Las chicas fueron a bañarse dos veces.
La segunda vez lo hicieron la mañana siguiente a la noche en que Howard Ralph Katz conoció a Jo-Beth McGuire. El aire bochornoso de la tarde anterior había desaparecido dejando lugar a un viento que prometía brisa fresca que suavizaría el calor de la tarde.
Buddy Vance había vuelto a dormir solo en una cama dispuesta para tres personas. Tres en la cama era el paraíso, afirmaba él (y, por desgracia, le había oído decirlo). Dos era el matrimonio, o sea, el infierno puro y simple. Él sabía ya bastante del matrimonio, y no le cabía la menor duda de que no le iba, pero aquella mañana tan hermosa lo sería mucho más si supiese que al final de ella estaba esperándole una mujer, aun cuando no fuese más que su propia esposa. Su aventura con Ellen había resultado demasiado perversa para que durase mucho tiempo. Había tenido que echarla de su trabajo muy pronto. Entretanto, su cama, dice ella, hacía ese nuevo régimen matinal un poco más llevadero, porque, con nada en el colchón que le retuviese, podía levantarse rápidamente, ponerse la ropa de jogging y lanzarse a la calle Colina abajo.
Buddy tenía cincuenta y cuatro años. El jogging le hacía sentirse como si tuviese el doble, pero muchos que contaban su misma edad habían muerto hacía poco tiempo, el último de ellos, su antiguo agente, Stanley Goldhammer, y todos por causa de los mismos excesos a los que él seguía siendo tan concienzudamente fiel: los puros, el alcohol, las drogas… De todos sus vicios el de las mujeres era el más sano, pero incluso ese placer debía tomarlo ahora con moderación. Ya no podía pasarse la noche entera haciendo el amor como a los treinta años. Incluso en algunas ocasiones, pocas y traumáticas, se había sentido incapaz de acabar el acto sexual. Ese fallo lo indujo a visitar al médico para pedirle una panacea, por cara que fuese.
—No hay ninguna —dijo Tharp, que llevaba tratando a Buddy desde sus años en la televisión, cuando el Buddy Vance Show llegó a ser el programa de más audiencia semanal, y el chiste que contaba a las ocho de la noche estaba ya en boca de todos los estadounidenses a la mañana siguiente. Tharp conocía a fondo al hombre que en otro tiempo había sido considerado como el más gracioso del mundo.
—Estas cosas hacen mucho daño a tu cuerpo, Buddy, cada maldito día que pasa. Y dices que no quieres morir. Lo que quieres es estar siempre a cien.
—Justo.
—Pues si sigues a sí te doy diez años más de vida. Y eso con un poco de suerte. Tienes demasiado peso, tienes demasiadas tensiones. He visto cadáveres más sanos.
—Doy gatillazo, Lou…
—Sí, bueno, tú te encargas de los gatillazos y yo del certificado de defunción. ¡Haz el favor, hombre! Empieza a cuidarte un poco, si no, ¡por Cristo bendito!, vas a seguir el mismo camino que Stanley.
—No creas que no lo he pensado.
—Sí, ya sé que lo has pensado, Bud, ya lo sé.
Tharp se levantó, acercándose al otro lado de la mesa donde Buddy se encontraba. En la pared había fotografías firmadas de las estrellas a las que había tratado y dado consejo. Muchos nombres famosos. Casi todos ellos, muertos, muchos prematuramente. La fama tiene su precio.
—Me alegra que te vuelvas razonable. Bien, si es que hablas en serio…
—¿Es que no estoy aquí, en tu consulta? ¿Qué más seriedad de mierda quieres? Ya sabes lo que me fastidia hablar de toda esa marranada. Nunca, nunca en mi vida había dado gatillazo, Lou. Y tú lo sabes. Ni una vez. Cualquier cosa. Cualquier otra cosa. ¡Pero, mira que esto…!
—A esto hay que hacerle frente tarde o temprano.
—Prefiero tarde.
—De acuerdo, te pondré un plan. Régimen, ejercicios…, vamos, a fondo, Buddy, pero no creas que te va a divertir cuando lo veas.
—En alguna parte he oído que la risa te hace vivir más tiempo.
—Enséñame dónde dice que los comediantes viven eternamente, y yo te enseñaré una tumba con un chiste como epitafio.
—Muy bien, ¿cuándo empiezo?
—Hoy mismo. Retírate de las cervezas y de las golosinas, y procura utilizar la piscina de vez en cuando.
—Hay que limpiarla.
—Bueno, pues haz que la limpien.
Eso fue lo más fácil. Buddy mandó a Ellen que llamara al Servicio de Piscinas y, al día siguiente, alguien llegó a limpiarla. El plan de salud de Tharp, como éste le había advertido, era duro, pero cada vez que su voluntad vacilaba, Buddy pensaba en el aspecto que tenía algunas mañanas al mirarse al espejo y en que sólo se veía la polla si metía la barriga hacia dentro con tal fuerza que llegaba a dolerle. Cuando la vanidad no le daba resultado, pensaba en la muerte, pero eso como último recurso.
Buddy había sido madrugador siempre, así que el levantarse temprano para correr no le costaba gran trabajo. Las aceras estaban desiertas, y a menudo —como en ese momento, por ejemplo— hacía su paseo Colina abajo y cruzaba todo Grove, para dirigirse al bosque, donde el terreno no le magullaba la planta de los pies como se la magullaba el cemento, y su jadeo se acoplaba con el canto de los pájaros. En días como ése, la carrera era sólo de ida, porque José Luis lo esperaba con la limusina, donde había toallas y té helado. Después regresaban de la forma más fácil: sobre ruedas, a «Coney Eye», que era el nombre que había dado a su finca. La salud era una cosa, y el masoquismo, otra, por lo menos en público.
La carrera tenía otras ventajas, además de dar más consistencia a su vientre. Buddy usaba esa hora para dilucidar en mente cualquier problema que le inquietase. Y aquel día, inevitablemente, sus pensamientos fueron a Rochelle. El acuerdo de divorcio iba a ser firmado esa semana; con ello, su sexto matrimonio pasaría a la Historia. Sería el segundo más corto de los seis. Sus cuarenta y dos días con Shashi habían hecho el más breve de él, terminado con un disparo que estuvo a punto de hacerle pedazos los testículos. Cada vez que lo pensaba un sudor frío le cubría el cuerpo. Y no habría pasado más de un mes con Rochelle en el año que llevaban casados. Después de la luna de miel y de sus pequeñas sorpresas, Rochelle había vuelto a Fort Worth para calcular su pensión. Fue un desacierto desde el principio, y él hubiera debido darse cuenta la primera vez que Rochelle no se rió de sus gracias de siempre, lo que ocurrió, precisamente, la primera vez que se las oyó. Pero de todas sus mujeres, incluida Elizabeth, Rochelle era la que más le atraía físicamente. Su rostro parecía tallado en piedra, pero por un escultor genial.
Pensaba en el rostro de Rochelle mientras dejaba la acera e iba hacia el bosque. Quizá debiera llamarla y pedirle que volviese a «Coney Eye» para hacer un último intento. Esto lo había hecho ya una vez, con Diane, y disfrutó de los dos meses mejores de todos sus años juntos, hasta que los viejos resentimientos volvieron a aflorar. Pero Diane era Diane, y Rochelle, Rochelle. Qué inutilidad intentar proyectar el tipo de comportamiento de una mujer en otra; cada mujer es maravillosamente distinta.
En comparación con ellas, los hombres son una especie aburrida: desmañados y obsesionados. La próxima vez, a él le gustaría nacer lesbiana.
Oyó risas a lo lejos. Las inconfundibles risitas de las chicas jóvenes. Un sonido extraño a aquella hora de la mañana. Se detuvo y escuchó; pero, de repente, el aire se vació de sonidos, incluido el canto de los pájaros. Los únicos ruidos que se oían eran interiores: los propios de su sistema. ¿Habría imaginado esas risas? Era posible, porque sus pensamientos estaban llenos de mujeres. Pero cuando se disponía a volverse y abandonar la espesura con su carencia de sonidos, volvieron a oírse las risas, y, además, se produjo un cambio extraño, casi alucinante, en el escenario que lo rodeaba. El sonido parecía animar ahora el bosque entero. Daba movimiento a las hojas, aclaraba la luz misma. Más aún: cambiaba hasta la dirección del sol. En el silencio, la luz había sido pálida, pues su fuente estaba todavía baja, en el Oeste. En cambio, durante el tiempo que la risa duró, se volvió brillante como al mediodía, derramándose sobre las hojas vueltas hacia ella.
Buddy no daba crédito a sus ojos pero tampoco dejaba de creérselo: se limitaba a contemplar el fenómeno, como hacía con la belleza femenina, hipnotizado. Sólo cuando la tercera ronda de risas comenzó, se dio cuenta de la dirección de donde venían, y empezó a correr hacia ella, mientras la luz vacilaba aún.
Unos pocos metros más adelante vio, a través de los árboles, un movimiento ante él. Era una chica que se despojaba de la ropa interior. Detrás de ella, otra chica, pero atractiva y llamativa rubia, empezó a hacer lo mismo. Algo instintivo le indicó a Buddy que no eran totalmente reales, pero siguió avanzando con cautela, por miedo a asustarlas. ¿Se asustarían los espejismos? Sin embargo, no quiso arriesgarse a ello, en especial al tratarse de tales preciosidades. La chica rubia fue la última en desnudarse. Había otras tres, las contó, y estaban metiéndose en un lago situado en el límite mismo de la realidad. El rizo de sus aguas irradiaba luz sobre el rostro de la chica rubia. Arleen, así la llamaron a gritos, hacia la orilla. Yendo de árbol en árbol, Buddy se acercó hasta unos tres metros de distancia del borde del lago. Arleen avanzaba con el agua hasta los muslos. Aunque se inclinó para recoger agua con los cuencos de las manos para derramársela sobre el cuerpo, estaba virtualmente invisible. Las otras chicas, que se hallaban a más profundidad que ella, nadando ya, parecían flotar en el aire.
«Fantasmas —medio pensó Buddy—. Ésos son fantasmas, estoy observando el pasado, que se desarrolla de nuevo ante mis ojos.» Ese pensamiento le indujo a salir de su escondite. Si su suposición era correcta, esas chicas podrían desaparecer en cualquier momento, y él quería beber su belleza a grandes tragos antes de dejar de verlas.
No había ni traza de los vestidos que deberían de haber desparramado en la hierba donde acababan de estar, ni ningún otro signo —cuando alguna de ellas volvía la vista para mirar a la orilla— de que le viesen a él allí.
—No te alejes demasiado —gritó una del cuarteto a su compañera, que no tuvo en cuenta esa advertencia.
La chica se iba alejando de la orilla; abría y cerraba las piernas al nadar. Desde el primer sueño húmedo de su adolescencia, Buddy no recordaba una experiencia tan erótica como la de contemplar a aquellos seres suspendidos en el fulgurante aire, la parte baja de sus cuerpos sutilmente velada por el líquido elemento que las sostenía en lo alto, pero no tanto como para no poder gozar de sus menores detalles.
—¡Caliente! —gritó la más aventurera, que ya nadaba a bastante distancia de él—. ¡Aquí está caliente!
—¿Bromeas?
—¡Ven y compruébalo!
Sus palabras inspiraron una ambición más osada a Buddy. Ya había visto mucho. ¿Por qué no atreverse a tocar? Si ellas no le veían —y estaba claro que no podían—, ¿qué daño había en que se les acercara lo más posible, y recorrer sus espaldas con la punta de los dedos del pie?
El agua no hizo ruido alguno al penetrar Buddy en ella, ni sintió el menor contacto en los tobillos y en las pantorrillas al llegar a lo más profundo. Sin embargo, era suficiente para sostener a Arleen, que hacía la plancha sobre la superficie del lago, con el cabello extendido alrededor de la cabeza, dando de vez en cuando suaves brazadas que la alejaban de él. Buddy se apresuró para alcanzarla. El agua no ofrecía la menor resistencia a su paso, de modo que cubrió la distancia que la separaba de la chica en unos pocos segundos. Los brazos de Buddy se alargaron, sus ojos estaban fijos en los labios rosados de la vagina, mientras ella se alejaba, con diestros movimientos de sus piernas.
La más atrevida había empezado a gritar algo, pero Buddy no se dio cuenta de su agitación. No podía pensar en otra cosa que en mirar a Arleen, en poner la mano sobre el cuerpo femenino sin que ella protestase, al contrario, seguía nadando mientras él se saciaba de ella. En su prisa, el pie de Buddy chocó contra algo, y él se hundió con el rostro hacia abajo. La sacudida le hizo volver a la realidad lo suficiente como para interpretar los gritos que le llegaban de la parte más profunda del agua. Ya no eran gritos de placer, sino de miedo. Levantó la cabeza del fondo. Las dos nadadoras más rápidas se retorcían en el aire, volviendo los rostros al cielo.
—¡Dios mío! —pensó Buddy.
Se estaban ahogando. Unos momentos antes las había llamado fantasmas, sin pensar en realidad lo que ese nombre implicaba. Allí estaba la terrible verdad. El grupo de nadadoras había encontrado la desgracia en aquellas aguas fantasmagóricas. Él había estado coqueteando con muertos.
Asqueado de sí mismo, quiso huir, pero una perversa obligación le vinculaba a esta tragedia, forzándole a segur mirando.
De pronto, el mismo remolino abarcó a las cuatro, las agitó en el aire, y oscureció sus rostros mientras ellas luchaban por respirar. ¿Cómo era posible? Parecía que estaban ahogándose en metro y medio de profundidad. ¿Habrían sido atrapadas por alguna corriente? No parecía probable, en tan poca agua y, a todas luces, tan plácida.
—Ayúdalas —se sorprendió a sí mismo diciendo—. «¿Por qué no hay alguien que las ayude?».
Como si le fuera posible ayudarlas, se dirigió hacia ellas. Arleen era la que se hallaba más cerca. De su rostro había desaparecido toda la belleza, estaba contorsionada y retorcida por la desesperación y el terror. De pronto, sus ojos, completamente abiertos, parecieron ver algo en el agua, debajo de sus pies. Cesó su forcejeo, y un aspecto de rendición total se apoderó de ella. Había renunciado a la vida.
—¡No! —murmuró Buddy.
Alargó las manos, intentando asirla, como si sus brazos pudiesen recuperarla del pasado y traerla de nuevo a la vida. En el momento que su carne se ponía en contacto con la de la chica, se dio cuenta de que ese acto suyo iba a ser fatal para los dos. Pero era demasiado tarde para los arrepentimientos. El fondo tembló a sus pies. Buddy miró hacia abajo. Sólo había una fina capa de tierra, en la que afloraba una escasa capa de hierba. Debajo de la tierra, roca gris. ¿O cemento? ¡Sí, era cemento! Un agujero en el fondo taponado con ese material, pero la reparación se estaba resquebrajando de nuevo, delante de él, ensanchándose las fisuras del cemento.
Miró hacia atrás, a la orilla del lago, a tierra firme, pero un abismo se había abierto ya entre él y la seguridad, una losa de cemento se deslizaba hacia abajo, a un metro de distancia de los dedos de sus pies. Un aire helado ascendía del fondo.
Miró a las nadadoras, pero el espejismo iba cediendo. Y en el momento en que desapareció del todo, Buddy captó la misma expresión en los cuatro rostros: los ojos vueltos hacia arriba, de modo que no se veía más que el blanco; las bocas abiertas para poder apurar la muerte. Buddy comprendió entonces que no habían muerto en aguas poco profundas, sino que, al llegar allí, encontraron un abismo que las arrebató, como ahora él era arrebatado: ellas, con agua; él, con espectros.
Empezó a lanzar alaridos, en petición de ayuda, mientras la violencia del terreno iba en aumento y el cemento se trituraba a sí mismo, y se convertía en polvo bajo sus pies. Quizás alguna otra persona que hiciese jogging, como él, por la mañana temprano, le oyera y acudiese en su ayuda. Pero rápido; tenía que ser lo más rápido posible. ¿A quién pensaba que estaba tomando el pelo? Y eso que él era un humorista. Nadie vendría en su ayuda. Iba a morir. ¡Maldita sea, iba a morir!
El boquete entre él y la tierra firme se había ensanchado de una manera considerable, y saltarlo era la única esperanza de salvación que le quedaba. Tendría que ser muy rápido, antes de que el cemento que había a sus pies se hundiese hasta el fondo, arrastrándole consigo. O ahora o nunca.
Saltó, y consiguió dar un gran salto. Unos pocos centímetros más y hubiera estado a salvo. Pero unos pocos centímetros eran precisamente lo esencial. Trató de agarrarse al aire, muy cerca de su objetivo, y cayó.
Durante un momento el sol brilló sobre su cabeza. Luego, todo fue oscuridad, y cayó a través de la oscuridad, trozos de cemento le rozaban, cayendo con él. Los oía chocar contra la superficie de la roca al pasar junto a ella. Después cayó en la cuenta de que era él el que hacía ese ruido al caer. Sus huesos y su espalda, al romperse, crujían; y siguió cayendo, cayendo…
El día empezó para Howie más temprano de lo que él hubiera deseado después de dormir tan poco, pero una vez se hubo levantado y hecho sus ejercicios se alegró de estar despierto. Era un crimen seguir en la cama con la mañana tan bonita que hacía. Sacó un refresco de la máquina tragaperras y se sentó a la ventana, mirando al cielo y pensando en lo que el día le traería.
¡Mentira! No pensaba en absoluto en el día, sino en Jo-Beth, sólo en Jo-Beth. Sus ojos, su sonrisa, su voz, su piel, su aroma, sus secretos… Miró al cielo y sólo la vio a ella, estaba obsesionado.
Eso era nuevo para él. Nunca había sentido una emoción tan fuerte y tan posesiva como en aquel momento. Durante la noche se había despertado dos veces con sudores repentinos. No conseguía recordar qué sueños se los habían causado, pero Jo-Beth estaba en ellos, con toda seguridad. ¿Cómo podía no estarlo? Tenía que ir a buscarla. Cada hora que pasaba sin su compañía era una hora perdida. Cada momento que pasaba sin verla, como si estuviese ciego. Cada momento sin tocarla, un entumecimiento.
Jo-Beth le había dicho la noche anterior, cuando se despidieron, que trabajaba de noche en el restaurante «Butrick», y de día en una librería. Dada la longitud de la Alameda, no sería nada difícil de localizar la tienda. Compró una bolsa de dónuts para rellenar el agujero que la falta de cena le había dejado la noche anterior. El otro agujero, el que había ido a curar estaba muy lejos de sus pensamientos. Fue deambulando entre la sucesión de tiendas, en busca de la librería. La encontró entre una peluquería canina y una agencia inmobiliaria. Como la mayor parte de las tiendas, la librería estaba todavía cerrada; aún faltaban tres cuartos de hora para que abriesen, según indicaba el letrero que colgaba de la puerta. Howie se sentó al sol, a esperar.
En cuanto abrió los ojos, su primer impulso fue mandar a paseo el trabajo e ir a buscar a Howie. Los sucesos de la noche anterior habían ocurrido y vuelto a ocurrir ante ella en sueños, cambiando cada vez de una forma sutil, como si pudiera haber realidades alternativas, como si aquéllas fuesen sólo unas pocas de una infinita selección, nacida del encuentro mismo. Pero de todas esas posibilidades, Jo-Beth no podía concebir ninguna en la que Howie no se encontrara. Howie había estado esperándola desde su primer aliento, sus células se lo aseguraban así. De una manera imponderable, Howie y ella se pertenecían mutuamente.
Jo-Beth sabía muy bien que si alguno de sus otros amigos le hubiese confesado tales sentimientos ella los hubiera desdeñado con toda cortesía como ridículos. Eso no quería decir que nunca hubiese añorado ciertos rostros, ni subido el volumen de la radio cuando sonaba alguna canción de amor especial. Pero incluso oyéndola, Jo-Beth sabía que todo aquello no era más que una forma de evasión de una realidad poco armoniosa. Ella era la perfecta víctima de esa realidad todos los días de su vida. Su madre, prisionera de la casa y de su propio pasado, que hablaba, los días que era capaz de hacerlo, de las esperanzas que había tenido y de los amigos con los que había compartido tales esperanzas. Hasta entonces, un destino triste mantenía a raya las ambiciones románticas de Jo-Beth…, todas sus ambiciones.
Pero lo ocurrido entre Jo-Beth y el muchacho de Chicago no iba a terminar como la gran aventura de su madre: quedando ella abandonada, y el hombre en cuestión tan despreciado que ni siquiera podía decir su nombre. Si las clases de los domingos en la iglesia le habían enseñado algo, era, sin duda, que la revelación llega cuándo y dónde menos se espera. A Joseph Smith, el profeta de los mormones, la revelación le había llegado en una granja, en Palmyra, Nueva York; Noticias del Libro de los Mormones, reveladas a él por un ángel. ¿Por qué no le iba a llegar la revelación a ella en circunstancias igual de prometedoras? Por ejemplo, al entrar en el restaurante «Butrick», o en un estacionamiento, al lado del hombre a quien conocía de algún sitio y, al mismo tiempo, de ninguno.
Tommy-Ray se encontraba en la cocina. Leía con una atención tan intensa como el aroma del café que se preparaba. Tenía todo el aspecto de haberse quedado dormido sin desnudarse.
—¿Qué, noche de juerga? —preguntó Jo-Beth.
—Los dos.
—No, yo no mucho —dijo ella—. Llegué a casa antes de medianoche.
—Pero no dormiste.
—Bien, sí, a ratos.
—Estuviste despierta, te oí.
Imposible. Jo-Beth estaba segura de que eso no podía ser. Sus dormitorios estaban en extremos opuestos de la casa, y Tommy Ray podía ir al cuarto de baño sin acercarse al suyo lo suficiente como para oírla.
—Bueno, ¿y qué? —dijo él.
—¿Y qué, qué?
—Que hables conmigo.
—Tommy, ¿qué te ocurre? —Había una agitación en su comportamiento que la irritaba.
—Te oí, me pasé la noche entera oyéndote. A ti te ha sucedido algo esta noche, ¿a que sí?
Tommy no podía saber nada sobre Howie. Sólo Beverly tenía alguna pista acerca de lo ocurrido en el restaurante; y todavía no le había dado tiempo para esparcir rumores, aun en el que caso de abrigarse tales intenciones, lo que era dudoso porque ya tenía suficientes secretos propios que mantener al margen del conocimiento general. Además, ¿qué podría contar?: ¿que había coqueteado con un cliente?, ¿que le había besado en el estacionamiento? ¿Qué podía importarle eso a Tommy-Ray?
—A ti te ha sucedido algo esta noche —repitió él—. Noté una especie de cambio. Pero a mí, a pesar de que los dos estamos esperando algo, no me ha ocurrido nada, de modo que ha de haberte sucedido a ti, Jo-Beth.
—¿Me quieres poner un poco de café?
—Contesta.
—¿Qué quieres que te conteste?
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada.
—No es cierto —replicó él, con más desconcierto que acusación en la voz—. ¿Por qué me mientes?
Era una buena pregunta. Jo-Beth no estaba avergonzada de Howie, o de lo que sentía por él. Hasta entonces, Jo-Beth había compartido con Tommy-Ray todas las victorias y derrotas de sus dieciocho años. Tommy-Ray no iría con el cuento de ese secreto a su madre o al pastor John. Pero las miradas que seguía dirigiéndola eran extrañas, y ella no sabía cómo interpretarlas. Además estaba la cuestión de que, evidentemente, la noche anterior la había escuchado. ¿Habría estado con la oreja pegada a la puerta de su cuarto?
—Tengo que ir a la librería, si no, se hará tarde.
—Te acompaño —dijo él.
—¿Por qué?
—Por ir en coche.
—Tommy…
El le sonrió.
—¿Qué tiene de malo que lleves a tu hermano en el coche? —preguntó.
Jo-Beth estaba casi convencida de su sinceridad, pero lo miró para hacer un signo de aquiescencia y vio que la sonrisa desaparecía de los labios de su hermano.
—Tenemos que confiar uno en el otro —dijo Tommy-Ray cuando ya estaban en el coche, circulando por Grove—, como siempre.
—Sí, lo sé.
—Porque, juntos, somos fuertes, ¿verdad? —Tommy miraba fijamente por la ventanilla del coche, y era la suya una mirada helada—. Y justo ahora necesito sentirme fuerte.
—Lo que necesitas es dormir un poco. ¿Por qué no quieres que te lleve otra vez a casa? No me importa llegar un poco más tarde.
Él movió la cabeza.
—¡Odio esa casa! —exclamó él.
—Qué cosas dices.
—La verdad. Los dos la odiamos. Me produce pesadillas.
—No es la casa, Tommy.
—Sí, sí que lo es. La casa. Y mamá. ¡Y vivir en esta jodida ciudad! ¡Mírala! —De repente se puso furioso, fuera de sí—. ¡Mira esta mierda! ¿No te gustaría hacer pedazos este jodido sitio? —Sus gritos, en el reducido espacio del coche, estaban destrozando los nervios a Jo-Beth—. Claro que te gustaría —añadió, mirándola fijamente, con los ojos muy abiertos y la expresión furiosa—, no mientas, hermanita.
—No soy tu hermanita, Tommy —repuso ella.
—Tengo treinta y cinco segundos más que tú —dijo él entonces.
Ésa había sido siempre una broma entre ellos; pero, de pronto se convertía en una palanca.
—¡Treinta y cinco segundos más que tú en este agujero de mierda!
—¡Cállate, estúpido! —dijo Jo-Beth, parando el coche de repente—. Venga, no pienso escucharte más, puedes bajarte y seguir a pie.
—¿Quieres que me ponga a gritar en la calle? —preguntó él—. Pues lo haré, no creas que me voy a cohibir. ¡Chillaré hasta que se caigan todas estas jodidas casas!
—Te estás comportando como una verdadera bestia —le acuso ella.
—¡Bien! Ésa es una palabra que no oigo muy a menudo en boca de mi hermanita —dijo él, con relamida complacencia—. Te repito que algo nos ocurre a los dos esta mañana.
Tenía razón. Jo-Beth se dio cuenta de que esa furia estaba prendiendo también en ella de una forma que antes no se hubiera permitido. Eran gemelos, y muy parecidos en muchas cosas; pero él había sido siempre el más rebelde de los dos. Ella hacía el papel de hija sumisa, mientras que ocultaba el desprecio que siempre había sentido por las hipocresías de Grove, porque su madre seguía siendo una víctima en busca de perdón. Pero Jo-Beth había envidiado muchas veces el abierto desprecio de Tommy-Ray, y deseado despreciar las apariencias, como él hacía, sabiendo que todas sus faltas le serían perdonadas a cambio de su simple sonrisa.
Para Tommy-Ray todo había sido mucho más fácil durante esos años. Su constante diatriba contra la ciudad era puro narcisismo; Tommy-Ray estaba enamorado de sí mismo en el papel de rebelde. Y estaba echando a perder aquella mañana, de la que ella quería gozar plenamente.
—Esta noche hablamos —dijo Jo-Beth.
—¿Tú crees?
—Ya te digo que hablamos esta noche.
—Tenemos que ayudarnos el uno al otro.
—Lo sé.
—Sobre todo, ahora.
Se calmó de repente, como si aquella rabia hubiera salido de él con la respiración, y, con ella, toda su energía.
—Tengo miedo —dijo Tommy-Ray, muy quedo.
—No hay nada que temer, Tommy. Lo que ocurre es que estamos cansados. Deberías irte a casa a dormir un poco.
—Sí.
Se hallaban en la Alameda. Jo-Beth no se molestó en estacionar el coche.
—Llévalo tú a casa —dijo—. Esta noche me acompaña Lois.
Cuando iba a apearse, Tommy la cogió con fuerza del brazo; la apretó tanto que le hizo daño.
—¡Tommy! —exclamó ella.
—¿Lo dices de veras? ¿De veras que no hay nada que temer? —preguntó él.
—No —respondió ella.
Tommy se inclinó para besarla.
—Confío en ti —dijo, sus labios muy próximos a los de su hermana. Su rostro abarcaba toda la mirada de Jo-Beth; su mano cogió el brazo de ella, como si la poseyera.
—¡Basta, Tommy! —exclamó ésta, retirando el brazo—. Anda, vete a casa.
Se bajó del coche, dando un golpe con más fuerza de la necesaria para cerrar la portezuela, y evitando deliberadamente mirarle.
—Jo-Beth.
Frente a ella, Howie. Sintió un tirón en el estómago al verle. A su espalda oyó una bocina. Se volvió y vio que Tommy-Ray no había cogido el volante del coche, el cual bloqueaba el acceso a los otros vehículos. Él la miraba con fijeza mientras alargaba la mano hacia el picaporte. Se apeó. Los bocinazos se multiplicaron, alguien comenzó a gritarle que apartara el coche del paso, pero él hizo caso omiso de todos. Tenía toda su atención puesta en Jo-Beth. Era demasiado tarde para que ella hiciese señas a Howie de que se marchara. La expresión del rostro de Tommy explicaba con claridad que había entendido toda la historia cuando observó la sonrisa de bienvenida en el rostro de Howie.
Jo-Beth miró a Howie, y sintió una desesperación infinita.
—¡Bien, vamos a ver! —oyó que Tommy decía detrás de ella.
Era algo más que simple desesperación; lo que sentía Jo-Beth era miedo.
—Howie… —comenzó.
—¡Pero qué bestia he sido! —prosiguió Tommy.
Jo-Beth intentó sonreír al volverse hacia él.
—Tommy —dijo—, te presento a Howie.
Nunca había visto una expresión como la de ese momento en el rostro de Tommy. Ni jamás pensó que aquellos rasgos tan idolatrados pudieran ser capaces de expresar tanta maldad.
—¿Howie? —preguntó Tommy—. ¿Qué significa? ¿Howard?
Jo-Beth asintió, y se volvió a mirar a Howie.
—Me gustaría que conocieses a mi hermano —dijo—. Mi hermano gemelo. Howie, éste es Tommy-Ray.
Los dos hombres dieron un paso hacia delante para estrecharse la mano, lo que hizo que ambos entraran al mismo tiempo en el campo de visión de Jo-Beth. El sol brillaba con la misma fuerza sobre ellos, pero no favorecía a Tommy-Ray, a pesar de su bronceada piel. Tenía aspecto enfermizo bajo su aparente salud: los ojos hundidos, sin brillo; la piel muy pegada a las mejillas y a las sienes. Parecía muerto, y Jo-Beth se sorprendió a sí misma al decirse que Tommy-Ray parecía muerto.
Aunque Howie extendió la mano para estrechar la de Tommy-Ray, éste hizo como que no la veía, y se volvió, de pronto, hacia su hermana.
—Más tarde —murmuró.
Su susurro fue casi ahogado por el alboroto de las de los otros automovilistas. Pero ella captó la amenaza con meridiana claridad. Después de hablar, Tommy-Ray les volvió la espalda y se molió en el coche. Ella no vio la sonrisa apaciguada que lucía en ese momento, pero podía imaginársela. Mr. «Ricitos de Oro», levantando los brazos como si se rindiese, a sabiendas de que sus captores no tenían la menor posibilidad de acabar con él.
—¿Qué ocurre? —preguntó Howie
—No lo sé con exactitud. Lleva portándose de manera rara des…
Iba a decir «desde ayer», pero acababa de ver una corrompida grieta en la belleza de su hermano, que debió de estar siempre allí, por más que ella —como el resto del mundo— se hallaba demasiado deslumbrada por él para haberla notado con anterioridad.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Howie.
—Creo que lo mejor será que le dejemos irse.
—¡Jo-Beth! —gritó alguien.
Una mujer de mediana edad se dirigía a grandes pasos hacia ellos. Tanto su vestido como sus rasgos eran de una sencillez rayana en la severidad.
—¿Era ése Tommy-Ray? —preguntó, al acercarse.
—Sí.
—Ya nunca viene por aquí. —La mujer se había detenido a un metro de distancia de Howie, mirándole fijamente, con expresión de ligera perplejidad—. ¿Entras en la tienda, Jo-Beth? —añadió, sin dejar de mirar a Howie—. Ya abrimos tarde.
—Sí, ahora mismo.
—¿Viene tu amigo también? —preguntó la mujer con algo de ironía.
—Oh, sí…, perdona…, Howie, te presento a Lois Knapp.
—Mrs. —la corrigió la otra, como si su estatus de mujer casada fuese un talismán contra los jóvenes forasteros.
—Lois…, éste es Howie Katz.
—¿Katz? —repitió Mrs. Knapp—. ¿Katz? —Apartó la mirada de Howie y se miró el reloj de pulsera—. Llevamos cinco minutos de retraso —añadió.
—No importa —dijo Jo-Beth—, aquí nunca vienen antes del mediodía.
Mrs. Knapp pareció extrañada de semejante indiscreción.
—El trabajo del Señor no ha de ser tomado a la ligera —observó—. Por favor, apresúrate.
Y desapareció con paso majestuoso.
—Qué señora tan extraña —comentó Howie.
—No es tan fiero el león como lo pintan.
—Sería difícil.
—Bueno, tengo que irme.
—¿Por qué? —dijo Howie—, hace un día precioso, podemos salir a cualquier sitio y disfrutar del tiempo.
—También mañana será un día precioso, y el otro, y el otro. Estamos en California, Howie.
—Bueno, pero vente conmigo.
—Déjame que antes intente hacer las paces con Lois. No quiero estar en la lista negra de todo el mundo; eso deprimiría mucho a mi madre.
—Entonces, ¿cuándo?
—¿Cuándo, qué?
—¿Cuándo estarás libre?
—Es que no te das por vencido, ¿eh?
—Nunca.
—Avisaré a Lois de que tengo que volver a casa para cuidar de Tommy-Ray esta tarde. Le diré que está enfermo. No es más que una mentira a medias. Después paso por el hotel. ¿Qué te parece?
—¿Prometido?
—Prometido. —Ya se iba; pero, de pronto, se volvió y le dijo—: ¿Qué te ocurre?
—¿Es que no quieres… besarme… besarme en público?
—Por supuesto que no.
—¿Y en privado?
Ella le hizo callar, aunque poco persuasiva, y luego dio unos pasos atrás.
—Di que sí.
—Howie…
—Di que sí.
—Sí.
—¿Ves lo fácil que es?
Muy avanzada la mañana, mientras Jo-Beth y Lois tomaban agua helada en la desierta tienda, la mujer mayor dijo:
—Howard Katz.
—¿Qué hay sobre él? —preguntó Jo-Beth, dispuesta a escuchar todo un sermón acerca de la conducta que se debe observar con el sexo opuesto.
—No conseguía acordarme del porqué me sonaba ese nombre.
—¿Y te acuerdas ahora?
—Una mujer que vivió en Grove. Hace tiempo —respondió Lois.
Después se puso a enjugar con una servilleta un círculo de agua que había sobre el mostrador. Su silencio y la atención y el esfuerzo que dedicaba a esa insignificante tarea parecían indicar que prefería no seguir con el tema, a menos que Jo-Beth insistiese. Pero ésta sin saber a ciencia cierta la razón, se sintió obligada a insistir.
—¿Era amiga tuya? —preguntó.
—No, mía, no.
—¿De mamá?
—Sí —respondió Lois, sin dejar de restregar, aunque el mostrador estaba ya seco—. Sí, era una amiga de tu madre.
De pronto, Jo-Beth vio las cosas con claridad.
—¡Una de las cuatro! —exclamó. Era una de las cuatro.
—Sí, creo que sí.
—¿Y tuvo hijos?
—Bien… la verdad es que no lo recuerdo.
Eso era lo máximo a lo que una mujer escrupulosa como Lois llegaba en sus mentiras, pero Jo-Beth insistió.
—Sí que te acuerdas —dijo—; haz el favor de contármelo.
—Sí, ahora lo recuerdo. Creo que tuvo un chico.
—Howard.
Lois asintió.
—¿Estás segura? —insistió Jo-Beth.
—Sí, segura por completo.
Ahora fue Jo-Beth quien guardó silencio, mientras su mente trataba de volver a examinar los acontecimientos de aquellos últimos días a la luz de ese nuevo descubrimiento. Lo que sus sueños, la aparición de Howie y la enfermedad de Tommy pudieran tener que ver entre sí y con la historia que ella había oído, en distintas versiones, sobre aquel baño de las cuatro amigas en el lago, acabado en muerte, locura y niños.
Tal vez su madre lo supiera mejor.
El chófer de Buddy Vance esperó cincuenta minutos y, entonces, decidió que su jefe debía de haber subido la Colina por sus propios medios. Llamó a «Coney Eye» por el teléfono del coche. Ellen estaba en casa, mas el jefe, no. Discutieron lo que convenía hacer y decidieron que lo mejor sería que él esperase en el coche los diez minutos que faltaban hasta la hora, y después volviera por la ruta más probable que el jefe hubiese elegido.
Sin duda se hallaría en algún punto de esa ruta, o habría llagado a casa antes que el coche. Volvieron a discutir las dos posibilidades. José Luis, con mucho tacto, omitió la posibilidad más probable: que el jefe hubiese encontrado alguna compañía femenina por el camino. Después de dieciséis años de trabajar para Mr. Vance, él conocía la destreza del señor para con las mujeres, que rayaba en lo sobrenatural. El jefe regresaría a casa cuando hubiera practicado su magia.
Buddy no sintió dolor, y lo agradeció, pero no era tan ingenuo como para no darse cuenta de lo que eso significaba. Su cuerpo debía de estar tan hecho papilla que su cerebro le había sobrevivido y se había desvinculado de él.
La oscuridad que lo envolvía era absoluta, y su única misión consistía en mantenerle a ciegas. O quizá fuese que los ojos se le hubieran salido de las órbitas, y se hubiesen caído en el camino de bajada. Cualquiera que fuese la razón, ciego y sin sensaciones, Buddy Vance flotaba, y mientras permanecía así, calculaba: primero, el tiempo que José Luis tardaría en darse cuenta de que su jefe no volvía: dos horas de ausencia. Su ruta habitual por el bosque no sería difícil de rastrear, y, una vez llegados a la fisura, el peligro en el que había caído se haría evidente para todos. Estarían buscándole bajo tierra hacia el mediodía, y para cuando la tarde fuese a caer, ya lo habrían sacado a la superficie y habrían empezado a arreglarle los huesos.
A lo mejor ya era mediodía.
La única forma que tenía de calcular el paso del tiempo eran los latidos de su corazón, que relumbraban en su cabeza. Empezó a contar. Si pudiese hacerse una idea de lo que duraba un minuto le sería posible calcular por esa medida de tiempo, y, después de sesenta, sabría que había pasado una hora. Pero, en cuanto empezó a contar, su cabeza se puso a calcular de una forma completamente distinta.
«¿Cuánto tiempo he vivido? —pensó—. No respirado, no existido, sino vivido, vivido en realidad.» Cincuenta y cuatro años desde su nacimiento: ¿y cuántas semanas era eso?, ¿cuántas horas? Mejor pensar por años, resultaba más fácil. Un año, trescientos sesenta días, día más, día menos. Había dormido una tercera parte de ese tiempo, o sea, ciento veinte días en el reino del sueño. «Dios mío, los momentos bajan mucho.» Media hora al día en el retrete, o vaciando la vejiga. Esto añadía otros diez días y medio al año. Sólo haciendo porquerías. Y luego, entre afeitarse y ducharse, pues otros diez días, y comiendo…, treinta o cuarenta. Y todo eso multiplicado por cincuenta y cuatro años…
Empezó a llorar.
—Sacadme de aquí —murmuró—, por favor, Dios mío, sácame de aquí, y viviré como nunca he vivido, haré que cada hora, cada minuto (incluso si estoy durmiendo, o cagando) sea un intento de comprender, de modo que cuando la próxima oscuridad venga no me encuentre tan perdido.
A las once en punto, José Luis se subió al coche y condujo Colina abajo para ver si podía localizar al jefe por la calle. Como vio que erraba el blanco, entró en una tienda de comestibles de la Alameda, donde había dado el nombre de Mr. Vance a un sandwich en reconocimiento de que era cliente (menos mal que el sandwich en cuestión estaba hecho sólo con carne); después, en la tienda de discos, donde el jefe se gastaba, con frecuencia, unos mil dólares de golpe. Mientras bromeaba con Ryder, el dueño de la tienda, llegó un cliente, que anunció a quienes quisieron oírle que algo serio ocurría en la parte oeste de Grove. ¿Habían pegado un tiro a alguien?
La calle que bajaba hacia el bosque estaba cerrada cuando José Luis llegó, sólo había un policía desviando el tráfico.
—No se puede pasar —le indicó a José Luis—, la calle está cerrada.
—¿Pues qué ha ocurrido? ¿A quién han matado?
—No, si no han matado a nadie. Ocurre que hay una fisura en la calle calzada.
José Luis descendió del coche y miró fijamente por encima del hombro del policía, hacia el bosque.
—Es que mi jefe ha estado corriendo por ahí esta mañana. —Sabía perfectamente que no tenía necesidad de dar el nombre del dueño de la limusina.
—¿Ah, sí?
—Y aún no ha vuelto.
—¡Mierda! Mejor será que me siga.
Se pusieron en camino entre los árboles en medio de un silencio roto tan sólo por los mensajes, apenas coherentes, que les llegaban por la radio del policía, y de los que éste hacía caso omiso, hasta que la espesura se abrió, formando un claro. Varios policías de uniforme hacían barreras en los bordes para impedir que los curiosos pasasen a donde conducían a José Luis. El terreno aparecía resquebrajado, y las fisuras se hacían más y más anchas según José Luis y el policía se acercaban a donde se encontraba el jefe, con los ojos fijos en tierra. La fisura de la calle, y todas las que habían pasado hasta llegar allí, era la consecuencia de una gran perturbación del terreno, un boquete de más de tres metros de anchura que se abría a una voraz oscuridad.
—¿Qué quiere? —preguntó el jefe, mientras señalaba con el dedo en dirección a José Luis—. Estamos vigilando esto.
—Buddy Vance —dijo el policía.
—¿Qué le ocurre?
—Pues que ha desaparecido —intervino José Luis.
—Ha venido por aquí para hacer ejercicio —explicó el policía.
—Deja que sea él quien me lo cuente —dijo el jefe—. ¿Se refiere al comediante?
—Sí.
La mirada del jefe se apartó de José Luis para volver a fijarse en el agujero.
—¡Dios mío! —susurró.
—¿Qué profundidad tiene? —preguntó José Luis.
—¿A qué se refiere?
—La grieta.
—No es una grieta; se trata de un abismo de mil pares de cojones. Hace un minuto he tirado una piedra y todavía estoy esperando a que toque fondo.
La consciencia de estar solo le llegó a Buddy poco a poco, como un recuerdo arrancado del sedimento de su cerebro. En realidad, al principio pensó que se trataría del recuerdo de una tormenta de arena que le había sorprendido en una ocasión, durante su tercera luna de miel, en Egipto. Pero ahora se encontraba en ese remolino, más solo y sin guía que aquella vez. Y no era arena lo que le hería los ojos, devolviéndole la vista, ni viento lo que le azotaba las orejas, devolviéndole el oído. Era otra fuerza completamente distinta, menos natural que una tormenta, y cogida allí como ninguna otra tormenta se había visto jamás cogida en una chimenea de piedra Por primera vez, vio el agujero por el que había caído, que se abría por encima de él hacia un cielo iluminado por el sol, pero tan lejos que no le daba ni el menor atisbo de esperanza. Buddy estaba seguro de que cualesquiera que fuesen los fantasmas que rondaban aquel lugar, girando como peonzas ante él hasta adquirir tangibilidad, llegaban de un tiempo tan remoto que entonces la especie humana no era todavía más que un destello en el ojo de la evolución. Cosas, pura y simplemente, aterradoras, poderes de hielo y fuego.
No estaba Buddy tan equivocado. Por lo menos, no del todo Por un instante, las formas que emergían de la oscuridad a poca distancia de donde él yacía parecieron asemejarse a hombres de carne y hueso, y en el siguiente momento pasaron a ser puras energías, enrolladas unas en otras, como paladines de una guerra de serpientes enviados por sus tribus a estrangularse mutuamente. Esa visión reanimó sus nervios y sus sentidos. El dolor de que hasta entonces se le habían hecho gracia comenzó a gotear en su consciencia; primero le llegó como una corriente; después, como una marea. Sintió como si estuviese echado sobre cuchillos, que introducían sus puntas entre sus vértebras, y le pinchaban las entrañas.
Demasiado débil incluso para gemir, lo único que Buddy podía hacer era ser espectador mudo, testigo del espectáculo que tenía lugar frente a él, y esperar que la liberación de la muerte llegase pronto y lo sacase de aquella agonía. Mejor la muerte, pensó. Un ser sin Dios, como él, no tenía la menor esperanza de redención, a no ser que los Libros Sagrados estuviesen equivocados y los fornicadores, borrachos y blasfemos fuesen también aptos para el Paraíso. Mejor la muerte, y acabar de una vez con todo aquello. La broma terminaría allí mismo.
«Quiero morir», pensó.
Cuando estaba formulando ese deseo, uno de los seres que peleaban frente a él se volvió. Buddy vio un rostro en la tormenta. Un rostro barbudo, cuya carne estaba tan inflamada por la emoción que parecía empequeñecer el cuerpo sobre cuyos hombros estaba asentado; era como el rostro de un feto: un cráneo abovedado, con ojos enormes. El terror que Buddy sintió cuando aquel ser lo miró no fue nada en comparación con el que le invadió al ver que alargaba los brazos para asirle. Quiso retirarse hacia algún nicho de piedra, huir del contacto de los dedos de aquel espíritu, pero su cuerpo no respondía ya al halago ni a la intimidación.
—Soy el Jaff —oyó Buddy decir al espíritu barbudo—, dame tu mente, quiero terata.
Cuando los dedos del espíritu rozaron por fin el rostro de Buddy, éste sintió un brote de fuerza, blanco como la luz, la cocaína o el semen, rodar por su cabeza, bajar por toda su anatomía. Y con esta fuerza le llegó también la certidumbre de haber cometido un error. Él era algo más que carne rasgada y huesos rotos: era algo más que eso, porque, a pesar de sus inmoralidades, había algo en él que el Jaff ambicionaba: un rincón de su ser del que esa fuerza ocupante iba a beneficiarse. Lo había llamado terata, y Buddy no tenía la menor idea de lo que esa palabra pudiera significar, pero lo que sí entendió con enorme claridad fue el terror cuando el espíritu penetró en él. Su roce era electrizante, y abría a fuego una senda hacia lo más esencial de su interior. Y también una droga, creando imágenes de aquella invasión que hacían piruetas ante su vista mental. ¿Y semen? Sí, también era semen, pues, si no, ¿porqué surgía ahora de su cuerpo, saltando como una culebra, un ser nacido de su misma médula, una vida que nunca hasta entonces había sentido en su interior, producto de la violación del Jaff?
Lo miró cuando se fue. Era pálido y primigenio. Sin rostro, pero con una docena de patas que se agitaban. Tampoco tenía mente, excepto la justa para no hacer otra cosa que la voluntad del Jaff. El rostro barbudo rió al verlo. Retirando los dedos del cuerpo de Buddy, el espíritu soltó el otro brazo del cuello de su enemigo y dirigió el terata abismo arriba, hacia el sol.
El otro luchador se desplomó contra la pared de la caverna. Buddy, desde donde se encontraba, echó una ojeada a aquel hombre. Tenía un aspecto mucho menos belicoso que su oponente, y, por lo tanto, más maltratado por esa lucha. Su cuerpo estaba devastado y en su rostro había una expresión de angustiada fatiga. Miraba con fijeza la obertura, como por una chimenea de roca.
—¡Jaffe! —gritó, y aquella palabra levantó polvo de los intersticios de la roca contra los que Buddy se había golpeado en su accidentado descenso.
Pero no llegó respuesta al grito. El hombre miró hacia abajo, a Buddy, entrecerrando los ojos.
—Soy Fletcher —dijo, con voz meliflua.
Se acercó a Buddy, llevando una luz débil consigo.
—Olvida tus dolores.
Buddy trató con todas sus fuerzas de decir: Ayúdame, pero no tuvo necesidad de ello. La proximidad de Fletcher suavizó de pronto los terribles dolores que sentía.
—Piensa conmigo tu mayor deseo —le dijo Fletcher.
«Morir», pensó Buddy.
El espíritu oyó la confesión no pronunciada.
—No —dijo—, no pienses en la muerte. Por favor, no pienses en la muerte. No puedo armarme con ese pensamiento.
«¿Armarte?», pensó Buddy.
—Sí, contra el Jaff.
—¿Qué sois?
—Hombres fuimos en otro tiempo; pero ahora somos espíritus. Enemigos eternos. Tienes que ayudarme. Necesito exprimir hasta la última gota de tu mente, si no, tendré que luchar desnudo contra él.
«Lo siento, lo he dado todo —pensó Buddy—. Tú mismo le has visto apropiarse de ello, y, a propósito, ¿qué era aquello?»
—¿El terata? Tus miedos primigenios solidificados. Se dirige al mundo con ellos. —Fletcher volvió a mirar a la parte superior de la chimenea—. Pero todavía no saldrán a la superficie. El día es demasiado luminoso para él.
«¿Todavía es de día?»
—Sí.
«¿Cómo lo sabes?»
—A mí el sol me llega hasta aquí, su fuerza me alcanza y me mueve. Yo quise ser cielo, Vance, pero he pasado dos décadas en la oscuridad con el Jaff cogiéndome por el cuello. Ahora él lleva la guerra a la superficie y tengo que armarme contra él, busca en tu cabeza.
«No queda nada, estoy acabado.»
—Hay que preservar la Esencia.
«¿Esencia?»
—El mar de los sueños. Quizá puedas ver su isla, cuando mueras. Es maravillosa. Te envidio la libertad que tienes de abandonar este mundo…
«¿Te refieres al cielo? —pensó Buddy—. ¿Quieres decir el cielo? Si es así, no tengo la menor probabilidad de conocerlo.»
—El cielo no es más que una de las muchas historias que se cuentan en las orillas de Efemérides. Hay miles de ellas, y las conocerás todas. No tengas miedo. Pero dame un poco de tu mente, para que la Esencia pueda ser preservada.
«¿Preservada contra quién?»
—Contra el Jaff, ¿contra quién va a ser?
Buddy nunca había tenido mucho de soñador. Su sueño, cuando estaba drogado o borracho, era el de un hombre que vive hasta el agotamiento todos los días. Después de un baile, o de un polvo, o de ambas cosas, se echaba a dormir como para hacer un ensayo del sueño final que ese momento lo llamaba. Con el miedo a la nada a modo de acicate de su espalda rota, intentaba encontrar sentido a las palabras de Fletcher. Un mar; una orilla; un lugar de historias en el que el cielo no pasaba de ser una posibilidad más. ¿Cómo podía él haber vivido sin saber nada de ese lugar?
—Sí que lo has conocido —le dijo Fletcher—. Has nadado en la Esencia dos veces en tu vida. La noche que naciste y la primera noche que dormiste con el ser más querido de tu vida. ¿Quién era, Buddy? Has tenido muchas mujeres, ¿no? ¿Cuál de ellas significó más para ti? Bien…, a fin de cuentas, sólo hubo una, tu madre, ¿no es cierto?
«¿Pero cómo diablos sabes todo eso?»
—Pienso que no es más que una suposición afortunada.
«¡Mentiroso!»
—Vale, de acuerdo, la verdad es que estoy ahondando un poco en tus pensamientos. Perdona si me he sobrepasado. Necesito ayuda, Buddy, o si no el Jaff me vencerá. Y tú no quieres eso.
«No, no lo quiero.»
—Pues, entonces piensas. Dame algo más que compasión para que me sirva de aliado. ¿Quiénes son tus héroes?
«¿Héroes?»
—Sí, descríbemelos.
«Todos ellos son comediantes.»
—¿Un ejército de comediantes? ¿Y por qué no?
La idea misma hizo sonreír a Buddy. Eso es ¿Por qué no? ¿No hubo un tiempo en el que él mismo pensaba que su arte podía limpiar de malevolencia a la gente? Quizás un ejército de locos benditos fuese capaz de triunfar con la risa donde las bombas habían fracasado. Era una visión dulce y ridícula a un tiempo. Comediantes en el campo de batalla, oponiendo sus culos a los cañones, golpeando a los generales en la cabeza con pollos de goma, riendo como carne de cañón, confundiendo a los políticos con juegos de palabras y firmando tratados de paz con tinta moteada de lunares blancos.
Su sonrisa se convirtió en carcajada.
—Retén ese pensamiento —pidió Fletcher, al tiempo que penetraba en la mente de Buddy.
La carcajada le dolía. Ni siquiera el contacto de Fletcher consiguió suavizar los espasmos que comenzaron a agitar el sistema de Buddy.
—¡No te mueras! —oyó que Fletcher le decía—. ¡Todavía no! ¡Por la Esencia todavía no!
Pero sus gritos eran inútiles. La risa y el dolor se habían apoderado de Buddy desde la cabeza hasta los pies. Miró al espíritu que se cernía en torno a él con el rostro arrasado en lágrimas.
«Lo siento —pensó—. Me parece que no voy a poder resistirlo. Ni quiero. —La risa lo desgarraba—. No debiste pedirme que recordase.»
—¡Un momento! —dijo Fletcher—. ¡Esto es todo lo que necesito!
Demasiado tarde. La vida lo abandonó, dejando a Fletcher con unos vapores en las manos, demasiado débiles para poder enfrentarse con el Jaff.
—¡Maldita sea! —dijo Fletcher, vociferando al cadáver como había vociferado antes (hacía mucho tiempo) al Jaff yaciendo en el suelo de la Misión de Santa Catrina.
Pero esta vez ya no había vida que arrebatar al cadáver. Buddy estaba muerto. En su rostro se veía una expresión trágica y cómica al mismo tiempo que era muy apropiada. Así había vivido su vida, y, con su muerte, garantizaba a Palomo Grove un futuro lleno del mismo tipo de contradicciones.
El tiempo iba a hacer en Grove innumerables burlas durante los días siguientes, pero ninguna sería, sin duda, tan frustrante para su víctima como el lapso de tiempo transcurrido entre el momento en que Howie se despidió de Jo-Beth y el momento en que volvió a verla. Los minutos se alargaban como si fuesen horas, y las horas parecían tan largas como para producir una generación entera. Howie se distrajo lo mejor que pudo buscando la casa de su madre. Después de todo, eso era lo que le había llevado allí: comprender mejor su propia naturaleza conociendo más de cerca su árbol genealógico, hasta las raíces mismas. Pero, de momento, no había conseguido otra cosa que añadir confusión a la confusión. Howie nunca se hubiera creído capaz de sentir lo que sintió la noche anterior; lo que sentía en ese instante, quizá de manera más intensa. Era un flotante e irrazonable convencimiento de que en el mundo todo estaba bien, y que nunca más podría estar mal. El hecho de que las cosas sucedieran como estaban ocurriendo sólo podía servir para confirmar su optimismo: era un juego que la realidad estaba jugando con él para confirmar la autoridad absoluta de sus sentimientos.
Y a este juego se añadió otro, aún más sutil. Cuando llegó a la casa donde su madre había vivido, se encontró con que era exacta, casi de una forma sobrenatural, a las fotografías que él había visto de ella. Se paró en la mitad de la calle y se quedó observándola con atención. No había tráfico en ninguna dirección, ni tampoco peatones. Ese rincón de Grove flotaba en la languidez de la media mañana, y él sintió como si su madre fuera a aparecer en la ventana de un momento a otro, niña de nuevo, mirándole. Esta idea no se le hubiera ocurrido si no hubiese sido por los sucesos de la noche anterior. El milagroso reconocimiento recíproco de su mirada y la de Jo-Beth; la sensación que había tenido entonces (y que continuaba) de que aquel encuentro con Jo-Beth había sido una alegría que estaba esperándole; todo inducía a su mente a crear pautas que hasta entonces nunca habría osado pensar, y esta posibilidad (un lugar desde el cual un yo más profundo, pero igualmente suyo, había tenido noticia anticipada de Jo-Beth) hubiera estado completamente fuera de su alcance veinticuatro horas antes. También eso era una trampa, una curva. Lo misterioso de su encuentro le había llevado al reino de la suposición que conduce del amor a la física y a la filosofía, y de vuelta al amor, de tal forma que el arte y la ciencia se confundían, no pudiéndose distinguir el uno de la otra.
Tampoco podía distinguir el sentimiento de misterio que sentía en ese lugar, frente a la casa de su madre, del misterio de la chica. La casa, su madre, el encuentro, las tres cosas eran una sola y extraordinaria historia. Y él, su denominador común.
Decidió no llamar a la puerta. (Después de todo, ¿qué podría aprender de aquel sitio?) Iba a volver sobre sus pasos cuando un cierto instinto le hizo proseguir la subida por la suave pendiente, hasta la cima de la cuesta. Allí se sintió sobrecogido ante una vista panorámica de Grove, hacia el Oeste, sobre la Alameda, donde los últimos flecos de la ciudad daban paso a un follaje tupido. Casi sólido. Aquí y allá, el techo de follaje se rompía, y en uno de estos claros parecía como si se hubiese reunido una multitud de gente. Lámparas de arco voltaico se levantaban en forma de círculo iluminando algo que estaba abajo, demasiado lejos, para que él alcanzase a verlo. ¿Estarían rodando alguna película? Él había pasado la mayor parte de la mañana en una ensoñación, y sin notar nada durante el camino hasta allí arriba. Todas las estrellas ganadoras de un Oscar pudieron haber pasado por su lado sin que él se hubiese apercibido de su presencia.
Mientras observaba, oyó un susurro. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Ni siquiera en lo alto de la colina de su madre había algo de brisa, que le hubiese traído aquel sonido. Y, sin embargo, el sonido volvió, tan próximo a su oreja que casi lo sentía en el interior de su cabeza. Era una voz suave. Decía sólo dos sílabas, unidas en una cadena de sonido:
—… ardhowardhowardhow…
No parecía lógico que asociara ese misterio con lo que estuviese ocurriendo abajo, en el bosque. Howie no podía pretender comprender los procesos que se desarrollaban por encima y alrededor de él. Resultaba evidente que Grove tenía sus propias normas, y él se había beneficiado ya demasiado de sus enigmas para volver la espalda a futuras aventuras. Sí la búsqueda de un filete podía poner en sus manos el amor de su vida, ¿qué podía poner un susurro en sus manos?
No le resultó difícil dar con el camino que conducía a los árboles. Mientras bajaba, tuvo la extraña sensación de que toda la ciudad conducía hacía allí; que la colina era un añadido cuyo contenido podía deslizarse en cualquier momento y caer en el buche de la Tierra. Esta imagen se vio reforzada cuando llegó al bosque y preguntó qué sucedía. Nadie pareció demasiado interesado en contárselo, hasta que un niño le dijo con voz cantarina:
—Es que hay un agujero en el fondo, y se lo ha tragado entero.
—¿Tragado? ¿A quién? —quiso saber Howie.
Pero no fue el niño quien le contestó, sino la mujer que estaba con él.
—A Buddy Vance.
Howie no cayó en quién era ese Buddy Vance, y la mujer debió darse cuenta de su ignorancia, porque le suministró información suplementaria:
—Ha sido estrella de la televisión —dijo—, un tipo divertido. A mi marido le gusta mucho.
—¿Lo han subido? —preguntó Howie.
—No, aún no.
—Ya no importa —intervino el niño, con su vocecita cantarina—, porque está muerto, de modo que…
—¿Es cierto eso? —preguntó Howie.
—Bueno, seguro —respondió la mujer.
De repente, la escena adquirió una nueva perspectiva. Toda aquella gente no estaba allí para salvar a un hombre que se encontraba al borde de la muerte, sino para dar un vistazo al cuerpo cuando lo metieran por la puerta trasera de la ambulancia. Lo que quería toda aquella gente era decir: «Yo estaba allí cuando lo sacaron, le vi cubierto con una sábana.» Esa morbosidad, sobre todo en un día tan lleno de posibilidades como aquél, le sublevó. Quienquiera que hubiera pronunciado su nombre no seguía llamándole ya, o, si le llamaba, la presencia de aquella siniestra muchedumbre acallaba su voz. Carecía de sentido que continuara en aquel lugar teniendo, como tenía, ojos en los que mirarse y labios a los que besar. Volviendo la espalda a los árboles y a su emplazador, Howie regresó al motel a esperar la llegada de Jo-Beth.
Abernethy era la única persona que llamaba a Grillo por su nombre de pila. Para Saralyn, él había sido siempre Grillo, desde el día en que se conocieron hasta la noche en que se marchó, y lo mismo ocurría con todos sus colegas y amigos, pero para sus enemigos (¿y qué periodista, sobre todo si ha caído en la ignominia, no tiene enemigos?), Grillo era unas veces el jodido Grillo, o Grillo el justo, pero siempre Grillo.
Sólo Abernethy se atrevía a llamarle así:
—¡Nathan!
—¿Qué quieres?
Grillo acababa de salir de la ducha, pero el sonido de la voz de Abernethy era suficiente para darle ganas de volver a restregarse de pies a cabeza.
—¿Qué estás haciendo en tu casa?
—Trabajo —mintió Grillo—. Ayer me acosté muy tarde. El asunto de la contaminación. ¿Recuerdas?
—Olvídalo. Ha sucedido algo y quiero que te ocupes de ello. Buddy Vance, el comediante, ha desaparecido.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Dónde?
—En Palomo Grove. Lo conoces, ¿no?
—Es un nombre que hay en una señalización de la autopista.
—Están tratando de sacarle. Ahora son las doce. ¿En cuánto tiempo podrías estar allí?
—Pues… en una hora. Noventa minutos, quizá. Pero ¿qué interés tiene eso?
—Eres demasiado joven para recordar el Show de Buddy Vance.
—He visto reposiciones.
—Déjame que te diga una cosa, Nathan, muchacho. —De todas las modas de Abernethy, la que Grillo más odiaba era la de dárselas de tío suyo—. Hubo un tiempo en que el Show de Buddy Vance vaciaba los bares. Fue un gran hombre, y un gran estadounidense.
—Vaya, de modo que quieres un reportaje llorón.
—¡No, cojones! Lo que quiero es noticias sobre sus mujeres, el alcohol, por qué terminó sus días en el Condado de Ventura, cuando lo que le gustaba era pavonearse por Burbank en una limusina tan larga como tres manzanas de casas.
—O sea, lo que quieres es que saque a relucir toda la mierda.
—Bueno, y también hay algo de drogas en ese asunto, Nathan —dijo Abernethy. Grillo se imaginó la expresión de seudosinceridad en el rostro de Abernethy: campeón de los derechos del lector de periódicos—, y qué diablos, nuestros lectores necesitan saberlo.
—Ellos lo que quieren es basura, igual que tú —repuso Grillo.
—Bien, pues si te da gustirrinín, vas y me pones pleito —zanjó Abernethy—, pero ahora lo que tienes que hacer es salir zumbando.
—De modo que ni siquiera sabemos dónde está. Imagínate que ha ido a pasar unos días por ahí, entonces, ¿qué?
—Y tanto que sabernos dónde se encuentra —dijo Abernethy—, como que están tratando de sacar el cadáver a la superficie en cosa de horas.
—¿Sacarlo, dices? ¿O sea que se ha ahogado?
—Lo que quiero decir es que se ha caído en un agujero.
«Comediantes —pensó Grillo—. Siempre están dispuestos a lo que sea con tal de hacer reír.»
Pero eso, la verdad, no era muy divertido. Cuando se unió a la feliz pandilla de Abernethy, tras la debacle de Boston, había sido como un descanso de sus trabajos de periodismo investigador en los que había alcanzado fama, y en los que habían acabado por sacarle ventaja. La idea de trabajar en un periódico sensacionalista, de pequeña tirada, como el County Reporter le había parecido un descanso. Abernethy era un bufón hipócrita, perteneciente a la secta cristiana de los vueltos a nacer, para el que perdón era una palabrota. Las historias que mandaba cubrir a Grillo eran muy fáciles de investigar y más fáciles todavía de contar, dado que los lectores del Reporter pedían una sola cosa a sus noticias: el perfeccionamiento de la envidia. Ellos querían historias de dolor entre los famosos, la otra cara de la fama. Abernethy conocía bien a su congregación. Llegaba incluso a utilizar su propia historia, mencionando constantemente en sus artículos de fondo su conversión, de alcohólico que había sido, a la ortodoxia cristiana fundamentalista. Le gustaba decir de sí mismo que estaba a «solas con el Señor», y que ese estado de sobria perfección le permitía ser pregonero del estiércol que publicaba con una beatífica sonrisa, y a sus lectores les permitía encenagarse en él sin sentirse culpables. Eran historias sobre el precio del pecado, ¿qué podía ser más cristiano que eso?
Para Grillo, la broma se avinagró hacía tiempo. Ya había pensado muchas veces decirle a Abernethy que se fuera a tomar por el culo, pero ¿dónde iba a encontrar trabajo de reportero sensacionalista tan fácil como el que tenía en el Reporter? También había pensado dedicarse a otras actividades, pero no tenía ni deseo ni aptitud para nada que no fuese el periodismo. Desde que tenía recuerdo siempre había querido informar al mundo sobre el mundo, y no le era posible imaginarse ninguna otra ocupación. El mundo no se conocía muy bien a sí mismo, y necesitaba gente dispuesta a contarle su historia todos los días, porque, si no, ¿como iba a aprender de sus propios errores? Grillo había tenido gran éxito con uno de estos errores —un caso de corrupción en el Senado— cuando descubrió (todavía se le revolvía el estómago sólo de recordar aquel momento) que eran los enemigos de sus víctimas los que habían dado todas las facilidades. Su situación de fiscal en la Prensa había sido utilizada para ensuciar la fama de gente inocente. Él, entonces, se había disculpado humillado, y había dimitido. El asunto se olvidó en seguida, en cuanto gran número de otros casos sensacionales ocupó la atención del público. Los políticos, como los escorpiones y las cucarachas, seguirían al pie del cañón cuando la cabeza nuclear de un misil arrasase la civilización, pero los periodistas eran frágiles: un error de cálculo, y su reputación se ensombrecía. Grillo se fue al Oeste, a la costa del Pacífico, y hasta pensó tirarse a él; pero, a fin de cuentas, optó por trabajar con Abernethy, aunque esa decisión cada día que pasaba, le parecía más desafortunada. «Mira el lado brillante del asunto —se decía Grillo todos los días—. Desde donde estás ahora ya no tienes más salida que hacia arriba.»
Grove le sorprendió. Tenía todas las características de una ciudad hecha sobre un plano: la Alameda central, los barrios de los cuatro puntos cardinales, el orden exacto de las calles; pero había una agradable diversidad en los estilos de los edificios y —quizá por estar construida sobre una colina— una sensación de que podía tener secretos atractivos.
Si el bosque encerrara algún secreto especial, la multitud llegada a ver la exhumación lo hubiera arrasado sin duda. Grillo mostró su documentación profesional e hizo un par de preguntas a uno de los guardias que le cerraban el paso. No, no era probable que se sacase el cuerpo pronto; todavía no había sido localizado. Grillo tampoco pudo hablar con ninguno de los encargados de la operación. Vuelva más tarde, fue lo que le aconsejaron. Parecía un buen consejo. Se notaba muy poca actividad en tomo a la fisura. A pesar de que por el suelo había artilugios de todas clases, nadie parecía hacer uso de ellos. Grillo decidió realizar un par de llamadas y fue hacia la Alameda, en busca de una cabina telefónica. Primero telefoneó a Abernethy, para informarle de que había llegado y preguntarle si había mandado a un fotógrafo. Abernethy no estaba en su despacho, y Grillo dejó el recado. Con su segunda llamada tuvo más suerte. El contestador automático comenzó a dar su mensaje de siempre.
—Hola, somos Tesla y Butch. Si quiere hablar con la perra, lo siento, he salido. Si es a Butch al que necesita…
La voz de Tesla interrumpió el mensaje:
—¿Sí?
—Soy Grillo.
—¿Grillo? ¡Calla, Butch, haz el puñetero favor! Perdona, Grillo, está intentando… —El auricular se cayó, se oyó mucho ruido; por fin, Tesla, jadeante, volvió a cogerlo—. A ver, ¡qué animal éste! ¿Por qué se me ocurriría quedarme con él? ¡Grillo!
—Pues porque es el único macho dispuesto a vivir contigo.
—Anda, vete a joder.
—Te tomo la palabra.
—¿He dicho eso?
—Y tanto que sí.
—Pues será que me he vuelto loca. Tengo buenas noticias, Grillo. Debo desarrollar una idea para uno de los guiones. ¿Recuerdas aquella película de náufragos que escribí el año pasado? Bien, ahora quieren que la reescriba, pero ambientándola en el espacio.
—¿Y vas a hacerlo?
—¿Y por qué no? Necesito realizar algo que se filme. Nadie me dará trabajo serio hasta que tenga por lo menos un éxito. Que se joda el arte. Voy a ser tan bruta que se correrán en los pantalones cuando la vean. Y antes de que me vengas con eso de la integridad te diré que por mí te la puedes meter donde te quepa. Una tiene que comer de algo.
—Sí, sí, lo sé.
—Bien —dijo Tesla—, ¿qué hay de nuevo?
Esa pregunta tenía muchas contestaciones. Por ejemplo: que su peluquero, con una mano llena de cabellos rubios como la paja, le había informado, con una gran sonrisa, que pronto tendría calva la coronilla; o que aquella mañana, mirándose al espejo, había comprobado que sus alargados y asténicos rasgos que él había esperado siempre que, con la madurez, irradiarían una heroica melancolía, estaban adquiriendo un aspecto más bien llorón; o que seguía teniendo esos malditos sueños de ascensor, en los que se veía atrapado entre dos pisos con Abernethy y una cabra, y que Abernethy lo miraba con expresión de estar esperando un beso. Pero prefirió guardarse los datos autobiográficos y se limitó a decir:
—Necesito ayuda.
—Me lo esperaba.
—¿Qué sabes de Buddy Vance?
—Ha hecho un montón de cosas. Estuvo en televisión.
—No, me refiero a la historia de su vida.
—Es para Abernethy, ¿no?
—Justo.
—Entonces lo que él quiere es la basura.
—Pues dímela de una vez.
—De acuerdo, aunque los comediantes no son mi punto fuerte. Me gradué en diosas del sexo. Pero leí algo sobre Vance cuando oí la noticia. Casado seis veces, una de ellas con una chica de diecisiete años. Ese matrimonio duró cuarenta y dos días. Su segunda mujer murió de una sobredosis…
Como Grillo había pensado, Tesla lo sabía todo sobre la vida y el tiempo perdido de Buddy Vance (cuyo verdadero apellido, por mentira que parezca, era Valentino). Su obsesión por las mujeres, las drogas y la fama. El serial televisivo. Las películas. La caída en desgracia.
—Sobre todo esto puedes escribir con mucha «sentimentalina», Grillo.
—Gracias por nada.
—Si te quiero es porque te hago daño. ¿O es al revés?
—Je, je, je, muy graciosilla. Y, a propósito…, ¿era…?
—¿Era, qué?
—Divertido.
—¿Vance? Bueno, sí, supongo, que lo era, a su manera. ¿No le viste nunca?
—Sí, me figuro que sí, lo que ocurre es que no me acuerdo.
—Tenía el rostro como si fuese de goma. En cuanto lo mirabas te echabas a reír. Y luego su extraña personalidad…, algo siniestra. Medio idiota, medio baboso.
—¿Y cómo es que tenía tanto éxito con las mujeres?
—¿Quieres que te cuente la basura?
—Pues claro.
—Su enorme apéndice.
—¿Hablas en serio?
—Tenía la polla más grande de la televisión. Me he enterado de una fuente absolutamente irrecusable.
—¿Qué fuente?
—¡Por favor, Grillo! —exclamó Tesla, horrorizada—. ¿Es que me has tomado por una cotilla?
Grillo rompió a reír.
—Gracias por la información. Te debo una cena.
—Hecho. Esta noche.
—Me parece que esta noche estaré aquí todavía.
—Voy a buscarte.
—Mañana, si sigo aquí, te llamaré.
—Si no lo haces, te mato.
—Te he dicho que te llamaré. Tu vuelve a tus náufragos del espacio.
—No se te ocurra hacer nada que yo no haría. Ah, y otra cosa, Grillo…
—¿Sí? —Pero Tesla colgó sin contestar, ganando así por tercera vez consecutiva el juego de quién deja a quién con la palabra en la boca, al que jugaban siempre desde que, en pleno sopor de una noche de borrachera, Grillo le había confesado que las despedidas le horrorizaban.