Jaffe había vivido una vida muy limitada. Nacido a unos ochenta kilómetros de Omaha, había sido educado allí, y en aquel lugar estaban enterrados sus padres. En Omaha había cortejado a dos mujeres, y fracasado en su intento de llevarlas ante el altar. Había salido del Estado un par de veces, e incluso llegado a pensar (sobre todo después del fracaso de su segundo galanteo) retirarse a Orlando, donde vivía su hermana, pero ésta lo disuadió de su idea con el pretexto de que no se llevaría bien con la gente, o por el tremendo sol que hacía siempre allí. En vista de todo eso, se quedó en Omaha, perdiendo unos trabajos para encontrar otros, sin comprometerse nunca mucho tiempo con nada ni con nadie, y, como consecuencia de ello, no viéndose nunca comprometido.
Pero el solitario retiro del Cuarto de las Carlas Perdidas despertó el deseo en él por llegar a horizontes cuya existencia antes no conocía, infundiéndose un desaforado apetito por lanzarse camino adelante. Cuando su única perspectiva eran el sol, los barrios extremos y Mickey Mouse, a él le daba igual, ¿para qué molestarse por buscar tales banalidades?; pero, ahora, sabía algo más: había misterios por desvelar, y poderes que conquistar. Cuando él fuese el rey del mundo, destruiría los suburbios (y el sol, si podía), y construiría un mundo en una ardiente oscuridad, donde el hombre conseguiría, por fin, conocer los secretos de su propia alma.
En las cartas se hablaba mucho de encrucijadas, y, durante mucho tiempo, había tomado esa palabra en su sentido más literal, pensando que, tal vez en Omaha, él mismo se encontraba en una de esas encrucijadas, y que el conocimiento del Arte acudiría allí a su encuentro. Pero una vez estuvo fuera de la ciudad, ya bastante lejos, se dio cuenta del error de haber tomado las cosas tan al pie de la letra. Cuando los que escribían mencionaban las encrucijadas, no se referían a la intersección de una carretera con otra, sino a lugares donde estados del ser se cruzaban, donde el sistema humano encontraba un aliado, y ambos cambiaban y seguían adelante. En la afluencia y agitación de esos lugares era donde existía la esperanza de encontrar la revelación.
Tenía muy poco dinero, aunque eso no parecía importarle. En las semanas que siguieron a su huida del escenario crimen, todo lo que necesitó llegó a sus manos, sin problemas. Sólo tenía que levantar el dedo pulgar para que un coche frenase entre chirridos y lo recogiese. Cuando el conductor le preguntaba a dónde iba y él le respondía que exactamente a donde quería, era justo el lugar al que el otro lo llevaba. Era como si estuviese bendito, o en manos de la Providencia. Cuando tropezaba, siempre había alguien al lado para ayudarle a levantarse, y cuando tenía hambre, nunca faltaba quien le diese de comer.
En Illinois, una mujer que lo había recogido en la carretera, y le había pedido que pasase la noche con ella, le confirmó esta bendición.
—Posees algo extraordinario, ¿no crees? —susurró ella a mitad de la noche—. Se te ve en los ojos, ellos fueron los que me obligaron a detenerme.
—¿Y a ofrecerme esto? —dijo él, al tiempo que le metía la mano entre las piernas.
—Sí, también a eso —respondió ella—, ¿qué es lo que has visto?
—No lo bastante —dijo él.
—¿Me harás al amor otra vez?
—No.
De vez en cuando, al ir de un Estado a otro, Jaffe vislumbraba lo que las cartas le habían enseñado. Veía un atisbo de los secretos, que sólo se atrevían a mostrarse porque él pasaba por allí, y sabían que se convertiría en un hombre poderoso. En Kentucky tuvo la suerte de ver el cadáver de un adolescente que había sido arrastrado por el río. Su cuerpo yacía tendido sobre la hierba, con los brazos extendidos, mientras una mujer sollozaba y gemía a su lado. Los ojos del chico estaban abiertos, así como los botones de su bragueta. Mirándole de cerca, el único testigo al que los policías no habían ordenado abandonar el lugar (lo de siempre: sus ojos), Jaffe, durante un momento, contempló la postura del muchacho, igual que la del medallón, y casi sintió deseos de arrojarse él mismo al río sólo para experimentar la sensación de ahogarse. En Idaho, conoció a un hombre que había perdido un brazo en un accidente automovilístico; mientras estaban sentados y bebían juntos, el otro le explicó que aún sentía en el miembro perdido. Los doctores le decían que era una ilusión de su sistema nervioso, pero él estaba seguro de que se trataba de su cuerpo astral, completo en otro plano del ser. Dijo que se masturbaba periódicamente con su mano perdida, y se ofreció a demostrárselo. Era verdad.
—Tú puedes ver en la oscuridad, ¿no? —comentó el hombre más tarde.
Jaffe nunca lo había pensado, pero ahora que le llamaban la atención sobre ello, le pareció que sí, que podía hacerlo.
—¿Y cómo has aprendido?
—No aprendí.
—Ojos astrales, quizá.
—Quizá.
—¿Quieres que te chupe la polla otra vez?
—No.
Jaffe iba almacenando experiencias, una de cada especie, al pasar por la vida de la gente y dejarlos, cuando salía de ella, obsesionados o muertos o llorando. Satisfacía todos sus caprichos, yendo dondequiera que su instinto le indicaba, y la vida secreta salía a su encuentro en el momento que llegaba a una ciudad.
No había signo alguno de que las fuerzas de la ley lo persiguieran. Quizás el cadáver de Homer no había sido hallado en el edificio incendiado, o, en caso contrario, la Policía había considerado que era una víctima del fuego. De hecho, y por la razón que fuese, nadie husmeaba su pista. Jaffe iba a donde quería, y hacía lo que le venía en gana, hasta que todos sus deseos quedaban satisfechos con creces, y todas sus necesidades cubiertas. Entonces, un día, sintió que el momento de dar el paso decisivo había llegado.
Se detuvo en un motel lleno de cucarachas de Los Álamos, Estado de Nuevo México. Allí se encerró en su cuarto con dos botellas de vodka, se desnudó, corrió las cortinas para ocultarse de la luz solar y dejó vagar su mente. Llevaba cuarenta y ocho horas sin comer, y no por falta de dinero, pues lo tenía, sino porque le gustaba la ligereza mental que el hambre le proporcionaba. Hambrientos de sustento y azotados por el vodka, sus pensamientos se desbocaron, se devoraban y cagaban unos a otros, bárbaros y barrocos. Las cucarachas salían de la oscuridad y corrían por su cuerpo, echado en el suelo. Él las dejaba ir y venir, y se derramaba vodka por la ingle cuando se le concentraban allí y le levantaban la polla; era una distracción, y él deseaba pensar. Flotar en el aire y pensar.
Desde el punto de vista físico, tenía todo cuanto necesitaba: se sentía frío y caliente, sexuado y asexuado, jodido y jodedor. Y ya no quería nada de esto, por lo menos como Randolph Jaffe. Había otra manera de ser, de existir, otro lugar del que sentir, en el que el sexo y el asesinato y el dolor y el hambre y todo lo demás podrían ser interesantes de nuevo; pero ese lugar no sería accesible para él hasta que consiguiera trascender su situación actual, hasta que se convirtiera en un Artista y rehiciera el mundo.
Justo antes del alba, cuando aún las cucarachas estaban fatigadas, sintió la llamada.
Una gran serenidad lo invadió. El corazón le latía lenta y rítmicamente, su vejiga se vaciaba a su propio ritmo, como la de un niño. No sentía ni calor ni frío. No tenía sueño ni estaba demasiado despierto. Y en esa encrucijada —que no era la primera, ni iba a ser la última—, algo tiró de sus entrañas y lo llamó.
Se levantó de inmediato, cogió la botella de vodka llena que le quedaba, salió y echó a andar. La llamada no abandonaba sus entrañas. Seguía allí, y tiraba de él cuando la noche cedía y el sol empezaba a levantarse. Andaba descalzo. Los pies le sangraban, pero él no prestaba demasiado interés a su cuerpo y compensaba su incomodidad ayudándose con más vodka. Hacia mediodía, cuando se le había terminado la bebida, se encontró en pleno desierto, caminando en la dirección de la llamada, apenas consciente de que sus pies se movieran uno después del otro. En su mente no existían otros pensamientos que el Arte y la forma de alcanzarlo, e incluso esa ambición iba y venía.
Hasta que todo era desierto. Hacia el atardecer llegó a un lugar donde incluso el hecho más simple, el suelo, bajo sus pies, y el cielo, que se oscurecía sobre su cabeza, estaban en duda. Jaffe no se sentía seguro ni siquiera de hallarse en camino. La ausencia de todo le resultaba agradable, pero duró poco tiempo. La llamada debía de haber tirado de él sin que lo notara, porque la noche le había abandonado, convertida de pronto en día, Jaffe se encontró a sí mismo levantado, vivo de nuevo. Randolph Ernest Jaffe otra vez, y en un desierto más desnudo aún que el que acababa de abandonar. El sol no estaba alto todavía, pero el aire empezaba a calentarse y el cielo era perfectamente claro.
Sintió dolor y malestar, pero el tirón en sus entrañas era irresistible. Sin embargo, debía resistir, aunque vacilase, aunque todo su cuerpo fuese un naufragio. Más tarde recordó haber pasado por una ciudad, y haber visto una torre de acero que se erguía en medio de la selva. Pero eso fue después de terminado el viaje, en una sencilla cabaña de piedra cuya puerta le fue abierta en el momento que sus últimas fuerzas lo abandonaban y caía en el umbral.