—No. Café, nada más.

—Huevos, croissant

—Santo cielo, no, no quiero huevos. Nada. Café y nada más.

La idea de tener que sentarse ante la máquina le parecía casi tan repulsiva como la de desayunar. Decidió no escribir y contactar con la mujer de la casa de Vance. Ellen Nguyen, cuya dirección, sin número de teléfono, tenía aún en el bolsillo.

Con el sistema reanimado por una fuerte inyección de cafeína, se metió en el coche y condujo por Deerdell. La casa, cuando consiguió dar con ella, contrastaba con el lugar donde la mujer trabajaba, en la Colina. Era pequeña, fea, y en urgente necesidad de reparación. Grillo se sentía receloso ante la conversación que le esperaba: la empleada descontenta, dispuesta a hablar mal de su señora, alguna que otra vez, ese tipo de informadores le habían resultado útiles, aunque tampoco era nada raro que sus datos se redujeran a invenciones malintencionadas. Pero, en este caso, no pensaba que fuese así. ¿Era, quizá, porque Ellen le miró con expresión vulnerable en sus facciones abiertas al darle la bienvenida y prepararle una nueva inyección de café?, ¿o porque cuando su hijo se puso a llamarla desde la habitación contigua —tenía gripe, le explicó—, cada vez que volvía de atenderle y reanudaba su historia donde la había interrumpido, sus datos seguían siendo coherentes?, ¿o acaso porque lo que le estaba contando no sólo mellaba la reputación de Buddy Vance, sino también la suya propia? Este último detalle, más que los otros tal vez, acabó de convencerle de que Ellen Nguyen era una fuente fiable. La historia que le contó repartía las culpas de una manera bastante democrática.

—Fui su amante durante casi cinco años —le explicó—. Hasta cuando Rochelle estaba en la casa, lo cual, como todos saben, no fue mucho tiempo. Pienso que ella lo supo desde el principio. Por eso me despidió en cuanto pudo.

—Entonces, ¿ya no trabaja en la casa?

—No. Ella buscaba una excusa para echarme, y usted se la dio.

—¿Yo? —se extrañó Grillo—. ¿Cómo?

—Dijo que yo estaba coqueteando con usted. Es muy propio de ella usar una excusa así. —No era la primera vez en aquella conversación que Grillo notaba un tono de hondo sentimiento en la voz de Ellen; en ese caso concreto, desdén; sentimiento que la actitud pasiva de Ellen hacía tanto más sorpendente—. Rochelle juzga a todo el mundo por su propio patrón —prosigió Ellen—, y usted sabe de sobra cuál es.

—No, la verdad —dijo Grillo con toda franqueza—, no lo sé.

Ellen lo miró, atónita.

—Espere un momento. No quiero que Philip oiga estas cosas.

Se levantó y fue al cuarto de su hijo para decirle unas palabras que Grillo no oyó, luego salió y cerró bien la puerta antes de sentarse y continuar su historia:

—Philip ha aprendido demasiadas palabras que antes no sabía. Un año en el colegio es suficiente. Quiero que tenga la oportunidad de ser…, no sé, ¿inocente? Sí, eso, inocente, aunque sólo sea por poco tiempo. Las cosas feas siempre acaban por llegar. ¿No le parece?

—¿Las cosas feas?

—Ya me entiende: la gente que engaña y traiciona. Las cosas del sexo. Las cosas del poder.

—Ah, sí, por supuesto, y tanto que acaban por llegar.

—Bien, yo, le estaba hablando de Rochelle, ¿no es eso?

—Exacto.

—Sí…, pues es bien sencillo. Antes de casarse con Buddy era puta.

—¿Cómo ha dicho?

—Lo que ha oído. ¿Por qué le sorprende tanto?

—No lo sé. Quizá por lo guapa que es. Tiene que haber muchas otras maneras de ganarse unos dólares.

—Le encanta gastar —replicó Ellen.

De nuevo el tono de desdén en la voz, mezclado en ese momento con asco.

—¿Y lo sabía Buddy cuando se casó con ella?

—¿A qué se refiere usted, a la prostitución o al gusto por gastar?

—A ambas.

—Estoy segura de que lo sabía. Ésa fue, en parte, la razón de que se casara con ella, me figuro. En el carácter de Buddy hay una tendencia a la perversidad. Bueno…, quiero decir había. La verdad es que no consigo acostumbrarme a la idea de que está muerto.

—Debe de ser muy difícil hablar de todo esto cuando hace tan poco tiempo que murió. Siento mucho tener que forzarla a ello.

—Yo misma me he ofrecido, ¿no? —contestó Ellen—. Quiero que haya alguien que sepa estas cosas. Más aún, quiero que todo el mundo las sepa. Era a mí a quien él amaba, Mr. Grillo. A mí a quien amó de veras durante todos estos años.

—Y me imagino que usted lo amaba.

—Sí, por supuesto —murmuró ella—. Mucho. Era muy introvertido, pero todos los hombres son así, ¿no es cierto? —prosiguió, sin dar tiempo a Grillo a excluirse de esa generalización—. Todos los hombres tienden a pensar que el mundo gira en torno a ellos. Les enseñan a pensar así. Y yo misma cometo el mismo error con Philip. Me doy cuenta cuando ya lo he hecho. La diferencia, en el caso de Buddy, es que el mundo sí giró a su alrededor, por lo menos durante una temporada. Fue uno de los hombres más queridos de todo Estados Unidos. Durante unos pocos años. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo se sabía de memoria sus actuaciones. Y, por supuesto, todos querían conocer su vida privada.

—De modo que corrió un verdadero riesgo al casarse con una mujer como Rochelle, ¿no?

—Sí, yo diría que sí, ¿no le parece? Sobre todo cuando estaba tratando de mejorar su estilo; cuando intentaba conseguir que una de las cadenas televisivas le diera otro programa. Pero ya le he dicho que había una tendencia a la perversidad en él. En muchas ocasiones, era autodestrucción pura y simple.

—Debiera haberse casado con usted —dijo Grillo.

—Desde luego le hubiera ido mejor —observó ella—. Le hubiera ido mucho mejor.

Esa idea provocó un sentimiento en Ellen que hasta entonces no se había traslucido en sus palabras, en la versión que daba de su papel en todo aquello. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y, en ese momento, Philip la llamó desde su cuarto. Ellen se llevó una mano a la boca para sofocar sus sollozos.

—Yo voy —dijo Grillo, levantándose—, se llama Philip, ¿verdad?

—Sí, Philip —respondió ella, y esas palabras sonaron casi incoherentes en sus labios.

—Yo me encargo, no se preocupe.

La dejó secándose las lágrimas con el revés de la mano. Grillo abrió la puerta del cuarto del niño.

—Hola, hombre, me llamo Grillo.

El niño, en cuyo rostro se notaba en seguida la solemne simetría del de su madre, estaba sentado en la cama, rodeado de un caos de juguetes, lápices de colores y hojas de papel pintarrajeadas. La televisión, en una esquina del cuarto, estaba encendida; un programa de dibujos animados, pero sin voces.

—Te llamas Philip, ¿no?

—¿Dónde está mama? —quiso saber el niño.

No intentó ocultar el recelo que Grillo le inspiraba, y trató de ver, mirando por encima de él, algún atisbo de su madre.

—Viene ahora mismo —le tranquilizó Grillo, acercándose a la cama.

Los dibujos, muchos de los cuales se habían caído del edredón y estaban esparcidos por el suelo, parecían representar el mismo personaje bulboso. Grillo se agachó y recogió uno de ellos:

—¿Y quién es este señor? —preguntó.

—El hombre globo —respondió Philip, serio.

—¿Tiene nombre?

—Hombre globo —fue la respuesta, matizada de impaciencia.

—¿Es de la televisión? —Grillo estudiaba con atención el abigarrado garabato que se veía en la hoja.

—No.

—¿De dónde sale?

—De mi cabeza —contestó Philip.

—¿Es bueno?

El niño dijo que no con la cabeza.

—¿Entonces, muerde?

—Sólo a ti —fue la respuesta.

—Eso no es muy cortés —oyó Grillo decir a Ellen.

Se volvió y la miró. Ella trataba de ocultar sus lágrimas, pero, evidentemente, no engañaba a su hijo, que miró a Grillo con expresión acusadora.

—No se acerque mucho a él —le dijo Ellen a Grillo—. Ha estado enfermo, pero muy enfermo de verdad, ¿no es cierto?

—Ahora me encuentro bien.

—No es cierto. Tienes que seguir en la cama mientras yo acompaño a la puerta a Mr. Grillo.

Este se levantó, dejando el dibujo sobre la cama, entre los otros.

—Gracias por enseñarme al Hombre Globo —dijo.

Pero Philip no contestó. Volvió a su actividad, poniéndose a colorear de escarlata otro dibujo.

—¿Qué le estaba yo diciendo…? —prosiguió Ellen en cuanto estuvieron fuera del alcance de los oídos del niño— Ah, sí, que esto no es todo. Hay mucho más, créame. Pero todavía no ha llegado el momento de contárselo.

—Cuando ese momento llegue, estaré dispuesto a oírlo —dijo Grillo—. Puede dar conmigo llamándome al hotel.

—Quizá lo llame, quizá no. Todo lo que le cuente no será más que una parte de la verdad, ¿no? La pieza más importante es Buddy, y usted nunca podrá hacerle preguntas. Lo que se dice nunca.

Este pensamiento final, como una despedida, se fijó en la mente de Grillo mientras volvía en el coche por Grove camino del hotel. Era una observación muy elemental, pero tenía mucho peso. Buddy Vance, indudablemente, estaba en el centro mismo de esa historia. Su muerte había sido enigmática y trágica al mismo tiempo; pero más enigmática todavía era, evidentemente, la vida que había precedido a su muerte. Y Grillo tenía ya suficientes pistas sobre esa vida para sentirse muy intrigado. La colección carnavalesca que llenaba las paredes de «Coney Eye» (El Verdadero Arte de Norteamérica); la amante moral que todavía lo amaba; la esposa prostituta que, con toda probabilidad, ni lo amaba ni lo había amado nunca. Incluso sin su muerte, tan singularmente absurda, a modo de remate… La historia era desde el punto de vista periodístico estupenda. La cuestión no era si convenía contarla, sino cómo contarla.

La idea de Abernethy sobre este tema sería categórica. Estaría a favor de las suposiciones por encima de los hechos, de la porquería por encima de la dignidad. Pero había misterios allí mismo, en Grove. Grillo mismo los había visto, saliendo violentamente de la tumba de Buddy Vance, ni más ni menos; volando derechos al cielo. Era importante contar esa historia, con sinceridad y bien, porque, de lo contrario, sólo conseguiría añadir algo más de confusión a la ya existente, y eso no sería de utilidad para nadie.

Lo primero es lo primero. Tenía que anotar los datos tal y como los había oído en aquellas veinticuatro horas: de boca de Tesla, de la de Hotchkiss, de la de Rochelle, y, ahora, de la de Ellen. Y se puso a ello en cuanto entró en su habitación del hotel, redactando así, a mano, un primer borrador de la historia de Buddy Vance en la diminuta mesa de su habitación. Comenzó a dolerle la espalda de tanto escribir, y los primeros síntomas de fiebre le humedecieron la frente de sudor. Sin embargo, no cayó en la cuenta de ello hasta que tuvo escritas unas veinte páginas de notas cuidadosamente clasificadas. Sólo entonces, desperezándose al levantarse de la silla, comprendió que, aunque el Hombre Globo no había llegado a morderle, el trancazo sí.