Invocando a Caín
El día de la «Última Cena», como habría de pensar en él más adelante, Marty se afeitó tres veces, una por la mañana y dos por la tarde. El cumplido inicial de la invitación hacía tiempo que se había desvanecido. Lo único que deseaba era una excusa apropiada para marcharse, una forma cortés de escapar de lo sabía que habría de ser una noche insoportable. En el entorno de Whitehead no había lugar para él. Sus valores no eran los suyos; en su mundo solo era un sirviente. No podía ofrecerles más que un entretenimiento momentáneo.
Empezó a sentirse más audaz cuando volvió a ponerse la chaqueta de noche. En ese mundo de apariencias, ¿por qué no habría él de representar la ilusión tan bien como cualquier otro? Después de todo, había tenido éxito en el Academy. El truco era comprender lo superficial: la etiqueta adecuada, pasar el oporto en la dirección correcta… Empezó a plantearse la noche que se avecinaba como una prueba de ingenio, y su espíritu de competición empezó a ponerse a la altura del desafío. Jugaría a su propio juego, entre el tintineo de vasos y la palabrería de ópera y altas finanzas.
Así afeitado, vestido y perfumado, bajó a la cocina. Aunque fuera extraño, Pearl no estaba en casa, y Luther se había quedado a cargo de la glotonería de la noche. Estaba abriendo botellas de vino, y la habitación estaba llena de la fragancia de los buqués mezclados. Marty había entendido que sería una reunión íntima, pero había docenas de botellas en la mesa; las etiquetas de muchas de ellas estaban tan sucias que era imposible leerlas. Era como si estuvieran sacando las mejores cosechas de la bodega.
Luther miró a Marty de arriba abajo.
—¿A quién le has robado el traje?
Marty cogió una botella abierta y la olfateó, ignorando la observación. Esa noche no estaba dispuesto a que lo provocasen: esa noche tenía las cosas bajo control, y no iba a dejar que nadie pinchase la burbuja.
—He dicho que dónde…
—Ya te he oído. Lo he comprado.
—¿Con qué?
Marty volvió a poner la botella en la mesa con fuerza. Los vasos tintinearon.
—¿Por qué no te callas?
Luther se encogió de hombros.
—¿Te lo ha dado el viejo?
—Ya te lo he dicho. Que te den.
—Me parece que te estás metiendo hasta el cuello, tío. ¿Sabes que eres el invitado de honor en esta fiesta?
—Voy a conocer a unos amigos del viejo, eso es todo.
—¿Te refieres a Dwoskin y a esos gilipollas? Pues qué suerte.
—¿Y tú qué vas a ser: el camarero?
Luther hizo una mueca mientras descorchaba otra botella.
—No tienen camareros en sus fiestas especiales. Son muy privadas.
—¿A qué te refieres?
—Yo qué sé. —Luther se encogió de hombros—. Yo no me meto en nada, ¿recuerdas?
Entre las ocho y las ocho y media empezaron a llegar coches al Santuario. Marty esperó en su habitación a que lo llamasen para unirse al resto de los invitados. Oyó la voz de Curtsinger, y voces de mujeres; había risas, algunas estridentes. Se preguntó si solo habrían llevado a sus esposas, o también a sus hijas.
Sonó el teléfono.
—Marty. —Era Whitehead.
—¿Señor?
—¿Por qué no subes y te unes a nosotros? Te estamos esperando.
—De acuerdo.
—Estamos en la habitación blanca. —Otra sorpresa. Esa habitación desnuda, con su feo retablo, parecía un lugar improbable para una cena.
Anochecía en el exterior, y antes de subir a la habitación, Marty encendió los focos del césped, y el resplandor reverberó por toda la casa. Su nerviosismo anterior se había convertido en una mezcla de desafío y fatalismo. Se dijo que siempre y cuando no escupiera en la sopa, todo saldría bien.
—Pasa, Marty.
La atmósfera del interior de la habitación blanca ya estaba cargada del humo asfixiante de los puros y los cigarrillos. No se había hecho ningún intento de embellecerla. La única decoración era el tríptico, cuya crucifixión era tan feroz como Marty recordaba. Whitehead se levantó al entrar Marty, y extendió la mano a modo de bienvenida, con una sonrisa casi luminosa en su rostro.
—Cierra la puerta, ¿quieres? Ven y siéntate.
Solo quedaba un sitio vacío en torno a la mesa, y Marty se dirigió a él.
—Ya conoces a Félix, por supuesto.
Ottaway, el abogado contorsionista, asintió. La bombilla desnuda arrojaba luz sobre su calva y revelaba la línea del peluquín.
—Y a Lawrence.
Dwoskin, delgado y con aspecto de ogro, estaba en mitad de un sorbo de vino. Murmuró un saludo.
—Y a James.
—Hola —dijo Curtsinger—. Me alegro de volver a verte. —Sostenía el puro más grande que Marty había visto en su vida.
Después de repasar los rostros conocidos, Whitehead presentó a las tres mujeres que se sentaban entre ellos.
—Nuestras invitadas de esta noche —dijo.
—Hola.
—Este es mi guardaespaldas ocasional, Martin Strauss.
—Martin. —Oriana, una mujer entrada en la treintena, le brindó una sonrisa ligeramente torcida—. Encantada de conocerte.
Whitehead no mencionó su apellido, de modo que Marty se preguntó si sería la esposa de uno de ellos, o simplemente una amiga. Era mucho más joven que Ottaway y Curtsinger, entre quienes se sentaba. Quizá fuese una amante. La idea lo atormentaba.
—Esta es Stephanie.
Stephanie, diez años mayor que la primera, le dedicó a Marty una mirada que pareció desnudarlo de arriba abajo. Su franqueza era desconcertante, y se preguntó si alguien más en la mesa la habría advertido.
—Hemos oído hablar mucho de ti —dijo mientras acariciaba la mano de Dwoskin—, ¿verdad?
Dwoskin sonrió. Le inspiraba tanta antipatía como siempre. Era difícil imaginar que un ser humano quisiera tocarlo.
—Y por último, Emily.
Marty se volvió a saludar al tercer rostro nuevo a la mesa, y entonces Emily derribó un vaso de vino tinto.
—¡Oh, Dios! —dijo.
—No importa —dijo Curtsinger, sonriendo. Marty se dio cuenta entonces de que Curtsinger ya estaba borracho; su sonrisa era demasiado pródiga para que estuviera sobrio—. No podría importar menos, dulzura. De verdad que no.
Emily levantó la vista en dirección a Marty. Ella también había bebido demasiado, a juzgar por su tez sonrosada. Era la más joven de las tres con diferencia, y su hermosura era casi agradable.
—Siéntate. Siéntate —dijo Whitehead—. No te preocupes por el vino, por amor de Dios. —Marty ocupó su lugar junto a Curtsinger. El vino que había derramado Emily goteaba sin freno por el borde de la mesa.
—Estábamos diciendo —intervino Dwoskin— que es una pena que Willy no pueda estar aquí.
Marty echó un rápido vistazo al viejo para ver si la mención de Toy (al pensar en él, recordó el sonido de los sollozos) había provocado alguna reacción. No fue así. Marty se dio cuenta entonces de que Whitehead también estaba ebrio. Las botellas que había abierto Luther (los claretes, los borgoñas) poblaban la mesa, y la atmósfera se parecía más a un picnic improvisado que a una cena formal. No había nada de la ceremonia que había esperado: platos meticulosamente ordenados, y regimientos de cubertería. La poca comida que había (las latas de caviar con cucharas metidas, los quesos, las galletitas) ocupaba un lastimoso segundo lugar con respecto al vino. Aunque Marty no sabía mucho de vino, los balbuceos que se oían en torno a la mesa confirmaron sus sospechas de que el viejo estaba vaciando la bodega. Esa noche se habían reunido para beberse las mejores cosechas del Santuario, las más celebradas.
—¡Bebe! —dijo Curtsinger—. Es lo mejor que vas a probar en tu vida, créeme. —Buscó a tientas una botella específica en la mesa abarrotada—. ¿Dónde está el Latour? No nos lo hemos terminado, ¿verdad? Stephanie, ¿lo has escondido, cariño?
Stephanie levantó la vista de su escote. Marty dudaba que supiera de qué estaba hablando Curtsinger. Esas mujeres no eran sus esposas, estaba seguro de ello. Dudaba hasta de que fueran sus amantes.
—¡Toma! —Curtsinger llenó con torpeza un vaso para Marty—. A ver qué te parece.
A Marty nunca le había gustado mucho el vino: había que beberlo despacio y paladearlo, y no tenía paciencia para ello; pero el buqué del vaso sugería calidad, hasta para su ignorante nariz. Tenía una riqueza que le hizo la boca agua antes de probarlo, y el sabor no le decepcionó: era soberbio.
—Está bueno, ¿eh?
—Delicioso.
—Delicioso —bramó Curtsinger, fingiendo sentirse ultrajado—. El chico dice que está delicioso.
—Será mejor que me lo pases antes de que se lo beba todo —observó Ottaway.
—Hay que acabárselo todo esta noche —dijo Whitehead.
—¿Todo? —dijo Emily mirando a la veintena de botellas apoyadas contra la pared: entre los vinos había licores y coñac.
—Sí, todo. Una juerga para acabarnos lo mejor.
¿Qué estaba ocurriendo? Parecían un ejército en retirada, que prefiriese arrasar un lugar hasta los cimientos antes que dejarles algo a quienes fuesen a ocuparlo a continuación.
—¿Y qué vas a beber la semana que viene? —preguntó Oriana, que sostenía una cuchara llena de caviar sobre su escote.
—¿La semana que viene? —dijo Whitehead—. La semana que viene no habrá fiestas. Voy a ingresar en un monasterio —miró a Marty—. Marty sabe cuántos problemas tengo.
—¿Qué problemas? —dijo Dwoskin.
—Me preocupa mi alma inmortal —dijo Whitehead sin apartar los ojos de Marty. Eso provocó una carcajada balbuciente de Ottaway, que estaba perdiendo el control de sí mismo con rapidez.
Dwoskin se inclinó sobre la mesa y rellenó el vaso de Marty.
—Bébetelo —dijo—, que nos queda mucho.
Nadie saboreaba el vino en torno a la mesa: los vasos se llenaban, se engullían y volvían a llenarse como si el líquido fuese agua. Había algo desesperado en su apetito. Pero tendría que haber sabido que Whitehead no hacía las cosas a medias. Para no ser menos, Marty se bebió el segundo vaso de dos tragos, y volvió a llenarlo hasta el borde de inmediato.
—¿Te gusta? —preguntó Dwoskin.
—Willy no lo vería con buenos ojos —dijo Ottaway.
—¿A quién, al señor Strauss? —dijo Oriana. El caviar aún no había encontrado su boca.
—No a Martin. Este consumo indiscriminado…
Le costó mucho pronunciar las dos últimas palabras. A Marty le agradó ver al abogado con la lengua trabada, había dejado de ser el Contorsionista.
—Que se joda Toy —dijo Dwoskin. Marty quiso decir algo en defensa de Bill, pero la bebida le hacía reaccionar más despacio, y antes de que pudiese hablar Whitehead ya había levantado su vaso.
—Un brindis —anunció.
Dwoskin se puso en pie tambaleándose, derribando una botella vacía que, a su vez, derribó otras tres. El vino manó a borbotones de una de ellas, atravesando la mesa y salpicando el suelo.
—¡Por Willy! —dijo Whitehead—. Dondequiera que esté.
Levantaron los vasos y brindaron, hasta Dwoskin, y se alzó un coro de voces:
—¡Por Willy!
Y vaciaron los vasos con estrépito. Ottaway llenó el vaso de Marty.
—¡Bebe, hombre, bebe!
La bebida se agitaba en el estómago vacío de Marty. Se sentía ajeno a los sucesos de la habitación: las mujeres, el Contorsionista, la crucifixión de la pared. La sorpresa inicial al ver así a los hombres, con vino en la pechera y la barbilla, vociferando obscenidades, se había desvanecido hacía mucho. No le importaba cómo se comportasen. Lo importante era seguir tragando esas cosechas. Intercambió una mirada ceñuda con Cristo.
—Jódete —dijo en voz baja. Curtsinger captó el comentario.
—Lo mismo digo —susurró a modo de respuesta.
—¿Dónde está Willy? —preguntaba Emily—. Pensaba que estaría aquí.
Brindó la pregunta a la mesa, pero nadie parecía dispuesto a responder.
—Se ha ido —respondió Whitehead al fin.
—Es un hombre muy agradable —dijo la muchacha. Golpeó a Dwoskin en las costillas—. ¿No te parecía un hombre agradable?
A Dwoskin le irritaban las interrupciones. Se había puesto a forcejear con la cremallera del vestido de Stephanie. Ella no se oponía a que se propasara en público. El vaso que Dwoskin sostenía en la otra mano le salpicaba de vino el regazo, pero no se daba cuenta, o no le importaba.
Whitehead advirtió la mirada de Marty.
—Te estamos divirtiendo, ¿verdad? —dijo.
Marty borró la sonrisa incipiente de su rostro.
—¿No lo ves con buenos ojos? —Ottaway le preguntó a Marty.
—No es cosa mía.
—Siempre he pensado que los criminales en el fondo son muy puritanos. ¿Es cierto?
Marty apartó la mirada de los rasgos del Contorsionista, congestionados por la bebida, y meneó la cabeza. Ignoró la burla y a quien la hacía.
—Si yo fuese tú, Marty —dijo Whitehead al otro extremo de la mesa—, le rompería el cuello.
Marty se encogió de hombros:
—No merece la pena.
—Me parece que no eres tan peligroso, después de todo —continuó Ottaway.
—¿Quién ha dicho que yo sea peligroso?
La sonrisa del abogado se ensanchó.
—Es que esperábamos una animalada, ¿sabes? —Ottaway apartó una botella para ver mejor a Marty—. Nos lo habían prometido… —La conversación en torno a la mesa se había interrumpido, pero al parecer Ottaway no se había dado cuenta—. Pero nada es como dicen en los anuncios, ¿verdad? —dijo—. Si no, pregúntale a cualquiera de estos descreídos caballeros. —La mesa era un bodegón; Ottaway los incluyó a todos en su discurso con un movimiento del brazo—. Lo sabemos, ¿verdad? Sabemos lo decepcionante que puede ser la vida.
—Cállate —espetó Curtsinger mirando a Ottaway, mareado—, no queremos oírte.
—Puede que no tengamos otra oportunidad, mi querido James —respondió Ottaway, con una cortesía desdeñosa—. ¿No crees que deberíamos admitir la verdad? ¡Estamos in extremis! Oh sí, amigos míos. ¡Deberíamos ponernos de rodillas y confesar!
—Sí, sí —dijo Stephanie. Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían. El vestido tenía la espalda desabrochada y amenazaba con resbalarse—. Vamos todos a confesar —dijo.
Dwoskin la obligó a sentarse de un empujón.
—Nos pasaremos aquí toda la noche —dijo. Emily se rió. Ottaway seguía hablando sin inmutarse.
—Me parece —dijo— que él es el único inocente entre nosotros. —Señaló a Marty—. Si no, miradle. Ni siquiera sabe de qué estoy hablando.
Los comentarios estaban empezando a irritar a Marty. Pero amenazar al abogado le daría muy poca satisfacción. En su estado, Ottaway se derrumbaría al primer golpe. Tenía los ojos vidriosos y parecía próximo a la inconsciencia.
—Me decepcionas —murmuró Ottaway, con auténtica lástima en la voz—, pensé que terminaríamos mejor…
Dwoskin se levantó.
—Tengo un brindis —anunció—. Quiero brindar con las mujeres.
—Esa sí que es una buena idea —dijo Curtsinger—. Pero vamos a necesitar copas más grandes. —Oriana pensó que ese era el comentario más gracioso que había oído en toda la noche.
—¡Por las mujeres! —declaró Dwoskin alzando su vaso. Pero nadie lo estaba escuchando. A Emily, que hasta entonces había sido un corderito, de pronto se le había metido en la cabeza desnudarse. Había apartado la silla y se estaba desabrochando la blusa. No llevaba nada debajo; parecía que se había puesto colorete en los pezones, como si se hubiera preparado para esa exhibición. Curtsinger aplaudía; Ottaway y Whitehead se unieron a él con un coro de comentarios alentadores.
—¿Qué te parece? —Curtsinger le preguntó a Marty—. Es tu tipo, ¿verdad? Y son naturales, ¿verdad, cariño?
—¿Quieres tocarlas? —propuso Emily. Se había quitado la blusa; estaba desnuda de cintura para arriba—. Vamos —dijo tomando la mano de Marty y apretándola contra su pecho, restregándosela una y otra vez.
—Oh, sí —dijo Curtsinger, dirigiéndole a Marty una mirada lasciva—. Le gusta. Está claro que le gusta.
—Por supuesto que sí —Marty oyó decir a Whitehead. Su mirada borrosa tropezó en la dirección del viejo. Whitehead salió a su encuentro: sus ojos entornados carecían de humor o excitación.
»Adelante —dijo—, es toda tuya. Para eso ha venido. —Marty oyó las palabras, pero no pudo entenderlas bien. Retiró la mano de la carne de la muchacha como si le quemase.
—Vete al infierno —dijo.
Curtsinger se había levantado.
—No seas aguafiestas —regañó a Marty—, solo queremos ver de qué estás hecho.
Más allá, Oriana había empezado a reírse otra vez, Marty no estaba seguro de por qué. Dwoskin estaba dando palmadas en la mesa, haciendo saltar las botellas al compás.
—Sigue —dijo Whitehead a Marty. Todos lo estaban mirando. Marty se volvió hacia Emily. Estaba a metro y medio de distancia, forcejeando con el cierre de su falda. El exhibicionismo de la muchacha tenía algo erótico sin duda. A Marty le apretaban los pantalones, y la cabeza. Curtsinger le había puesto las manos sobre los hombros y estaba intentando quitarle la chaqueta. El ritmo que Dwoskin estaba marcando en la mesa, al que ya se había unido Ottaway, hacía que la cabeza le diera vueltas.
Emily había tenido éxito con el cierre, y la falda estaba a sus pies. Entonces se quitó las bragas y se quedó frente a los invitados sin más que joyas y zapatos de tacón alto. Desnuda, parecía lo bastante joven como para ser delito: aparentaba catorce, quince años como mucho. Tenía la piel cremosa. Una mano (la de Oriana, pensó él) estaba acariciando la erección de Marty. Miró por encima del hombro: no era ella, sino Curtsinger. Le apartó la mano. Emily se había acercado a él y le estaba desabrochando la camisa de abajo arriba. Marty intentó levantarse para decirle algo a Whitehead. Aún no había encontrado las palabras, pero las buscaba desesperadamente: quería decirle al viejo lo mentiroso que era. Más que un mentiroso: era un ser despreciable; despreciable y pervertido. Por eso le habían invitado a subir, y le habían agasajado con vino y palabras obscenas. El viejo quería verlo desnudo y en celo.
Marty volvió a apartarle la mano a Curtsinger: el tacto era terriblemente experto. Miró a Whitehead, que se estaba sirviendo otro vaso de vino. La mirada de Dwoskin estaba clavada en el cuerpo desnudo de Emily; la de Ottaway, en Marty. Los dos habían dejado de dar palmadas en la mesa. La mirada del abogado lo decía todo: tenía una palidez enfermiza y sudaba debido a la expectación.
—Sigue —dijo con la respiración entrecortada—, sigue, tómala. Danos un espectáculo inolvidable. ¿O es que no tienes nada que merezca la pena enseñar?
Marty comprendió lo que quería decir demasiado tarde para responder; la niña desnuda se estaba apretando contra él, y alguien (Curtsinger) estaba intentando desabrocharle los pantalones. Hizo un último intento desmañado por recuperar el equilibrio.
—Pare —murmuró mirando al viejo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Whitehead a la ligera.
—Se acabó la broma —dijo Marty. Tenía una mano en los pantalones, alargándose hacia su erección—. ¡No me toques, hostia! —Empujó a Curtsinger hacia atrás con más fuerza de lo que había planeado. El grandullón tropezó y cayó contra la pared—. ¿Qué os pasa? —Emily dio un paso atrás para esquivar los aspavientos de Marty. El vino le quemaba en el estómago y la garganta. Tenía un bulto en los pantalones. Estaba ridículo, lo sabía. Oriana seguía riéndose: no solo ella, sino Dwoskin y Stephanie. Ottaway se limitaba a mirarlo fijamente.
»¿Es que nunca habéis visto a un tío empalmado? —les escupió a todos.
—¿Dónde está tu sentido del humor? —dijo Ottaway—. Solo queremos un poco de espectáculo. ¿Qué tiene de malo?
Marty apuntó a Whitehead con el dedo.
—Confiaba en usted —dijo. Fue lo único que se le ocurrió para expresar su dolor.
—Pues fue un error, ¿verdad? —comentó Dwoskin. Le habló como si fuera imbécil.
—¡Cierra la puta boca! —Reprimiendo el impulso de partirle la cara a alguien (cualquiera serviría), Marty se puso la chaqueta y con un revés de la mano barrió de la mesa una docena de botellas, la mayoría llenas. Emily gritó cuando se hicieron añicos a sus pies, pero Marty no esperó a ver cuánto daño había causado. Se apartó de la mesa y fue tambaleándose a la puerta. La llave estaba puesta; la abrió y salió al pasillo. Detrás de él, Emily había empezado a lloriquear como un niño que hubiese despertado de una pesadilla; la oyó mientras recorría el pasillo a oscuras. Rogó a sus miembros temblorosos que lo sostuvieran. Quería salir: al aire libre, a la noche. Bajó a trompicones la escalera de atrás, apoyándose en la pared, mientras los escalones retrocedían bajo sus pies. Cuando llegó a la cocina solo se había caído una vez. Abrió la puerta de atrás. La noche esperaba. No había nada que lo viera; nada que lo conociera. Inhaló el aire frío y negro, que le quemó las ventanillas de la nariz y los pulmones. Fue dando tumbos por el césped, casi a ciegas, sin saber en qué dirección iba, hasta que pensó en los bosques. Entonces se tomó un momento para volver a orientarse y corrió hacia ellos, suplicándoles discreción.
Corrió mientras la maleza se enredaba en sus piernas, hasta que se adentró tanto en la arboleda que ya no veía la casa ni sus luces. Entonces se detuvo. Le palpitaba todo el cuerpo, como si fuera un gran corazón. Su cabeza se sostenía apenas sobre su cuello; la bilis borboteaba en el fondo de su garganta.
—Dios. Dios. Dios.
La cabeza le daba vueltas, y por un momento perdió el control sobre ella: le zumbaban los oídos, tenía los ojos empañados. De pronto ya no estaba seguro de nada, ni siquiera de su existencia física. El pánico se arrastraba desde sus entrañas, arañando a su paso el tejido de su vientre y de su estómago.
—Baja —le ordenó. Solo una vez se había sentido tan próximo a volverse loco, a echar la cabeza hacia atrás y gritar, y había sido la primera noche en Wandsworth, la primera de muchas noches que al cabo de los años había pasado encerrado en una celda de cuatro por dos. Se había sentado en el borde del colchón y había sentido lo que sentía ahora: la bestia ciega que ascendía, extrayendo adrenalina del rencor. Había dominado su terror entonces, y podía volver a hacerlo. Brutalmente, se metió los dedos en la garganta tanto como pudo, y fue recompensado con una oleada de náuseas. Una vez empezó el reflejo, dejó que su cuerpo hiciera el resto, vomitando el vino sin digerir. Fue una experiencia asquerosa y purificadora, y no hizo esfuerzo alguno por controlar los espasmos hasta que no le quedó nada que vomitar.
Los músculos del estómago le dolían a causa de las contracciones. Arrancó algunos helechos y se limpió la boca y la barbilla, luego se limpió las manos en la tierra húmeda y se levantó. El crudo tratamiento había funcionado; se sentía mucho mejor.
Le volvió la espalda al contenido de su estómago y se alejó aún más de la casa. El techo de hojas y ramas que se extendía sobre su cabeza era denso, pero la luz de las estrellas lo atravesaba en forma de gotas, que daban luz suficiente para otorgar una tenue solidez a los troncos y a los arbustos. Le fascinaba caminar en el bosque fantasmal. El suave espectáculo de luces y sombras consiguió sanar su orgullo herido. Comprendió que sus sueños de encontrar un lugar permanente y de confianza en el mundo de Whitehead no habían sido más que pretensión. Era un hombre marcado, y siempre lo sería.
Caminó con lentitud donde los árboles se espesaban y la maleza privada de luz se aclaraba. Los animalillos huían de él; los insectos nocturnos zumbaban en la hierba. Se detuvo para escuchar la música nocturna, y entonces advirtió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró hacia él, concentrándose en el pasillo de árboles en retirada. No era una ilusión… Había alguien, tan gris como los mismos árboles, a unos treinta metros de distancia, que tan pronto se detenía como se ponía otra vez en movimiento. Concentrándose, precisó la figura en la matriz de sombra y de oscuridad.
Seguro que era un fantasma: tan silencioso, tan tranquilo… Lo observó como un ciervo observaría a un cazador; sin saber si lo había visto a él, pero temeroso de abandonar su escondite. El miedo le produjo escalofríos. No a un cuchillo; hacía mucho que se había enfrentado a esos terrores y los había dominado. Era el miedo febril de la niñez; el miedo esencial. Y paradójicamente, dicho miedo le hizo sentirse completo. No importaba que tuviera cuatro años, o treinta y cuatro, en el fondo era la misma criatura. Había soñado con esos bosques, con esa noche infinita. Tocó su terror con reverencia, sin moverse, mientras la figura gris, demasiado absorta en sus propios asuntos para advertir su presencia, observaba la tierra entre los árboles.
Así estuvieron, el fantasma y él, durante varios minutos, o eso le pareció. Desde luego pasó algún tiempo hasta que oyó un ruido filtrarse a través de los árboles, que no era un búho, ni un roedor. Había estado allí desde el principio, pero no había comprendido lo que era en realidad: el sonido de una excavación. El ruido de las piedrecillas, y de la tierra al caer. El niño que había en su interior dijo: malo, no vayas, ni te acerques. Pero era demasiado curioso para ignorarlo. Dio dos pasos tentativos hacia el fantasma. Este no dio muestras de verlo, ni de oírlo. Entonces reunió valor y avanzó algunos pasos más, procurando mantenerse lo más cerca posible de los árboles, de modo que si el fantasma miraba en su dirección pudiera ocultarse rápidamente. Así avanzó diez metros hacia su presa. Estaba lo bastante cerca para reconocer al fantasma.
Era Mamoulian.
El Europeo seguía mirando fijamente la tierra a sus pies. Marty se ocultó tras el tronco de un árbol y se aplastó contra él, volviendo la espalda a la escena. Era evidente que había alguien cavando a los pies de Mamoulian: era posible que hubiera otros en las inmediaciones. Lo único seguro era hacerse el muerto y rezar por que nadie le hubiera espiado a él, como él había espiado al Europeo.
La excavación se interrumpió al fin; y lo mismo hicieron los sonidos de la noche, como si obedecieran una orden silenciosa. Era extraño. La asamblea entera, los insectos y los animales por igual, parecían contener la respiración, horrorizados.
Marty se deslizó por el tronco hasta quedarse tumbado, aguzando el oído para percatarse de cualquier indicio de lo que estaba ocurriendo. Luego se arriesgó a mirar. Mamoulian se estaba alejando en la que Marty suponía era la dirección de la casa. La maleza dificultaba la visión: no veía al excavador, ni a los demás acompañantes del Europeo, pero les oía caminar, arrastrando los pies. Que se vayan, pensó. Ya no tenía que proteger a Whitehead. Ese trato había expirado.
Se sentó, abrazándose las rodillas contra el pecho, y esperó a que Mamoulian se hubiese abierto camino entre los árboles y desapareciera. Luego contó hasta veinte y se levantó. Se le habían dormido las pantorrillas, y tuvo que frotárselas para que la sangre volviese a circular por ellas. Entonces se dirigió al punto donde había estado Mamoulian.
Al acercarse reconoció el claro, aunque antes hubiese llegado hasta él desde la casa. Su paseo nocturno le había llevado en un semicírculo. Se encontraba en el lugar donde había enterrado a los perros.
La tumba estaba abierta y vacía; alguien había desgarrado los sudarios de plástico negro y retirado su contenido sin ceremonia. Marty miró el interior del agujero sin comprender la broma. ¿De qué servían los perros muertos?
Había movimiento en la tumba; algo se movía bajo las sábanas de plástico. Se apartó del borde, su garganta estaba demasiado susceptible para algo así. Seguramente era un nido de gusanos, o quizá un gusano del tamaño de un brazo, cebado con carne de perro; ¿quién sabía lo que se ocultaba en la tierra?
Volvió la espalda al agujero y se dirigió a la casa, siguiendo el camino que había tomado Mamoulian, hasta que los árboles se aclararon y la luz de las estrellas brilló con más fuerza. Allí se quedó, en la tierra de nadie entre el bosque y el césped, hasta que los sonidos de la noche volvieron a asentarse a su alrededor.
Stephanie se excusó de la mesa y fue al baño, dejando atrás la histeria. Cuando cerraba la puerta uno de los hombres (Ottaway, supuso) sugirió que volviera y mease en una botella para él. No dignificó el comentario con una respuesta. Por muy bien que pagasen, no estaba dispuesta a participar en esa clase de actividades; no era limpio.
El pasillo estaba sumido en la penumbra; el brillo de los jarrones, la riqueza de la alfombra, todo sugería opulencia, y en visitas anteriores había disfrutado la extravagancia del lugar. Pero esa noche estaban todos tan inquietos (Ottaway, Dwoskin, hasta el viejo) que había algo desesperado en su forma de beber y en sus insinuaciones, y estar allí no tenía nada de agradable. Las otras noches se habían emborrachado a gusto y luego había habido las actuaciones habituales, que a veces se convertían en algo más serio con uno o dos de ellos. Con la misma frecuencia, se contentaban con mirar. Y al final de la noche había un pago generoso. Pero esa noche era distinta. Había crueldad en ella, y no le gustaba. Con dinero o sin él, no pensaba volver. De todas formas era el momento de retirarse y dejárselo a las jóvenes, que al menos tenían mejor aspecto.
Se inclinó hacia el espejo del baño e intentó aplicarse de nuevo la sombra de ojos, pero la mano le temblaba a causa de la bebida, y resbaló. Maldijo y buscó en su bolso un pañuelo para enmendar el error. Mientras tanto se produjo un altercado en el pasillo. Supuso que sería Dwoskin. No quería que la gárgola volviese a tocarla, al menos hasta que estuviese tan paralizada por la bebida que ya no le importase. Fue de puntillas hasta la puerta y la cerró con llave. Los sonidos del exterior habían cesado. Volvió al lavabo y abrió el grifo para echarse agua fría en el rostro cansado.
Dwoskin había seguido a Stephanie, en efecto. Tenía intención de sugerirle que le hiciese algo escandaloso, algo obsceno para esa noche tan especial.
—¿Adónde vas? —le preguntó alguien cuando salió arrastrándose al pasillo. ¿O se lo había imaginado? Había tomado algunas pastillas antes de la fiesta, siempre le habían relajado, pero a veces le hacían oír voces, sobre todo la de su madre. Comoquiera que fuese, decidió no contestar; se limitó a recorrer el pasillo llamando a Stephanie. Era una mujer extraordinaria, o eso había decidido su libido drogada. Tenía un culo estupendo. Quería que aquellas cachas lo asfixiaran, y morir bajo ellas.
—Stephanie —exigió. Ella no apareció—. Vamos —la tranquilizó—, soy yo.
Había un olor en el pasillo que recordaba a una cloaca. Lo inhaló.
—Asqueroso —anunció, con cierto gusto. El olor se estaba intensificando, como si su origen estuviera próximo, y acercándose—. Luces, se dijo, y buscó un interruptor a lo largo de la pared.
Unos metros más allá, algo empezó a moverse hacia él. La luz era demasiado débil para verlo bien, pero era un hombre, y no estaba solo. Había otras formas que se congregaban en la oscuridad a la altura de su rodilla. El olor empezaba a ser abrumador. La cabeza le daba vueltas, y veía colores, imágenes vergonzosas que destellaban en el aire acompañando al olor. Dwoskin tardó un momento en comprender que ese grafiti aéreo no era cosa suya, sino que procedía del hombre que estaba frente a él. En el aire había manchas y puntos de luz, que se encendían y se arremolinaban.
—¿Quién eres? —exigió Dwoskin.
En respuesta, el grafiti se inflamó convirtiéndose en auténtica literatura. Sin saber si salía algún sonido, el Rey Ogro empezó a chillar.
Stephanie dejó caer la sombra de ojos en el lavabo cuando el grito llegó hasta ella. No reconoció la voz. Era lo bastante aguda como para ser la de una mujer, pero no era la de Emily, ni la de Oriana.
De pronto empeoraron los temblores. Se aferró al borde del lavabo para mantener el equilibrio mientras se multiplicaban los ruidos: se habían convertido en aullidos, y carreras. Alguien estaba vociferando órdenes incoherentes. Pensó que era Ottaway, pero no estaba dispuesta a salir y comprobarlo. Lo que ocurriese al otro lado de la puerta (persecución, captura, o incluso asesinato) no le hacía ninguna falta. Apagó la luz del baño por si acaso se filtraba por debajo de la puerta. Alguien pasó corriendo, apelando a Dios: eso sí que era desesperación. Oyó el ruido sordo de alguien que bajaba las escaleras; alguien que caía; puertas que se cerraban de golpe: y los gritos aumentaron.
Se apartó de la puerta y se sentó en el borde de la bañera. Allí, en la oscuridad, empezó a cantar un himno religioso, o lo poco que recordaba de él, en voz muy baja.
Marty también oyó los gritos, aunque no quería. A pesar de la distancia, llevaban una carga de pánico ciego que le provocaba un sudor frío.
Se arrodilló entre los árboles y se tapó los oídos. Percibía el olor de la tierra madura y su mente estaba llena de ideas desagradables, como tumbarse en el suelo boca arriba, quizá muerto, pero en espera de la resurrección. Como un durmiente a punto de despertar, nervioso por el día.
Al cabo de un rato el estruendo se convirtió en esporádico. Se dijo que pronto tendría que abrir los ojos, levantarse y volver a la casa para ver el cómo y el por qué de esa conmoción. Pronto; pero todavía no.
Mucho después de que hubiera cesado el ruido en el pasillo y las escaleras, Stephanie se arrastró hasta la puerta del baño, la abrió y se asomó al exterior. El pasillo estaba sumido en completa oscuridad. Las lámparas estaban apagadas o rotas. Pero sus ojos estaban acostumbrados a la negrura del baño y enseguida penetraron la débil luz que llegaba de las escaleras. La galería estaba vacía en ambas direcciones, pero había un olor en el aire como el de una carnicería mala en un día cálido.
Se quitó los zapatos, y se dirigió a lo alto de las escaleras. El contenido de un bolso estaba desparramado por los escalones, y había algo húmedo bajo sus pies. Bajó la vista: la alfombra estaba manchada, de vino o de sangre. Recorrió el vestíbulo a toda prisa. Hacía frío; la puerta delantera y la del vestíbulo estaban abiertas de par en par. Allí tampoco había señales de vida. Los coches no estaban en el camino de entrada; las habitaciones de abajo, las de recepción y la cocina estaban todas desiertas. Volvió corriendo arriba para recoger sus pertenencias de la habitación blanca y marcharse.
Cuando volvía sobre sus pasos por la galería oyó unas ligeras pisadas detrás de ella. Se volvió. Había un perro en lo alto de las escaleras; seguramente la había seguido hasta arriba. Apenas podía distinguirlo bajo la escasa luz, pero no tuvo miedo.
—Buen chico —dijo, contenta por su presencia viva en la casa abandonada.
El perro no gruñó, ni movió el rabo, se limitó a avanzar hacia ella, cojeando. Entonces Stephanie se dio cuenta de su error al darle la bienvenida. Allí estaba la carnicería, a cuatro patas: retrocedió.
—No… —dijo— yo no… oh, Dios… déjame en paz.
Pero el perro siguió avanzando; y a cada paso que daba ella más veía el estado en que se encontraba: las entrañas que rodeaban su parte inferior; el rostro descompuesto, todo dientes y putrefacción. Se dirigió a la habitación blanca, pero el perro cubrió la distancia que los separaba en tres zancadas. Sus manos resbalaron en el cuerpo del animal cuando este saltó hacia ella, y para su repugnancia, el pelo y la carne se separaron, su presa despellejó los flancos de la criatura. Cayó hacia atrás; el perro avanzó, su cabeza se mecía vacilante sobre su cuello hecho jirones, y cerró las mandíbulas en torno a su garganta y la sacudió. Ella no podía gritar (el perro le estaba devorando la voz), pero hundió el brazo en el cuerpo frío del animal y encontró su columna. La asió por instinto, el músculo se dividió en hilos viscosos, y la bestia la soltó, arqueándose hacia atrás cuando ella le rompió las vértebras. Emitió un siseo prolongado cuando ella retiró el brazo. Stephanie se apretaba la garganta con la otra mano: la sangre hacía un ruido sordo al golpear la alfombra, debía conseguir ayuda o moriría desangrada.
Empezó a arrastrarse otra vez hacia lo alto de las escaleras. Alguien abrió una puerta a kilómetros de distancia. La luz cayó sobre ella. Demasiado insensible para sentir dolor, miró a su alrededor y vio la silueta de Whitehead en una puerta lejana. El perro estaba entre ellos. De algún modo se había levantado, o más bien lo había hecho la parte delantera de su cuerpo, y se arrastraba por la brillante alfombra hacia ella. La mayor parte de su masa ya era inútil, apenas levantaba la cabeza del suelo, pero seguía moviéndose, como habría de moverse hasta que quien lo había resucitado le concediera el descanso.
Stephanie levantó el brazo para indicarle a Whitehead su presencia, pero este si la vio en la penumbra no dio muestras de ello.
Había llegado a lo alto de las escaleras. No le quedaban fuerzas. La muerte se acercaba con rapidez. Ya basta, dijo su cuerpo, ya basta. Su fuerza de voluntad se doblegó, y se desplomó. La sangre manaba de su cuello herido, resbalando por las escaleras mientras ella observaba. Sus ojos se oscurecían. Un escalón, dos escalones.
Contar era un remedio perfecto para el insomnio.
Tres escalones, cuatro.
No vio el quinto escalón, ni ningún otro del sigiloso descenso.
Marty se resistía a volver a entrar en la casa, pero lo que hubiese ocurrido en el interior seguro había terminado, y se estaba enfriando allí de rodillas. El traje caro se había echado a perder sin remedio; la camisa estaba sucia y desgarrada, los zapatos inmaculados cubiertos de barro. Parecía un mendigo. La idea casi le agradó.
Volvió reptando por el césped. Veía las luces de la casa en algún punto frente a él, ofrecían una luz tranquilizadora, pero sabía que dicha tranquilidad era engañosa. Las casas no siempre eran refugios. A veces era más seguro estar en el exterior, bajo el cielo, donde nadie viniese a buscarte, donde el techo no se derrumbase sobre tu cabeza confiada.
A mitad de camino entre la casa y los árboles, un avión rugió sobre su cabeza, muy alto, sus luces eran como estrellas gemelas. Marty se detuvo a observarlo en su cenit mientras pasaba sobre él. Quizá fuese uno de los aviones de vigilancia que según había leído sobrevolaban Europa constantemente (uno americano, otro ruso), cuyos ojos eléctricos vigilaban las ciudades dormidas; gemelos acusadores de cuya benevolencia dependían las vidas de millones de personas. El sonido del avión se desvaneció hasta convertirse en un murmullo, y luego en silencio. Se había ido a espiar a otros. Al parecer, los pecados de Inglaterra no serían fatales esa noche.
Empezó a caminar en dirección a la casa con una nueva resolución, tomando una ruta que lo llevaría hasta la parte delantera y el día artificial que proporcionaban los focos. Cuando atravesaba el escenario hacia la puerta delantera el Europeo salió de la casa.
No había modo de evitar que lo viera. Marty se detuvo mientras salía Breer y los dos improbables compañeros se alejaban de la casa. Fuera cual fuese el trabajo que habían venido a hacer, estaba claro que había terminado.
Mamoulian avanzó algunos pasos por el sendero de gravilla y miró a su alrededor. Su mirada encontró a Marty de inmediato. Durante un largo momento el Europeo se limitó a mirarlo fijamente a través de la extensión de hierba brillante. Luego asintió, con un movimiento súbito y breve que era simple reconocimiento. «Te veo —decía—, ¡y mira! No te hago daño». Luego se volvió y se alejó, hasta que el enterrador y él desaparecieron más allá de los cipreses que bordeaban el camino.