II

Jo-Beth estaba echada en la cama, en la oscuridad, atenta a la brisa que ahuecaba las cortinas, atrayéndolas hacia la noche. Había ido al cuarto de su madre en cuanto volvió a casa para decirle que no pensaba ver más a Howie. Era una promesa que hacía sin meditarla bien, pero le pareció que su madre ni siquiera la escuchaba. Tenía expresión de angustia; se paseaba por la habitación, retorciéndose las manos y rezando en voz baja. Las oraciones recordaron a Jo-Beth su promesa de avisar al pastor, pero no había llamado. Se serenó lo mejor que pudo, bajó la escalera y telefoneó a la iglesia. El pastor John no estaba allí, había ido a consolar a Angelie Datlow, cuyo marido. Bruce, acababa de morir en la búsqueda del cadáver de Buddy Vance. Ésa fue la primera noticia de la tragedia que Jo-Beth oía. Cortó la conversación y colgó el teléfono, tembloroso. No necesitaba ninguna descripción detallada de aquellas muertes. Las había visto, y también Howie. Su sueño compartido había sido interrumpido por un informe en directo desde el pozo donde Datlow y sus colegas habían muerto.

Se sentó en la cocina: la nevera zumbaba, los pájaros y los escarabajos del patio hacían música ligera, y Jo-Beth trató de dar un sentido a lo insensato. Quizá su visión del mundo era demasiado optimista; pero, hasta entontes, olla había creído que podría enfrentarse personalmente con las cosas de su entorno, sin ayuda ajena. Y pensar eso le tranquilizaba. Pero ahora ya no estaba tan segura. Si le contara a alguien de la iglesia —que eran los que componían su círculo habitual de amistades— lo que había ocurrido en el motel (el sueño del agua, el sueño de la muerte), pensarían lo mismo que su madre: que era cosa del demonio. Cuando se lo contó a Howie, éste le aseguró que no lo creía, y tenía razón. Y si eso era una tontería, entonces también lo era todo lo demás que le habían enseñado.

Incapaz de pensar claro entre tantas confusiones, y demasiado fatigada para tratar de intimidarlas, Jo-Beth se fue a su habitación a echarse. No tenía ganas de dormir, con el trauma de su último sueño aún tan reciente, pero la fatiga acabó con su resistencia. Un collar de escenas, en blanco y negro y con un relucir nacarado, apareció ante sus ojos en el momento mismo de caer en la cama. Howie en el restaurante, Howie en la Alameda, cara a cara con Tommy-Ray, su rostro contra la almohada, y ella le había creído muerto. De pronto, el collar se rompió y las perlas se dispersaron. Jo-Beth se sumió en el sueño.

El reloj marcaba las ocho y media cuando despertó. La casa permanecería en completo silencio. Se levantó, moviéndose con sigilo para evitar que su madre la llamase. Una vez abajo se preparó un bocadillo y se lo subió a su cuarto, donde —una vez consumido el ligero refrigerio—, estaba echada, viendo las cortinas plegarse a la voluntad del viento.

La luz del atardecer había sido suave como crema de albaricoque, pero ya no lo era. La oscuridad estaba casi encima. Jo-Beth notaba su proximidad —anulando distancia, silenciando vida— y se sentía angustiada como nunca. En casas no lejos de la suya había familias que estarían de luto. Mujeres sin marido, niños sin padre, enfrentándose con su primer día de dolor. En otras, la tristeza que había estado guardada debería volver a salir del cajón, para examinarla y llorar sobre ella. Jo-Beth tenía ahora algo muy propio, algo que la transformaba en una parte viva de ese dolor mayor, porque también ella había sufrido una pérdida, y la oscuridad —que tanto quitaba al mundo y tan poco le devolvía— nunca volvería a ser la misma.

A Tommy-Ray le despertó el ruido que hacía la ventana, como una carraca. Se incorporó en la cama. El día había pasado en una fiebre por él mismo creada. La mañana le parecía a más de una docena de horas de distancia, y, sin embargo, ¿qué había hecho en todo este tiempo? Dormir, sólo dormir, y sudar, y esperar una señal.

¿Tal vez era eso lo que oía en ese momento: el charloteo metálico de la ventana, como los dientes de un hombre agonizante? Apartó la sábana. Durante la noche, no sabía a ciencia cierta cuándo, se había desnudado. Su cuerpo quedó reflejado en el espejo, y era delgado, escueto, reluciente. Distraído por la admiración, tropezó, y, al intentar levantarse, se dio cuenta de que había perdido todo contacto con la habitación, la cual, de pronto, se le volvía extraña, tan extraña como él mismo a ella. El suelo se inclinaba como nunca; el armario ropero había quedado reducido al tamaño de una maleta, o, por el contrario, había crecido hasta volverse de un grotesco volumen. Sintió náuseas y alargó la mano en busca de algo sólido por lo que orientarse. Quiso tocar el suelo, pero su mano, o la habitación, contravino esa intención, y fue el marco de la ventana lo que alcanzó. Se quedó quieto, asido a la madera, hasta que se le pasaron las náuseas. Esperando, sintió el movimiento, casi imperceptible, del marco, que le penetraba por los huesos de los dedos hasta las muñecas y los brazos, y, de allí, por los hombros, hasta la espina dorsal. Ese avance le repercutía en la médula de los huesos, lo cual le pareció incomprensible hasta que lo sintió en las vértebras más altas, golpeándole en el cráneo. Y allí, el movimiento, que había sido como un chasquido contra cristal, se convirtió otra vez en sonido: una sucesión de clics y matraqueos que a sus oídos tenían el sentido de un requerimiento.

Tommy-Ray no necesitó que la llamada se repitiese. Soltó el marco de la ventana, volvió, mareado, hacia la puerta. Sus pies tropezaron con la ropa de la que se había despojado durante el sueño. Recogió la camisa de manga corta y los pantalones vaqueros, con el pensamiento vago de que debía vestirse antes de salir de casa, pero sin que hiciera otra cosa que coger la ropa caída por el suelo del cuarto, bajar la escalera y salir a la oscuridad de la parte trasera de la casa.

El patio era grande, y un verdadero caos después de muchos años de abandono. La valla estaba muy caída, y los arbustos plantados para proteger el patio de las acechanzas de la carretera se habían convertido en un macizo muro de follaje. Tommy-Ray se dirigió hacia esa pequeña jungla, guiado por el contador géiger de su cerebro, que se volvía más y más estentóreo a cada paso que daba.

Jo-Beth alzó la cabeza de la almohada aquejada de dolor de muelas. Se tocó con cautela el lado dolorido del rostro y lo sintió muy sensible; casi, se diría, magullado. Se levantó y bajó al vestíbulo para dirigirse al baño. Observó que la puerta del dormitorio de Tommy-Ray estaba abierta, cuando antes la había visto cerrada. Pero si Tommy-Ray se encontraba dentro, ella no lo veía. Tenía las cortinas corridas, de modo que el interior permanecía a oscuras.

Un breve examen de su rostro en el espejo del cuarto de baño la tranquilizó, pues, aunque tanto llorar había dejado huellas en él, seguía intacto. El dolor, sin embargo, seguía en su mandíbula, y le llegaba hasta la base del cráneo. Nunca había sentido algo así. La presión no era constante, sino rítmica, como un pulso que no estuviera regido por el corazón, sino que hubiese entrado en ella procedente de algún otro sitio.

—Detente —murmuró, mientras apretaba los dientes contra las sacudidas, pero el dolor no paraba sino todo lo contrario, le apretaba más la cabeza, como si quisiera exprimirle hasta el último de sus pensamientos.

Tan desesperada se sentía que se puso a conjurar a Howie. Una imagen de luz y risas que oponer a aquel latir irracional surgido tan inesperadamente de la oscuridad. Era una imagen prohibida —la imagen de alguien que había prometido a su madre no volver a ver—, pero no disponía de otra arma. Si no luchaba contra el latir que le golpeaba el cerebro aquél acabaría por convertir sus pensamientos en una masa informe, forzándola a no moverse más que a su ritmo, a su ritmo exclusivamente.

Howie

Howie la sonrió, saliendo del pasado. Jo-Beth se asió a la luz de su recuerdo, se inclinó sobre el lavabo para salpicarse el rostro con agua fría. Agua y recuerdos redujeron el ataque. Con andar vacilante salió del cuarto de baño y volvió hacia el de Tommy-Ray Su enfermedad, o lo que fuese, tenía que haberle afectado también a él. Desde su más temprana infancia, los dos habían contraído siempre sus virus recíprocos, sufriéndolos juntos. Quizás esta nueva y extraña dolencia hubiera hecho presa en él antes que en ella, y su conducta en la Alameda no fuese otra cosa que una consecuencia de esto. La idea llenó de esperanza a Jo-Beth. Si Tommy-Ray estaba enfermo, sería posible curarle, y entonces, como siempre sucedía, los dos se curarían al mismo tiempo.

Sus sospechas se confirmaron cuando entró en la habitación, que olía a cuarto de hospital; intolerablemente caliente y rancio.

—Tommy-Ray, ¿estás aquí?

Empujó la puerta para abrirla del todo e iluminar mejor la estancia, que estaba vacía. En la cama, un rebujo de sábanas y mantas; en el suelo, la alfombra, toda arrugada como si hubiesen bailado encima una tarantela. Jo-Beth fue hacia la ventana, con intención de abrirla; pero no llegó más que a descorrer las cortinas, porque la escena que se presentó a sus ojos fue bastante fuerte como para impulsarla a bajar la escalera a todo correr, mientras gritaba el nombre de Tommy-Ray. A la luz de la puerta de la cocina le vio cruzar vacilante el patio, los pantalones vaqueros colgándole de una mano y arrastrados por el suelo.

El espeso arbusto del fondo del jardín se movía; y había algo más que viento en él.

Hijo mío —dijo el hombre que estaba entre los árboles—. Por fin nos encontramos.

Tommy-Ray no veía con claridad al que así le llamaba, pero no le cupo duda de que era el hombre que esperaba. La charla que atronaba su cabeza se suavizó al verle.

Acércate más —le ordenó.

Había algo extraño en su voz, algo dulce; y también en hecho de que estuviera medio escondido. Eso de hijo mío no podía ser literalmente verdad, pero ¡qué suerte si lo fuese! Después de renunciar a toda esperanza de dar con él, después de tantos vituperios infantiles y de tantas horas perdidas tratando de imaginarle, era una suerte verse, por fin, delante del padre perdido, y oír su llamada desde la casa en una clave que sólo padres e hijos conocían. Una verdadera suerte.

¿Dónde está mi hija? —preguntó el hombre—. ¿Dónde está Jo-Beth?

—Me parece que en casa.

Ve a buscarla, ¿me quieres hacer el favor?

—Sí, dentro de un momento.

¡No, ahora!

—Primero quiero verte. Deseo cercionarme de que esto no es una treta.

El extraño rompió a reír.

Ya oigo mi voz en ti —dijo—. También a mí me han tomado el pelo. Y eso nos hace cautos, ¿verdad?

—Sí.

Claro que tienes que verme —dijo, saliendo de entre los árboles—. Soy tu padre. Soy el Jaff.

Cuando Jo-Beth llegaba al final de la escalera, oyó que su madre la llamaba desde su habitación.

—¡Jo-Beth!, ¿qué ocurre?

—Nada, mamá.

—¡Ven aquí! Algo terrible…, mientras dormía…

—Un momento, mamá. Sigue en la cama.

—Terrible…

—Vuelvo en seguida. Tú sigue ahí, no te muevas.

Él estaba allí, en carne y hueso: el padre que Tommy-Ray había soñado de mil maneras distintas desde que se dio cuenta de que otros chicos tenían madre y padre, uno cuyo sexo era el mismo que el suyo, que sabía lo que son los hombres, y que transmitía ese saber a sus hijos. A veces había fantaseado con la idea de ser hijo de algún actor de cine, y que, un día, una enorme limusina llegaría a su calle, deslizándose como una serpiente, y una sonrisa famosa se bajaría de ella y le diría las mismas palabras que el Jaff acababa de pronunciar en ese momento. Pero este hombre era mucho mejor que cualquier actor de cine. No tenía gran aspecto; pero, en cambio, al igual que los rostros que el mundo idolatraba, tenía un aplomo fantasmal, como si estuviera por encima de cualquier alarde de poder. Tommy-Ray no sabía aún de dónde sacaba el Jaff esa autoridad, pero sus signos eran perfectamente visibles.

Soy tu padre —volvió a decir el Jaff—. ¿Me crees?

Por supuesto que lo creía. Hubiera sido una gran estupidez por su parte repudiar a un padre como ése.

—Sí —dijo—, te creo.

¿Y me obedecerás como un buen hijo?

—Sí, desde luego.

Bien, pues, entonces, ve ahora mismo a buscar a mi hija, por favor. La llamé pero rehúsa venir. Ya sabes tú por qué…

—No.

Piensa.

Tommy-Ray se puso a pensar, pero su mente no concebía respuesta alguna.

Mi enemigo la ha tocado —dijo el Jaff.

«Katz —pensó Tommy-Ray—. Se refiere a esa bestia parda de Katz.»

—¿Es Katz tu enemigo? —preguntó Tommy-Ray, esforzándose por acertar—. ¿Es el hijo de tu enemigo?

Y ahora ha tocado a tu hermana. Eso es lo que la mantiene alejada de mí. Esa lacra.

—No será por mucho tiempo.

Diciendo esto, Tommy-Ray dio media vuelta y regresó corriendo a la casa, al tiempo que llamaba a Jo-Beth con voz ligera, tranquila.

En el interior de la casa, ella oyó su llamada y se sintió tranquilizada. No daba la impresión de que Tommy-Ray sufriese. Él estaba en la puerta del patio cuando Jo-Beth entró en la cocina; tenía los brazos abiertos, tapando el hueco de lado a lado, inclinándose hacia ella, sonriente, empapado en sudor y casi desnudo. Daba la impresión de llegar de la playa.

—Ha pasado una cosa maravillosa —dijo él, sonriendo.

—¿Qué es?

—Ahí fuera. Ven conmigo.

Cada vena de su cuerpo parecía querer salir de la piel. En sus ojos había una chispa de la que Jo-Beth receló. Y su sonrisa aumentó ese recelo.

—No pienso ir a ninguna parte, Tommy… —dijo.

—¿Por qué te niegas? —preguntó él, ladeada la cabeza—. Que ése te haya tocado no significa que le pertenezcas.

—¿De qué estás hablando?

—De Katz. Sé muy bien lo que ha hecho. No te avergüences. Estás perdonada. Pero tienes que venir y pedir perdón en persona.

—¿Perdonada? —El sonido de su voz, demasiado alta, agudizó el dolor de cabeza de Jo-Beth—. ¿Qué derecho tienes tú para perdonarme, pedazo de animal? Tú, sobre todo…

—No soy yo —dijo Tommy-Ray, sin que su sonrisa se alterase—, es nuestro padre.

—¿Cómo?

—Que está ahí fuera…

Jo-Beth movió la cabeza. Su dolor era cada vez más fuerte.

—Tú ven conmigo y calla. Está ahí, en el patio. —Soltó el marco de la puerta y entró en la cocina, dirigiéndose hacia ella—. Ya sé lo que duele —añadió—, pero el Jaffe te pondrá buena.

—¡Haz el favor de no tocarme!

—Pero si soy yo, soy Tommy-Ray, no tienes nada que temer de mí, Jo-Beth.

—¡Y tanto que tengo! ¡Ignoro el porqué, pero lo tengo!

—Piensas así porque has sido contaminada por Katz. No voy a hacerte nada que te duela, eso lo sabes de sobra. Sentimos las cosas juntos, ¿no es cierto? Lo que te duele a ti me duele a mí. Y no me gusta el dolor —rió—; soy raro, pero no tanto.

A pesar de sus dudas, Tommy-Ray la persuadió con ese argumento, porque, en el fondo, era la pura verdad. Los dos habían compartido un útero durante nueve meses; eran dos mitades del mismo huevo. Y él no quería hacerle daño.

—Anda, haz el favor, ven —dijo, alargando la mano.

Ella la asió. De inmediato sintió que su dolor de cabeza cedía, y eso la llenó de agradecimiento. En lugar del castañeteo del dolor, su nombre, susurrado:

Jo-Beth.

—¿Sí? —respondió ella.

—No, no soy yo —dijo Tommy-Ray—, es el Jaff, te llama.

Jo-Beth.

—¿Dónde está?

Tommy-Ray señaló a los árboles. De pronto, los dos se hallaban muy lejos de la casa; casi en el extremo mismo del patio. Jo-Beth no estaba muy segura de cómo había podido llegar tan lejos en tan poco tiempo, pero el viento que poco antes jugaba con las cortinas la tenía como cautivada, y la empujaba hacia delante, se diría que hacia el arbusto. Tommy-Ray soltó la mano de su hermana.

Sigue, acércate —oyó que le decía—. Esto es lo que estábamos esperando…

Jo-Beth vaciló. Algo en la forma de mecerse los árboles, en el modo de agitarse las hojas, la recordaba malas visiones: una nube en forma de hongo, quizás; o sangre en el agua. Pero la voz que la persuadía era profunda y tranquilizadora, el rostro que la emitía —ahora visible— la llenaba de emoción. Si tenía que llamar padre a algún hombre, ése era quizás el mejor de todos. Le gustaban su barba y su amplia frente; también la forma que tenía sus labios de pronunciar las palabras, con deliciosa precisión:

Soy el Jaff —dijo él—, tu padre.

—¿De veras? —preguntó ella.

De veras.

—¿Y por qué estás aquí ahora al cabo de tanto tiempo?

Acércate y te lo diré.

Jo-Beth iba a dar un paso más cuando oyó un grito que le llegaba desde la casa:

¡No dejes que te toque!

Era su madre, cuya voz alcanzaba ahora un volumen del que Jo-Beth nunca hubiera creído capaz de alcanzar. El grito la detuvo en seco. Se volvió bruscamente. Tommy-Ray estaba justo detrás de ella. Y al otro lado de él, cruzando el prado descalza, con la bata desabrochada, se aproximaba su madre a todo correr.

—¡Jo-Beth, apártate de eso! —gritó.

—¡Mamá!

¡Apártate!

Hacía casi cinco años que su madre no salía de casa. Y en todo ese tiempo había dicho más de una vez que nunca más volvería a salir. Y allí estaba, con expresión de infinita alarma, gritando órdenes, no peticiones.

—¡Los dos, fuera de ahí!

Tommy-Ray dio media vuelta para encararse con su madre.

—Entra en la casa —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.

La madre aflojó el paso, y se acercó casi despacio.

—Tú no lo sabes, hijo —dijo ella—. Jamás lo entenderías.

—Es nuestro padre —contestó Tommy-Ray—. Ha venido a casa. Debieras mostrarte agradecida.

—¿Por eso? —preguntó ella, los ojos abiertos como platos—. Eso fue lo que me rompió el corazón. Y os lo romperá a vosotros, a poco que se lo permitáis. —Ya se encontraba a un metro de distancia de Tommy—. No se lo permitas —añadió en voz baja, alargando la mano para tocarle el rostro—. No le dejes que nos haga daño.

Tommy-Ray apartó de sí con un gesto brusco la mano de su madre.

—Te lo he advertido —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.

La reacción de su madre fue inmediata. Dio un paso hacia Tommy-Ray y le cruzó la cara; una fuerte bofetada con la mano abierta, cuyo estrépito hizo eco contra la casa.

¡Idiota! —le gritó—, ¿es que no reconoces el mal cuando lo ves?

—¡Lo que reconozco es a una jodida lunática cuando la veo! —escupió Tommy-Ray—. Todas tus oraciones y lo que decías del demonio… ¡Me das asco! Lo que quieres es echar a perder mi vida. Y ahora también quieres echar a perder esto. ¡Bien, pues no podrás! ¡Papá está en casa! ¡Así que, jódete!

Esa explosión pareció divertir al hombre que se escondía entre los árboles; Jo-Beth le oyó reírse, y miró a su alrededor. Él sin duda, no se lo esperaba, porque había permitido que la careta que llevaba se le ladeara un poco. El rostro que Jo-Beth había encontrado tan paternal hacía unos instantes aparecía hinchado; o se había hinchado algo que había detrás de él. Sus ojos y su frente se veían agrandados; la barbuda barbilla y la boca, que tanto le habían gustado, eran casi inexistentes. Donde antes estaba su padre, vio a un niño monstruoso. Nada más verlo rompió a gritar.

—¡Mamá! —exclamó, volviéndose hacia la casa.

—¿A dónde vas? —preguntó Tommy-Ray.

—¡Eso no es nuestro padre! —dijo ella—. ¡Es una trampa! ¡Mira! ¡Es una espantosa trampa!

O Tommy-Ray lo sabía y no le importaba, o estaba tan dominado por el Jaff que sólo veía lo que éste quería que viese.

—¡Tú te quedas aquí conmigo! —gritó, y agarró a Jo-Beth del brazo—. ¡Con nosotros!

Jo-Beth forcejeó para liberarse de él, pero la presa era demasiado fuerte. Entonces, su madre intervino dando a Tommy-Ray tal golpe con el puño cerrado que le forzó a soltar a su hermana. Antes de que el chico pudiera agarrarla de nuevo, Jo-Beth corría camino de la casa. Una tormenta de follaje la siguió a través del prado, y también su madre, a la que cogió de la mano cuando se reunieron las dos ante la puerta.

—¡Ciérrala! ¡Ciérrala! —la urgió su madre en cuanto se encontraron dentro.

Jo-Beth lo hizo así. En cuanto hubo girado la llave en la cerradura, su madre gritó que la siguiera.

—¿A dónde? —preguntó Jo-Beth.

—A mi cuarto. Sé una manera de detener esto. ¡Corre!

El cuarto olía el perfume de su madre, y también a sábanas rancias; pero, al menos por esa vez, Jo-Beth lo encontró familiar y reconfortante. Lo dudoso era que aquel cuarto fuera también un refugio seguro. Jo-Beth oía que alguien estaba abriendo a patadas la puerta de atrás, y luego un gran estrépito, como si tiraran al suelo de la cocina todo lo que la nevera contenía. Luego, silencio.

—¿Estás buscando la llave? —preguntó Jo-Beth al ver que su madre tanteaba bajo las almohadas—. Creo que está puesta en la cerradura, y fuera.

—¡Pues sal y cógela! —gritó su madre—. ¡Y rápido!

En aquel momento, un crujido se oyó al otro lado de la puerta. Ese ruido intimidó a Jo-Beth, y la disuadió de abrirla. Pero si dejaban la puerta sin cerrar con llave las dos estaban indefensas por completo. Su madre hablaba de frenar al Jaff, pero no era la llave lo que buscaba, sino su libro de oraciones, y con rezos no iba a poder frenar nada. La gente muere a diario con plegarias en los labios. La única solución, en vista de las circunstancias, consistía en abrir la puerta de golpe.

Los ojos de Jo-Beth se fijaron en la escalera. Allí vio al Jaff, un feto barbudo cuyos enormes ojos estaban fijos en ella. Jo-Beth alargó la mano para coger la llave mientras el Jaff subía los escalones.

Aquí estamos —dijo él.

Mas la llave se negaba a salir de la cerradura. Jo-Beth tiró de ella, la giró, y acabó por soltarla; pero la llave saltó de la cerradura y de entre sus dedos. El Jaff se encontraba ya a tres escalones del descansillo. No se apresuraba. Jo-Beth se tiró al suelo para apoderarse de la llave, dándose cuenta, por primera vez desde que había entrado en la casa, de que el golpeteo en la cabeza que la había alertado de la presencia del Jaff comenzaba de nuevo, y su estrépito le impedía pensar con claridad. ¿Por qué se había inclinado? ¿Qué buscaba? Al ver la llave tirada en el suelo se acordó de todo. La cogió de golpe (con el Jaff ya en el descansillo), y se levantó; retrocedió, cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta a la llave.

—¡Está aquí! —dijo a su madre, volviendo la vista hacia ella.

—Claro —repuso Joyce.

Ésta había encontrado lo que buscaba. No era un libro de oraciones, sino un cuchillo, un cuchillo de cocina de más de veinte centímetros que había perdido hacía algún tiempo.

—¡Mamá!

—Ya sabía yo que vendría. Estoy lista.

—No puedes luchar con eso contra él —dijo Jo-Beth—, ni siquiera es humano, ¿verdad?

La mirada de su madre permanecía fija en la puerta.

—Dímelo, mamá.

—No sé lo que es —dijo ella—, he tratado de pensarlo todos estos años. Quizás es el diablo. O tal vez no. —Miró a Jo-Beth—. Hace muchísimo tiempo que tengo miedo —añadió—, y ahora lo tenemos aquí, y todo parece la mar de sencillo.

—Pues entonces, explícamelo —dijo Jo-Beth—, porque no lo entiendo. ¿Quién es? ¿Qué le ha hecho a Tommy-Ray?

—Le ha dicho la verdad —respondió su madre—. Bueno, se la ha dicho en cierto modo. Es tu padre. O al menos uno de ellos

—¿Cuántos tengo?

—Hizo de mi una puta. Me volvió medio loca a fuerza de deseos que yo no necesitaba. El hombre que durmió conmigo es tu padre; pero, eso… —señaló la puerta con el cuchillo, mientras, del otro lado de ella, llegaba ruido de golpecitos—, eso es lo que realmente te hizo a ti.

Te oigo —murmuró al Jaff—, te oigo con mucha claridad.

—¡Vete de ahí! —exclamó Joyce, acercándose a la puerta.

Jo-Beth trató de apartarse, pero ella hizo caso omiso. Y con razón. Lo que necesitaba tener a su lado era a su hija, no la puerta. Alargó la mano y asió a Jo-Beth por el brazo; la atrajo hacia sí, y acercó la punta del cuchillo a la garganta de la joven.

—La mato —amenazó, dirigiéndose a la cosa que esperaba en el descansillo—, la mato como hay Dios en el cielo, y lo digo en serio: intenta entrar en este cuarto, y tu hija muere. —Tenía asida a Jo-Beth con tanta tuerza como antes la había asido Tommy-Ray. Hacía unos minutos, éste la había llamado loca de atar. O su madre trataba de hacer gala de una fuerza que no poseía o Tommy-Ray tenía razón. En ese caso, fuera lo que fuese, lo cierto era que Jo-Beth estaba perdida.

El Jaff volvió a dar golpecitos en la puerta.

¡Hija! —dijo.

—¡Contéstale! —le ordenó su madre.

¡Hija!

—¿Qué…?

¿Temes por tu vida? Dime la verdad. Pero sólo la verdad. Porque te amo y no quiero que nadie te haga daño.

—Tiene miedo —dijo Joyce.

Deja que ella responda.

Jo-Beth no vaciló.

—Sí —gritó—, sí. Tiene un cuchillo, y…

Harías una gran tontería —dijo el Jaff a Joyce— si matases la única cosa que hace tu vida digna de ser vivida. Pero serias capaz, ¿verdad?

—¡No toleraré que la cojas!

Se produjo un silencio al otro lado de la puerta. Luego, el Jaff dijo:

Por mí, de acuerdo… —riendo, bajo—. Siempre queda mañana.

Hizo girar el picaporte una vez más, como para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada con llave. Luego la risa cesó, y también cesó el ruido metálico del picaporte; en su lugar se oyó un ruido bajo, gutural, que bien podía ser el quejido de alguien que naciera al dolor, a sabiendas de que, con su primer aliento, perdía toda posibilidad de escapar a su condición. La angustia de aquel ruido era, cuando menos, tan escalofriante como las seducciones y las amenazas que habían oído antes. Luego el ruido comenzó a hacerse más suave, a desaparecer.

—Se va —dijo Jo-Beth. Su madre tenía todavía la punta del cuchillo apoyada contra su cuello—. Se va, mamá, suéltame.

El quinto escalón a contar desde el tramo rechinó dos veces, lo que confirmó la idea de Jo-Beth de que sus atormentadores abandonaban la casa. Pero pasaron treinta segundos más antes de que su madre soltara el brazo de Jo-Beth, y un minuto entero sin que dejara en completa libertad a su hija.

—Se ha ido de la casa —dijo—, pero tú quédate un poco más de tiempo aquí.

—¿Y qué será de Tommy? —preguntó Jo-Beth—. Tenemos que salir en su busca.

Pero su madre movió negativamente la cabeza.

—De todas formas era inevitable que yo lo perdiera —dijo—, de nada vale ya.

—Pero tenemos que hacer algo —insistió Jo-Beth.

Abrió la puerta. En el otro extremo del descansillo, apoyado contra la barandilla, se veía algo que sólo podía ser obra de Tommy-Ray. Cuando eran niños, él solía hacer docenas de muñecas para Jo-Beth, juguetes improvisados que, sin embargo, tenían la huella de su buena voluntad. Sus rostros sonreían siempre. Y ahora Tommy-Ray había creado un muñeco nuevo; un padre para la familia, hecho con comida. La cabeza de hamburguesa, con dos huellas de dedo gordo a modo de ojos; piernas y brazos de verduras; el torso, una caja de botellas de leche cuyo contenido se derramaba por entre sus piernas, haciendo un charco en torno a los ajos y pimientos que había por el suelo. Jo-Beth miró aquel alarde de tosquedad, y el rostro de carne cruda la miró a su vez. Pero no sonreía. Ni siquiera tenía boca. Sólo las dos huellas dejadas allí por el dedo gordo. Y de su ingle se derramaba la leche de la virilidad, manchando la alfombra. Su madre tenía razón. Habían perdido a Tommy-Ray.

—Tú sabías que ese hijo de puta iba a volver —dijo Jo-Beth.

—Me imaginé que con el tiempo lo haría. Pero no a por mí. Y no ha venido a por mí. Yo no era más que un útero que tenía a mano, como todas nosotras…

—La Liga de las Vírgenes —murmuró Jo-Beth.

—¿Dónde oíste eso?

—Pero, mamá…, la gente ha hablado de ese tema desde que yo era niña.

—¡Yo estaba tan avergonzada! —exclamó su madre. Se llevó una mano al rostro; la otra, que aún asía el cuchillo, colgaba contra su costado—. En extremo avergonzada. Quería suicidarme, pero el pastor me lo impidió. Me dijo que tenía que vivir. Para Dios, y para ti y Tommy-Ray.

—Tuviste que ser muy fuerte —dijo Jo-Beth, apartando los ojos de la muñeca para mirar a su madre—. Te quiero, mamá. Sé que dije que tenía miedo, pero estoy segura de que no me hubieras hecho daño.

Joyce la miró, las lágrimas bañaban su rostro.

—Te hubiera matado, sin más.