El gordo baila
A Breer no le importó que cambiara el tiempo. En la calle hacía un bochorno insoportable y la lluvia, con su purificación simbólica, le hacía sentirse más cómodo. Habían transcurrido muchas semanas desde que sintiera el menor espasmo de dolor, pero el calor le picaba. En realidad ni siquiera era un picor. Era una irritación más fundamental: una sensación que se arrastraba sobre su piel, o por debajo de ella, y que ningún ungüento aliviaba. Pero la llovizna la atenuaba hasta cierto punto, y por ello estaba agradecido. La lluvia, o el hecho de dirigirse a ver a la mujer que amaba. Aunque Carys le había atacado muchas veces (lucía las heridas como si fueran trofeos), le perdonaba sus ofensas. Lo entendía mejor que nadie. Era única, una diosa, a pesar del vello corporal, y sabía que si conseguía volver a verla, mostrarse ante ella, tocarla, todo estaría bien.
Pero antes tenía que llegar a la casa. Había tardado un rato en encontrar un taxi que estuviera dispuesto a detenerse, y cuando uno lo hizo al fin, el conductor solo le llevó una parte del camino antes de decirle que se bajara porque aseguraba que el olor era tan repulsivo que no encontraría a otro cliente en todo el día. Avergonzado por aquel rechazo tan público (el taxista lo reprendió desde el taxi mientras se alejaba), Breer se dirigió a los callejones, donde esperaba que no se rieran de él ni lo insultaran.
En uno de esos callejones, a escasos minutos de donde Carys lo esperaba, un joven con golondrinas azules tatuadas en el cuello salió de un portal para ofrecerle un poco de ayuda al Tragasables.
—Oye, tío, qué mala pinta tienes. Te echo una mano.
—No, no —gruñó Breer, esperando que el buen samaritano lo dejase en paz—. Estoy bien, de verdad.
—Insisto —dijo Golondrinas, apretando el paso para adelantarlo, y luego interponiéndose en su camino. Echó un vistazo a ambos lados de la calle para asegurarse de que no había testigos y luego empujó a Breer al portal de una casa tapiada.
»Cierra la boca, tío —dijo sacando rápidamente un cuchillo y apretándolo contra la garganta vendada de Breer—, y no te pasará nada. Vacía los bolsillos. ¡Rápido! ¡Rápido!
Breer no hizo movimiento alguno para obedecerlo. La brusquedad del ataque lo había desorientado; y el modo en que el joven le había agarrado el cuello entablillado lo había mareado. Golondrinas hundió un poco el cuchillo en las vendas para dejar las cosas claras. La víctima olía mal, y el ladrón quería terminar el trabajo lo antes posible.
—¡Los bolsillos, tío! ¿Estás sordo? —Siguió clavando el cuchillo; el hombre no se estremeció siquiera—. Lo haré, tío —advirtió el ladrón—, te cortaré la puta garganta.
—Oh —dijo Breer, sin dejarse impresionar. Más para poner fin al temblor que por miedo, hurgó en el bolsillo de su abrigo y encontró un puñado de posesiones. Unas monedas, algunos caramelos de menta que había seguido chupando hasta que se secaron sus reservas de saliva, y una botella de loción para después del afeitado. Se las ofreció con una vaga disculpa en su rostro maquillado.
—¿Eso es todo lo que tienes? —Golondrinas estaba indignado, y abrió el abrigo de Breer.
—No lo hagas —sugirió el Tragasables.
—Hace un poco de calor para llevar abrigo, ¿no? —dijo el ladrón—. ¿Qué escondes?
El ladrón tiró de la chaqueta que Breer llevaba bajo el abrigo, los botones cedieron, y se quedó mirando fijamente, boquiabierto, los mangos del cuchillo y el tenedor que seguían enterrados en el abdomen del Tragasables. Las manchas de fluidos resecos que partían de las heridas solo eran ligeramente menos repugnantes que la carroña marrón que se extendía desde las axilas y las ingles. Presa del pánico, el ladrón hundió aún más el cuchillo en la garganta de Breer.
—Dios, tío…
A Anthony, después de perder la dignidad, el amor propio, y aunque aún no lo supiera, la vida, solo le quedaba perder los nervios. Alargó la mano y aferró el cuchillo inquisitivo con una mano grasienta. El ladrón lo soltó un instante demasiado tarde. Breer, más ligero de lo que sugería su masa, retorció la hoja y la mano hacia atrás, y le rompió la muñeca a su asaltante.
Golondrinas tenía diecisiete años. Creía que había tenido una vida plena para un muchacho de su edad. Había visto dos muertes violentas, había perdido la virginidad con su hermanastra a los catorce años, había criado perritos, había visto películas snuff, había tomado cuantas pastillas se habían puesto al alcance de sus manos temblorosas; pensaba que había sido una existencia afanosa, llena de conocimiento adquirido. Pero esto era nuevo. Nunca había visto nada igual. Le dolía la vejiga.
Breer sujetaba todavía el brazo inútil del ladrón.
—Suéltame… por favor.
Breer se limitó a mirarlo, mientras la chaqueta abierta seguía ondeando, mostrando esas extrañas heridas.
—¿Qué quieres, tío? Me haces daño.
La chaqueta de Golondrinas también estaba abierta. Dentro había otra arma, metida en un bolsillo interior.
—¿Es un cuchillo? —dijo Breer mirando el mango.
—No, tío. —Breer alargó la mano para cogerlo. El joven, ansioso por complacerlo, sacó el arma y lo arrojó a los pies de Breer. Era un machete. La hoja estaba sucia, pero afilada.
»Es tuyo, tío. Venga, cógelo. Pero suéltame el brazo, tío.
—Recógelo. Agáchate y recógelo —dijo Breer, soltando la muñeca herida. El joven se agazapó, recogió el machete y se lo tendió a Breer. El Tragasables lo cogió. La imagen de sí mismo, de pie sobre una víctima arrodillada, con la hoja en la mano, tenía algún significado para él, pero no podía precisar exactamente cuál. Quizá fuese una fotografía de su libro de atrocidades.
»Podría matarte —observó con cierta indiferencia.
A Golondrinas ya se le había ocurrido la idea. Cerró los ojos, y esperó. Pero el golpe no se produjo. El hombre se limitó a decir «Gracias», y se alejó.
De rodillas en el portal, Golondrinas empezó a rezar. Se sorprendió a sí mismo con esa demostración de religiosidad, recitando de memoria las oraciones que Hosanna, su hermanastra, y él habían rezado juntos antes y después de pecar.
Seguía rezando diez minutos después, cuando empezó a llover con fuerza.
Breer recorrió Bright Street durante unos minutos hasta que halló la casa amarilla. Cuando la encontró, esperó unos minutos en el exterior, preparándose. Allí estaba su salvación. Quería que su reunión fuera lo más perfecta posible.
La puerta principal estaba abierta. Había unos niños jugando en el portal, la lluvia los había apartado de la rayuela y de la comba. Pasó a su lado con precaución, temeroso de que sus pies hinchados le aplastasen la manita a alguno. Una niña especialmente encantadora le arrancó una sonrisa: pero ella no se la devolvió. Se detuvo en el pasillo, intentando recordar dónde le había dicho el Europeo que se ocultaba Carys. Era en el segundo piso, ¿verdad?
Carys oyó a alguien moverse en el rellano en el exterior de la habitación, pero aquel pasillo de madera podrida y papel pelado se encontraba al otro lado de un estrecho infranqueable, lejos de la Isla. Allí estaba a salvo.
Luego alguien llamó a la puerta con un golpe amable y tentativo. Al principio no respondió, pero cuando el golpe se repitió dijo:
—Vete.
Después de unos segundos dubitativos, el pomo de la puerta se sacudió ligeramente.
—Por favor… —dijo con tanta cortesía como pudo— vete. Marty no está.
El pomo volvió a temblar, esta vez con más fuerza. Oyó que unos dedos suaves palpaban la madera; ¿o eran las olas que rompían en la orilla de la isla? No tenía fuerzas para asustarse, ni siquiera para inquietarse. Marty le había llevado heroína de calidad. No era de la mejor, esa solo se la había proporcionado papá, pero le había arrancado hasta la última fibra de miedo.
—No puedes entrar —le dijo al intruso en potencia—. Tendrás que irte y volver más tarde.
—Soy yo —intentó decir el Tragasables. Reconoció su voz hasta en aquella neblina luminosa. ¿Cómo iba Breer a susurrar así en la puerta? La imaginación le estaba jugando una mala pasada.
Se incorporó en la cama, mientras aumentaba el ruido de la presión que él ejercía en la puerta. De repente se cansó de la sutileza y empujó. Una vez, dos veces. El cerrojo sucumbió con facilidad y entró en la habitación dando tumbos. Así que no era su imaginación al fin y al cabo; allí estaba, en toda su gloria.
—Te encontré —dijo el príncipe perfecto.
Cerró la puerta con cuidado y se presentó ante ella. Lo miró incrédula: el cuello roto sujeto con un artilugio casero de madera y vendas, las ropas harapientas. Trataba de quitarse uno de los guantes de piel, pero no salía.
—He venido a verte —dijo con palabras fragmentadas.
—Ya.
Se quitó el guante. Se produjo un sonido suave y enfermizo. Le miró la mano. Buena parte de la piel se había desprendido junto con el guante. Extendió aquel mosaico purulento hacia ella.
—Tienes que ayudarme —le dijo.
—¿Estás solo? —preguntó ella.
—Sí.
Algo era, por lo menos. Quizá el Europeo ni siquiera sabía que estaba allí. Había venido a cortejarla, a juzgar por aquel patético intento de civismo. El galanteo se había iniciado en su primer encuentro en la sala de vapor. Ella no había gritado ni vomitado, y así se había ganado su lealtad eterna.
—Ayúdame —gimió.
—No puedo ayudarte. No sé cómo.
—Déjame tocarte.
—Estás enfermo.
La mano seguía extendida. Dio un paso hacia delante. ¿Acaso pensaba que era una especie de icono, un talismán cuyo contacto curaba todas las enfermedades?
—Bonita —dijo.
Su olor era abrumador, pero su mente drogada divagaba. Sabía que era importante escapar, pero ¿cómo? Por la puerta, tal vez; o por la ventana. O pidiéndole que se fuera y volviese al día siguiente.
—¿Quieres irte, por favor?
—Solo tocar.
La mano ya estaba a unos centímetros de su rostro. Le sobrevino la repulsión, sorteando el letargo inducido por la Isla. Apartó el brazo, horrorizada incluso por el contacto más breve con su carne. Él parecía ofendido.
—Has intentado hacerme daño muchas veces —le recordó—. Yo nunca te he hecho daño.
—Pero querías hacérmelo.
—Era él; yo nunca. Quiero que estés con mis otros amigos; donde nadie pueda hacerte daño.
La mano, que había vuelto al costado, se disparó de repente y la agarró por el cuello.
—Nunca me abandonarás —dijo.
—Me haces daño, Anthony.
La atrajo hacia sí, y se inclinó hacia ella lo mejor que pudo, dado el estado de su cuello. Ella advirtió movimiento en una franja de piel bajo el ojo derecho. Cuanto más cerca estaba más claramente veía las larvas gordas y blancas, como huevos, en su rostro, que maduraban allí, esperando sus alas. ¿Sabría que era un nido de gusanos? ¿Se sentiría orgulloso, quizá, de estar infestado de moscas? Iba a besarla: no le cabía duda. Si me mete la lengua en la boca, pensó a medias, se la arrancaré de un mordisco. No le permitiré hacerme esto. Dios bendito, prefiero morir.
Puso sus labios sobre los suyos.
—Eres imperdonable —dijo una voz suave.
La puerta estaba abierta.
—Suéltala.
El Tragasables soltó a Carys, y se apartó de su rostro. Ella escupió para enjuagarse el beso, y levantó la vista.
Mamoulian estaba en la puerta. Tras él había dos jóvenes bien vestidos, uno con el cabello dorado, ambos con sonrisas arrebatadoras.
—Imperdonable —repitió el Europeo, y dirigió a Carys su mirada vacía—. ¿Ves lo que pasa cuando escapas de mis cuidados? —dijo—. ¿Los horrores que acontecen?
Ella no respondió.
—Estás sola, Carys. Tu antiguo protector ha muerto.
—¿Marty? ¿Muerto?
—En su casa, cuando iba a buscarte heroína.
Ella estaba unos segundos por delante de él, pues era consciente de su error. Quizá le concediese a Marty cierta ventaja el hecho de que lo creyeran muerto. Pero no era prudente fingir el llanto. No era una actriz trágica. Era mejor aparentar incredulidad; o duda, por lo menos.
—No —dijo—. No te creo.
—Con mis propias manos —dijo el adonis rubio a espaldas del Europeo.
—No —insistió ella.
—Créeme —dijo el Europeo—, no va a volver. Confía en mí por lo menos en esto.
—¿Que confíe en ti? —murmuró. Era casi gracioso.
—¿No acabo de evitar que te violen?
—Es tu criatura.
—Sí, y será castigado, no lo dudes. Ahora confío en que corresponderás a mi amabilidad al venir aquí, y encontrarás a tu padre por mí. No consentiré retraso alguno, Carys. Volveremos a Caliban Street y lo encontrarás, o por Dios que te arrancaré las entrañas. Te lo prometo. Santo Tomás te escoltará hasta el coche.
La sonrisa morena se adelantó a su rubio compañero y le ofreció una mano a Carys.
—Tengo muy poco tiempo que perder, muchacha —dijo Mamoulian, y el tono alterado de su voz confirmó aquella observación—. Así que, por favor: acabemos de una vez con esta condenada historia.
Tom acompañó a Carys escaleras abajo. Cuando ella se fue, el Europeo dirigió su atención al Tragasables.
Breer no tenía miedo de él; ya no tenía miedo de nadie. Hacía calor en la diminuta habitación donde se enfrentaban; lo sabía por el sudor de las mejillas y el labio superior de Mamoulian. Él, por otro lado, tenía frío; era el hombre más frío de la creación. Nada lo asustaría. Mamoulian lo advirtió sin duda.
—Cierra la puerta —le dijo el Europeo al rubio—. Y busca algo para atar a este hombre.
Breer sonrió.
—Me has desobedecido —dijo el Europeo—. Te dije que acabaras el trabajo en Caliban Street.
—Quería verla.
—No puedes verla cuando quieras. Hice un trato contigo, y como todos los demás, has traicionado mi confianza.
—Un jueguecito —dijo Breer.
—No hay juego pequeño, Anthony. ¿No lo entiendes, después del tiempo que has pasado conmigo? Toda acción conlleva un peso de importancia. Sobre todo los juegos.
—No me importa lo que digas. Palabras; no son más que palabras.
—Eres despreciable —dijo el Europeo.
El rostro manchado de Breer le devolvió la mirada sin asomo de ansiedad ni de contrición. El Europeo era consciente de su superioridad, pero había algo en la mirada de Breer que lo inquietaba. En el pasado Mamoulian había tenido a su servicio a criaturas mucho más viles. El pobre Konstantin, por ejemplo, cuyos apetitos post mórtem se extendían mucho más que a los besos. ¿Por qué, pues, lo turbaba Breer?
San Chad había desgarrado un conjunto de prendas; una corbata y un cinturón, bastaban para los propósitos de Mamoulian.
—Átalo a la cama.
Chad apenas tuvo presencia de ánimo para tocar a Breer, aunque este al menos no se resistió. Se sometió a aquel juego de castigo con la misma sonrisa idiota contrayendo su rostro. Le parecía que su piel era blanda, como si bajo su superficie tensa y brillante el músculo se hubiera convertido en gelatina y pus. El santo trabajó con la mayor eficiencia que pudo para cumplir su deber mientras el prisionero se divertía siguiendo el vuelo de las moscas en torno a su cabeza.
Al cabo de tres o cuatro minutos Breer estuvo atado de pies y manos. Mamoulian asintió para expresar su satisfacción.
—Está bien. Reúnete con Tom en el coche. Bajaré en unos instantes.
Chad se retiró respetuosamente, limpiándose las manos en el pañuelo. Breer seguía observando a las moscas.
—Ahora tengo que dejarte —dijo el Europeo.
—¿Cuándo vas a volver? —preguntó el Tragasables.
—Nunca.
Breer sonrió.
—Entonces soy libre.
—Estás muerto, Anthony —respondió Mamoulian.
—¿Qué? —La sonrisa de Breer empezó a desvanecerse.
—Has estado muerto desde el día en que te encontré colgando del techo. Me parece que quizá sabías que iba a venir, y te suicidaste para escapar de mí. Pero te necesitaba. Así que te concedí un poco de mi vida, para mantenerte a mi servicio.
La sonrisa de Breer había desaparecido por completo.
—Por eso eres insensible al dolor; eres un cadáver ambulante. He mantenido a raya el deterioro que tu cuerpo debería haber sufrido en estos meses calurosos. No lo he evitado por completo, me temo, pero lo he retrasado considerablemente.
Breer meneó la cabeza. ¿Ese era el milagro de la redención?
—Ya no te necesito. Así que retiro mi don…
—¡No!
Intentó hacer un gesto de súplica, pero tenía las muñecas atadas, y las ligaduras se hundían en el músculo haciendo que este se combara y surcándolo como arcilla blanda.
—Dime cómo puedo compensarte —ofreció—. Lo que sea.
—Es imposible.
—Pídeme lo que quieras. Por favor.
—Te pido que sufras —respondió el Europeo.
—¿Por qué?
—Por traicionarme. Porque al final has sido igual que los demás.
—No… solo era un jueguecito…
—Pues tómatelo como un juego, si te divierte. Seis meses de deterioro concentrados en otras tantas horas.
Mamoulian se acercó a la cama y tapó la boca sollozante de Breer, haciendo un gesto muy parecido a un pellizco.
—Se acabó, Anthony —dijo.
Breer percibió un movimiento en el bajo vientre, como si una criatura temblorosa se hubiese retorcido y muerto de repente allí dentro. Siguió al Europeo mientras salía, con los ojos vueltos hacia arriba. En ellos no se acumulaban lágrimas, sino materia.
—Perdóname —le rogó a su salvador—. Por favor, perdóname.
Pero el Europeo se había ido sin hacer ruido, cerrando la puerta al salir.
Se produjo un alboroto en la repisa. Breer apartó la mirada de la puerta y la dirigió a la ventana. Dos palomas se alejaban volando después de haberse disputado un trozo de pan. Sus pequeñas plumas blancas se posaban en la repisa, como nieve de verano.
—El señor Halifax, ¿verdad?
El hombre que inspeccionaba las cajas de fruta se volvió hacia Marty. En el patio henchido de avispas que se abría detrás de la tienda no soplaba una brizna de aire.
—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?
El señor Halifax se había expuesto al sol sin tomar precauciones. Tenía el rostro pelado en algunas zonas, y parecía irritado. Tenía calor, estaba incómodo y, según supuso Marty, tenía el genio fácil. El tacto estaba a la orden del día, si esperaba ganarse su confianza.
—¿Qué tal va el negocio? —preguntó Marty.
Halifax se encogió de hombros.
—Tirando —dijo, reacio a hablar del tema—. Muchos clientes habituales están de vacaciones en esta época del año —le echó un vistazo a Marty—. ¿Lo conozco?
—Sí. He acudido varias veces —mintió Marty— por las fresas del señor Whitehead. Por eso he venido. El pedido de siempre.
Halifax no acusó reconocimiento alguno; dejó la bandeja de melocotones que sujetaba.
—Lo siento. No atiendo a ningún Whitehead.
—Fresas —le instó Marty.
—Le he oído —respondió Halifax, de mal humor—, pero no conozco a nadie que se llame así. Debe de haberse equivocado.
—¿No se acuerda de mí?
—No. Ahora bien, si quiere hacer un pedido, Theresa lo atenderá —asintió en dirección a la tienda—. Me gustaría acabar aquí antes de asarme en este maldito calor.
—Pero tengo que recoger las fresas.
—Llévese las que quiera —dijo Halifax extendiendo los brazos—. Hay de sobra. Pídaselas a Theresa.
Marty veía que se avecinaba el fracaso. El hombre no estaba dispuesto a ceder ni un centímetro. Probó una última táctica.
—¿No tiene fruta aparte para el señor Whitehead? Normalmente la tiene empaquetada, lista para llevar.
Aquel detalle significativo pareció suavizar el rechazo del rostro de Halifax. Surgió la duda.
—Mire… —dijo— me parece que no lo entiende… —bajó la voz, aunque no había nadie más en el patio— Joe Whitehead está muerto. ¿Es que no lee los periódicos?
Una gran avispa se posó en el brazo de Halifax, atravesando el vello rojizo con dificultad. Este dejó que se arrastrara, sin inmutarse.
—No me creo todo lo que leo en los periódicos —respondió Marty en voz baja—. ¿Y usted?
—No sé de qué me habla —contestó el otro.
—Las fresas —dijo Marty—. Es lo único que me interesa.
—El señor Whitehead está muerto.
—No, señor Halifax; Joe no está muerto. Usted y yo lo sabemos.
La avispa se alzó del brazo de Halifax y recorrió el aire que los separaba. Marty la espantó; ella volvió, zumbando con más fuerza.
—¿Quién es usted? —dijo Halifax.
—El guardaespaldas del señor Whitehead. Ya le he dicho que he venido antes.
Halifax se inclinó a por la bandeja de melocotones; las avispas se congregaban en torno a una maca en uno de ellos.
—Lo siento, no puedo ayudarlo —dijo.
—Ya se las ha llevado, ¿no? —Marty le puso una mano en el hombro—. ¿No?
—No puedo decirle nada.
—Soy un amigo.
Halifax se volvió a mirar a Marty.
—Lo he jurado —dijo con la resolución de un negociador experimentado. Marty había contemplado todas las posibilidades hasta este punto muerto: que Halifax confesara que sabía algo, pero se negara a darle los detalles. ¿Ahora qué? ¿Le ponía las manos encima? ¿Se lo sacaba a golpes?
—Joe está en grave peligro.
—Oh, sí —murmuró Halifax—. ¿Cree que no me doy cuenta?
—Puedo ayudarlo.
Halifax meneó la cabeza.
—El señor Whitehead ha sido un cliente valioso durante muchos años —explicó—. Siempre me ha comprado fresas. Nunca he conocido a nadie al que le gusten las fresas tanto como a él.
—Tiempo presente —comentó Marty.
Halifax continuó como si no lo hubieran interrumpido.
—Solía venir en persona, antes de que muriera su esposa. Luego dejó de venir. Seguía comprándome fruta, pero enviaba a alguien a recogerla. Y en Navidad siempre había un cheque para los chicos. Todavía lo hay, ahora que lo pienso. Les sigue enviando dinero.
La avispa se había posado en el dorso de su mano, donde se había secado el dulce jugo de alguna fruta. Halifax le permitió saciarse. A Marty le caía bien. Si no estaba dispuesto a ofrecerle la información de buena gana no podría arrancársela por la fuerza.
—Ahora viene usted y me dice que es amigo suyo —dijo Halifax—. ¿Cómo sé que dice la verdad? La gente tiene amigos que luego les cortan la garganta.
—Sobre todo él.
—Cierto. Tanto dinero y tan poca gente que lo quiera. —Halifax tenía una mirada triste—. Me parece que debería guardar el secreto de su escondite, ¿no cree? Si no, ¿en quién va a confiar de todo el mundo?
—Sí —admitió Marty. Lo que Halifax había dicho tenía una lógica perfecta y compasiva, y no estaba dispuesto a hacer nada para obligarlo a retractarse.
»Gracias —dijo, escarmentado por la lección—. Lamento haberlo apartado de su trabajo.
Se dirigió de nuevo a la tienda. Había avanzado algunos pasos cuando Halifax dijo:
—Era usted.
Marty se giró sobre los talones.
—¿Qué?
—Era usted el que venía a por las fresas. Lo recuerdo. Es que entonces parecía diferente.
Marty se pasó la mano por la barba de varios días; afeitarse era un arte olvidado últimamente.
—No es por el pelo —dijo Halifax—. Era más duro. No me caía bien.
Marty esperó con cierta impaciencia a que Halifax terminase aquel discurso de despedida. En su mente ya estaba considerando otras posibilidades. Pero cuando prestó atención a las palabras de Halifax se dio cuenta de que había cambiado de opinión. Iba a decírselo. Le hizo un gesto a Marty para que se acercase de nuevo.
—¿Cree que puede ayudarlo?
—Tal vez.
—Espero que alguien pueda.
—¿Lo ha visto?
—Se lo diré. Llamó a la tienda y preguntó por mí. Es gracioso, reconocí su voz de inmediato, incluso después de tantos años. Me pidió que le llevara fresas. Dijo que no podía venir en persona. Fue terrible.
—¿Por qué?
—Está muy asustado. —Halifax vaciló, buscando las palabras adecuadas—. Lo recuerdo cuando era grande, ¿sabe? Impresionante. Entraba en la tienda y todo el mundo se apartaba para dejarlo pasar. ¿Y ahora? Está hecho un guiñapo. Es por el miedo. Ya lo he visto antes. A mi cuñada le pasó lo mismo. Tenía cáncer. El miedo la mató meses antes que el tumor.
—¿Dónde está?
—Le aseguro que volví a casa y no le dije una palabra a nadie, pero cogí y me bebí media botella de güisqui de un tirón. No lo había hecho en mi vida. Solo quería olvidarme del aspecto que tenía. Me revolvió el estómago oírlo y verlo así. Quiero decir, si la gente como él está asustada, ¿qué posibilidades tenemos los demás?
—Está usted a salvo —dijo Marty, rogando por que la venganza del Europeo no alcanzara al viejo vendedor de fresas. Halifax era un buen hombre. Marty se aferró a este hallazgo mirando su rostro redondo y rojo. Había bondad en él. También defectos, sin duda: montones de pecados, quizá. Pero valía la pena celebrar el bien, por muchas faltas que tuviera. Marty quiso tatuarse la fecha de este descubrimiento en la frente.
—Hay un hotel —decía Halifax—. Se llamaba Orfeo, al parecer. Está en Edgware Road; haciendo esquina con Staple. Un lugar terrible, ruinoso. No me sorprendería que estuvieran a punto de demolerlo.
—¿Está allí solo?
—Sí. —Halifax suspiró, pensando en cómo había caído el poderoso—. Quizá —sugirió al cabo de un momento— podría llevarle también unos melocotones.
Entró en la tienda y volvió con una copia gastada del Callejero de Londres de la A a la Z. Repasó las páginas blanqueadas por el tiempo en busca del mapa apropiado, expresando entretanto su consternación por el desarrollo de los acontecimientos, y cómo esperaba que las cosas salieran bien a pesar de todo.
—Se han demolido muchas calles en torno al hotel —explicó—. Me temo que estos mapas están muy anticuados.
Marty miró la página que había seleccionado Halifax. Una nube, cargada con la lluvia que ya había bañado Kilburn y otros puntos al noroeste, oscureció el sol mientras el índice sucio de Halifax trazaba una ruta en el mapa desde las calles de Holborn hasta el hotel Pandemonio.