IX

Mala fe

49

El Diluvio descendió en el julio más seco que se recordaba; pero, por otra parte, ninguna fantasía revisionista del Apocalipsis está completa sin su paradoja. El relámpago que aparece en un cielo despejado; la carne que se convierte en sal; los mansos que heredan la tierra: todos son fenómenos improbables.

Sin embargo, aquel julio no hubo transformaciones espectaculares. No aparecieron luces celestiales en las nubes. No hubo lluvias de salamandras ni niños. Si los ángeles fueron y vinieron durante aquel mes, si se produjo el ansiado Diluvio, entonces fue una metáfora, como los apocalipsis más auténticos.

Es cierto que hay que contar algunos acontecimientos inusuales, pero la mayoría tiene lugar en secreto, en pasillos mal iluminados, en recónditos páramos, entre colchones empapados de lluvia y las cenizas de antiguas hogueras. Son locales; casi privados. Su onda expansiva, como mucho, se convirtió en un rumor entre los perros salvajes.

Pero la mayoría de aquellos milagros (juegos, lluvias y salvaciones) se deslizaron con tal astucia tras la fachada de la vida ordinaria que solo los más perspicaces, o los que iban en busca de lo improbable, vislumbraron el Apocalipsis cuando este mostró su esplendor a una ciudad blanqueada por el sol.

50

La ciudad no recibió a Marty con los brazos abiertos, pero él se alegraba de haberse alejado de la casa de una vez por todas, de haberle dado la espalda al viejo y su locura. Cualesquiera que fuesen las consecuencias a largo plazo de su partida (y tendría que pensar con mucho cuidado si se entregaba o no), al menos tenía un momento de respiro; tiempo para plantearse las cosas.

Había empezado la temporada turística. Londres estaba atestado de visitantes, que hacían que las calles familiares dejasen de serlo. Los primeros días vagó sin rumbo, acostumbrándose a estar libre y sin ataduras de nuevo. Le quedaba muy poco dinero: pero podía ponerse a trabajar si hacía falta. En pleno verano, la industria de la construcción estaría ávida de bestias de carga. Le atraía la idea de un trabajo honesto, del sudor pagado con dinero. Si era necesario, vendería el Citroën que se había llevado del Santuario en un último y probablemente imprudente acto de rebelión.

Después de dos días de libertad, volvió a pensar en un viejo tema: América. Se lo había tatuado en el brazo como recuerdo de sus sueños de prisión. Quizá fuese el momento de hacerlo realidad. Kansas lo llamaba en su imaginación, con campos de grano que se extendían en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, sin rastro de civilización. Allí estaría a salvo. No solo de la Policía y de Mamoulian, sino de la historia, de las historias que se contaban una y otra vez, en círculos, eternamente. En Kansas encontraría una nueva historia: una historia cuyo final era imposible conocer. ¿Y acaso no era esa una definición provisional de libertad, que la mano europea, la certidumbre europea, no había malogrado?

Para mantenerse apartado de las calles mientras planeaba la huida encontró una habitación en Kilburn, un lúgubre estudio con un baño dos pisos más abajo, que compartía, según le dijo el casero, con seis personas más. De hecho, había al menos quince inquilinos en las siete habitaciones de la casa, incluyendo a una familia de cuatro miembros en una de ellas. Los chillidos del hijo menor lo despertaban a menudo, de modo que se levantaba temprano y no regresaba en todo el día hasta que cerraban los bares, e incluso entonces volvía de mala gana. Se tranquilizaba pensando que no sería por mucho tiempo.

La partida entrañaba problemas, por supuesto, y obtener un pasaporte con visado no sería el menor de ellos. No le permitirían pisar suelo americano sin él. Tendría que obtener los documentos rápidamente. Whitehead podía haber alertado a las autoridades de que había violado la libertad condicional, sin importarle un comino lo que Marty pudiese contarles. Tal vez ya estuviesen peinando las calles en su busca.

El tres de julio, una semana y media después de abandonar la finca, decidió coger al destino por los cuernos y visitar la casa de Toy. Whitehead había insistido en que Bill estaba muerto, pero Marty mantenía intacta la esperanza. Papá lo había mentido muchas veces en el pasado: ¿por qué no en este caso?

La casa estaba en una elegante travesía de Pimlico; una calle de fachadas silenciosas y automóviles caros que se extendían a lo largo de las estrechas aceras. Llamó al timbre media docena de veces, pero no hubo señales de vida. Las persianas de la planta inferior estaban bajadas; había un grueso montón de correo embutido en el buzón, la mayoría circulares.

Estaba en el portal, mirando a la puerta con expresión estúpida, sabiendo muy bien que no se abriría, cuando apareció una mujer en el portal vecino. No era la dueña de la casa, estaba seguro de ello: era más probable que fuese la señora de la limpieza. Su rostro bronceado (¿quién no estaba bronceado este verano abrasador?) expresaba la alegría contenida del que trae malas noticias.

—Disculpe. ¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó esperanzada.

Marty se alegró de pronto de haberse puesto chaqueta y corbata para ir a la casa; la mujer parecía de las que informan a la Policía de la menor sospecha.

—Estaba buscando a Bill. Al señor Toy.

Era evidente que la mujer no lo veía con buenos ojos; a él, o a Toy.

—No está aquí —dijo.

—¿No sabrá usted adónde ha ido?

—Nadie lo sabe. La dejó. Cogió y se fue.

—¿Dejó a quién?

—A su esposa. Bueno… a su querida. La encontraron dentro hace un par de semanas, ¿no lo ha leído? Salió en todos los periódicos. Me hicieron una entrevista. Les dije que no era de fiar: para nada.

—Debo habérmelo perdido.

—Salió en todos los periódicos. Lo están buscando ahora mismo.

—¿Al señor Toy?

—Los de homicidios.

—Vaya.

—¿No es usted reportero?

—No.

—Es que estoy dispuesta, ya sabe, a contar mi historia, si el precio está bien. Las cosas que podría contarle.

—Vaya.

—Al parecer ella se encontraba en un estado terrible…

—¿Qué quiere decir?

Consciente de su valor, la matrona no tenía intención de divulgar los detalles, suponiendo que los conociera, lo que Marty dudaba. Pero estaba dispuesta a ofrecer un avance tentador.

—Estaba mutilada —le prometió—, irreconocible, hasta para sus seres queridos.

—¿Está segura?

La mujer pareció ofenderse por esta afrenta a su autenticidad.

—Se lo hizo ella misma, o si no alguien que la dejó allí encerrada, desangrándose, durante días. El olor cuando abrieron la puerta…

Marty recordó el sonido de la voz arrastrada y perdida que había respondido al teléfono, y supo sin lugar a dudas que la novia de Toy ya estaba muerta cuando habló con ella. Mutilada y muerta, pero resucitada como telefonista para mantener las apariencias durante un valioso tiempo. Las sílabas sonaron en su oído: «¿Quién eres?», le había preguntado, ¿verdad? Empezó a temblar, a pesar del calor y de la luz de un julio deslumbrante. Mamoulian había estado allí. Había cruzado ese umbral buscando a Toy. Tenía que saldar una deuda con Bill, como ya sabía Marty; ¿qué no planearía un hombre para vengarse por tanta violencia, mientras se ulceraba la humillación que había sufrido?

Marty advirtió que la mujer lo miraba fijamente:

—¿Está usted bien? —dijo.

—Sí. Gracias.

—Necesita dormir. Yo tengo el mismo problema. Cuando hace tanto calor por las noches me desazono.

Le dio las gracias de nuevo y se alejó a toda prisa de la casa, sin mirar atrás. Era muy fácil imaginarse el horror; llegaba sin previo aviso, de la nada.

Y no lo dejaría en paz. Ahora no. El recuerdo de Mamoulian lo acompañaría día y noche a partir de entonces. Tomó conciencia de otro mundo, que se cernía al otro lado de la fachada de la realidad, o detrás de ella; ¿o sería que, privado de sus sueños por el insomnio, estos se habían extendido a su vida consciente?

No había tiempo para engaños. Tenía que marcharse; olvidarse de Whitehead y de Carys, y de la ley. Salir del país y llegar a América como pudiera; a un lugar donde lo real era real, y los sueños se quedaban donde les correspondía, bajo los párpados.

51

Raglan era un experto en el exquisito arte de la falsificación. Marty lo encontró con dos llamadas de teléfono, e hizo un trato con él. Podía falsificar el visado apropiado en un pasaporte por un módico precio. Si Marty le llevaba una fotografía, podía hacer el trabajo en un día; dos como mucho.

Era el quince de julio: el mes hervía a fuego lento, próximo al punto de ebullición. La radio que tronaba en la habitación contigua había prometido un día de un azul tan inmaculado como el anterior, y el anterior a este. Más que azul, blanco. El cielo estaba ciego estos días.

Marty salió temprano a la casa de Raglan, en parte para evitar el bochorno, y en parte porque estaba ansioso por hacer la falsificación, comprar el billete y marcharse. Pero no pasó de la estación de metro de Kilburn High Road. Allí leyó el titular en la portada del Daily Telegraph: «Millonario recluso aparece muerto en su casa». Debajo había una imagen de Whitehead, más joven y sin barba, retratado en la plenitud de su atractivo y su influencia. Compró el periódico y dos más que llevaban la historia en primera plana, y los leyó en medio de la acera, mientras los viajeros apresurados que bajaban las escaleras de la estación le daban codazos y lo increpaban.

«Hoy se anunció la muerte de Joseph Newzam Whitehead, el millonario director de la Corporación Whitehead, una de las empresas de mayor éxito en Europa occidental, hasta hace poco, gracias a sus productos farmacéuticos. El señor Whitehead, de 68 años, fue encontrado en su apartado refugio en Oxfordshire la madrugada de ayer por su chófer. Se cree que murió debido a un fallo cardíaco. La Policía dice que no hay circunstancias sospechosas. Esquela en página siete».

La esquela era la amalgama habitual de información extraída de las páginas de Quién es quién, incluyendo un breve perfil de la trayectoria de la Corporación Whitehead, además de un aliño de conjeturas, relativas sobre todo a la reciente caída en desgracia de la corporación. Había una historia abreviada de la vida de Whitehead, aunque los primeros años estaban muy resumidos, como si los detalles fueran dudosos. El resto del diseño estaba ahí, aunque expuesto brevemente. La boda con Evangeline; el espectacular crecimiento de los prósperos años de finales de los cincuenta; las décadas de consolidación y éxito; y después de la muerte de Evangeline, la retirada a un silencio oscuro y misterioso.

Estaba muerto.

A pesar de sus alardes de valentía, su desafío, su desprecio por las maquinaciones del Europeo, había perdido la batalla. Marty no sabía si en verdad había sido una muerte natural, como aseguraban los periódicos, o era obra de Mamoulian. Pero no podía negar que sentía curiosidad. Más que curiosidad, pena. Le sorprendió que fuese capaz de entristecerse por la muerte del viejo; quizá más que la pena misma. No había contado con el dolor que sentía por su pérdida.

Canceló la reunión con Raglan y volvió a su habitación para estudiar los periódicos una y otra vez, exprimiendo cada gota de información sobre las circunstancias de la muerte de Whitehead. Había pocas pistas, por supuesto: los artículos estaban formulados en el lenguaje templado y formal propio de tales anuncios. Cuando agotó la palabra escrita fue a la habitación contigua para pedirle la radio a su vecina. Tuvo que persuadir a la joven que ocupaba la habitación (una estudiante, según pensaba), pero al fin se desprendió de ella. Escuchó los boletines que se emitían cada media hora a partir de media mañana, mientras la temperatura aumentaba en la habitación. La historia tuvo cierta relevancia hasta el mediodía, pero a partir de entonces los acontecimientos en Beirut, así como un golpe al tráfico de drogas en Southampton, reclamaron la mayor parte del tiempo, y la crónica de la muerte de Whitehead dejó de ser una historia principal, pasó a las noticias breves, y desapareció a media tarde.

Le devolvió la radio a la muchacha, rechazó una taza de café con ella y con su gato (el olor de la comida de gato intacta flotaba en la estrecha habitación como la amenaza del trueno), y volvió a su propio alojamiento para sentarse a pensar. Si en verdad Mamoulian había asesinado a Whitehead, y no dudaba de que el Europeo fuera capaz de hacerlo sin que lo detectase siquiera el patólogo más agudo, de un modo indirecto era culpa suya. Quizá, si se hubiera quedado en la casa, el viejo seguiría vivo. Era improbable. Era mucho más probable que también él estuviese muerto. Pero la culpa no dejaba de hostigarlo.

Los días siguientes hizo muy poco: la entropía le había llenado las entrañas de plomo. Sus pensamientos corrían en círculos, de un modo casi obsesivo. En el cine privado de su cabeza proyectaba las películas caseras que había acumulado; desde los primeros atisbos inciertos de la vida privada del poder hasta los últimos recuerdos, casi demasiado nítidos, demasiado detallados, del viejo solo en la jaula alfombrada de cristales; los perros; la oscuridad. El rostro de Carys aparecía en muchos de ellos, aunque no en todos, a veces inquisitivo, a veces despreocupado: a menudo impenetrable, observándolo a través de los barrotes de sus pestañas abatidas, como si lo envidiase. De madrugada, cuando el bebé se dormía en el piso de abajo, y el único sonido era el tráfico de High Road, reponía los momentos más privados entre ellos, momentos demasiado preciosos para conjurarlos indiscriminadamente, por miedo a que la repetición menguara su poder para revivirlos.

Durante algún tiempo había intentado olvidarla: así era más conveniente. Ahora en cambio se aferraba a la imagen de su rostro, desamparado. Se preguntaba si volvería a verla.

Los periódicos del domingo contenían más artículos sobre la muerte de Whitehead. El Sunday Times cedía la plana de su sección de revista a una breve reseña de «El millonario más misterioso de Gran Bretaña, antiguo asociado y confidente del Howard Hughes de Inglaterra», escrita por Lawrence Dwoskin. Marty leyó el artículo de principio a fin dos veces, incapaz de escrutar las palabras impresas sin oír el tono insinuante de Dwoskin…

Era en muchos aspectos una leyenda —decía— aunque era inevitable que el recogimiento de sus últimos años hiciera correr ríos de tinta, y muchos de esos rumores herían la sensibilidad de un hombre como Joseph. Mientras estuvo en la vida pública, expuesto al escrutinio de la prensa, que no siempre fue benévola, nunca se acostumbró a las críticas, implícitas o explícitas. A los pocos que lo conocíamos nos revelaba una naturaleza más susceptible a los ataques de lo que nunca habría sugerido su afectación pública de indiferencia. Cuando descubría que circulaban rumores en torno a él, de mala conducta o de excesos, la crítica lo afligía profundamente, en especial porque desde la muerte de su querida esposa Evangeline en 1965, se había vuelto muy remilgado en temas sexuales y morales.

Marty leyó aquellas afectadas fórmulas con un sabor amargo en la boca. Ya había empezado la canonización del viejo. Seguro que enseguida aparecerían biografías autorizadas y expurgadas por sus herederos, que convertirían su vida en una serie de fábulas lisonjeras por las que sería recordado. El proceso le daba náuseas. Al leer los tópicos del texto de Dwoskin salió en defensa de las debilidades del viejo, de un modo fiero e impredecible, como si cuanto le había hecho único, cuanto le había hecho real, estuviese en peligro de ser encubierto.

Leyó el artículo de Dwoskin hasta su sensiblero final, y lo dejó. El único detalle de interés era la mención del servicio funerario, que se celebraría en una pequeña iglesia en Minster Lovell al día siguiente. El cuerpo sería incinerado a continuación. Aunque fuera peligroso, Marty sintió la necesidad de ir a presentarle sus últimos respetos.

52

De hecho, el servicio atrajo a tantos espectadores, desde observadores casuales hasta implacables rastreadores de escándalos, que la presencia de Marty pasó completamente desapercibida. Todo el evento tenía un aire irreal, como si se hubiera concebido para que el mundo entero supiera que el gran hombre había muerto. Había corresponsales y fotógrafos llegados de toda Europa, además de la prensa inglesa; y entre los plañideros se contaban algunos de los rostros más famosos de la vida pública: políticos, expertos profesionales, magnates de la industria, y hasta un puñado de estrellas de cine cuyo único derecho a la fama era la misma fama. La presencia de tantas celebridades atrajo a cientos de dedicados mirones. La pequeña iglesia, así como el patio y la carretera que la rodeaban, habían sido invadidos. El oficio se retransmitió para los que estaban en el exterior del edificio por medio de altavoces; un detalle curioso y desconcertante. La voz del pastor que presidía la ceremonia sonaba metálica y teatral por el sistema de sonido, y una percusión amplificada de toses y de pasos arrastrados puntuaba su elogio.

A Marty no le gustó oír así el servicio, ni le gustaron los turistas, cuyo atuendo era poco apropiado para un funeral, se arrellanaban en las lápidas y ensuciaban la hierba, esperando con impaciencia mal contenida a que acabase aquella fastidiosa interrupción para seguir contemplando a las estrellas. Whitehead había alentado la misantropía latente de Marty: ya ocupaba un lugar permanente en su visión del mundo. Al mirar en torno al cementerio y ver a esa congregación acalorada y aburrida sintió que el desprecio crecía en su interior. Ansiaba darle la espalda a la muchedumbre y huir. Pero el deseo de asistir a la última escena era mayor que el deseo de marcharse, así que esperó entre la multitud, mientras las avispas zumbaban en torno a las cabezas pegajosas de los niños, y una mujer con el físico de un insecto palo flirteaba con él desde la superficie de una tumba.

Alguien leía la Biblia. Un actor, a juzgar por el tono autocomplaciente. Se anunció como un pasaje de los Salmos, pero Marty no lo reconoció.

Cuando la lectura tocaba a su fin, un coche se detuvo en la puerta principal. La gente volvió la cabeza y las cámaras dispararon al emerger dos figuras. Se extendió un rumor entre la multitud; la gente que se había tumbado volvió a levantarse para mirar. Algo arrancó a Marty de su letargo, y también él se puso de puntillas para observar a los recién llegados: estaban haciendo toda una entrada. Miró entre las cabezas de la gente para verlos; los vio, los volvió a perder; se dijo «no», en voz baja, incrédulo; luego se abrió paso a empujones entre el gentío para mantenerse a su altura mientras Mamoulian, con Carys embozada a su lado, recorría el camino desde la puerta hasta el porche y desparecía en el interior de la iglesia.

—¿Quién era ese? —Le preguntó alguien—. ¿Sabe quién era?

El Infierno, quiso responder. El mismo Diablo.

¡Mamoulian estaba allí! A plena luz del día, con el sol en la nuca, llevando del brazo a Carys como si fueran marido y mujer, dejando que las cámaras lo capturasen para la edición del día siguiente. Al parecer no tenía miedo. Aquella aparición tardía, tan estudiada, tan irónica, era un último gesto de desprecio. ¿Y por qué jugaba ella a su juego? ¿Por qué no se zafaba de su mano y lo denunciaba como la criatura antinatural que era? Porque se había unido a su séquito de buena gana, como había dicho Whitehead. ¿En busca de qué? ¿De alguien que celebrase su vena de nihilismo; que la educase en el exquisito arte de morir? ¿Y qué podría ofrecerle ella a cambio? Ah, ahí estaba la espinosa cuestión.

El oficio terminó al fin. De pronto, para el regocijo y la indignación de la congregación, un saxofón estridente rompió la solemnidad con una rendición en clave de jazz de Los tontos se apresuran que atronó por los altavoces. La broma final de Whitehead, seguro. Cosechó algunas risas: algunos hasta aplaudieron. Del interior de la iglesia llegó el clamor de las personas que se levantaban de los bancos. Marty estiró el cuello para ver mejor el porche, y como no lo consiguiera, volvió a abrirse paso entre la presión de la gente hasta una tumba que ofrecía una vista. En los árboles ajados por el calor había pájaros, y Marty se distrajo con sus juegos, y sus picados. Cuando volvió a mirar, el ataúd estaba casi a su altura, llevado a hombros, entre otros, por Ottaway y Curtsinger. La sencilla caja parecía expuesta de un modo casi indecente. Marty se preguntó cómo habrían vestido al viejo por última vez; si le habrían recortado la barba y cosido los párpados.

La procesión de plañideros seguía de cerca a los portadores del féretro, en un cortejo negro que dividía el mar multicolor de turistas. A derecha e izquierda había quienes chasqueaban la lengua para acallarlos; algún idiota gritó «A ver el pájaro». El jazz siguió sonando. Todo era gratamente absurdo. El viejo sonreiría en su caja, supuso Marty.

Carys y Mamoulian salieron al fin de la sombra del porche al brillo de la tarde, y Marty estuvo seguro de ver a la muchacha recorriendo la multitud con la mirada, con precaución, por miedo a que su compañero lo advirtiese. Le estaba buscando a él; estaba seguro de ello. Sabía que estaría allí, en alguna parte, y lo estaba buscando. La mente de Marty se aceleró, tropezando en su confusión. Si le hacía una señal, por muy sutil que fuese, era muy posible que Mamoulian la viese, y eso sería sin duda peligroso para ambos. Mejor entonces que agachase la cabeza, por doloroso que fuera no encontrar su mirada.

Cuando la sucesión de plañideros lo adelantó, se bajó de la tumba de mala gana y espió cuanto pudo al amparo de la multitud. El Europeo mantenía la cabeza inclinada, y por lo que Marty alcanzaba a ver entre el balanceo las de cabezas, Carys había cejado en su búsqueda, quizá desesperanzada de encontrarlo allí. Cuando el ataúd y su negra cola abandonaron el cementerio, Marty se alejó discretamente y saltó el muro para observar los acontecimientos que sucedieron desde un punto estratégico.

Mamoulian hablaba con un par de plañideros en la carretera. Se estrecharon la mano y le ofrecieron su pésame a Carys. Marty observaba con impaciencia. Si el Europeo y ella se separaban en el gentío, tendría una oportunidad de mostrarse, aunque solo fuera por un momento, y asegurarle a ella su presencia. Pero no se presentó semejante oportunidad. Mamoulian era el guardián perfecto, no se apartaba nunca de Carys. Después de intercambiar gentilezas y despedidas, volvieron al asiento trasero de un Rover verde oscuro y se alejaron. Marty corrió al Citroën. No debía perderla de vista, pasara lo que pasara: podía ser su última ocasión de encontrarla. La persecución fue difícil. Cuando dejaron las pequeñas carreteras comarcales y salieron a la autopista, el Rover aceleró con insolente facilidad. Marty le dio caza con tanta discreción como le permitían los imperativos encontrados de la estrategia y la agitación.

En el asiento trasero del coche, Carys tuvo una idea extraña y entrecortada. Cuando cerraba los ojos para pestañear, o para evitar el fulgor del día, aparecía una figura: un corredor. Lo reconoció en cuestión de segundos: el chándal gris y la nube de vapor que emergía de la capucha le pusieron nombre antes de que alcanzase a vislumbrar su rostro. Quiso mirar por encima del hombro, para ver si estaba tras ellos, en alguna parte, como suponía. Pero se lo pensó mejor. Mamoulian descubriría que algo pasaba, si no lo había hecho ya.

El Europeo la miró. Era un misterio, pensó. Nunca sabía con certeza en qué pensaba. En ese aspecto era igual que su madre. Así como había aprendido a leer el rostro de Joseph con el tiempo, Evangeline rara vez había mostrado siquiera un indicio de sus verdaderos sentimientos. Durante varios meses había supuesto que era indiferente a su presencia en la casa; solo el tiempo había revelado la verdadera historia de sus maquinaciones contra él. A veces sospechaba que Carys tenía pretensiones similares. ¿No era demasiado obediente? En ese preciso momento lucía el imperceptible asomo de una sonrisa.

—¿Te ha parecido divertido? —le preguntó.

—¿El qué?

—El funeral.

—No —dijo ella con ligereza—. No, claro que no.

—Estabas sonriendo.

El asomo se evaporó; el rostro de Carys se distendió.

—Supongo que tenía un valor grotesco —dijo sin emoción— ver cómo todos actuaban para las cámaras.

—¿No confías en su pena?

—Ellos nunca lo amaron.

—¿Y tú sí?

Ella pareció sopesar la pregunta.

—Amor… —dijo dejando que la palabra flotase en al aire cálido para ver, al parecer, en qué se convertía—. Sí. Supongo que sí.

Mamoulian estaba inquieto. Deseaba aumentar su poder sobre la mente de la muchacha, pero todos sus esfuerzos eran vanos. El miedo a las ilusiones que podía conjurar sin duda le había dado un barniz de obsequiosidad, pero no creía que la hubiera convertido en una esclava. El terror era un estímulo útil, pero la ley del rendimiento decreciente se aplicaba; cada vez que luchaba contra él se veía obligado a encontrar algún miedo nuevo y más terrible, y eso le agotaba.

Y por si fuera poco, Joseph había muerto. Había fallecido, según había oído en el funeral, «tranquilamente mientras dormía». Ni siquiera había muerto; los afectados habían expurgado aquella vulgaridad de su vocabulario. Había pasado a mejor vida; se había quedado dormido. Pero no había muerto. Los tópicos y el sentimentalismo que habían seguido al ladrón a la tumba asqueaban al Europeo. Pero él se asqueaba más. Había dejado escapar a Whitehead. No una vez, sino dos, llevado por su deseo de que el juego concluyese con la atención debida a los detalles, así como por su afán por persuadir al ladrón de que se adentrase de buena gana en el vacío. El engaño había sido su perdición. Mientras él lo amenazaba y conjuraba visiones, el viejo chivo había huido.

Pero la historia no tenía por qué acabar así. Después de todo, poseía la habilidad de seguir a Whitehead a la muerte, y rescatarlo de ella, si conseguía acercarse al cadáver. Pero el viejo había previsto esa eventualidad. Habían protegido el cuerpo de las miradas, incluso de las de sus compañeros más cercanos. Lo habían guardado en una caja fuerte (¡qué apropiado!) y velado día y noche, haciendo las delicias de la prensa amarilla, que se regodeaba en semejantes extravagancias. Por la tarde sería ceniza; y la última oportunidad de Mamoulian para una reunión permanente se habría perdido.

Y sin embargo…

¿Por qué tenía la sensación de que los juegos que habían jugado todos aquellos años (los juegos de tentación, los juegos de revelación, los juegos de negación, difamación y maldición) no se habían acabado aún? La intuición de Mamoulian estaba menguando, como su fuerza, pero estaba seguro de que algo no encajaba. Pensó en el modo en que sonreía la mujer que estaba a su lado; el secreto de su rostro.

—¿Está muerto? —le preguntó de repente.

Al parecer, la pregunta la dejó atónita.

—Claro que está muerto —respondió.

—¿Seguro, Carys?

—Acabamos de asistir a su funeral, por amor de Dios.

Sintió la mente de Mamoulian en la nuca como una presencia sólida. Habían representado aquella escena muchas veces en las semanas precedentes, la prueba de fuerza entre voluntades, y sabía que él estaba más débil cada día que pasaba. Pero no tanto como para ser insignificante: todavía podía aterrorizarla, si le convenía.

—Dime en qué piensas… —dijo— para que no tenga que arrancártelo.

Si se negaba a responder a sus preguntas, y entraba en ella por la fuerza, seguro que vería al corredor.

—Por favor —dijo fingiendo cobardía—, no me hagas daño.

La mente de Mamoulian se retiró un poco.

—¿Está muerto? —volvió a preguntarle.

—La noche en que murió… —empezó ella. ¿Qué podía decir, sino la verdad? Las mentiras no serían suficientes: él lo sabría—. La noche en que dijeron que murió no sentí nada. No cambió nada. No fue así cuando murió mamá.

Le dedicó una mirada temerosa a Mamoulian, para reforzar la ilusión de obediencia.

—¿Qué deduces de ello? —preguntó.

—No lo sé —respondió ella, con honestidad.

—¿Qué te hace suponer?

De nuevo, con honestidad:

—Que no está muerto.

Apareció la primera sonrisa que Carys hubiera visto en el rostro del Europeo. Era muy leve, pero allí estaba. Sintió que apartaba los cuernos de su mente y se contentaba con meditar. No insistiría más. Tenía que hacer demasiados planes.

—Oh, Peregrino —dijo en voz baja, reprendiendo a su enemigo invisible como a un niño travieso, pero muy querido—, casi me engañas.

Marty siguió al coche cuando este abandonó la autopista y atravesó la ciudad hasta la casa de Caliban Street. La persecución terminó a media tarde. Marty aparcó a una distancia prudente y los observó mientras salían del coche. El Europeo pagó al conductor y a continuación, luego de retrasarse al abrir la puerta principal, Carys y él entraron en la casa. Las sucias cortinas de encaje y la pintura pelada no sugerían nada anormal; todas las casas de la calle necesitaban una reforma. Se encendió una luz en la entreplanta: bajaron la persiana.

Marty se quedó en el coche una hora, vigilando la casa, pero no ocurrió nada. Carys no apareció en la ventana, ni arrojó cartas, envueltas con piedras y besos, al héroe que la esperaba. Pero lo cierto es que no había esperado tales señales; eran mecanismos de ficción, y esto era real. La piedra sucia, las ventanas sucias, el terror sucio que acechaba en su ingle.

No había comido bien desde que se anunciara la muerte de Whitehead; y por primera vez desde aquella mañana, tenía un apetito saludable. Dejó la casa a merced del sigiloso atardecer, y fue en busca de sustento.

53

Luther estaba haciendo las maletas. Los días desde la muerte de Whitehead habían sido un torbellino, y estaba mareado. Con tanto dinero en el bolsillo, cada minuto se le ocurría una nueva opción, una fantasía que ya podía realizar. A corto plazo al menos, decidió volver a su hogar de Jamaica para tomarse unas largas vacaciones. Se había marchado a los ocho años, hacía diecinueve, y guardaba recuerdos preciosos de la isla. Estaba preparado para el desengaño, pero si no le gustaba, no importaba. Un hombre con su reciente fortuna no tenía que hacer planes concretos: podía dirigirse a otra isla; a otro continente.

Casi había terminado los preparativos de la partida cuando una voz lo llamó desde la planta baja. No era una voz conocida.

—¿Luther? ¿Estás ahí?

Fue al borde de las escaleras. La mujer con quien antaño compartiese aquella casita se había marchado, lo había abandonado hacía seis meses, y se había llevado a los hijos de ambos. La casa debería estar vacía. Pero había alguien en el pasillo; no una, sino dos personas. Su interlocutor era un hombre alto, casi majestuoso, que lo miraba mientras la luz del rellano resplandecía en su frente ancha y despejada. Luther reconoció el rostro; ¿del funeral, quizá? Detrás, en la sombra, había una figura más gruesa.

—Me gustaría tener unas palabras contigo —dijo el primero.

—¿Cómo has entrado aquí? ¿Quién demonios eres?

—Solo una palabra. Acerca de tu jefe.

—Eres de la prensa, ¿no? Mira, ya os he dicho todo lo que sé. Ahora vete de una puñetera vez antes de que llame a la Policía. No tienes derecho a entrar aquí.

El segundo hombre salió de las sombras y miró hacia lo alto de las escaleras. Iba maquillado, aquello era evidente a pesar de la distancia. Parecía una damisela de pantomima, con la carne empolvada y colorete en las mejillas. Luther se apartó del borde de las escaleras, pensando a toda prisa.

—No tengas miedo —dijo el primero, y el modo en que lo dijo asustó a Luther más que nunca; ¿qué facultades albergaría tanta cortesía?

—Si no os vais en diez segundos… —advirtió.

—¿Dónde está Joseph? —preguntó el hombre amable.

—Está muerto.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Te vi en el funeral, ¿verdad? No sé quién eres…

—Me llamo Mamoulian.

—Bueno, estuviste allí, ¿verdad? Lo viste con tus propios ojos. Está muerto.

—Yo solo vi una caja.

—Está muerto, tío —insistió Luther.

—Tengo entendido que fuiste tú quien lo encontró —dijo el Europeo, y avanzó unos pasos sigilosos hasta el pie de las escaleras.

—Así es. En la cama —respondió Luther; tal vez fueran de la prensa, después de todo—. Lo encontré en la cama. Murió mientras dormía.

—Baja. Dame más detalles, por favor.

—Estoy bien aquí.

El Europeo miró el rostro fruncido del chófer; y le acarició la nuca de modo tentativo. Pero el interior era demasiado cálido y sucio, y no era lo bastante fuerte como para llevar a cabo una investigación. Pero había otros métodos más crudos. Le hizo una indicación al Tragasables, cuya presencia de sándalo olía en la cercanía.

—Este es Anthony Breer —dijo—. En el pasado ha despachado a perros y a niños con un esmero admirable. ¿Te acuerdas de los perros, Luther? No le da miedo la muerte. De hecho, disfruta de una extraordinaria empatía con ella.

El rostro de pantomima refulgió en las escaleras, con deseo en los ojos.

—Ahora, por favor —dijo Mamoulian—, por el bien de los dos: la verdad.

Luther tenía la garganta tan seca que apenas le salían las palabras.

—El viejo está muerto —dijo—. Eso es todo lo que sé. Si supiera más te lo diría.

Mamoulian asintió; la expresión de su rostro al hablar fue compasiva, como si en verdad temiese lo que habría de ocurrir a continuación.

—Quiero creerte, y hablas con tanta convicción que casi te creo. En principio puedo irme satisfecho, y tú puedes seguir con tus asuntos. Pero… —exhaló un pesado suspiro—, pero no te creo lo suficiente.

—¡Mira, esta es mi puta casa! —vociferó Luther, sintiendo que hacía falta tomar medidas extremas.

El hombre llamado Breer se había desabrochado la chaqueta. No llevaba camisa debajo. Llevaba punzones que le atravesaban la grasa del pecho y le perforaban los pezones de un lado a otro. Alargó la mano y extrajo dos de ellos, pero no brotó sangre. Armado con aquellas agujas de acero, arrastró los pies hasta el pie de las escaleras.

—No he hecho nada —imploró Luther.

—Eso es lo que tú dices.

El Tragasables empezó a subir las escaleras. El pecho sin maquillar era lampiño y amarillento.

—¡Espera!

El grito de Luther detuvo a Breer.

—¿Sí? —dijo Mamoulian.

—¡Aléjalo de mí!

—Si tienes algo que decirme, escúpelo. Estoy más que ansioso por escucharte.

Luther asintió. El rostro de Breer reflejó decepción. Luther tragó saliva con dificultad antes de hablar. Le habían pagado lo que consideraba una pequeña fortuna para que no dijera lo que estaba a punto de decir, pero Whitehead no le había advertido que sería así. Había esperado una pandilla de reporteros inquisitivos, tal vez incluso una lucrativa oferta para que su historia saliera en los periódicos del domingo, pero no esto: no ese monstruo de rostro de muñeca y heridas que no sangraban. El silencio que el dinero podía comprar tenía un límite, por amor de Dios.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó Mamoulian.

—No está muerto —respondió Luther. Ya, no era tan difícil, ¿verdad?—. Todo fue un montaje. Solo lo sabían dos o tres personas, incluyéndome a mí.

—¿Por qué tú?

Luther no estaba seguro de ello.

—Supongo que confiaba en mí —dijo encogiéndose de hombros.

—Ah.

—Además, alguien tenía que encontrar el cadáver, y yo era el candidato más creíble. Solo quería escapar limpiamente y volver a empezar donde nunca lo encontrasen.

—¿Y dónde era eso?

Luther meneó la cabeza.

—No lo sé, tío. Supongo que en cualquier parte, donde nadie conociera su cara. No me lo dijo.

—Seguro que te dio alguna pista.

—No.

Breer se animó ante la reticencia de Luther; su mirada se encendió.

—Venga ya —insistió Mamoulian—, ya me has contado el principio; ¿qué hay de malo en contarme lo demás?

—Es que no hay nada más.

—¿Por qué sufrir?

—¡Que no me lo dijo, tío! —Breer subió un escalón; y luego otro; y otro.

—Seguro que te dio alguna idea —dijo Mamoulian—. ¡Piensa! ¡Piensa! Has dicho que confiaba en ti.

—¡No tanto! Oye, aléjalo de mí, ¿quieres?

Los punzones resplandecieron.

—¡Por amor de Dios, aléjalo de mí!

Había muchas cosas que lamentar. La primera era que un ser humano fuese capaz de infligirle a otro un daño tan brutal, sin dejar de sonreír. La segunda era que Luther no hubiese sabido nada. Las reservas de información que tenía eran muy limitadas, como había afirmado. Pero cuando el Europeo se aseguró de la ignorancia de Luther, su estado era irreversible. Bueno; eso no era estrictamente cierto. Podría muy bien resucitarlo. Pero Mamoulian tenía mejores cosas que hacer con la energía que le restaba; y además, permitir que el chófer siguiese muerto era el único modo en que podía compensarlo por el sufrimiento que había soportado en vano.

—Joseph. Joseph. Joseph —refunfuñó el Europeo.

Y la oscuridad siguió avanzando.