V

Superstición

29

Menos de una semana después de la conversación en la presa, aparecieron las primeras grietas en los pilares del imperio Whitehead. Al principio eran delgadas como cabellos, pero pronto se ensancharon. Empezó la venta espontánea en los mercados de valores de todo el mundo, una súbita pérdida de fe en la credibilidad del imperio. Las abrumadoras pérdidas de valor de las acciones aumentaron enseguida. La fiebre por vender, una vez contraída, parecía casi incurable. En el espacio de un día hubo más visitantes en la finca de los que Marty había visto nunca. Entre ellos se encontraban los rostros familiares, por supuesto, pero también había muchos otros, suponía que analistas financieros. Los visitantes japoneses y europeos se mezclaban con los ingleses, hasta que en la casa se oían más acentos que en las Naciones Unidas.

Para irritación de Pearl, la cocina se convirtió de inmediato en el punto de encuentro improvisado de aquellos que no eran llamados a la vera del gran hombre. Se reunían en torno a la gran mesa, pedían café sin parar, y discutían las estrategias que hubiesen formulado. Marty no entendía gran cosa de sus discusiones, como siempre, pero a juzgar por los fragmentos que oía estaba claro que la corporación se enfrentaba a una emergencia inexplicable. En todo el mundo se producían pérdidas de proporciones asombrosas, se hablaba de una intervención del Gobierno para evitar el colapso inminente en Alemania y en Suecia; también se decía que la catástrofe era el resultado de un sabotaje. Al parecer entre esos profetas se había extendido la idea de que solo un complicado plan, preparado durante años, podría haber dañado tanto a la corporación. Se hablaba en susurros de una interferencia secreta del Gobierno, de una conspiración de la competencia. La paranoia en la casa no conocía límites.

Había algo en la preocupación y en las discusiones de los hombres, que hacían aspavientos en sus esfuerzos para contradecir las observaciones del orador anterior, que a Marty le parecía absurdo. Después de todo, ellos nunca veían los millones que perdían y ganaban, ni a la gente cuyas vidas cambiaban tan a la ligera. Todo era una abstracción; números en sus cabezas. A Marty le parecía inútil. Tener poder sobre fortunas conceptuales era un sueño de poder, y no poder como tal.

Al tercer día, cuando todos se habían quedado sin ideas y rezaban por que se produjera una improbable resurrección, Marty encontró a Bill Toy, enzarzado en una acalorada discusión con Dwoskin. Para su sorpresa, Toy, al verlo pasar, lo llamó, interrumpiendo la conversación. Dwoskin se alejó apresurado, frunciendo el ceño, y los dejó solos.

—Bueno, forastero —dijo Toy—, ¿cómo estás?

—Bien —dijo Marty. Toy tenía aspecto de no haber dormido en mucho tiempo—. ¿Y tú?

—Sobreviviré.

—¿Tienes idea de lo que está pasando?

Toy le ofreció una sonrisa irónica.

—La verdad es que no —dijo—. Nunca he sido un hombre de dinero. Los odio. Son comadrejas.

—Todos dicen que es un desastre.

—Oh, sí —dijo con calma—. Es probable.

Marty se desanimó. Había esperado palabras de consuelo. Toy percibió su incomodidad, así como la causa que la producía.

—No va a pasar nada grave mientras no perdamos la calma —dijo—. No te vas a quedar sin trabajo, si eso es lo que te preocupa.

—Sí que se me ha pasado por la cabeza.

—Pues no te preocupes —Toy le puso una mano en el hombro—. Si pensara que las cosas tienen mala pinta, te lo diría.

—Lo sé. Es que me pongo nervioso.

—¿Y quién no? —Toy le apretó el hombro con más fuerza—. ¿Qué te parece si los dos nos vamos a la ciudad cuando haya pasado lo peor?

—Me gustaría.

—¿Has estado alguna vez en el casino Academy?

—Nunca he tenido tanto dinero.

—Yo te llevo. Perderemos un poco de la fortuna de Joe por él, ¿eh?

—Suena bien.

La ansiedad persistía en el rostro de Marty.

—Mira —dijo Toy—, esta no es tu pelea, ¿entiendes? Pase lo que pase a partir de ahora, no será culpa tuya. Hemos cometido errores en el pasado, y ahora tenemos que pagar por ellos.

—¿Errores?

—A veces la gente no perdona, Marty.

—Todo esto… —Marty extendió una mano para abarcar todo el circo— ¿porque la gente no perdona?

—Te lo digo yo, es la mejor razón del mundo.

A Marty le llamaba la atención que Toy se hubiera convertido en un extraño últimamente; que no fuese la figura crucial en la perspectiva mundial del viejo que había sido hasta entonces. ¿Explicaba eso la mirada de amargura que atravesaba su rostro cansado?

—¿Sabes quién es el responsable? —preguntó Marty.

—¿Qué sabremos los boxeadores? —dijo Toy con un inconfundible deje de ironía; y Marty supo al instante que lo sabía todo.

Los días de pánico se convirtieron en una semana sin que hubiese indicios de mejoría. Las caras de los consejeros cambiaban, pero los trajes elegantes y la conversación sofisticada seguían siendo los mismos. A pesar de la afluencia de gente nueva, Whitehead se había vuelto cada vez más descuidado con la seguridad. Cada vez requería menos la presencia de Marty; la crisis parecía haberle quitado de la cabeza la idea del asesinato.

En aquel período hubo algunas sorpresas. El primer domingo, Curtsinger llevó a Marty aparte y emprendió un complicado discurso de seducción que empezó con el boxeo, derivó al placer del contacto físico entre hombres, y terminó con una oferta directa de dinero.

—Solo media hora; nada complicado.

Marty había adivinado lo que se avecinaba unos minutos antes de que Curtsinger se sincerase, y había preparado una negativa amable apropiada. Se separaron amistosamente. Pero aparte de semejantes distracciones, fue una época lánguida. El ritmo de la casa se había roto, y era imposible establecer uno nuevo. El único modo en que Marty podía conservar la cordura era mantenerse fuera de la casa tanto como podía. Esa semana corrió mucho, a menudo daba vueltas y más vueltas alrededor del perímetro de la finca hasta quedarse agotado, y entonces volvía a su habitación, abriéndose paso entre los monigotes bien vestidos que merodeaban por los pasillos. Arriba, cerraba la puerta encantado (para impedirles el paso, no para encerrarse), se duchaba y dormía durante horas el sueño profundo y sin visiones que tanto disfrutaba.

Carys no tenía semejante libertad. Desde la noche en que los perros descubrieron a Mamoulian se le había metido en la cabeza jugar a los espías de vez en cuando. No sabía por qué. Nunca le habían interesado mucho los tejemanejes del Santuario. A decir verdad, había evitado deliberadamente el contacto con Luther, con Curtsinger, y con el resto del séquito de su padre. Ahora, sin embargo, le agitaban sin previo aviso extraños impulsos, como entrar en la biblioteca, en la cocina o en el jardín, y simplemente observar. Esa actividad no la complacía. No entendía gran cosa de lo que se decía; y buena parte de ello no era más que la frívola conversación de las mujeres florero de los financieros. No obstante se sentaba durante horas, hasta haber satisfecho algún vago apetito, y entonces se levantaba, quizá para escuchar otra discusión. Algunos sabían quién era; a quienes no la conocían, se presentaba en pocas palabras. Una vez se habían establecido sus credenciales nadie cuestionaba su presencia.

También fue a ver a Lillian y a los perros al deprimente recinto detrás de la casa. No porque le gustasen los animales, sino porque se sentía impelida a verlos; miraba los cerrojos y las jaulas y a los cachorros que jugaban en torno a su madre. Situaba mentalmente la posición de las perreras en relación a la casa, contando los pasos por si necesitara encontrarlas en la oscuridad, aunque no entendía por qué habría de hacerlo.

En esas excursiones se cuidaba de que no la viesen Martin, ni Toy, ni mucho menos su padre. El propósito concreto del juego era un misterio. Puede que estuviese trazando un mapa del lugar. ¿Por eso recorría la casa de un extremo a otro en varias ocasiones, comprobando una y otra vez su geografía, calculando la longitud de los pasillos, memorizando cómo unas habitaciones conducían a otras? Cualquiera que fuese la razón, esta absurda tarea respondía a una necesidad imprecisa, y solo cuando la había realizado esa necesidad se declaraba satisfecha y la dejaba en paz durante un rato. Al cabo de la semana conocía la casa mejor que nunca; había estado en todas las habitaciones, excepto en la que su padre le había prohibido incluso a ella. Había comprobado todas las entradas y salidas, las escaleras y los pasajes, con la minuciosidad de un ladrón.

Días extraños; noches extrañas. Empezó a preguntarse si estaría volviéndose loca.

El segundo domingo, once días después de que empezara la crisis, Marty fue convocado a la biblioteca. Whitehead estaba allí, quizá pareciese algo cansado, pero la enorme presión a la que estaba sometido no parecía intimidarlo en exceso. Estaba vestido para el exterior; con el abrigo de cuello de piel que había llevado el primer día, en aquella simbólica visita a las perreras.

—Hace días que no salgo de casa, Marty —anunció—, y necesito despejarme. Creo que deberíamos dar una vuelta, tú y yo.

—Iré a por una chaqueta.

—Sí. Y a por la pistola.

Salieron por detrás, evitando a las delegaciones recién llegadas que aún atestaban las escaleras y los pasillos, esperando acceder al santo.

Era un día cálido; el diecisiete de abril. Las sombras de las nubecillas dispersas atravesaban el césped.

—Vayamos a los bosques —dijo el viejo poniéndose en cabeza. Marty lo siguió a una distancia respetuosa de un par de metros, muy consciente de que Whitehead había salido a despejarse, no a hablar.

Los bosques estaban llenos de actividad. La maleza nueva asomaba entre los restos del otoño del año anterior; los pájaros temerarios se lanzaban en picado y se alzaban de nuevo entre los árboles, se oían voces de cortejo en todas las ramas. Caminaron durante varios minutos, sin seguir un camino concreto. Whitehead no levantaba la vista de sus botas. Cuando perdieron de vista la casa y a sus discípulos, el peso del asedio se hizo más evidente en él. Caminaba lentamente entre los árboles, con la cabeza inclinada, indiferente al trino de los pájaros y al nacimiento de las hojas.

Marty estaba disfrutando. Hasta entonces solo había atravesado esa zona corriendo, pero al caminar con lentitud forzada advertía los detalles de los bosques. La mezcla de flores bajo sus pies, los hongos que brotaban entre las raíces, en las zonas húmedas: todo le fascinaba. Recogió algunos guijarros mientras caminaba. Uno tenía la huella fosilizada de un helecho. Pensó en Carys y en el palomar, y sintió un inesperado deseo por ella en los límites de su conciencia. No tenía por qué impedirle el paso, así que le permitió entrar.

Y entonces le asombró la magnitud de sus sentimientos por ella. Sintió que conspiraban contra él; como si en los últimos días, en algún lugar secreto en su interior, sus emociones hubieran transformado el ligero interés que había sentido por Carys en algo más profundo. Pero no tuvo ocasión de resolver el fenómeno. Cuando levantó la mirada del helecho petrificado, Whitehead se le había adelantado un buen trecho. Apretó el paso, apartando los pensamientos de Carys. Zonas de sol y de sombra alternaron entre los árboles cuando las nubecillas que se habían asentado en el viento anteriormente dieron paso a formaciones más densas. El viento había empezado a refrescar; de vez en cuando traía gotas de lluvia.

Whitehead se había levantado el cuello del abrigo y tenía las manos enterradas en los bolsillos. Cuando Marty lo alcanzó, Whitehead lo recibió con una pregunta:

—¿Crees en Dios, Martin?

La pregunta salió de la nada. Marty no estaba preparado y respondió:

—No lo sé. —Era una respuesta bastante honesta, teniendo en cuenta la mayoría.

Pero Whitehead quería más. Le brillaban los ojos.

—No rezo, si se refiere a eso —le ofreció Marty.

—¿Ni siquiera antes del juicio? ¿Una palabra rápida con el Todopoderoso?

No había humor en ese interrogatorio, ni malicioso ni de ninguna otra clase. Marty volvió a responder con tanta honestidad como pudo.

—No lo recuerdo exactamente… Supongo que debí de decir algo entonces, sí —se interrumpió. Por encima de sus cabezas, las nubes pasaban delante del sol—. Pero no me sirvió de mucho.

—¿Y en prisión?

—No; no recé nunca. —Estaba seguro de eso—. Ni una sola vez.

—Pero sin duda habría hombres piadosos en Wandsworth.

Marty pensó en Heseltine, con quien había compartido celda durante unas semanas al principio de su condena. Tiny era un veterano de la prisión, que había pasado más tiempo entre rejas que en la calle. Cada noche musitaba una versión corrupta del padrenuestro en la almohada antes de dormir: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, sin entender las palabras ni su significado, rezando de memoria, hasta que el sentido se perdía sin remedio, venga a nosotros tu reino, tuya la gloria, por los siglos de los siglos, amén.

¿A eso se refería Whitehead? ¿En la oración de Heseltine habría respeto por el Creador, agradecimiento por la Creación, o incluso anticipación del Juicio?

—No —fue la respuesta de Marty—. No eran piadosos de verdad. ¿De qué sirve…?

Había más allí donde se había originado ese pensamiento, y Whitehead esperó con la paciencia de un buitre. Pero las palabras se quedaron en la lengua de Marty, negándose a ser pronunciadas. El viejo le instó:

—¿Por qué no sirve de nada, Marty?

—Porque todo es accidental, ¿no? Todo es cuestión de azar.

Whitehead asintió casi imperceptiblemente. Hubo un largo silencio entre ellos, hasta que el anciano dijo:

—¿Sabes por qué te escogí, Martin?

—La verdad es que no.

—¿Toy no te dijo nada?

—Me dijo que pensaba que podía hacer el trabajo.

—Bueno, mucha gente me aconsejó que no te escogiera. Pensaban que no eras apropiado, por razones que no hace falta explicar. Ni siquiera Toy estaba seguro. Le caías bien, pero no estaba seguro.

—¿Y usted me dio el trabajo de todas formas?

—Claro que sí.

Marty empezaba a encontrar insufrible el juego del gato y el ratón. Dijo:

—Ahora me va a explicar por qué, ¿verdad?

—Eres un jugador —respondió Whitehead. Marty sintió que había sabido la respuesta mucho antes de que se la dijera—. No te habrías metido en ningún lío si no hubieras tenido que pagar cuantiosas deudas de juego. ¿Tengo razón?

—Más o menos.

—Te gastabas hasta el último penique que ganabas. O eso testificaron tus amigos en el juicio. Lo dilapidabas.

—No siempre. Obtuve algunas ganancias. Grandes ganancias.

Whitehead le dedicó una mirada afilada como un escalpelo.

—Después de todo lo que has pasado, todo lo que has sufrido por tu enfermedad, aún hablas de tus grandes ganancias.

—Recuerdo los buenos tiempos, como haría cualquiera —respondió Marty a la defensiva.

—Suerte.

—¡No! Era bueno, maldita sea.

—Suerte, Martin. Tú mismo lo has dicho hace un momento. Has dicho que todo era cuestión de azar. ¿Cómo se puede ser bueno en algo que es accidental? Eso no tiene sentido, ¿verdad?

Tenía razón, al menos en lo superficial. Pero no era tan sencillo, ¿verdad? Sí que era todo cuestión de azar; no podía negar esa condición básica. Pero una parte de Marty pensaba otra cosa, aunque no podía describir lo que era.

—¿No es eso lo que has dicho? —insistió Whitehead—. Que era accidental.

—No siempre es así.

—Algunos tenemos a la suerte de nuestra parte. ¿Es eso lo que quieres decir? Algunos tenemos el dedo… —Whitehead trazó un círculo en el aire con el índice— en la ruleta. —El dedo se detuvo. En su imaginación, Marty completó la imagen: la bola saltaba de un agujero a otro hasta encontrar un hueco, un número. El ganador gritaba de alegría.

—No siempre —dijo—, solo a veces.

—Descríbelo. Describe lo que se siente.

¿Por qué no? ¿Qué tenía de malo?

—A veces es fácil, ya sabe, como quitarle un caramelo a un niño. Iba al club y había un hormigueo en las fichas, y sabía, vaya si lo sabía, que no podía perder.

Whitehead sonrió.

—Pero sí que perdías —le recordó, con amable brutalidad—. Perdías mucho. Perdías hasta que debías cuanto tenías, y más.

—Era estúpido. Jugaba hasta cuando no había hormigueo en las fichas, cuando sabía que tenía una mala racha.

—¿Por qué?

Marty le dirigió una mirada iracunda.

—¿Qué quiere, una confesión firmada? —le espetó—. Era codicioso, ¿usted qué cree? Y me encantaba jugar, hasta cuando sabía que no tenía posibilidades de ganar. Quería jugar de todas formas.

—Solo por el juego.

—Supongo que sí. Sí. Por el juego.

Una mirada compleja hasta lo imposible atravesó el rostro de Whitehead. En ella se leía arrepentimiento, y una pérdida terrible y dolorosa; y más aún: incomprensión. Whitehead el amo, Whitehead el dueño de todo cuanto veía, de repente mostraba, por un breve instante, una cara distinta, más accesible: la de un hombre desesperadamente confuso.

—Quería a alguien con tus debilidades —explicó, y de pronto era él quien se estaba confesando—, porque pensaba que antes o después llegaría un día como hoy; y tendría que pedirte que corrieras un riesgo conmigo.

—¿Qué clase de riesgo?

—Nada tan sencillo como una ruleta, o una partida de cartas. Ojalá lo fuera. Entonces a lo mejor podría explicártelo, en lugar de pedirte un acto de fe. Pero es muy complicado. Y estoy cansado.

—Bill dijo algo…

Whitehead lo interrumpió.

—Toy ha dejado la finca. No volverás a verlo.

—¿Cuándo se fue?

—A primeros de semana. Nuestra relación se había deteriorado desde hace algún tiempo. —Se percató de la consternación de Marty—. No te preocupes. Tu puesto aquí está tan seguro como siempre. Pero debes confiar en mí plenamente.

—Señor…

—No quiero afirmaciones de lealtad; conmigo no valen. No es que no crea en tu sinceridad. Pero estoy rodeado de gente que me dice lo que creen que quiero oír. Así tienen abrigos de piel para sus esposas y cocaína para sus hijos. —Se rascó la barba de la mejilla con los dedos enguantados mientras hablaba—. Hay muy poca gente honesta. Toy era uno de ellos. Evangeline, mi esposa, era otra. Pero hay poquísimos. Tengo que fiarme de mi instinto; tengo que ignorar la palabrería, y hacer lo que me dicte mi cabeza. Y confía en ti, Marty.

Marty no dijo nada; se limitó a escuchar mientras Whitehead bajaba la voz, sus ojos eran tan intensos que una mirada suya podría haber prendido la yesca.

—Si te quedas conmigo, si me proteges, no hay nada que no puedas ser, ni tener. ¿Me entiendes? Nada.

No era la primera vez que el viejo intentaba seducirlo así: pero era evidente que las circunstancias habían cambiado desde que Marty llegase al Santuario. Ahora había más en juego.

—¿Qué es lo peor que puede ocurrir? —preguntó.

El rostro confuso del viejo languideció: solo sus ojos incendiarios seguían mostrando vida.

—¿Lo peor? —dijo Whitehead—. ¿Quién sabe lo peor? —Los ojos ardientes parecían a punto de apagarse por las lágrimas; las reprimió—. He visto tantas cosas… Y las he pasado de largo desde el otro lado. Nunca pensé… ni una sola vez…

Empezó un golpeteo que anunciaba lluvia; su suave percusión acompañó a Whitehead en sus esfuerzos por hablar. La facilidad de palabra lo había abandonado de repente: estaba desamparado. Pero tenía que decir algo, algo enorme:

—Nunca pensé… que me pasaría a mí.

Se interrumpió, y meneó la cabeza ante su propia incoherencia.

—¿Vas a ayudarme? —preguntó, en lugar de ofrecerle más explicaciones.

—Claro.

—Bueno —respondió—, ya veremos, ¿eh?

Sin previo aviso lo dejó atrás y volvió sobre sus pasos. Al parecer el paseo había terminado. Durante varios minutos caminaron como antes, Whitehead a la cabeza, y Marty siguiéndolo a prudente distancia. Antes de que llegaran a la vista de la casa Whitehead volvió a hablar. Esta vez no interrumpió el ritmo de sus pasos, sino que lanzó la pregunta por encima del hombro. Solo cuatro palabras.

—¿Y el diablo, Marty?

—¿Cómo dice, señor?

—El diablo. ¿Le rezaste a él alguna vez?

Era una broma. Tal vez de mal gusto, pero era el modo en que tenía el viejo de quitarle importancia a su confesión.

—¿Y bien? ¿Lo hiciste?

—Un par de veces —respondió Marty, con una sonrisa evasiva. Cuando las palabras salieron de sus labios, Whitehead se detuvo en seco y extendió una mano hacia atrás en dirección a Marty.

—¡Chsss!

Había un zorro en el camino a unos veinte metros de distancia. Aún no los había visto, pero solo era cuestión de unos momentos antes de que captara su olor.

—¿Por qué lado? —siseó Whitehead.

—¿Qué?

—¿Por qué lado saldrá corriendo? Mil libras. Todo o nada.

—No tengo… —empezó Marty.

—Contra el sueldo de una semana.

Marty empezó a sonreír. ¿Qué era el sueldo de una semana? De todas formas no podía gastarlo.

—Apuesto mil libras a que sale corriendo por la derecha —dijo Whitehead.

Marty vaciló.

—Rápido, hombre…

—Hecho.

En ese preciso instante el animal captó su olor. Levantó las orejas, volvió la cabeza y los vio. Durante un segundo estuvo demasiado estupefacto para moverse; y luego echó a correr. Durante varios metros se alejó de ellos siguiendo el camino, sin desviarse a un lado ni a otro, levantando hojas muertas con los talones al correr. Luego, sin previo aviso, se puso a cubierto entre los árboles, a la izquierda. La victoria estaba clara.

—Bien hecho —dijo Whitehead quitándose el guante y tendiéndole la mano a Marty. Cuando se la estrechó, Marty sintió un hormigueo como el de las fichas en una noche de suerte.

Cuando llegaron, estaba empezando a llover con más fuerza. Había caído un grato silencio sobre la casa: al parecer Pearl, incapaz de aguantar más a los bárbaros de la cocina, se había marchado hecha una furia. Aunque ya no estaba, los ofensores parecían escarmentados. El tumulto se había convertido en un murmullo, y fueron pocos los que intentaron acercarse a Whitehead cuando este entró. Los pocos que lo hicieron fueron desairados enseguida.

—¿Todavía estás aquí, Munrow? —le dijo a uno de sus devotos; a otro, que cometió el error de estamparle un fajo de papeles, le dijo que se los comiera. Llegaron al estudio sin apenas interrupciones. Whitehead abrió la caja fuerte.

»Seguro que prefieres efectivo.

Marty estudió la alfombra. Había ganado la apuesta limpiamente, pero el pago le avergonzaba.

—En efectivo está bien —murmuró.

Whitehead contó un fajo de billetes de veinte libras y se los tendió.

—Disfrútalos —dijo.

—Gracias.

—No me des las gracias —dijo Whitehead—, era todo o nada. Perdí.

Hubo un silencio incómodo mientras Marty se guardaba el dinero en el bolsillo.

—Nuestra conversación… —dijo el viejo— es estrictamente confidencial, ¿entendido?

—Claro. Yo no…

Whitehead alzó la mano para atajar sus protestas.

—Estrictamente confidencial. Mis enemigos tienen agentes.

Marty asintió como si le entendiera. De algún modo lo hacía, por supuesto. Tal vez Whitehead sospechase de Luther, o de Pearl. Tal vez incluso de Toy, que se había convertido en persona non grata de la noche a la mañana.

—Esa gente es responsable de mi desgracia actual. Lo han planeado con todo detalle. —Se encogió de hombros, entrecerrando los ojos. Dios, pensó Marty, no me gustaría ser su enemigo—. No me importa. Si quieren planear mi ruina, que lo hagan. Pero no me gustaría que tuvieran acceso a mis sentimientos más íntimos. ¿Me entiendes?

—No lo harán.

—No.

Whitehead frunció los labios; un frío beso de satisfacción.

—Tengo entendido que has conocido a Carys. Pearl dice que pasáis tiempo juntos, ¿es cierto?

—Sí.

Whitehead respondió con un tono de indiferencia que era claramente falso.

—Parece estable casi siempre, pero es puro teatro. Me temo que no está bien, y no lo ha estado desde hace años. Por supuesto, ha visto a los mejores psiquiatras que el dinero puede pagar, pero me temo que no le ha servido de nada. Su madre acabó igual.

—¿Me está diciendo que no la vea?

Whitehead parecía sinceramente sorprendido.

—No, en absoluto. La compañía puede hacerle bien. Pero por favor, ten presente que es una chica muy perturbada. No hay que tomársela demasiado en serio. La mitad del tiempo no sabe lo que dice. Bueno, creo que eso es todo. Será mejor que vayas a darle su parte al zorro.

Se rió con suavidad.

—Un zorro listo —dijo.

Marty había pasado dos meses y medio en el Santuario, y durante ese tiempo Whitehead había sido un iceberg. Ahora tendría que replantearse esa descripción. Ese día había vislumbrado a un hombre completamente distinto: incoherente, solo, que hablaba de Dios y de oraciones. No únicamente de Dios. Estaba la última pregunta, la que le había hecho tan a la ligera: «¿Y al diablo? ¿Le rezaste a él alguna vez?».

Marty se sentía como si le hubieran dado un montón de piezas de un puzle, y ninguna de ellas encajara en la misma imagen. Eran fragmentos de una docena de escenas: Whitehead deslumbrante entre sus acólitos; o sentado junto a la ventana observando la noche; Whitehead el potentado, el dueño de todo cuanto veía; o apostando como un portero borracho hacia dónde correría un zorro.

El último fragmento era el que más le confundía. Pensaba que era la clave para unir aquellas imágenes dispares. Tenía la extraña sensación de que la apuesta del zorro había sido amañada. Era imposible, por supuesto, y sin embargo, sin embargo… ¿Y si Whitehead pudiera poner el dedo en la ruleta cuando quisiera, de modo que estuviera a su alcance hasta la remota posibilidad de que un zorro corriese hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Podía ver el futuro antes de que ocurriese, y por eso las fichas, y los dedos, hormigueaban? O ¿acaso lo decidía él?

Antes habría ignorado estas sutilezas. Pero Marty había cambiado. La estancia en el Santuario lo había cambiado, las elipsis de Carys lo habían cambiado. En muchos aspectos era más complicado que antes, y una parte de él deseaba recuperar la claridad del blanco y negro. Pero sabía muy bien que tal simplicidad era falsa. La experiencia estaba hecha de interminables ambigüedades, de motivos, de sentimientos, de causas y efectos, y para ganar en semejantes circunstancias, tendría que comprender cómo funcionaban esas ambigüedades.

No; ganar no. No había victoria ni derrota: no del modo en que las había entendido antes. El zorro había corrido hacia la izquierda, y él tenía mil libras en el bolsillo, pero no sentía el entusiasmo de cuando ganaba en las carreras de caballos, o en el casino. Tan solo el negro que sangraba y se convertía en blanco, y viceversa, hasta que apenas distinguía el bien del mal.

30

Toy había llamado a la finca a media tarde, había hablado con Pearl, que estaba a punto de marcharse, y le había dejado un mensaje a Marty para que lo llamase al número de Pimlico. Pero Marty no le había devuelto la llamada. Toy se preguntaba si Pearl le habría dado el mensaje, o si Whitehead lo habría interceptado de algún modo, evitando que se hiciera la llamada. Cualquiera que fuese la razón, no había hablado con Marty, y se sentía culpable por ello. Le había prometido a Strauss que lo avisaría si las cosas empezaban a ponerse realmente feas. Y ya lo estaban. Quizá no fuese nada perceptible; las ansiedades que experimentaba Toy eran producto de su instinto, más que de los hechos. Pero Yvonne lo había enseñado a confiar en el corazón y no en la cabeza. Las cosas iban a venirse abajo después de todo; y no había avisado a Marty. Tal vez por eso tenía tan malos sueños, y se despertaba con la cabeza llena de recuerdos desagradables.

Algunos no sobrevivían a la juventud. Algunos morían a una edad temprana, víctimas de su propia hambre de vida. Toy no había sido una de tales víctimas, pero había estado peligrosamente cerca de serlo. Entonces no se había dado cuenta. Estaba tan deslumbrado por las aguas en las que Whitehead lo había introducido que no se había percatado de lo letales que podían ser. Y había acatado fielmente los deseos del gran hombre sin hacer preguntas, ¿verdad? Nunca había vacilado en cumplir su deber, por criminal que pareciese. ¿Por qué había de sorprenderse si al cabo de tantos años los crímenes que había cometido tan a la ligera lo perseguían en silencio? Por eso yacía en un sudor frío, junto a Yvonne que dormía, y una frase le daba vueltas en la cabeza: Mamoulian vendrá.

Era lo único que tenía claro. El resto (los pensamientos de Marty y de Whitehead) era una mezcla de vergüenzas y acusaciones. Pero esa simple frase, «Mamoulian vendrá», destacaba en la escoria de la incertidumbre como un punto fijo al que se adherían todos sus temores.

Las disculpas no serían suficientes. La humillación no aplacaría al Ultimo Europeo. Porque Toy había sido joven y violento, y había tenido un lado malvado. Una vez, cuando era demasiado joven para saber lo que hacía, había hecho sufrir a Mamoulian, y el arrepentimiento que ahora sentía llegaba demasiado tarde (veinte o treinta años demasiado tarde), y después de todo, ¿acaso no se había beneficiado de su brutalidad durante todos estos años?

—Dios mío —dijo con la respiración entrecortada—, ayúdame.

Asustado, y dispuesto a admitir que lo estaba, si así ella lo consolaba, se dio la vuelta y extendió el brazo hacia Yvonne. Pero ella no estaba, y su lado de la cama estaba frío.

Se incorporó, desorientado por un momento.

—¿Yvonne?

La puerta del dormitorio estaba entreabierta, y la luz tenue que llegaba desde abajo perfilaba la habitación. Era un caos. Habían estado haciendo las maletas toda la tarde, y cuando se retiraron, a la una de la madrugada, aún no habían terminado. Había ropa apilada en la cómoda; una maleta abierta bostezaba en un rincón; y sus corbatas estaban colgadas en el respaldo de una silla como si fueran serpientes resecas, con la lengua fuera.

Oyó un ruido en el rellano. Conocía bien los andares silenciosos de Yvonne. Se habría levantado a por un vaso de zumo de manzana, o una galleta, como de costumbre. Su silueta apareció en la puerta.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella murmuró algo parecido a un «sí». Volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

—Otra vez tienes hambre —dijo, cerrando los ojos—, siempre tienes hambre. —El aire frío se filtró en la cama cuando ella levantó la sábana para acostarse junto a él.

»Te has dejado la luz de abajo encendida —protestó mientras el sueño se cernía de nuevo sobre él. Ella no respondió. Probablemente ya estaba dormida: tenía una asombrosa facilidad para caer inconsciente al instante. Se volvió a mirarla en la penumbra. Todavía no roncaba, pero tampoco estaba en completo silencio. Escuchó con más atención, sintiendo un nudo de nerviosismo en el estómago. Yvonne hacía un sonido líquido: como si estuviese respirando a través de barro.

»Yvonne… ¿estás bien?

Ella no respondió.

El sonido viscoso de su rostro, que estaba a pocos centímetros del suyo, continuó. Alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara que había sobre la cama, sin apartar la mirada del bulto negro de la cabeza de Yvonne. Es mejor que lo haga rápido, pensó, antes de que empiece a imaginar cosas. Encontró el interruptor, lo tanteó, y encendió la luz.

Era imposible reconocer a Yvonne en la cosa que tenía frente a él en la almohada.

Balbució su nombre mientras salía de la cama gateando hacia atrás, con los ojos clavados en la abominación que estaba junto a él. ¿Cómo era posible que estuviera lo bastante viva como para subir las escaleras, meterse en la cama y murmurar «sí» como había hecho? La gravedad de sus heridas tendría que haberla matado sin duda. Nadie podía vivir después de que le arrancaran la piel y los huesos.

Ella se dio la vuelta en la cama, con los ojos cerrados, como en sueños. Entonces dijo su nombre de un modo horrible. La boca no le funcionaba como antes; la sangre engrasaba la palabra mientras la pronunciaba. Si seguía mirándola, gritaría, y atraería a quien hubiese hecho aquello, vendría gritando hacia él con el escalpelo ya húmedo. Probablemente ya estaba al otro lado de la puerta; pero de ningún modo iba a quedarse en la habitación. No mientras ella daba vueltas en la cama lentamente, y pronunciaba su nombre levantándose el camisón.

Salió del dormitorio dando tumbos, hacia el rellano. Para su sorpresa no lo estaban esperando allí.

En lo alto de las escaleras vaciló. No era valiente, ni tampoco estúpido. Lloraría por Yvonne al día siguiente: pero esa noche simplemente lo había dejado, y lo único que podía hacer era ponerse a salvo de quien lo hubiese hecho. ¡Quién iba a ser! ¿Por qué no lo admitía? Mamoulian era el responsable: llevaba su firma. Y no estaba solo. El Europeo nunca habría puesto sus manos purgadas sobre la carne humana del modo en que alguien había hecho con Yvonne; sus escrúpulos eran legendarios. Pero había sido él quien le había concedido esa media vida después del asesinato. Solo Mamoulian podía prestar ese servicio.

Y lo estaría esperando abajo sin duda, en el mundo submarino al final de las escaleras. Esperando, como había esperado durante tanto tiempo, a que Toy se uniese a él.

—Vete al infierno —le susurró a la oscuridad de abajo, y anduvo por el rellano (sentía el impulso de correr, pero el sentido común le aconsejaba otra cosa) en dirección al cuarto de invitados. A cada paso anticipaba un movimiento del enemigo, pero no se produjo ninguno. Por lo menos hasta que llegó a la puerta de la habitación.

Entonces, cuando giraba el picaporte, oyó la voz de Yvonne detrás de él:

—Willy… —la palabra estaba mejor formada que antes.

Por un breve instante se cuestionó su cordura. ¿Era posible que si se daba la vuelta estuviera en la puerta del dormitorio, tan desfigurada como sugería el recuerdo? ¿O había sido todo un sueño febril?

—¿Adónde vas? —exigió saber.

Alguien se movió abajo.

—Vuelve a la cama.

Sin volverse a rechazar su invitación, Toy abrió la puerta del cuarto de invitados, y entonces oyó que alguien empezaba a subir las escaleras. Los pasos eran pesados; su dueño estaba ansioso.

No había llave en la cerradura que retrasara a su perseguidor, y ni tiempo para poner los muebles contra la puerta. Toy atravesó en tres pasos el dormitorio a oscuras, abrió la ventana y salió al pequeño balcón de hierro forjado. Este gruñó bajo su peso. Sospechaba que no aguantaría mucho tiempo.

El jardín estaba oscuro, pero tenía una idea aproximada de dónde estaban los parterres y dónde los adoquines. Se encaramó al balcón sin vacilar, mientras los pasos resonaban a sus espaldas. Sus articulaciones protestaron por el esfuerzo, y más aún cuando se descolgó por el otro lado hasta quedarse colgando de las manos, suspendido de un apoyo que amenazaba con ceder en cualquier momento.

Un ruido en la habitación que acababa de abandonar atrajo su mirada; su perseguidor ya estaba dentro: era un matón grueso, con las manos ensangrentadas y los ojos de una criatura rabiosa, que se dirigía a la ventana gruñendo de ira. Toy se columpió lo mejor que pudo, rezando para pasar de largo el pavimento que sabía que estaba justo bajo sus pies descalzos, y aterrizar en la tierra blanda del límite del parterre. Tenía poco tiempo para afinar la maniobra. Soltó la barandilla cuando el gordo llegó al balcón, y durante lo que pareció mucho tiempo cayó de espaldas a través del espacio, mientras la ventana se hacía más pequeña sobre él, hasta que aterrizó entre los geranios que Yvonne había plantado la semana anterior, sin otra herida que una magulladura.

Se levantó dolorido pero indemne, y atravesó el jardín a la luz de la luna hasta la puerta trasera. Estaba cerrada con candado, pero la trepó con facilidad, la adrenalina impulsaba sus músculos. No había sonido alguno que indicase que la persecución continuaba, y cuando miró hacia atrás vio al gordo en la ventana, observando su huida como si no tuviese iniciativa para seguirlo. Presa de una súbita excitación, echó a correr por el estrecho pasaje que se hallaba detrás de los jardines, solo le importaba alejarse de la casa.

Cuando llegó a la calle, las farolas se estaban apagando, y el amanecer se recortaba contra la ciudad. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba desnudo.

31

Marty se había acostado feliz. Todavía había muchas cosas que no entendía, cosas que al viejo, aunque le prometiera explicaciones, le gustaba mantener en secreto, pero al fin y al cabo todo eso no era asunto suyo. Si papá quería tener secretos, que los tuviera. A Marty le habían contratado para cuidar de él, y parecía que su jefe estaba satisfecho con su trabajo hasta el momento. La prueba eran las confidencias que el viejo le había hecho, y las mil libras que tenía bajo la almohada.

Le euforia le impedía dormir. El corazón le latía al doble de su velocidad habitual. Se levantó, se puso la bata, y trató de olvidar los sucesos del día con una selección de videos, pero las cintas de boxeo lo deprimían, y la pornografía también. Fue a la biblioteca, cogió un libro manoseado de ciencia ficción de pacotilla, y volvió a su habitación, pasando por la cocina para coger una cerveza.

Cuando entró en su habitación encontró a Carys, con unos pantalones vaqueros y un suéter, descalza. Parecía crispada, y aparentaba más de los diecinueve años que tenía en realidad. La sonrisa que le ofreció era demasiado fingida para convencerlo.

—¿No te importa? —dijo—. Es que te he oído dando vueltas.

—¿Nunca duermes?

—No mucho.

—¿Quieres una cerveza?

—No, gracias.

—Siéntate —dijo, tirando un montón de ropa de la única silla de la habitación. Ella se sentó en la cama de todas formas, dejándole la silla a Marty.

—Tengo que hablar contigo —dijo.

Marty dejó el libro que había cogido. En la cubierta había una mujer desnuda, de piel verde fosforescente, emergiendo de un huevo, en un planeta con dos soles. Carys dijo:

—¿Sabes lo que está ocurriendo?

—¿A qué te refieres?

—¿No has notado nada raro en la casa?

—¿Como qué?

La boca de Carys había adoptado su forma favorita; con las comisuras hacia abajo, en señal de exasperación.

—No lo sé… es difícil de describir.

—Inténtalo.

Ella vaciló, como un saltador al borde de un trampolín elevado, y luego se lanzó.

—¿Sabes lo que es un telépata?

Él meneó la cabeza.

—Es alguien que capta ondas. Ondas mentales.

—Que lee la mente.

—Algo así.

Le dirigió una mirada impasible.

—¿Tú puedes hacer eso? —dijo.

—No es eso. Yo no hago nada. Es como si me lo hicieran a mí.

Marty se reclinó en la silla, pasmado.

—Es como si todo se volviera pegajoso. No puedo quitármelo de la cabeza. Oigo a la gente hablar sin mover los labios. La mayoría no tiene sentido: es una mierda.

—¿Y eso es lo que están pensando?

—Sí.

No sabía qué responder, excepto que dudaba de ella, y eso no era lo que quería oír. Había venido en busca de consuelo, ¿verdad?

—Eso no es todo —dijo—. A veces veo formas alrededor del cuerpo de la gente. Formas imprecisas… como una especie de luz.

Marty pensó en el intruso junto a la valla; en cómo había sangrado luz, o eso le había parecido. Pero no la interrumpió.

—Lo que pasa es que siento cosas que otras personas no sienten. No es que sea muy lista ni nada de eso. Lo hago y ya está. Y las últimas semanas he sentido algo en la casa. Me llegan pensamientos extraños, venidos de ninguna parte; sueño… cosas horribles —se detuvo, consciente de que divagaba, y de que si continuaba ese monólogo se exponía a perder la poca credibilidad que tenía.

—¿Esas luces que ves? —dijo Marty, volviendo atrás.

—Sí.

—He visto algo parecido.

Ella se inclinó hacia delante.

—¿Cuándo?

—El intruso. Me pareció que emitía luz. Creo que le salía de las heridas, y de los ojos y de la boca. —Cuando acabó la frase le quitó importancia, como si tuviera miedo de contagiarse—. No sé —dijo—, estaba borracho.

—Pero viste algo.

—Sí —admitió él, de mala gana.

Ella se levantó y se dirigió a la ventana. De tal palo, tal astilla, pensó él: les encantan las ventanas. Marty nunca corría las cortinas; mientras ella observaba el césped, tuvo ocasión de mirarla.

—Algo… —dijo ella—. Algo.

La elegancia de su pierna doblada, el peso desplazado de sus nalgas; su rostro reflejado en el cristal frío, tan concentrado en ese misterio: todo lo cautivaba.

—Por eso ya no me habla —dijo ella.

—¿Papá?

—Sabe que puedo sentir lo que piensa, y tiene miedo.

La observación era un callejón sin salida: empezó a golpear el suelo con el pie; irritada, su aliento empañaba la ventana. Luego, sin razón aparente, dijo:

—¿Sabías que tienes una fijación con los pechos?

—¿Qué?

—Los miras todo el tiempo.

—¡Y una mierda!

—Y eres un mentiroso.

Marty se levantó, sin saber lo que se proponía hacer ni decir, hasta que afloraron las palabras. Por fin, sofocado por la confusión, decidió que la verdad era lo único apropiado.

—Me gusta mirarte.

Le tocó el hombro. El juego podía terminar en ese momento, si así lo decidían; la ternura estaba a un suspiro. Podían aprovechar la oportunidad o dejarla pasar: retomar la conversación, o dejarla. El momento estaba entre ellos, a la espera de instrucciones.

—Cariño —dijo ella—, no tiembles.

Él se adelantó medio paso y le besó la nuca. Ella se volvió y le devolvió el beso, subiendo la mano por su columna para sujetarle la cabeza, como para sentir el peso de su cráneo.

—Por fin —dijo ella cuando se separaron—. Empezaba a pensar que eras demasiado caballero. —Fueron tropezando a la cama, y ella se dio la vuelta para sentarse a horcajadas sobre sus caderas. Sin vacilar, alargó la mano para desatar el cinturón de la bata. Marty tenía una erección parcial, y estaba atrapado en una posición incómoda. También estaba avergonzado. Ella le abrió la bata de un tirón, y le acarició el pecho. Su cuerpo era fornido, sin ser pesado; el pelo sedoso nacía en la clavícula y se hacía más áspero a medida que descendía por el surco central de su abdomen. Se incorporó para apartarle la bata de la entrepierna. La polla, liberada, saltó de las cuatro a las doce. Le acarició el lado inferior, y respondió con espasmos.

»Es bonita —dijo.

Él se estaba acostumbrando a su aprobación. Su tranquilidad era infecciosa. Se incorporó apoyándose en los codos para verla mejor. Estaba concentrada en su erección, metiéndose el dedo índice en la boca y poniéndole una película de saliva en la polla, deslizando los dedos arriba y abajo con movimientos lentos y suaves. Se retorció de placer. Sentía una erupción de calor en el pecho, otra señal de su excitación, por si fuera necesaria. También le ardían las mejillas.

—Bésame —le pidió.

Ella se inclinó hacia delante y encontró su boca. Volvieron a caer sobre la cama. Marty buscó a tientas el borde inferior de su suéter, y empezó a quitárselo, pero ella lo detuvo.

—No —murmuró sobre su boca.

—Quiero verte… —dijo él.

Ella volvió a sentarse. La miró, perplejo.

—No tan deprisa —dijo, y se levantó el suéter lo bastante como para enseñarle el vientre y los pechos, sin quitarse la prenda. Marty se empapó de su cuerpo como un ciego que recuperase la vista: la carne de gallina, la inesperada plenitud. Sus manos recorrían lo que sus ojos miraban, presionando su piel brillante, describiendo espirales en sus pezones, observando el peso de sus pechos sobre su caja torácica. La boca siguió al ojo y a la mano: quería bañarla con la lengua. Ella le apretó la cabeza contra su cuerpo. Su cuero cabelludo relucía entre la mata de pelo, con un tono rosa de niño. Se inclinó para besarlo, pero no llegaba, así que alargó la mano para cogerle la polla.

—Ten cuidado —murmuró él mientras lo acariciaba. Ella tenía la mano húmeda; lo soltó.

La empujó suavemente y ambos cayeron uno junto al otro sobre la cama. Ella le apartó la bata del cuello, mientras él se debatía con el botón de sus vaqueros. Ella no intentó ayudarlo, le gustaba su expresión de concentración. Sería tan bueno estar con él, completamente desnuda… piel contra piel. Pero no era el momento de arriesgarse. Si veía los moratones y los pinchazos, podría rechazarla. Sería insoportable.

Marty había conseguido desabrochar el botón y bajar la cremallera, y ahora sus manos estaban en sus vaqueros, deslizándose por dentro de las bragas. Estaba ansioso, y aunque a ella le gustaba observar sus esfuerzos, le ayudó a desnudarla, levantando las caderas de la cama y bajándose los vaqueros y las bragas, exhibiendo su cuerpo desde los pezones hasta las rodillas. Él se puso encima de ella, dejando un rastro de saliva, lamiéndole el ombligo, y luego más abajo, sofocado, con la lengua dentro de ella; no era exactamente un experto, pero estaba dispuesto a aprender; frotaba con la nariz los sitios que a ella le gustaban, guiándose por el sonido de sus gemidos.

Le bajó los pantalones, y al ver que no se resistía, se los quitó del todo; a continuación las bragas, y ella cerró los ojos, ajena a todo excepto a su exploración. En su ansiedad, Marty exhibía los instintos de un caníbal; no rechazaba nada de lo que ofrecía su cuerpo; la apretaba tanto como permitía la anatomía.

Algo le picó en la nuca, pero ella lo ignoró, concentrada en este otro ejercicio. Marty levantó la vista de su entrepierna, con una expresión dubitativa.

—Sigue —dijo ella.

Se retrepó hacia arriba en la cama, invitándolo a entrar. Él todavía parecía indeciso.

—¿Qué pasa?

—No tengo protección —dijo.

—Olvídalo.

No le hizo falta otra invitación. La postura de Carys, que no estaba tumbada debajo de él, sino reclinada, le permitió contemplar su exhibición de dulzura, presionando la raíz de la polla hasta que la cabeza se oscureció y brilló, antes de penetrarla despacio, casi con reverencia. Se soltó y apoyó las manos en la cama a ambos lados de ella, arqueando la espalda, una media luna dentro de otra, mientras el peso de su cuerpo lo llevaba hacia su interior. Separó los labios y sacó la lengua para lamerle los ojos.

Ella se movió para salir a su encuentro, presionando sus caderas contra las suyas. Él suspiró: frunció el ceño.

Dios mío, pensó ella, se ha corrido. Pero cuando abrió los ojos, estos aún estaban llenos de energía, y sus embates, después de la amenaza inicial de precocidad, se hicieron lentos y acompasados.

El cuello volvió a molestarla; parecía más que un picor. Era un mordisco, un taladro. Intentó ignorarlo, pero la sensación se intensificó a medida que su cuerpo daba paso al momento. Él estaba demasiado concentrado en sus cuerpos entrelazados para advertir su incomodidad. Sentía su aliento entrecortado y cálido en el rostro. Intentó moverse, esperando que el dolor se debiera tan solo a la tensión de la postura.

—Marty… —susurró— date la vuelta.

Al principio él no estaba seguro de esa maniobra, pero cuando se tumbó, y ella se sentó encima de él, le cogió el ritmo fácilmente, y empezó a subir de nuevo, mareado por la altura.

El dolor del cuello persistía, pero lo relegó a un segundo plano. Se inclinó hasta que su rostro quedó a quince centímetros del de Marty, y dejó caer saliva en su boca, como un hilo de burbujas que él recibió con una amplia sonrisa, mientras la penetraba tanto como podía y se mantenía allí.

De repente, algo se movió dentro de ella. No era Marty. Era otra cosa, u otra persona, que se agitaba en su interior. Perdió la concentración, y le dio un vuelco el corazón. Perdió la perspectiva de dónde estaba y qué era. Parecía que otros ojos miraban a través de los suyos: por un momento compartió la visión de su propietario, y vio el sexo como algo depravado, crudo y bestial.

—No —dijo, intentando reprimir la náusea que sentía de repente.

Marty entreabrió los ojos, pensando que «no» era una orden de retrasar el final.

—Lo estoy intentando, nena… —sonrió— no te muevas.

Al principio Carys no entendió a qué se refería: estaba a mil kilómetros de distancia, tumbado debajo de ella, cubierto de asqueroso sudor, hiriéndola en contra de sus deseos.

—¿Puedo? —suspiró él, conteniéndose hasta que casi le dolía. Parecía que se hinchaba en ella. La sensación expulsó a la doble visión de su cabeza. El otro espectador se escabulló detrás de sus ojos, asqueado por la plenitud y la carnalidad del acto; por su realidad. ¿Sentiría también a Marty la mente intrusa, pensó ella vagamente, sentiría que le golpeaba el cerebro una polla a punto de nieve?

—Dios… —dijo.

Cuando los otros ojos retrocedieron, volvió el placer.

—No puedo parar, nena —dijo Marty.

—Sigue —dijo ella—. No pasa nada. No pasa nada.

Gotas de su sudor cayeron sobre él mientras se movía encima.

—Sigue. ¡Sí! —repitió. Fue una exclamación de puro placer, y ya no podía echarse atrás. Intentó aplazar la erupción unos temblorosos segundos más. El peso de sus caderas sobre él, el calor de su conducto, el brillo de sus pechos, le llenaban la cabeza.

Y entonces alguien habló; una voz grave y gutural.

—Para.

Marty parpadeó, mirando a derecha e izquierda. No había nadie más en la habitación. Se había imaginado el sonido. Ignoró la ilusión y volvió a mirar a Carys.

—Sigue —dijo ella—. Por favor, sigue. —Estaba bailando encima de él. Los huesos de sus caderas atrapaban la luz; el sudor manaba sin cesar, brillando.

—Sí… sí… —respondió él, olvidando la voz.

Ella lo miró, leyó la inminencia en su rostro, y entonces, en los recovecos de sus propias sensaciones, tan agudas, volvió a sentir la segunda mente. Era un gusano que se abría camino en su cabeza floreciente, dispuesto a enturbiar su visión con su enfermedad. Se resistió.

—Vete —dijo en voz baja—, vete.

Pero el gusano quería derrotarla; quería derrotar a ambos. Lo que al principio le había parecido curiosidad se había convertido en malicia. Quería estropearlo todo.

—Te quiero —le dijo a Marty, desafiando a la presencia de su interior—. Te quiero, te quiero…

El invasor se convulsionó, estaba furioso con ella, y más furioso aún porque no le permitiera estropear el momento. Marty estaba rígido, a punto; ciego y sordo a todo excepto al placer. Entonces, con un gruñido, empezó a eyacular en ella, y ella también llegó. Las sensaciones le quitaron de la cabeza la idea de resistirse. En algún lugar lejano oía que Marty jadeaba…

—Dios mío —decía—, nena… nena.

Pero estaba en otro mundo. No estaban juntos, ni siquiera en ese momento. Ella estaba en su propio éxtasis, él en el suyo, y cada uno corría una carrera privada hacia la conclusión.

Un espasmo involuntario sacudió a Marty. Abrió los ojos. Carys tenía las manos pegadas a la cara, con los dedos extendidos.

—¿Estás bien, nena? —dijo.

Cuando abrió los ojos, Marty tuvo que ahogar un grito. Por un momento, no fue ella quien le miró a través de los dedos. Era algo sacado del fondo del mar, unos ojos negros que giraban en una cabeza gris, algún genio antiguo que lo observaba con odio en las entrañas, se lo decían los huesos.

La alucinación solo duró unos segundos, pero lo bastante para que volviese a mirar su cuerpo de arriba abajo y encontrase la misma mirada maligna.

—¿Carys?

Entonces ella parpadeó, y cerró el abanico de sus dedos sobre su rostro. Él se estremeció durante un instante demencial, esperando la revelación. Ella bajaría las manos y su rostro se habría transformado en una cabeza de pez. Pero claro que era ella: solo ella. Allí estaba, sonriéndolo.

—¿Estás bien? —aventuró.

—¿A ti que te parece?

—Te quiero, nena.

Ella murmuró algo y se tendió sobre él. Así estuvieron unos minutos, mientras su polla se encogía en un baño de fluidos mezclados, enfriándose.

—¿Estás cómoda? —le preguntó al cabo de un rato, pero no le respondió. Estaba dormida.

La empujó con suavidad hacia un lado, saliendo de su interior con un sonido húmedo. Ella se quedó en la cama a su lado, su rostro era impasible. Le besó los pechos, le lamió los dedos, y se quedó dormido junto a ella.

32

Mamoulian se sentía enfermo.

Aquella mujer no era presa fácil, a pesar del poder sentimental que ejercía sobre su psique. Pero su fuerza era de esperar. Era del linaje de Whitehead: una especie de campesinos y ladrones. Astuta y sucia. Aunque era imposible que supiera exactamente lo que estaba haciendo, se había enfrentado a él con la misma sensualidad que tanto despreciaba.

Pero podía explotar sus debilidades, y tenía muchas. Al principio había empleado sus trances de heroína, accediendo a ella cuando se encontraba tranquila hasta el extremo de la indiferencia. Tenía la percepción alterada, de modo que era más difícil que advirtiera su invasión, y él había visto la casa con sus ojos, había escuchado con sus oídos las insulsas conversaciones de sus ocupantes, había compartido con ella, aunque le repugnaban, el olor de su colonia y su flatulencia. Era la espía perfecta, viviendo en el corazón del campamento enemigo. A medida que habían pasado las semanas, había sido más fácil entrar y salir de ella sin ser descubierto. Eso le había vuelto descuidado.

Había sido un descuido no mirar antes de saltar; aventurarse en su cabeza sin antes comprobar lo que estaba haciendo. No se le había ocurrido que pudiera estar con el guardaespaldas; y cuando se dio cuenta de su error ya estaba compartiendo sus sensaciones, su ridícula pasión, y le habían dejado temblando. No volvería a cometer el mismo error.

Se sentó en la habitación vacía de la casa que había comprado para Breer y para él, y trató de olvidar la crisis que había sufrido, la expresión en los ojos de Strauss al mirar a la muchacha. ¿Acaso el matón había vislumbrado el rostro detrás de su rostro? El Europeo suponía que sí.

Pero no importaba; todos morirían. No solo el viejo, como había planeado al principio. Todos ellos, sus acólitos, sus siervos, todos sufrirían la suerte de su amo.

El recuerdo de las embestidas de Strauss permanecía en las entrañas del Europeo; deseaba librarse de él. La sensación lo avergonzaba y lo asqueaba.

Abajo, oyó entrar, o salir, a Breer; de camino a alguna atrocidad, o de vuelta de una. Mamoulian se concentró en la pared desnuda que tenía delante, pero por mucho que intentase desterrar el trauma, aún sentía la intromisión: la cabeza chorreante, el calor del acto.

—Olvídalo —dijo en voz alta—. Olvida su oscuro fuego. No es peligroso para ti. Observa solo el vacío: la promesa del vacío.

Sus entrañas se agitaron. Bajo su mirada, parecía que se levantaban ampollas en la pintura de la pared. Erupciones venéreas desfiguraban su desnudez. Eran ilusiones; pero para él eran horriblemente reales de todas formas. Muy bien: si no podía olvidar las obscenidades, las transformaría. No era difícil convertir la sexualidad en violencia, los suspiros en gritos, las arremetidas en convulsiones. La gramática era la misma; únicamente cambiaba la puntuación. Cuando se imaginó a los amantes juntos en la muerte, remitió la náusea que sentía.

¿Cuál era su sustancia en el rostro de ese vacío? Fugaz. ¿Sus promesas? Pretensión.

Empezó a calmarse. Las heridas de la pared empezaron a sanar, y al cabo de unos minutos se quedó con un eco de la nada que tanto había llegado a necesitar. La vida iba y venía. Pero la ausencia, como bien sabía, era para siempre.

33

—Ah, por cierto, te llamaron por teléfono. Bill Toy. Antes de ayer.

Marty levantó la vista del filete para mirar a Pearl, e hizo una mueca.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

Ella parecía contrita.

—Fue el día que perdí la paciencia con esos puñeteros. Te dejé un mensaje…

—No lo recibí.

—En la libreta que hay al lado del teléfono.

El mensaje seguía allí: «Llama a Toy», y un número. Lo marcó, y esperó un minuto entero hasta que respondieron. No era Toy. La mujer que contestó tenía una voz suave y perdida, arrastraba las palabras como si hubiera bebido demasiado.

—¿Puedo hablar con William Toy, por favor? —preguntó.

—Se ha ido —respondió la mujer.

—Oh. Entiendo.

—No va a volver. Nunca.

La voz tenía una cualidad siniestra.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—No importa —respondió Marty; el instinto le aconsejaba que no dijera su nombre.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar.

—Siento haberla molestado.

—¿Quién eres?

Marty colgó el auricular a la insistencia viscosa del otro lado de la línea. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la camisa empapada en un sudor frío que había brotado de pronto en su pecho y su espalda.

En el nido de amor de Pimlico, Yvonne le preguntó a la línea desocupada «¿Quién eres?», durante media hora o más, antes de soltar el teléfono. Luego se sentó. El sofá estaba húmedo: había manchas grandes y pegajosas que se extendían desde el lugar donde siempre se sentaba. Sabía que tenía algo que ver con ella, pero no entendía cómo ni por qué. Tampoco se explicaba las moscas que se congregaban a su alrededor, en su pelo, en su ropa, zumbando sin parar.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar. La pregunta seguía siendo perfectamente apropiada, aunque ya no estuviese hablando con el desconocido. La piel podrida de sus manos, la sangre en la bañera después de bañarse, la horrible mirada que le devolvía el espejo, todo le inspiraba la misma pregunta hipnótica: «¿Quién eres?».

—¿Quién eres? ¿Quién eres? ¿Quién eres?