El zorro
Whitehead sabía que «asilo» era una palabra traicionera. Por un lado, significaba santuario, refugio, lugar seguro. Por otro, su significado se retorcía: asilo venía a ser un manicomio, un agujero para que se enterrasen los locos. No era más que un truco semántico, se recordó. Entonces, ¿por qué pensaba en esa ambigüedad tan a menudo?
Se sentó en aquella silla tan cómoda junto a la ventana, donde se había sentado tantas tardes, contemplando la noche al acecho en el césped y pensando vagamente en cómo una cosa se convertía en otra; en lo difícil que era aferrarse a algo. La vida era algo fortuito. Whitehead había aprendido esa lección muchos años atrás, de manos de un maestro, y nunca la había olvidado. Tanto si te recompensaban por tus buenas obras como si te despellejaban vivo, todo se reducía al azar. Era inútil confiarse a un sistema de números o divinidades; al final todas se venían abajo. La suerte sonreía al hombre que estuviera dispuesto a arriesgarlo todo a una sola baza.
Él lo había hecho. No una, sino varias veces al principio de su carrera, cuando todavía estaba asentando los cimientos de su imperio. Y gracias a su extraordinario sexto sentido, a su habilidad para adelantarse a los acontecimientos, los riesgos casi siempre habían valido la pena. Otras empresas tenían expertos: ordenadores que calculaban posibilidades a la décima potencia, consejeros pendientes de las bolsas de Tokio, Londres y Nueva York, pero el instinto de Whitehead les hacía sombra a todos. Cuando se trataba de reconocer el momento, de percibir la coincidencia de ocasión y oportunidad que convertía una decisión acertada en una decisión genial, una absorción corriente en un golpe de Estado, nadie estaba por encima del viejo Whitehead, y todos los jóvenes sabiondos de las salas de reuniones de la corporación lo sabían. Todavía le pedían consejo al oráculo Joe antes de emprender una expansión significativa o firmar un contrato.
Él suponía que su autoridad, que seguía siendo absoluta, no gustaba en algunos círculos. Sin duda había quienes pensaban que debía renunciar por completo al control, y dejar que los universitarios y sus ordenadores se ocuparan del negocio. Pero Whitehead había adquirido esas habilidades, esa intuición extraordinaria, corriendo algunos riesgos; era una tontería que no las emplease cuando aún podían ser de ayuda. Además, el viejo tenía un argumento que los jóvenes advenedizos no podían discutir: sus métodos funcionaban. Nunca había recibido formación académica; su vida antes de que se hiciera famoso era un misterio para consternación de los periodistas, pero había creado la Corporación Whitehead de la nada y su trayectoria, para bien o para mal, todavía lo apasionaba.
Esa noche, sin embargo, no había lugar para la pasión, sentado en esa silla junto a la ventana; una silla para morirse, había pensado a veces. Esa noche solo había inquietud: la lamentación del anciano.
¡Cómo odiaba la vejez! No soportaba verse tan reducido. No era que fuese enfermizo; solo que una docena de pequeños achaques conspiraban contra su bienestar, de modo que raro era el día que pasaba sin que alguna irritación (una úlcera en la boca, un escozor entre las nalgas que le picaba terriblemente) desviara su atención hacia su propio cuerpo, cuando el instinto de conservación lo instaba a dirigirla hacia otra parte. La maldición de la edad, había decidido, era la distracción, y no podía permitirse el lujo de una mente distraída. Era peligroso reflexionar sobre picores y úlceras. En cuanto se descuidara, algo le arrancaría la garganta. Eso era lo que le decía la inquietud: «no apartes la mirada ni un momento; no pienses que estás a salvo, viejo, porque tengo un mensaje para ti: lo peor aún está por llegar».
Toy llamó una vez a la puerta antes de entrar en el estudio.
—Bill…
Whitehead se olvidó del césped y de la creciente oscuridad por un momento y se volvió para recibir a su amigo.
—Ya habéis llegado.
—Claro que hemos llegado, Joe. ¿Es tarde?
—No, no. ¿Algún problema?
—Todo va bien.
—Bien.
—Strauss está abajo.
Whitehead se acercó a la mesa bajo la luz menguante, y se sirvió un vasito de vodka. No había tocado el alcohol hasta ahora; tomaría un trago para celebrar que Toy hubiese llegado sano y salvo.
—¿Quieres uno?
Era una pregunta ritual, con una respuesta ritual:
—No, gracias.
—Entonces, ¿vas a volver a la ciudad?
—Cuando hayas visto a Strauss.
—Es muy tarde para ir al teatro. ¿Por qué no te quedas, Bill? Vete mañana por la mañana cuando haya luz.
—Tengo asuntos que atender —dijo Toy, permitiéndose una sonrisa solícita en la última palabra. Era otro ritual, uno de los muchos que tenían. Los asuntos de Toy en Londres, que el viejo sabía que no tenían nada que ver con la corporación, no se cuestionaban; siempre había sido así.
—Y ¿qué te parece?
—¿Strauss? Lo mismo que me pareció en la entrevista. Creo que lo hará bien. Y si no es así, hay muchos más en el mismo sitio.
—Necesito a alguien que no se asuste fácilmente. Las cosas se pueden poner muy feas.
Toy respondió con un gruñido evasivo y esperó que no hablasen más de ese tema. Estaba cansado de esperar y de viajar durante todo el día, y quería pensar en la noche; no era el momento de volver a discutir ese asunto.
Whitehead puso el vaso vacío en la bandeja y volvió a la ventana. La habitación se oscurecía con rapidez, y cuando el viejo le dio la espalda a Toy, la penumbra lo convirtió en algo monolítico. Después de treinta años a su servicio (tres décadas en las que apenas habían cruzado una palabra amarga), a Toy todavía le intimidaba Whitehead, como si este fuese un potentado con poder sobre su vida y su muerte. Todavía hacía una pausa para serenarse antes de entrar a su presencia; todavía tartamudeaba de vez en cuando, como cuando se habían conocido. Le parecía una reacción justificada. El hombre era poder: más poder del que él podría esperar jamás, o de hecho querría poseer: y ese poder descansaba sobre sus anchos hombros con engañosa ligereza. En todos los años que había durado su asociación, en conferencias o en salas de reuniones, nunca le había faltado a Whitehead el gesto o el comentario adecuados. Era el hombre más seguro de sí mismo que Toy había conocido: estaba seguro hasta la médula de su absoluta valía, y sus habilidades estaban tan afinadas que podía destruir a un hombre con una palabra, destrozarlo de por vida, sorberle la autoestima y hacer pedazos su carrera. Toy le había visto hacerlo en innumerables ocasiones, y a menudo a hombres a quienes él consideraba superiores. Lo cual planteaba una pregunta: (se la hizo en ese preciso instante, mientras contemplaba la espalda de Whitehead) ¿por qué el gran hombre pasaba el día con él? Tal vez solo fuese historia. ¿Se trataba de eso? Historia y sentimentalismo.
—Estoy pensando en llenar la piscina al aire libre.
Toy le dio gracias a Dios por que Whitehead hubiera cambiado de tema. Que no se hablara del pasado, por lo menos esa noche.
—Ya no nado ahí fuera, ni siquiera en verano.
—Pon peces.
Whitehead volvió ligeramente la cabeza para ver si había una sonrisa en el rostro de Toy. Este nunca indicaba una broma con el tono de su voz, y Whitehead sabía que era fácil ofenderlo si uno se reía cuando no estaba de broma, o al revés. Toy no sonreía.
—¿Peces? —dijo Whitehead.
—Carpas ornamentales, quizá. ¿No se llaman Kois? Son exquisitas.
A Toy le gustaba la piscina. Por la noche se iluminaba desde abajo, y la superficie se movía en unas ondas fascinantes. El color turquesa era encantador. Si hacía frío, el agua caliente emitía un ligero vapor que desaparecía a pocos centímetros de la superficie. De hecho, aunque odiaba nadar, la piscina era uno de sus lugares favoritos. No estaba seguro de que Whitehead lo supiera: probablemente sí. Había descubierto que papá lo sabía casi todo, aunque no se hubiera dicho en voz alta.
—Te gusta la piscina —declaró Whitehead.
Lo dicho: demostrado.
—Sí. Me gusta.
—Pues la dejamos como está.
—Bueno, no…
Whitehead levantó la mano para atajar la discusión, complacido de hacerle ese regalo.
—Se queda como está —dijo—. Y puedes llenarla de Kois.
Volvió a sentarse en la silla.
—¿Quieres que encienda las luces del césped? —preguntó Toy.
—No —dijo Whitehead.
A la luz moribunda de la ventana su cabeza parecía hecha de bronce, como un Médici moderno, quizá, con los párpados pesados, los ojos hundidos, la barba blanca y el bigote recortados con esmero; todo su cuerpo parecía demasiado pesado para que la columna vertebral lo sostuviera. Consciente de que tenía los ojos clavados en la espalda del viejo, y de que Joe lo sentiría sin duda, Toy se sacudió el letargo de la habitación y se obligó a entrar en acción.
—Bueno… ¿quieres que traiga a Strauss, Joe? ¿Quieres verlo o no?
Las palabras tardaron una eternidad en atravesar la habitación en la oscuridad creciente. Durante unos instantes, Toy no supo siquiera si Whitehead lo había oído.
Entonces el oráculo habló. No se trataba de una profecía, sino de una pregunta.
—¿Sobreviviremos, Bill?
Pronunció las palabras con tanta suavidad que parecieron resbalar de sus labios y flotar con las motas de polvo. A Toy le dio un vuelco el corazón. Otra vez la misma historia: la misma canción paranoica.
—Oigo cada vez más rumores, Bill. No pueden ser todos infundados.
Seguía mirando por la ventana. Los grajos trazaban círculos por encima del bosque a un kilómetro del césped. ¿Los estaba mirando? Toy lo dudaba. Había visto a Whitehead así últimamente, ensimismado, rememorando el pasado mentalmente. Toy no tenía acceso a esa visión, pero imaginaba los temores actuales de Whitehead (después de todo, había estado con él en los viejos tiempos), y también sabía que por mucho que quisiera al viejo, había algunas cargas que nunca sería capaz ni estaría dispuesto a compartir. No era lo bastante fuerte; en el fondo seguía siendo el boxeador a quien Whitehead había contratado como guardaespaldas tres décadas atrás. En la actualidad, por supuesto, llevaba un traje de cuatrocientas libras, y sus uñas eran tan impecables como sus modales. Pero su mente era la misma de siempre, supersticiosa y frágil. Los sueños de los grandes no eran para él. Ni sus pesadillas.
Whitehead volvió a plantear la angustiosa pregunta:
—¿Sobreviviremos?
Esta vez Toy se sintió obligado a responder.
—Todo va bien, Joe. Ya lo sabes. Los beneficios suben en casi todos los sectores…
Pero el viejo no quería que lo distrajeran, y Toy lo sabía. Vaciló, y se produjo un espantoso silencio. Toy volvió a clavar la mirada en Whitehead, sin pestañear, y con el rabillo del ojo vio que la oscuridad que se había apoderado de la habitación empezaba a moverse furtivamente. Cerró los ojos con tanta fuerza que casi rechinaron. Había formas que bailaban en su cabeza (ruedas, estrellas y ventanas) y cuando abrió los ojos de nuevo la noche al fin había sofocado el interior.
La cabeza de bronce seguía inmóvil. Pero cuando habló, las palabras parecían salir de sus tripas, manchadas de miedo.
—Tengo miedo, Willy —dijo—. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
Habló con lentitud y sin el menor énfasis, como si le disgustara lo melodramático de sus palabras y se negase a subrayarlo.
—Todos estos años he vivido sin miedo; había olvidado cómo era. Cómo te incapacita. Cómo absorbe tu fuerza de voluntad. Me siento aquí, día tras día. Encerrado en este lugar, con las alarmas, las rejas, los perros. Miro el césped y los árboles…
Sí que estaba mirando.
—Y antes o después, la luz empieza a apagarse.
Hizo una pausa: un silencio largo y profundo, que solo rompían los lejanos cuervos.
—Puedo soportar la noche. No es agradable, pero tampoco es ambigua. Lo que no soporto es el atardecer. Me vienen sudores fríos. Cuando la luz se va y nada es real, ni sólido. Solo hay formas. Cosas que una vez tuvieron forma…
Había habido tardes semejantes durante todo el invierno: lloviznas incoloras que enturbiaban las distancias y amortiguaban los sonidos; semanas enteras de luz incierta, en las que el turbio amanecer se convertía en el turbio atardecer, sin que mediara el día. Había habido muy pocos días de frío intenso como ese: únicamente meses desangelados, uno detrás de otro.
—Me siento aquí todas las tardes —decía el viejo—. Es una prueba que me impongo. Sentarme a ver cómo el tiempo acaba con todo. Desafiando a todo.
Toy percibía la profunda desesperación de papá. Nunca había estado así; ni siquiera después de la muerte de Evangeline.
La oscuridad era casi completa, tanto en el exterior como en el interior; las luces del césped estaban apagadas y los terrenos estaban sumidos en las tinieblas. Pero Whitehead seguía sentado, mirando por la sombría ventana.
—Está todo ahí, por supuesto —dijo.
—¿El qué?
—Los árboles, el césped. Cuando amanezca mañana estarán en el mismo sitio.
—Sí, claro.
—Sabes, de niño creía que alguien venía a llevarse el mundo por las noches y luego volvía a desenrollarlo otra vez a la mañana siguiente.
Se agitó en su asiento; se llevó la mano a la cabeza. Era imposible ver lo que hacía.
—Nunca dejamos de creer en las cosas que creíamos de niños, ¿verdad? Volvemos a creer en ellas al cabo del tiempo. Es lo mismo de siempre, Bill. ¿Sabes? Creemos que seguimos adelante, que nos hacemos más fuertes y más sabios, pero siempre es lo mismo.
Suspiró, y se volvió a mirar a Toy. La luz del pasillo se colaba por la puerta, que Toy había dejado ligeramente entreabierta. Bajo ella, los ojos y las mejillas de Whitehead brillaban a causa de las lágrimas, incluso al otro lado de la habitación.
—Será mejor que enciendas la luz, Bill —dijo.
—Sí.
—Y dile a Strauss que suba.
No había muestras de su angustia en su voz. Pero Joe era un experto en ocultar sus sentimientos, Toy lo sabía desde hacía tiempo. Podía cerrar los párpados y sellar sus labios, y entonces ni siquiera un telépata podía adivinar en qué estaba pensando. Era una habilidad que había empleado con efectos devastadores en las salas de reuniones: nadie sabía nunca cómo reaccionaría el viejo zorro. Probablemente había aprendido la técnica jugando a las cartas. Así como a esperar.
Al atravesar en coche las puertas eléctricas de la finca de Whitehead habían penetrado en otro mundo. Había céspedes bien cuidados a ambos lados del camino de gravilla de color sepia; a la derecha se adivinaba un bosque, más allá de la línea de cipreses, mientras enfilaban hacia la casa. Era media tarde cuando llegaron, pero la luz tenue no hacía sino aumentar el encanto del lugar. La niebla creciente, que emborronaba el nítido contorno del césped y los árboles, contrarrestaba la seriedad del lugar.
El edificio principal era menos espectacular de lo que Marty había imaginado; solo era una gran casa de campo georgiana, de construcción sólida pero apariencia anodina, con extensiones modernas que partían de la estructura principal. Dejaron atrás la puerta delantera, con su porche de columnas blancas, se dirigieron a una entrada lateral, y Toy le invitó a pasar a la cocina.
—Deja las bolsas y sírvete un poco de café —dijo—. Voy a subir a ver al jefe. Ponte cómodo.
Marty se encontraba solo por primera vez desde que saliera de Wandsworth, y se sintió incómodo. La puerta estaba abierta a sus espaldas; no había cerrojos en las ventanas, ni oficiales patrullando los pasillos más allá de la cocina. Era paradójico, pero se sentía desprotegido, casi vulnerable. Al cabo de un rato se levantó de la mesa, encendió la luz fluorescente (la noche caía con rapidez, y allí no había interruptores automáticos) y se sirvió una taza de café solo de la cafetera. Estaba cargado y sabía ligeramente amargo, y supuso que lo habrían filtrado más de una vez, no como el brebaje insípido al que estaba acostumbrado.
Toy volvió al cabo de veinticinco minutos, se disculpó por el retraso y le dijo que el señor Whitehead lo esperaba.
—Deja las bolsas —dijo—. Luther se ocupará de ellas.
Toy le guió desde la cocina, que era parte de la extensión, hasta la casa principal. Los pasillos estaban sumidos en penumbra, pero Marty encontró motivos para admirarse en todas partes. El edificio era un museo. Las paredes estaban cubiertas de cuadros desde el suelo hasta el techo; en las mesas y estanterías había jarrones y figuritas de cerámica de brillantes esmaltes. Pero no había tiempo que perder. Recorrieron el sinuoso laberinto de pasillos; cada vez que doblaban un recodo, Marty estaba más desorientado, hasta que llegaron al estudio. Toy llamó a la puerta, la abrió y lo hizo pasar.
La imagen que Marty se había hecho de su nuevo jefe se basaba sobre todo en la invención, poco más que una fotografía borrosa, y era totalmente equivocada. En lugar de fragilidad, encontró robustez. En lugar de un recluso excéntrico, encontró un rostro arrugado y astuto, que lo observó con detenimiento y humor desde que entró en el estudio.
—Señor Strauss —dijo Whitehead—, bienvenido.
Detrás de Whitehead, las cortinas todavía estaban abiertas, y al otro lado de los cristales, los focos se encendieron de repente, iluminando el verdor intenso del césped hasta una distancia de doscientos metros. La súbita aparición del césped fue como un truco de magia, pero Whitehead no le prestó atención. Se acercó a Marty. Aunque era un hombre corpulento, y buena parte de su volumen se había convertido en grasa, su constitución sostenía cómodamente su peso y no transmitía una sensación de torpeza. La elegancia de su paso, la suavidad casi oleosa de su brazo cuando se lo tendió a Marty, la plenitud de sus dedos extendidos, todo indicaba un hombre que estaba en paz con su físico.
Se estrecharon la mano. Marty tenía calor, o Whitehead frío: Marty supuso enseguida que estaba equivocado. Seguro que un hombre como Whitehead nunca tenía demasiado calor ni demasiado frío; que controlaba la temperatura de su cuerpo con la misma facilidad con que controlaba sus finanzas. ¿No había mencionado Toy, en la corta conversación que habían mantenido en el coche, que Whitehead nunca había estado gravemente enfermo? Ahora que estaba cara a cara con la leyenda, Marty lo creyó. Ni un suspiro de flatulencia saldría de las tripas de ese hombre.
—Soy Joseph Whitehead —dijo—. Bienvenido al Santuario.
—Gracias.
—¿Quiere una copa? Vamos a celebrarlo.
—Sí, por favor.
—¿Qué quiere tomar?
Marty se quedó en blanco de repente, boquiabierto como un pez fuera del agua. Gracias a Dios, Toy sugirió:
—¿Escocés?
—Eso estaría muy bien.
—Para mí lo de siempre —dijo Whitehead—. Siéntese, señor Strauss.
Se sentaron. Las sillas eran cómodas; no eran antigüedades, como las mesas de los pasillos, sino piezas modernas y funcionales. La habitación era del mismo estilo: era un entorno de trabajo, no un museo. Los pocos cuadros que había en las paredes de color azul marino le parecieron al inculto Marty tan recientes como el mobiliario: grandes y chapuceros. El que estaba situado en el lugar más destacado, y el más figurativo, llevaba la firma de Matisse, y representaba a una mujer rosa como la bilis en una tumbona amarilla como la bilis.
—Su güisqui.
Marty aceptó el vaso que Toy le ofrecía.
—Luther le ha comprado un surtido de ropa nueva; está en su habitación —le decía Whitehead—. Son solo un par de trajes, camisas y cosas así, para ir tirando. Más adelante a lo mejor lo mandamos de compras a usted solo —vació su vaso de vodka antes de continuar—. ¿Todavía les dan trajes a los reclusos, o ya no? Saldos de la casa de empeños, supongo. No sería muy considerado en estos tiempos ilustrados. La gente podría pensar que eran ustedes criminales por necesidad…
A Marty no le convencía en absoluto ese tema de conversación: ¿acaso Whitehead se estaba riendo de él? El monólogo continuó en un tono bastante amistoso, mientras Marty intentaba distinguir la ironía de la opinión expresada con franqueza. Era difícil. Después de escuchar a Whitehead durante unos minutos, recordó que las cosas en el exterior eran mucho más sutiles. Comparado con ese hombre, de conversación amena y llena de inflexiones, el conversador más inteligente de Wandsworth era un aficionado. Toy le puso a Marty otro vaso de güisqui en la mano, pero este apenas se dio cuenta. La voz de Whitehead era hipnótica; y extrañamente reconfortante.
—Toy ya le ha explicado sus obligaciones, ¿no?
—Sí, creo que sí.
—Quiero que se sienta como en casa, Strauss. Familiarícese con la casa. Hay un par de sitios que le estarán prohibidos; Toy le dirá cuáles. Respete estas restricciones, por favor. El resto de la casa está a su disposición.
Marty asintió y se bebió el güisqui, que se deslizó por su gaznate como si fuera mercurio.
—Mañana…
Whitehead se levantó, dejando el pensamiento inacabado, y volvió a la ventana. El césped brillaba como si estuviera recién pintado.
—Usted y yo daremos un paseo por la finca.
—Muy bien.
—Le enseñaré todo lo que hay que ver. Le presentaré a Bella, y a los demás.
¿Había más personal? Toy no los había mencionado; pero seguro que habría otros: guardias, cocineros, jardineros. Probablemente el lugar estaba lleno de empleados.
—Venga a hablar conmigo mañana, ¿eh?
Marty terminó su escocés y Toy le indicó que se levantase. Whitehead parecía haber perdido interés en ambos de repente. El examen había terminado, por lo menos ese día; sus pensamientos ya estaban en otra parte, y miraba la hierba brillante al otro lado de la ventana.
—Sí, señor. Mañana.
—Pero antes de que venga… —dijo Whitehead, volviéndose a mirar a Marty.
—Sí, señor.
—Aféitese el bigote. Cualquiera diría que tiene algo que ocultar.
Toy le dio a Marty una rápida vuelta por la casa antes de llevarlo arriba, prometiendo ofrecerle un paseo más completo cuando el tiempo no apremiase. Luego lo condujo hasta una habitación grande y bien ventilada en el último piso, en un lateral de la casa.
—Esta es la tuya —dijo. Luther había dejado la maleta y la bolsa de plástico encima de la cama; su aspecto deslucido parecía fuera de lugar en una habitación tan elegante y funcional. Los muebles eran de estilo contemporáneo, como en el estudio.
»Ahora está un poco vacía —dijo Toy—. Así que haz lo que quieras con ella. Si tienes fotografías…
—La verdad es que no.
—Pues algo tendremos que poner en las paredes. Allí hay libros —señaló al extremo más alejado de la habitación, donde había varias estanterías que protestaban bajo el peso de los volúmenes—, pero la biblioteca de abajo está a tu disposición. Te enseñaré la distribución la semana que viene, cuando te hayas instalado. Hay un vídeo arriba y otro abajo; a Joe tampoco le interesan mucho, así que sírvete tú mismo.
—Suena bien.
—Hay un pequeño vestidor a la izquierda. Como dijo Joe, ahí encontrarás ropa nueva. El cuarto de baño está en la otra puerta, la ducha y esas cosas. Y creo que eso es todo. Espero que sea adecuado.
—Está muy bien —dijo Marty. Toy miró su reloj y se volvió para marcharse.
»Antes de que se vaya…
—¿Hay algún problema?
—No, ninguno —dijo Marty—. Por Dios, no hay ningún problema. Solo quiero que sepa que le estoy agradecido…
—No hace falta.
—Pero es que lo estoy —insistió Marty; había estado intentando encontrar un pie para ese discurso desde Trinity Road—. Le estoy muy agradecido. No sé cómo ni por qué me eligió a mí…, pero se lo agradezco.
A Toy le incomodó ligeramente esa demostración de sentimientos, pero Marty se alegró de decírselo.
—Créeme, Marty, no te habría elegido si no pensara que puedes hacer este trabajo. Ahora que estás aquí, depende de ti que lo aproveches. Yo estaré por aquí, por supuesto, pero a partir de ahora eres más o menos independiente.
—Sí. Me doy cuenta.
—Te dejo entonces. Nos veremos a principios de semana. Por cierto, Pearl te ha dejado comida en la cocina. Buenas noches.
—Buenas noches.
Toy lo dejó solo. Marty se sentó en la cama y abrió la maleta. La ropa mal doblada olía al detergente de la prisión, y no quería sacarla. Por el contrario, rebuscó en el fondo de la maleta hasta encontrar la maquinilla y la espuma de afeitar; luego se desnudó, tiró la ropa vieja al suelo, y entró en el baño.
Era espacioso, rodeado de espejos, y la luz era muy agradable. Había toallas recién lavadas en una percha con calefacción. Tenía ducha, bañera y bidé: una exageración de fontanería. Pasara lo que pasara, estaría limpio. Encendió la luz del espejo y dispuso los utensilios de afeitado en el estante de cristal encima del lavabo. No tendría que haberse molestado en buscarlos. Toy, o quizá Luther, le habían dejado un juego completo de afeitado: maquinilla, loción, espuma, colonia; todo flamante, sin estrenar: esperándolo. Se miró en el espejo; esa inspección íntima que se esperaba de las mujeres, pero que los hombres no solían practicar, excepto en cuartos de baño cerrados. Las ansiedades del día se advertían en su rostro: su piel tenía un aspecto anémico, y tenía ojeras. Como si fuese un hombre en busca de un tesoro, examinó su propia cara en busca de indicaciones. Se preguntó si todos los detalles sórdidos de su pasado estarían escritos allí; quizá grabados a tal profundidad que ya no podría borrarlos.
No cabía duda de que necesitaba sol, y un poco de ejercicio al aire libre. A partir de mañana, pensó, un nuevo régimen. Correría todos los días hasta que estuviera tan en forma que fuese irreconocible. También iría a un buen dentista. Le sangraban las encías con alarmante frecuencia, y en un de par sitios se apartaban de los dientes. Estaba orgulloso de ellos: eran parejos y fuertes, como los de su madre. Ensayó una sonrisa en el espejo, pero esta había perdido parte de su brillo anterior. Tendría que ejercitarla también. Estaba de nuevo en el ancho mundo; y quizá con el tiempo habría mujeres a las que cortejar con esa sonrisa.
Su examen pasó del rostro al cuerpo. El músculo abdominal estaba cubierto por una capa de grasa: le sobraban seis o siete kilos por lo menos. Tendría que trabajar en eso. Controlar su dieta, y hacer ejercicio hasta que volviese a los ochenta kilos que pesaba al ingresar en Wandsworth. Aparte del peso extra, se sentía bastante bien consigo mismo. Tal vez la luz cálida le favoreciese, pero parecía que la prisión no lo había cambiado radicalmente. No había perdido pelo; no tenía cicatrices, excepto los tatuajes, y una pequeña media luna a la izquierda de la boca; no estaba drogado hasta las cejas. Quizá fuera un superviviente, al fin y al cabo.
Había dejado caer la mano hasta la entrepierna mientras se observaba con atención, y se había excitado distraídamente hasta obtener una erección parcial. No había pensado en Charmaine. Si había lujuria en su exaltación, era narcisista. Muchos convictos con los que había convivido encontraban sencillo saciar su deseo sexual con sus compañeros de celda, pero Marty nunca se había sentido cómodo con la idea. No solo porque le desagradara aquel acto antinatural (aunque así era, y mucho), sino porque se lo imponían. Únicamente era otra forma en que la prisión humillaba a un hombre. Marty en cambio había reprimido su sexualidad, y había usado la polla para mear y poco más. Ahora, mientras jugaba con ella como un adolescente vanidoso, se preguntó si todavía podría usar la maldita cosa.
Hizo correr el agua templada, y se metió en la ducha, enjabonándose de arriba abajo con jabón con aroma de limón. Tal vez fuera el más intenso de los placeres del día. El agua era estimulante, como una lluvia primaveral. Su cuerpo empezó a despertar. Sí, eso es, pensó: estaba muerto, y he resucitado. Le habían enterrado en el culo del mundo, en un agujero tan profundo que pensaba que nunca podría escapar, pero lo había hecho, maldita sea. Estaba fuera. Se aclaró, y luego se permitió el lujo de repetir el ritual; pero esta vez aumentó considerablemente la temperatura y la fuerza del agua. El baño se llenó de vapor y del sonido del agua al golpear los azulejos de la ducha.
Cuando salió y cortó la corriente, le zumbaba la cabeza debido al calor, al güisqui y al cansancio. Se acercó al espejo y despejó un óvalo en el vapor condensado con el dorso del puño. El agua le había dado otro color a sus mejillas. Tenía el pelo pegado a la cabeza como si fuera un gorro castaño claro. Pensó en dejárselo más largo, si Whitehead no tenía objeción; tal vez se hiciera un peinado con estilo. Pero tenía preocupaciones más urgentes, como deshacerse del condenado bigote. Marty no era especialmente hirsuto. Había tardado varias semanas en dejarse bigote, y había tenido que aguantar los típicos comentarios estúpidos mientras tanto. Pero si el jefe quería que se afeitara, ¿quién era él para oponerse a sus deseos? La opinión de Whitehead al respecto había sonado como una orden, más que una sugerencia.
Aunque el armario de aseo estaba bien surtido (había de todo, desde aspirinas hasta remedios para las ladillas), no había tijeras, y tuvo que enjabonarse el vello con cuidado para suavizarlo y luego atacarlo directamente con la maquinilla. La cuchilla protestó, y también su piel, pero poco a poco el labio superior salió a la superficie, mientras el bigote que tanto esfuerzo le había costado se estrellaba en el lavabo con un chapoteo espumoso, y desaparecía por el desagüe. Tardó media hora en terminar el trabajo a su entera satisfacción. Se cortó en dos o tres sitios, y selló los cortes lo mejor que pudo con saliva.
Cuando terminó, el vapor ya se había despejado, y tan solo algunos bancos de niebla enturbiaban su reflejo. Contempló su rostro en el espejo. El labio superior se veía rosado y vulnerable, y el surco en el centro extrañamente bien formado, pero su desnudez repentina no era una visión desagradable.
Satisfecho, limpió los restos del bigote del lavabo, se puso una toalla en la cintura, y volvió tranquilamente al dormitorio. Estaba prácticamente seco, debido al calor de la calefacción central: no necesitaba usar la toalla. Se sentó en el borde de la cama. El cansancio y el hambre se debatían en su interior. Le habían dejado comida abajo, o eso le había dicho Toy. Bueno, a lo mejor se tumbaba en esa sábana inmaculada, descansaba la cabeza en la almohada perfumada, y cerraba los ojos media hora, y luego se levantaba y bajaba a cenar. Tiró la toalla y se tumbó en la cama, y se quedó dormido mientras se tapaba con el edredón. No tuvo sueños; o si lo hizo, durmió tan profundamente que no pudo recordarlos.
Amaneció enseguida.
Si hubiera olvidado la distribución de la casa desde la visita de la noche anterior, solo le habría hecho falta el sentido del olfato para encontrar la cocina. Había jamón en la sartén, y café recién hecho. Había una mujer pelirroja frente a los hornillos, que se apartó de su trabajo y asintió.
—Tú debes de ser Martin —dijo; su voz tenía un ligero acento irlandés—. Te has levantado tarde.
Marty miró el reloj de la pared. Solo pasaban unos minutos de las siete.
—Tienes una bonita mañana por delante.
La puerta de atrás estaba abierta; Marty atravesó la cocina para observar el tiempo que hacía. Era una bonita mañana, en efecto; otro cielo despejado. El césped estaba cubierto de una capa de escarcha que parecía azúcar. A lo lejos, entre la niebla, se adivinaban unas canchas de tenis, y más allá, una línea de árboles.
—Por cierto, me llamo Pearl —anunció la mujer—. Cocino para el señor Whitehead. Tienes hambre, ¿verdad?
—Ahora que estoy aquí sí.
—Aquí creemos en el desayuno. Algo para empezar bien el día —Pearl estaba ocupada metiendo en el horno el jamón de la sartén. La superficie de trabajo junto al quemador estaba manchada de comida: tomates, salchichas, rodajas de pudín negro—. Hay café ahí al lado. Sírvete.
La cafetera burbujeaba y silbaba. Marty se sirvió una taza de café, el mismo tueste oscuro pero aromático que había probado la noche anterior.
—Tendrás que acostumbrarte a usar la cocina cuando yo no esté. Yo voy y vengo, no vivo aquí.
—¿Quién cocina para el señor Whitehead cuando no estás?
—Le gusta hacerlo él solo a veces, pero tendrás que echarle una mano.
—No sé ni freír un huevo.
—Ya aprenderás.
Se volvió a mirarlo, con un huevo en la mano. Era mayor de lo que Marty había pensado al principio: tal vez tuviera cincuenta años.
—No te preocupes por eso —dijo—. ¿Cuánta hambre tienes?
—Estoy canino.
—Te dejé la cena anoche.
—Me quedé dormido.
Ella rompió un huevo en la sartén, y luego otro, mientras decía:
—El señor Whitehead no tiene gustos exóticos, excepto por las fresas. No espera suflés, no te preocupes. Casi todo está en el congelador de la puerta de al lado: solo tienes que desenvolverlo y meterlo en el microondas.
Marty recorrió la cocina con la mirada, reparando en todo el equipamiento: el robot de cocina, el horno microondas, el cuchillo eléctrico. Tras él, había una serie de pantallas de televisión montadas en la pared. No se había dado cuenta antes. Pero antes de que pudiese preguntarle por ellas, Pearl le ofreció más detalles gastronómicos.
—Muchas veces le entra hambre en mitad de la noche, o eso decía Nick. Ya ves que tiene unos horarios muy extraños.
—¿Quién es Nick?
—Tu predecesor. Se fue justo antes de Navidad. Me caía bien, pero Bill dijo que tenía los dedos muy largos.
—Ya veo.
Ella se encogió de hombros.
—Es que nunca se sabe, ¿verdad? O sea, que no… —se detuvo en mitad de la frase, maldiciendo su lengua en silencio, y disimuló su apuro sacando los huevos de la sartén y poniéndolos en el plato con el resto de la comida. Marty terminó la frase por ella.
—No tenía pinta de ladrón; ¿es lo que ibas a decir?
—No quería decirlo así —insistió ella, cogiendo el plato y poniéndolo en la mesa—. Ten cuidado que el plato está caliente —la cara se le había puesto del mismo color que el pelo.
—No pasa nada —le dijo Marty.
—Me caía bien Nick —reiteró—. De verdad que sí. Se me ha roto uno de los huevos. Lo siento.
Marty bajó la vista hacia el plato lleno. Una de las yemas se había roto, en efecto, y estaba formando un charco alrededor de un tomate frito.
—A mí me parece bien —dijo con verdadero apetito, y se puso a comer. Pearl volvió a llenarle la taza, cogió otra para ella y se sentó con él.
—Bill habla muy bien de ti —dijo.
—Al principio no sabía si le habría caído simpático.
—Oh, sí, mucho —dijo—. En parte porque boxeas, claro. Él era boxeador profesional.
—¿De verdad?
—Pensé que te lo habría dicho. De eso hace treinta años, antes de que trabajase para el señor Whitehead. ¿Quieres tostadas?
—Si no es molestia.
Ella se levantó, cortó dos rebanadas de pan blanco y las metió en la tostadora. Vaciló un momento antes de volver a la mesa.
—Lo siento de verdad —dijo.
—¿Lo del huevo?
—Lo de Nick y los robos…
—Te lo pregunté yo —respondió Marty—. Además, tienes derecho a desconfiar. Soy un ex convicto. La verdad es que ni siquiera soy un ex convicto aún. Puedo volver si meto la pata… —Odiaba decirlo, como si el simple hecho de pronunciar las palabras hiciera que la posibilidad fuese más real—. Pero no voy a decepcionar al señor Toy. Ni a mí mismo. ¿Vale?
Ella asintió, visiblemente aliviada de que las cosas entre ellos no se hubieran estropeado, y volvió a sentarse para terminar el café.
—Tú no eres como Nick —dijo—, se nota.
—¿Era raro? —dijo Marty—. ¿Tenía un ojo de cristal o algo así?
—Bueno, él no era… —al parecer, se arrepintió de haber sacado ese tema de conversación antes de que esta empezase siquiera—. No importa —dijo, atajándolo.
—No. Continúa.
—Bueno, si sirve de algo, creo que tenía deudas.
Marty intentó no aparentar más que un ligerísimo interés, pero ella debió de ver algo en sus ojos, quizá un destello de pánico, porque frunció el ceño.
—¿Qué clase de deudas? —preguntó a la ligera.
Las tostadas reclamaron la atención de Pearl, que fue a recogerlas y las llevó a la mesa.
—Perdón por los dedos —dijo.
—Gracias.
—No sé cuánto debía.
—No, no digo cuánto, quiero decir… ¿de dónde salían?
Marty se preguntó si le parecería una pregunta frívola, o si sabría por el modo en que aferraba el tenedor, o por su repentina pérdida de apetito, que era una pregunta significativa. Comoquiera que le pareciese, tenía que hacerla. Ella pensó un momento antes de contestar. Cuando lo hizo, bajó ligeramente la voz, en señal de complicidad; lo que dijera a continuación tendría que ser un secreto entre los dos.
—Bajaba aquí a todas horas para llamar por teléfono. Decía que llamaba a gente del negocio, por lo visto era un especialista de cine, o lo había sido, pero pronto me di cuenta de que estaba apostando. Supongo que de ahí salían las deudas. Del juego.
De algún modo Marty había sabido la respuesta. Planteaba otra pregunta, desde luego: ¿era solo una coincidencia que Whitehead hubiese contratado a dos guardaespaldas, ambos jugadores en algún momento de sus vidas? ¿Ambos, al parecer, ladrones por afición? Toy nunca había demostrado mucho interés en ese aspecto de la vida de Marty, pero por otro lado, quizá todos los hechos destacados estaban en el expediente que Somervale siempre llevaba consigo: los informes de los psicólogos, las transcripciones del juicio, todo cuanto a Toy le haría falta saber sobre el vicio que le había empujado al robo. No quiso darle importancia a la inquietud que le producía todo eso. ¿Qué demonios importaba? Era agua pasada; ya estaba curado.
—¿Has terminado con el plato?
—Sí, gracias.
—¿Más café?
—Yo lo cojo.
Pearl recogió el plato de Marty, puso la comida sobrante en otro plato, («para los pájaros», dijo), y empezó a llenar el lavavajillas con platos, cubertería y sartenes por igual. Marty volvió a llenarse la taza y la miró mientras trabajaba. Era una mujer atractiva; la madurez le sentaba bien.
—¿Cuántos empleados tiene Whitehead en total?
—El señor Whitehead —dijo ella, corrigiéndole con suavidad—. ¿Empleados? Bueno, estoy yo. Voy y vengo, como te he dicho. Y está el señor Toy, por supuesto.
—Él tampoco vive aquí, ¿no?
—Pasa la noche aquí cuando celebran conferencias.
—¿Eso pasa con frecuencia?
—Oh, sí. Se celebran muchas reuniones en la casa. La gente entra y sale todo el tiempo. Por eso al señor Whitehead le preocupa tanto la seguridad.
—¿Va a Londres alguna vez?
—Ahora ya no —dijo ella—. Antes viajaba mucho: a Nueva York, Hamburgo, y sitios así; pero ahora ya no. Ahora pasa aquí todo el año y hace que el resto del mundo venga a verlo a él. ¿Dónde estaba?
—El personal.
—Oh, sí. Antes este sitio estaba lleno de gente. Había guardias de seguridad, criados, doncellas. Pero luego el señor Whitehead se volvió muy suspicaz. Pensó que alguno podía envenenarlo o asesinarlo en la bañera. Así que los despidió a todos: así de fácil. Dijo que estaba más contento con solo unos pocos; aquellos en los que confiaba. Así no estaba rodeado de gente que no conocía.
—A mí no me conoce.
—Todavía no. Pero es muy listo: más que nadie que yo haya conocido.
Sonó el teléfono. Ella lo cogió. Marty adivinó que al otro lado estaba Whitehead, porque Pearl reaccionó como si la hubieran pillado con las manos en la masa.
—Oh… sí. Es culpa mía. Estaba hablando conmigo. Ahora mismo. —Colgó enseguida—. El señor Whitehead te está esperando. Será mejor que te des prisa. Está con los perros.
Las perreras estaban detrás de un conjunto de cabañas, que quizá habían sido establos en el pasado, a unos doscientos metros por detrás de la casa principal. Eran un amasijo de cobertizos y cercados de alambre esparcidos, construidos para desempeñar su función, sin preocuparse por la estética arquitectónica; eran feísimas.
Hacía frío al aire libre, y mientras cruzaba la hierba crujiente en dirección a las perreras, Marty se arrepintió enseguida de no haberse puesto una chaqueta. Pero había advertido cierta urgencia en la voz de Pearl cuando le instó a marcharse, y no quería que Whitehead (no, tenía que aprender a pensar en él como el señor Whitehead) siguiera esperándolo. Pero resultó que el gran hombre no parecía disgustado por su retraso.
—He pensado que podíamos echarle un vistazo a los perros esta mañana. Y luego quizá demos una vuelta por los terrenos, ¿sí?
—Sí, señor.
Llevaba un pesado abrigo negro, el grueso cuello de piel le envolvía la cabeza.
—¿Le gustan los perros?
—¿Sinceramente, señor?
—Por supuesto.
—No mucho.
—¿Le mordieron a su madre, o a usted? —Había un amago de sonrisa en los ojos inyectados en sangre.
—A ninguno de los dos, que yo recuerde, señor.
Whitehead gruñó.
—Pues está a punto de conocer a la tribu, Strauss, le guste o no. Es importante que lo reconozcan. Están entrenados para hacer pedazos a los intrusos. No queremos que se equivoquen.
Una figura emergió de uno de los cobertizos más grandes, llevando una correa metálica. Marty tuvo que mirar dos veces al recién llegado para comprobar si se trataba de un hombre o de una mujer. El pelo corto, el anorak raído y las botas eran masculinos; pero algo en el molde de la cara traicionaba la ilusión.
—Esta es Lillian. Se ocupa de los perros.
La mujer asintió a modo de saludo sin mirarlo siquiera.
Cuando apareció ella, algunos perros (alsacianos grandes y peludos) salieron de las perreras al camino de cemento, y se pusieron a olisquearla a través del alambre, aullando en señal de bienvenida. Ella intentó en vano acallarlos; los aullidos subieron de tono hasta convertirse en ladridos, y un par de perros se alzaron sobre sus cuartos traseros contra la valla, hasta la altura de un hombre, moviendo el rabo frenéticamente. El estrépito aumentó.
—Callaos —les espetó, y casi todos guardaron silencio escarmentados. Pero un macho más grande que los otros siguió de pie contra el alambre, reclamando su atención, hasta que Lillian se quitó el guante de cuero y metió los dedos por la valla para rascar su peluda garganta.
—Martin sustituye a Nick —dijo Whitehead—. Va a estar siempre aquí a partir de ahora. He pensado que debía conocer a los perros, y que los perros lo conociesen a él.
—Tiene sentido —respondió Lillian sin entusiasmo.
—¿Cuántos hay? —preguntó Marty.
—¿Adultos? Nueve. Cinco machos, cuatro hembras. Este es Saúl —dijo, refiriéndose al perro que estaba acariciando—. Es el mayor, y el más grande. El macho de la esquina es Job. Es uno de los hijos de Saúl. Ahora no se encuentra bien.
Job se había tendido en la esquina del cercado y se lamía los testículos con cierto entusiasmo. Al parecer sabía que se había convertido en el centro de atención, porque levantó la vista de su aseo por un momento. En la mirada que les dirigió estaba todo lo que Marty odiaba de su especie: la amenaza, la astucia, el resentimiento apenas disimulado hacia sus amos.
—Las perras están ahí…
Había dos perras trotando a lo largo del cercado.
—La más clara es Dido, y la más oscura es Zoe.
Resultaba extraño escuchar los nombres de esas bestias; parecían del todo inapropiados. Y a ellas sin duda les disgustaban; probablemente se burlaban de la mujer a sus espaldas.
—Ven aquí —dijo Lillian llamando a Marty como si este fuera un miembro de su carnada. Como ellos, él acudió.
—Saúl —le dijo al animal tras el alambre—, este es un amigo. Acércate —le dijo a Marty—, no puede olerte desde ahí.
El perro se había puesto a cuatro patas. Marty se acercó al alambre con precaución.
—No tengas miedo. Acércate a él. Deja que te huela bien.
—No les gusta el miedo —dijo Whitehead—. ¿Verdad, Lillian?
—Verdad. Si lo huelen, saben que estás en su poder. Entonces no tienen piedad. Tienes que enfrentarte a ellos.
Marty se acercó al perro, que lo miraba con descaro; le devolvió la mirada.
—No intentes sostenerle la mirada —le aconsejó Lillian—. Los pone agresivos. Déjale captar tu olor, para que te conozca.
Saúl le olisqueó las piernas y la entrepierna a través de la valla. Marty se sintió muy incómodo. Luego el perro se alejó, aparentemente satisfecho.
—Con eso basta —dijo Lillian—. La próxima vez sin alambre. Y dentro de poco podrás sacarlo a pasear. —Marty sabía que a ella le divertía su nerviosismo. Pero no dijo nada; se limitó a seguirla al cobertizo más grande.
»Ahora tienes que conocer a Bella —dijo.
En las perreras el olor a desinfectante, orina rancia y perros era abrumador. La llegada de Lillian fue recibida con otra ronda prolongada de ladridos y sacudidas del alambre. Había un pasillo en el centro del cobertizo, con jaulas a derecha e izquierda. En dos de ellas había un solo animal; las dos eran perras, pero una era mucho más pequeña que la otra. Lillian le contó brevemente los detalles a medida que pasaban las jaulas: los nombres de los perros y el lugar que ocupaban en el incestuoso árbol genealógico. Marty prestaba atención a cuanto ella le decía, pero lo olvidaba de inmediato. Pensaba en otras cosas. La cercanía de los perros no era lo único que lo enervaba, también la angustiosa familiaridad del interior. El pasillo; las celdas con suelo de cemento, mantas, bombillas desnudas: se sentía como en casa. Y empezó a ver a los perros de otra forma; vio otro significado en la mirada ceñuda de Job, mientras levantaba la vista de sus abluciones; entendió, mejor de lo que nunca podrían Lillian o Whitehead, cómo esos prisioneros debían de mirarlo a él y a los de su especie.
Se detuvo a mirar al interior de una de las jaulas; no porque tuviera un interés particular, sino para distraerse de la ansiedad que sentía en esa claustrofóbica caseta.
—¿Cómo se llama este? —preguntó.
El perro de la jaula estaba en la puerta; otro macho de gran tamaño, aunque no tanto como Saúl.
—Ese es Larousse —respondió Lillian.
El perro parecía más amistoso que los otros, y Marty dominó sus nervios y se agazapó en el estrecho pasillo, tendiendo una mano indecisa hacia la jaula.
—No te hará daño —dijo ella.
Marty metió los dedos por la valla. Larousse los olisqueó con curiosidad; tenía el hocico húmedo y frío.
—Buen perro —dijo Marty—, Larousse.
El perro empezó a mover el rabo, feliz de que ese desconocido sudoroso lo llamase por su nombre.
—Buen perro.
Allí abajo, más cerca de las mantas y de la paja, el olor a excrementos y pelo era todavía más intenso, pero el perro estaba encantado de que Marty se hubiese puesto a su nivel, y trataba de lamerle los dedos a través del alambre. Marty sintió que sus miedos se disipaban debido al entusiasmo del perro, que lejos de desearle daño alguno, manifestaba alegría en estado puro.
Solo entonces se dio cuenta de que Whitehead lo observaba con atención. El viejo estaba a su izquierda a poca distancia, y su tamaño bloqueaba por completo el estrecho pasaje que había entre las jaulas. Marty se levantó apurado, dejando al perro aullando y moviendo el rabo, y siguió a Lillian por la fila de jaulas. La cuidadora cantaba las alabanzas de otro miembro de la tribu. Marty sintonizó su conversación:
—Y esta es Bella —anunció. Su voz se había suavizado; tenía una cualidad soñadora que Marty no había advertido antes. Cuando llegó a la jaula que señalaba, comprendió por qué.
Bella estaba tendida al fondo de la jaula, a la sombra que proyectaba la valla, dispuesta como una madona de morro negro sobre un lecho de mantas y paja, con un cachorro ciego mamando de cada teta. Cuando la vio, las reservas de Marty acerca de los perros se evaporaron.
—Seis cachorros —anunció Lillian con orgullo, como si fueran sus propios hijos—, todos sanos y fuertes.
Más que sanos y fuertes, eran hermosos; henchidos de satisfacción, acurrucados unos contra otros en el espléndido regazo de su madre. Parecía inconcebible que criaturas tan vulnerables pudieran crecer y convertirse en señores de color gris hierro como Saúl, o en rebeldes suspicaces como Job.
Bella, percatándose de la presencia de un recién llegado entre su congregación, levantó las orejas. Su cabeza estaba magníficamente proporcionada; su piel tenía tonos de marta y oro, mezclados con un efecto glamuroso; sus ojos eran marrones, despiertos, pero suaves en la media luz. Estaba tan acabada… era tan completamente ella misma… La única reacción que cabía ante su presencia, y que Marty le concedió de buena gana, era la admiración.
Lillian miró a través del alambre, presentándole a esa madre de madres.
—Este es el señor Strauss, Bella —dijo—. Lo verás de vez en cuando; es un amigo.
Lillian se dirigió a la perra sin condescendencia infantil, como si fuera un igual, y a pesar de las dudas que Marty había tenido acerca de la mujer, descubrió que le caía simpática. El amor era difícil de encontrar, lo sabía por experiencia. Era justo respetarlo en cualquier forma que adoptase. Lillian amaba a esa perra, su elegancia y su dignidad. Era un amor que, si bien él no entendía del todo, podía aprobar.
Bella olisqueó el aire, y pareció satisfecha de haberle tomado la medida a Marty. Lillian se volvió hacia Strauss de mala gana.
—A lo mejor hasta se encariña contigo con el tiempo. Es una gran seductora, ¿sabes? Una gran seductora.
Detrás de ellos, Whitehead gruñó ante aquella tontería sentimental.
—¿Echamos un vistazo a los terrenos? —sugirió con impaciencia—. Creo que ya hemos terminado aquí.
—Vuelve cuando te hayas instalado —dijo Lillian; su actitud había cambiado considerablemente desde que Marty manifestase aprecio por sus pupilos—, y te demostraré lo que saben hacer.
—Gracias. Lo haré.
—Quería que viera a los perros —dijo Whitehead cuando dejaron atrás los cercados y echaron a andar a buen paso por el césped hacia la valla exterior. Pero Marty sabía muy bien que esa era solo una parte de la razón de su visita. Whitehead había querido que la experiencia fuera un recordatorio saludable del lugar que Marty había dejado atrás, y donde habría de volver, si no era por gracia de Joseph Whitehead. Pues bien, había aprendido la lección. Sería capaz de atravesar círculos de fuego por el viejo antes que volver a los pasillos y las celdas de la prisión. Allí ni siquiera había una Bella, una madre secreta y sublime, encerrada en el corazón de Wandsworth. Solo había hombres perdidos como él.
El día se caldeaba: había salido el sol, un globo de limón pálido que derivaba por encima de los nidos de los grajos, y la escarcha se derretía en el césped. Por primera vez Marty empezó a hacerse una idea del tamaño de la finca, que se extendía por ambos lados: alcanzaba a ver el agua, un lago, o quizá un río, que brillaba detrás de un banco de árboles. Al oeste de la casa había filas de cipreses, que sugerían paseos, quizá fuentes; al otro lado había un jardín en la orilla, rodeado por un muro de piedra bajo. Tardaría semanas en asimilar la distribución del lugar.
Habían llegado a la valla doble que recorría el perímetro de la finca. Medía tres metros de altura y estaba rematada por barras de acero afiladas, curvadas hacia el exterior, hacia los posibles intrusos. Las barras, a su vez, estaban coronadas con espirales de alambre de espino. Todo el armazón zumbaba casi imperceptiblemente debido a la carga eléctrica. Whitehead lo contempló con evidente satisfacción.
—Impresionante, ¿verdad?
Marty asintió. La visión le trajo recuerdos otra vez.
—Me ofrece una medida de seguridad —dijo Whitehead.
Se volvió hacia la izquierda, y empezó a caminar a lo largo de la valla. Su conversación, si así podía llamarse, era una sarta de incongruencias, como si le impacientase la estructura elíptica de las charlas normales. Se limitaba a hacer observaciones, o series de comentarios, y esperaba que Marty les encontrase algún sentido.
—No es un sistema perfecto: verjas, perros, cámaras. ¿Ha visto las pantallas que hay en la cocina?
—Sí.
—Tengo las mismas arriba. Las cámaras proporcionan vigilancia total, de día y de noche —señaló con el pulgar uno de los focos montados junto a las cámaras. Había una cámara cada diez postes. Oscilaban lentamente hacia delante y hacia atrás, como las cabezas de pájaros mecánicos.
»Luther le enseñará cómo ponerlas en secuencia. Cuesta una pequeña fortuna instalarlas, y no estoy seguro de que sean más que un adorno. La gente no es tonta.
—¿Le han robado alguna vez?
—Aquí no. En la casa de Londres pasaba todo el tiempo. Por supuesto, eso fue cuando yo era más visible. El magnate sin escrúpulos. Evangeline y yo salíamos en la prensa sensacionalista. La asquerosa prensa inglesa; nunca deja de horrorizarme.
—Pensaba que era usted dueño de un periódico.
—¿Me ha investigado?
—No exactamente; yo…
—No se crea las biografías, ni los ecos de sociedad, ni siquiera el Quién es quién. Mienten. Yo miento… —terminó la conjugación, divertido por su propio cinismo— él miente, ella miente. Periodistas sin escrúpulos. Buitres. Despreciables, todos ellos.
¿Eso era lo que mantenía a raya con esas verjas letales? ¿Buitres? ¿Había levantado una fortaleza para protegerse de las oleadas de escándalos y mierda? Si así era, sin duda era una solución rebuscada. Marty se preguntó si no sería más bien una muestra de su monstruoso egocentrismo. ¿Acaso al mundo le interesaba tanto la vida privada de Joseph Whitehead?
—¿En qué está pensando, señor Strauss?
—En las vallas —mintió Marty, dándole la razón a Whitehead.
—No, Strauss —le corrigió Whitehead—. Está pensando: ¿en qué me he metido, encerrado con un lunático?
Marty intuyó que seguir negándolo sería como admitir su culpabilidad, así que no dijo nada.
—¿No es eso lo que se rumorea sobre mí? El plutócrata decadente, que se pudre en soledad. ¿No dicen eso de mí?
—Algo así —respondió Marty al fin.
—Y aun así accedió a venir.
—Sí.
—Por supuesto que accedió. Pensó que por muy excéntrico que fuera, nada podía ser peor que pasar otra temporada entre rejas, ¿no es cierto? Y quería salir. A cualquier precio. Estaba desesperado.
—Claro que quería salir. Y ¿quién no?
—Me alegro de que lo admita. Porque su necesidad me concede un poder considerable sobre usted, ¿no cree? No se atreva a engañarme. Debe inclinarse ante mí igual que los perros se inclinan ante Lillian, no porque ella represente su próxima comida, sino porque es su mundo. Debe convertirme a mí en su mundo, señor Strauss; mi seguridad, mi cordura, mi menor comodidad, deben ser lo que más le importe en cada momento del día. Si es así, le prometo libertades que nunca soñó experimentar. La clase de libertades que solo los hombres muy ricos pueden conceder. Si no lo es, lo devolveré a la prisión con su historial irremediablemente manchado. ¿Está claro?
—Está claro.
Whitehead asintió.
—Pues vamos —dijo—. Camine conmigo.
Se volvió y siguió caminando. La valla rodeaba los bosques en ese punto, y en lugar de adentrarse en la maleza, Whitehead sugirió que cambiasen de ruta y se dirigiesen a la piscina.
—Todos los árboles me parecen iguales —comentó—. Puede volver y pasear a su entera satisfacción más tarde —sin embargo, recorrieron el límite del bosque lo bastante como para que Marty se hiciera una idea de su densidad. Los árboles no estaban plantados sistemáticamente, como en una reserva disciplinada de la Comisión Forestal. Estaban cerca unos de otros, con las ramas entrelazadas; una mezcla de variedades de árboles de hoja caduca y pinos que se disputaban el espacio para crecer. La luz bendecía la maleza solo de vez en cuando, allí donde un roble o un tilo se alzaban con las ramas desnudas en esa época temprana del año. Se prometió volver antes de que la primavera lo embelleciera.
Whitehead le exigió concentración.
—A partir de ahora espero que la mayor parte del día esté donde pueda oírme. No lo quiero conmigo todo el día… solo lo necesito cerca. De vez en cuando, y únicamente con mi permiso, se le permitirá salir solo. ¿Sabe conducir?
—Sí.
—Bueno, aquí hay coches de sobra, así que algo encontraremos. Esto se sale un poco de las pautas establecidas por el Consejo de Libertad Condicional. Su recomendación fue que estuviese aquí a prueba, bajo custodia, por así decir, durante seis meses. Pero francamente, no veo razón para que no visite a sus seres queridos, por lo menos cuando haya otras personas por aquí que se preocupen de mi bienestar.
—Gracias. Se lo agradezco.
—Me temo que no puedo concederle un permiso en este momento. Su presencia aquí es vital.
—¿Problemas?
—Mi vida está siempre amenazada, Strauss. Me envían cartas de odio todo el tiempo, o más bien las envían a mis oficinas. Lo difícil es distinguir al chiflado que pasa el rato escribiendo porquerías a las figuras públicas del auténtico asesino.
—¿Por qué querría nadie asesinarlo?
—Soy uno de los hombres más ricos de Europa. Tengo empresas que dan empleo a decenas de miles de personas; tengo extensiones de tierra tan grandes que no podría recorrerlas en los años que me quedan si empezase a caminar ahora mismo; tengo barcos, obras de arte, caballos. Es fácil convertirme en un icono y pensar que si desapareciese habría en el mundo paz y buena voluntad.
—Ya veo.
—Dulces sueños —dijo con amargura.
El paso de su marcha había empezado a aflojarse. La respiración del gran hombre era más acelerada que media hora antes. Al oírlo hablar era fácil olvidarse de su avanzada edad. Sus opiniones tenían el absolutismo de la juventud. No había lugar para el sosiego de la vejez; para la ambigüedad o la duda.
—Creo que es hora de volver —dijo.
El monólogo se había interrumpido al fin, y a Marty no le apetecía continuar. Tampoco tenía la energía necesaria. La dialéctica de Whitehead, con sus inesperados quiebros, lo había dejado agotado. Tendría que acostumbrarse a la pose del oyente atento: encontrar una cara que poner cuando empezasen esos discursos, a murmurar tópicos en los momentos apropiados. Tardaría un poco, pero le cogería el truco a Whitehead con el tiempo.
—Esta es mi fortaleza, señor Strauss —anunció el anciano mientras se acercaban a la casa. No parecía especialmente guarnecida: el ladrillo era demasiado cálido para resultar severo—. Su única función es protegerme.
—Igual que yo.
—Igual que usted, señor Strauss.
Detrás de la casa, uno de los perros empezó a ladrar. El solo se convirtió en un coro enseguida.
—Hora de comer —dijo Whitehead.
Marty tardó varias semanas en entender completamente la dinámica del hogar de Whitehead. Era una dictadura benigna, y los planes y los caprichos de Whitehead daban forma a cada día. Como el viejo le había dicho a Marty el primer día, la casa era un santuario para él; sus adoradores llegaban diariamente a consultarle. Marty reconocía algunas caras: magnates de la industria; dos o tres ministros del Gobierno (uno de los cuales había dejado su cargo en desgracia recientemente; ¿acaso venía, se preguntó Marty, para pedir perdón, o venganza?); autoridades, guardianes de la moral pública… A muchos Marty los conocía de vista, pero no de nombre, a la mayoría no los conocía en absoluto. No le presentaron a ninguno.
Un par de veces por semana le pedían que se quedara en la habitación donde se celebraban las reuniones, pero casi siempre le exigían tan solo que estuviera disponible a corta distancia. Dondequiera que estuviese, para la mayoría de los invitados era invisible: lo ignoraban, como mucho lo trataban como si fuera parte del mobiliario. Al principio le irritaba, pues parecía que era el único de la casa que no tenía nombre. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo empezó a alegrarse de su anonimato. Como nunca le pedían su opinión, podía distraerse sin peligro de que le hicieran participar en la conversación. También le gustaba mantenerse al margen de las preocupaciones de esos personajes tan poderosos, cuyas vidas parecían apuradas y artificiales. En muchas caras veía miradas que reconocía de sus años en Wandsworth: constante angustia por pequeñeces, por su lugar en la jerarquía. Tal vez las reglas fueran más civilizadas en este círculo que en Wandsworth; pero empezó a comprender que las disputas eran básicamente las mismas. Todo eran juegos de poder de una u otra clase. No quería tomar parte en ellos.
Además, tenía cosas más importantes en que pensar. Para empezar, estaba Charmaine. Quizá más por curiosidad que por pasión, había empezado a pensar mucho en ella. Se preguntaba qué aspecto tendría su cuerpo al cabo de siete años. ¿Todavía se afeitaba la fina línea de vello que iba del ombligo al pubis? ¿El olor de su sudor fresco era tan intenso como antes? También se preguntaba si aún le gustaría tanto el sexo. Charmaine había mostrado más apetito por el acto físico que cualquier otra mujer que hubiese conocido; era una de las razones por las que se había casado con ella. ¿Seguía siendo así? Y si lo era, ¿con quién saciaba su sed? Le daba vueltas en la cabeza a estas y otras preguntas, y se prometió que iría a verla en cuanto tuviese ocasión.
Su físico mejoraba cada semana. El estricto régimen de ejercicio que se había impuesto la primera noche empezó como un tormento, pero al cabo de unos días de músculos castigados y quejumbrosos el esfuerzo empezó a dar sus frutos. Se levantaba a las cinco y media cada mañana y corría durante una hora. Al cabo de una semana haciendo el mismo circuito cambió de ruta, lo que le permitió explorar la finca al tiempo que hacía ejercicio. Había mucho que ver. La primavera todavía no había llegado con toda su fuerza, pero ya estaba en los albores. Los crocos y los narcisos asomaban la cabeza. En los árboles se abrían gruesos brotes, y las hojas se desplegaban. Había tardado casi una semana en recorrer la finca por completo y descubrir la relación de sus partes; ya tenía una idea aproximada de su disposición. Conocía el lago, el palomar, la piscina, las canchas de tenis, las perreras, los bosques y los jardines. Una mañana en que el cielo estaba excepcionalmente despejado había recorrido toda la finca, siguiendo el trazado de la valla incluso cuando pasaba por detrás de los bosques. Creía que ya conocía la finca tan bien como cualquiera, incluyendo a su dueño.
Era un placer; no solo la exploración y la libertad para recorrer kilómetros sin que nadie mirase por encima de su hombro todo el tiempo, sino el reencuentro con una docena de espectáculos naturales. Le encantaba despertarse para ver salir el sol, y era casi como si fuese corriendo a encontrarse con él, como si el amanecer fuese solo para él, una promesa de luz y de calidez, y de vida por venir.
Enseguida se libró de los michelines; volvió a lucir abdominales: el estómago plano como una tabla del que siempre había estado tan orgulloso de joven, y que pensaba que había perdido para siempre. Músculos que había olvidado volvieron a entrar en juego. Al principio hicieron sentir su presencia dolorosamente, pero luego adquirieron una vida resplandeciente y saludable. Sudaba los años de frustración y se deshacía de ellos al ducharse, y se sentía más ligero por ello. Era consciente, una vez más, de su cuerpo como sistema, de sus partes correspondientes, y de que su salud dependía del equilibrio y el uso respetuoso.
Si Whitehead advirtió algún cambio en su actitud o en su físico, no hizo comentario alguno al respecto. Pero Toy, en una de sus visitas a la casa desde Londres, se percató enseguida del cambio que se había producido en él. Marty también advirtió algo distinto en Toy, pero para peor. No le pareció apropiado decirle lo cansado que parecía; Marty creía que su relación todavía no era tan estrecha. Solo esperaba que Toy no tuviera nada serio. El súbito deterioro de su ancho rostro indicaba que algo le devoraba las entrañas. La agilidad que Marty atribuía a los años que Toy había pasado en el cuadrilátero también había desaparecido.
El declive de Toy no era el único misterio que había allí. Para empezar, estaba la colección: las obras de los grandes maestros que cubrían los pasillos del santuario. Estaban abandonadas. Nadie les había pasado el polvo en meses, quizá en años, y además del barniz amarillento que ensombrecía su belleza, estaban cubiertas de una capa de mugre. Marty nunca había tenido mucho gusto para el arte, pero cuando tuvo tiempo de observar esos cuadros, descubrió que tenía buen apetito. Algunos no le gustaban mucho, como los retratos y las obras religiosas: no eran de personas que conociese, ni de acontecimientos que comprendiera. Pero en un pequeño pasillo de la planta baja que llevaba a la extensión que había sido el aposento de Evangeline, y ahora era la sauna y el solario, encontró dos cuadros que cautivaron su imaginación. Ambos eran paisajes, firmados por la misma mano anónima, y a juzgar por su discreto emplazamiento, no se trataba de grandes obras. Pero su curiosa amalgama de escenarios reales (árboles y caminos sinuosos bajo cielos azules y amarillos) con detalles totalmente fantásticos (un dragón con alas moteadas que devoraba a un hombre en dicho camino; un grupo de mujeres que levitaban sobre el bosque; una ciudad que ardía en la lejanía), ese matrimonio de lo real y lo irreal era tan convincente que Marty volvía una y otra vez a esos dos lienzos embrujados, y cada vez que iba encontraba más detalles fantásticos escondidos en los arbustos o en la calina.
Los cuadros no eran lo único que despertaba su curiosidad. El último piso de la casa principal, donde Whitehead tenía sus aposentos, le estaba absolutamente vedado, y más de una vez sintió la tentación de subir a escondidas cuando sabía que el viejo estaba ocupado, y curiosear en territorio prohibido. Sospechaba que Whitehead usaba ese piso como punto estratégico para espiar las idas y venidas de sus acólitos. Eso explicaba en parte el otro misterio: la sensación de que lo observaban mientras corría. Pero resistió la tentación de investigar. Quizá habría sido más lo que valía su trabajo.
Cuando no estaba de servicio pasaba mucho tiempo en la biblioteca. Allí, si sentía curiosidad por el mundo exterior, había números recientes de la revista Time, The Washington Post, The Times, y otros periódicos que llevaba Luther, como Le Monde, Frankfurter Algemeine Zeitung, o el New York Times. Los ojeaba en busca de noticias curiosas, y a veces se los llevaba a la sauna para leerlos. Cuando se cansaba de los periódicos, había miles de libros para elegir, y por suerte para él, no todos eran tomos voluminosos. Había muchos, en efecto, los clásicos reunidos de la literatura universal, pero junto a ellos, en las estanterías, había ediciones de bolsillo, manoseadas y deslucidas, de libros de ciencia ficción, de portadas chillonas, paradigmas del exceso. Marty empezó a leerlos, escogiendo primero los que tenían las portadas más sugerentes. También estaba el vídeo. Toy le había dado una docena de cintas con los grandes momentos de la historia del boxeo, que Marty veía sistemáticamente, repitiendo sus victorias favoritas a placer. Pasaba tardes enteras viendo los combates, admirando la economía y la elegancia de los grandes luchadores. Toy, siempre atento, también le había dado un par de cintas pornográficas, con una sonrisa cómplice, aconsejándole que no se las tragase todas de una vez. Las cintas eran copias de escenas sin argumento, protagonizadas por parejas y tríos anónimos que se quitaban la ropa en los primeros treinta segundos, e iban al grano en menos de un minuto. Nada sofisticado: pero eran útiles, y como Toy obviamente había adivinado, el aire fresco, el ejercicio y el optimismo estaban obrando maravillas en la libido de Marty. Llegaría un momento en que masturbarse delante de la pantalla no sería suficiente. Marty soñaba con Charmaine cada vez más: sueños explícitos, que transcurrían en el dormitorio del número veintiséis. La frustración le infundió coraje, y cuando volvió a ver a Toy le pidió que le permitiese ir a verla. Toy prometió preguntárselo al jefe, pero no había dado resultado. Hasta entonces, tendría que contentarse con las cintas, y los gemidos y gruñidos fingidos.
Poco a poco empezó a poner nombre a las caras que aparecían con más frecuencia en la casa; los hombres de confianza de Whitehead. Toy, por supuesto, se dejaba ver con frecuencia. También había un abogado llamado Ottaway, un hombre delgado y bien vestido, de unos cuarenta años, que le cayó antipático en cuanto le oyó hablar. Ottaway hablaba con ese aire de contorsionista legal, de puro engaño y encubrimiento, que Marty había experimentado en primera persona. Le trajo malos recuerdos.
Había otro, llamado Curtsinger, un individuo de aspecto sobrio, con un gusto espantoso en corbatas y aún peor en colonias, que a pesar de acompañar a menudo a Ottaway, parecía mucho más benévolo. Era uno de los pocos que reconocía la presencia de Marty, normalmente con una ligera inclinación de cabeza. En una ocasión, celebrando la conclusión de un trato, Curtsinger le había metido un puro en el bolsillo de la chaqueta; después de eso, Marty le habría perdonado cualquier cosa.
La otra cara que se hallaba con más frecuencia junto a Whitehead era la más enigmática de las tres: un ogro de tez morena llamado Dwoskin. Si Toy era Bruto, Dwoskin era Casio. Los trajes impecables, de color gris pálido; los pañuelos doblados con sumo cuidado; la precisión de cada gesto; todo indicaba que se trataba de un obseso, cuyos rituales de aseo estaban diseñados para contrarrestar la exuberancia de su físico. Pero había más: un trasfondo de peligro que Marty había aprendido a identificar en Wandsworth. De hecho, también lo había en los otros. Bajo la apariencia fría de Ottaway y la amabilidad de Curtsinger, había hombres que no eran trigo limpio, como solía decir Somervale.
Al principio Marty tachó la sensación de prejuicio de clase obrera; un don nadie desconfía de los ricos e influyentes por principios. Pero cuantas más reuniones presenciaba y más debates acalorados observaba, más seguro estaba de que en sus negocios había un trasfondo apenas disimulado de mentiras, incluso de criminalidad. No entendía muchas cosas que se decían (las sutilezas del mercado de valores eran un libro cerrado para él), pero el vocabulario civilizado no disfrazaba por completo el significado esencial. Estaban interesados en la mecánica del engaño: cómo manipular la ley y el mercado por igual. Se hablaba de evasiones de impuestos, de ventas entre subsidiarias para inflar los precios artificialmente, de placebos que se comercializaban como panaceas. En su postura no había una disculpa implícita; por el contrario, las maniobras ilícitas, la compra y venta de lealtades políticas, se aplaudían con decisión. Y Whitehead era el líder de esos manipuladores. Lo reverenciaban. Se disputaban sin piedad el puesto más cercano a sus pies. Podía silenciarlos con solo un gesto, y de hecho así lo hacía. Veneraban cada palabra suya como si saliera de los labios de un mesías. La farsa divertía mucho a Marty: pero aplicando la regla que la experiencia le había enseñado en prisión, sabía que para ganarse tal devoción Whitehead tenía que haber pecado mucho más que sus admiradores. En cuanto a astucia, no dudaba de las habilidades de Whitehead, pues ya había experimentado sus poderes de persuasión. Pero a medida que pasaba el tiempo, la otra pregunta le quemaba con más intensidad: ¿él también era un ladrón? Y si no lo era, ¿cuál era su crimen?
La calma, según había llegado a comprender, mirando al corredor desde su ventana, lo era todo; si no todo, la mejor parte de aquello en que se deleitaba, mirándolo. No sabía su nombre, aunque podría haber preguntado. Prefería que fuese anónimo, un ángel vestido con un chándal gris, cuya respiración era como niebla que fluía de sus labios al correr. Había oído a Pearl referirse al nuevo guardaespaldas, y supuso que sería él. ¿Realmente importaba cómo se llamase? Los detalles solo podían debilitar su mitificación.
Era una mala época para ella, por muchas razones, y en esas mañanas tristes que pasaba sentada junto a la ventana sin haber dormido casi la noche anterior, se aferraba a la visión del ángel que corría por el césped, o aparecía y desaparecía entre los cipreses; era una señal, un portento de tiempos mejores por venir. Había llegado a contar con la regularidad de su aparición, y cuando dormía bien y no lo veía por la mañana, sentía una innegable sensación de pérdida el resto del día, y se proponía con especial decisión encontrarse con él a la mañana siguiente.
Pero no tenía fuerzas para abandonar la isla del sol, para cruzar los peligrosos arrecifes y llegar hasta él. Hasta indicarle su existencia en la casa era arriesgar demasiado. Se preguntaba si sería un buen detective. Si lo era, quizá habría descubierto su presencia en la casa de algún modo ingenioso: habría visto las colillas de sus cigarrillos en el fregadero de la cocina, u olido su aroma en una habitación que hubiese abandonado escasos minutos antes. O quizá los ángeles, al ser divinidades, no necesitaban tales métodos. Quizá simplemente supiera, sin necesidad de pistas, que estaba allí, detrás del cielo, en una ventana, o pegada a una puerta cerrada cuando él pasaba silbando por el pasillo.
Pero no serviría de nada llegar hasta él, suponiendo que hubiese tenido el valor de hacerlo. No tendría nada que decirle. Y cuando él suspirase de irritación y le volviera la espalda, como sin duda ocurriría, se encontraría perdida en tierra de nadie, apartada del único sitio en que se sentía segura, de esa isla del sol que llegaba hasta ella desde una nube de blanco puro, que la sangre de las amapolas le concedía.
—No has comido nada hoy —la reprendió Pearl. Era una queja familiar—. Te vas a consumir.
—Déjame en paz, ¿quieres?
—Ya sabes que tendré que decírselo.
—No, Pearl. —Carys le dedicó a Pearl una mirada suplicante—, no le digas nada. Por favor. Ya sabes cómo se pone. Te odiaré si le dices algo.
Pearl se quedó en la puerta, con la bandeja en la mano y una mirada de reproche en el rostro. No estaba dispuesta a derrumbarse por la súplica ni el chantaje.
—¿Estás intentando matarte de hambre otra vez? —Le preguntó, despiadada.
—No. Es que no tengo mucho apetito, eso es todo.
Pearl se encogió de hombros.
—No te entiendo —dijo—. La mitad del tiempo tienes aspecto de suicida. Hoy…
Carys sonrió, radiante.
—Es tu vida —dijo la mujer.
—Antes de que te vayas, Pearl…
—¿Qué?
—Háblame del corredor.
Pearl parecía perpleja: no era propio de la muchacha demostrar interés alguno en los tejemanejes de la casa. Siempre estaba encerrada arriba, soñando. Pero ese día insistía:
—El que sale a correr todas las mañanas. El del chándal. ¿Quién es?
¿Qué había de malo en decírselo? La curiosidad era un síntoma de buena salud, y ella tenía muy poco de ambas cosas.
—Se llama Marty.
Marty. Carys le probó el nombre en su imaginación, y decidió que le sentaba bien. El ángel se llamaba Marty.
—¿Marty qué?
—No me acuerdo.
Carys se levantó. La sonrisa había desaparecido. Tenía esa mirada dura que ponía cuando deseaba algo de verdad; con las comisuras de los labios apuntando hacia abajo. Era una mirada que también tenía el señor Whitehead, y que intimidaba a Pearl. Carys lo sabía.
—Ya sabes qué memoria tengo —dijo Pearl, a modo de disculpa—. No me acuerdo de su apellido.
—Pues, ¿quién es?
—El guardaespaldas de tu padre; sustituye a Nick —respondió Pearl—. Por lo visto es un ex recluso. Atraco con violencia.
—¿De verdad?
—Y no es nada sociable.
—Marty.
—Strauss —dijo Pearl, con una nota de triunfo—. Martin Strauss; eso es.
Ya tenía nombre, pensó Carys. Había un poder primitivo en darle nombre a alguien. Te otorgaba autoridad sobre él. Martin Strauss.
—Gracias —dijo realmente complacida.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Solo me preguntaba quién sería. La gente va y viene.
—Pues creo que este se queda —dijo Pearl, y salió de la habitación. Mientras cerraba la puerta, Carys dijo:
—¿Tiene segundo nombre?
Pero Pearl no la oyó.
Era extraño pensar que el corredor había sido un recluso; que todavía era un recluso, de algún modo, recorriendo los terrenos una y otra vez, inhalando aire puro, exhalando vapor, frunciendo el ceño al correr. Quizá entendería, mejor que el viejo, Toy o Pearl, lo que se sentía en la isla de sol, sin saber cómo salir. O peor aún, sabiéndolo y no atreviéndose nunca a hacerlo, por miedo de no poder regresar nunca a lugar seguro.
Ya conocía su nombre y sus delitos, pero la información no estropeó el romanticismo de su carrera matutina. El aún perseguía la gloria; pero ella veía el peso de su cuerpo, cuando antes solo había visto la rapidez de sus pasos.
Al cabo de una eternidad de dudas, decidió que observarlo no sería suficiente.
A medida que Marty se ponía en forma, se exigía más en su carrera matutina. El circuito que trazaba crecía, aunque para entonces recorría las distancias más largas en el mismo tiempo en que antes recorría las cortas. A veces, para darle aliciente al ejercicio, se adentraba en los bosques, haciendo caso omiso de la maleza y de las ramas bajas, y sus zancadas uniformes se convertían en saltos y en sprints a medida. Al otro lado del bosque había una presa, y allí se detenía unos minutos cuando le apetecía. Había garzas: por lo menos tres. Pronto llegaría el momento de anidar, y seguramente se emparejarían. Se preguntó qué le ocurriría entonces al tercer pájaro. ¿Saldría volando en busca de su propia pareja, o se quedaría, abrigando pensamientos adúlteros? Lo sabría en las semanas por venir.
A veces, fascinado por el modo en que Whitehead lo observaba desde lo alto de la casa, aflojaba el paso al pasar, esperando vislumbrar su rostro. Pero el observador ponía mucho cuidado en que no lo descubriesen.
Y entonces, una mañana, ella lo esperaba en el palomar al doblar la amplia curva para volver a la casa, y supo al instante que se había equivocado y que no era el viejo quien lo había estado espiando. Ella era la cautelosa observadora de la ventana de arriba. Solo eran las siete menos cuarto de la mañana, y aún hacía frío. Lo había estado esperando algún tiempo, a juzgar por el rubor de sus mejillas y de su nariz. El frío hacía que le brillasen los ojos.
Marty se detuvo, exhalando vapor como una locomotora.
—Hola, Marty —dijo ella.
—Hola.
—No me conoces.
—No.
Ella se envolvió con más fuerza en su abrigo. Era delgada, y aparentaba veinte años como mucho. Tenía los ojos castaños, tan oscuros que parecían negros a tres pasos de distancia, clavados en él como garras. La cara era ancha, tenía un color saludable, y no llevaba maquillaje. Pensó que parecía hambrienta. Ella pensó que parecía famélico.
—Tú eres la de arriba —aventuró él.
—Sí. No te importa que te espíe, ¿verdad? —preguntó ella con franqueza.
—¿Por qué iba a importarme?
Ella apoyó una mano fina y desnuda en la piedra del palomar.
—Es precioso, ¿verdad? —dijo.
A Marty el edificio ni siquiera le había parecido interesante hasta entonces, no era más que una referencia que utilizaba para medir su carrera.
—Es uno de los palomares más grandes de Inglaterra —dijo—. ¿Lo sabías?
—No.
—¿Has entrado alguna vez?
Él meneó la cabeza.
—Es un sitio extraño —dijo ella, y le condujo en torno al edificio en forma de barril hasta la puerta. Le costó abrirla; la madera se había hinchado por la humedad. Marty tuvo que agacharse para seguirla al interior. Dentro hacía aún más frío que fuera, y tembló; el sudor de la frente y del pecho se estaba enfriando ahora que había dejado de correr. Pero era extraño, en efecto, como ella le había prometido: una sola habitación circular, con un agujero en el techo para que los pájaros entraran y salieran. Las paredes estaban llenas de agujeros cuadrados, seguramente nichos para que anidasen, dispuestos del suelo al techo en filas perfectas, como las ventanas de una casa de vecinos. Todos estaban vacíos. A juzgar por la ausencia de excrementos y de plumas en el suelo, el edificio no se había utilizado durante muchos años. El abandono le daba un aire de melancolía; su arquitectura única le hacía inútil para cualquier función, excepto aquella para la que se había construido. La chica había atravesado la tierra apisonada y estaba contando los nichos a partir de la puerta.
—Diecisiete, dieciocho…
Él observó su espalda. Su corte de pelo era desigual a la altura de la nuca. El abrigo que llevaba le quedaba grande: supuso que ni siquiera era suyo. ¿Quién era? ¿La hija de Pearl?
Ella había dejado de contar. Metió la mano en uno de los agujeros, y emitió un pequeño sonido de descubrimiento al encontrar algo. Marty cayó en la cuenta de que era un escondite. Ella estaba a punto de confiarle un secreto. Se volvió y le mostró su tesoro.
—Había olvidado lo que escondía aquí —dijo.
Era un fósil, o más bien un fragmento de fósil, una concha espiral que había yacido en el fondo de algún mar prehistórico, cuando el mundo era joven. La muchacha estaba acariciando las hendiduras, donde se acumulaban las motas de polvo. A Marty se le ocurrió, al observar la intensidad de su relación con aquel trozo de piedra, que no estaba bien de la cabeza. Pero la idea se desvaneció cuando ella levantó la vista y lo miró; los ojos eran demasiado claros, demasiado obstinados. Si estaba loca, su locura era premeditada, una veta de locura que a ella le divertía. La muchacha le sonrió como si supiera en qué estaba pensando: la astucia y el encanto se mezclaban a partes iguales en su rostro.
—Entonces, ¿no hay palomas? —dijo.
—No, ni las ha habido, desde que yo estoy aquí.
—¿Ni siquiera unas pocas?
—Si tienes pocas se mueren en invierno. Si tienes el palomar lleno se dan calor unas a otras. Pero cuando solo hay unas cuantas no generan bastante calor, y se congelan.
Él asintió. Parecía una lástima dejar el edificio vacío.
—Deberían volver a llenarlo.
—No sé —dijo ella—. A mí me gusta como está.
Volvió a poner el fósil en su escondite.
—Ahora ya conoces mi lugar secreto —dijo, y la astucia desapareció; todo era encanto. Marty estaba en trance.
—No sé cómo te llamas.
—Carys —dijo ella, y al cabo de un momento añadió—: Es galés.
—Ah.
No podía evitar mirarla. Ella parecía apurada de repente, y volvió rápidamente a la puerta, agachándose para salir al exterior. Había empezado a llover, una llovizna suave de mediados de marzo. Se puso la capucha del abrigo; él se puso la del chándal.
—¿Te apetece enseñarme el resto de los terrenos? —dijo, sin saber si era la pregunta adecuada, pero convencido de que no quería que acabase aquella conversación sin alguna posibilidad de que volvieran a encontrarse. Ella le respondió con un sonido evasivo. Las comisuras de sus labios apuntaban hacia abajo.
»¿Mañana? —dijo él.
Esta vez ella no le respondió en absoluto. Por el contrario, echó a andar en dirección a la casa. Marty la siguió, consciente de que la conversación se acabaría si no encontraba el modo de animarla.
—Es extraño estar en la casa sin nadie con quien hablar —dijo.
Eso al parecer le tocó una fibra sensible.
—Es la casa de papá —se limitó a responder—. Los demás solo vivimos aquí.
Papá. Así que era su hija. Entonces reconoció la boca del viejo, las comisuras caídas que en él parecían estoicas, y en ella, tan solo tristes.
—No se lo digas a nadie —dijo ella.
Marty supuso que se refería a su encuentro, pero no la presionó. Tenía preguntas más importantes que hacerle, si es que no salía corriendo antes. Quería indicarle su interés en ella. Pero no se le ocurría nada que decir. Le desconcertaba el cambio de ritmo tan brusco que se había producido en ella, de una conversación amable y elíptica a otra tan apresurada.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella se volvió a mirarlo, y bajo la capucha casi parecía que estuviese de luto.
—Tengo que darme prisa —dijo—. Me están buscando.
Apretó el paso, indicando con la inclinación de sus hombros que no deseaba que la siguiera. El se dio por vencido y aflojó el paso, dejando que volviese a la casa sin dedicarle una mirada ni un gesto.
En lugar de regresar a la cocina, donde tendría que soportar las bromas de Pearl mientras desayunaba, empezó a correr de nuevo por el campo, manteniéndose lejos del palomar, hasta que llegó a la valla exterior, y luego se castigó a dar otra vuelta completa. Cuando se adentró en los bosques empezó a recorrer el suelo con la mirada sin querer, buscando fósiles.
Dos días después, alrededor de las once y media de la noche, Whitehead lo llamó por teléfono.
—Estoy en el estudio —dijo—. Me gustaría hablar con usted.
El estudio estaba en sombras. Había media docena de lámparas, pero solo estaba encendido el flexo del escritorio, y no iluminaba la habitación, sino un montón de papeles. Whitehead estaba sentado en la silla de cuero junto a la ventana. En la mesa que tenía al lado había una botella de vodka y un vaso casi vacío. No se volvió cuando Marty llamó a la puerta y entró, sino que se dirigió a él desde su ventajosa posición frente al césped iluminado.
—Creo que ya es hora de que le dé un poco más de cuerda, Strauss —dijo—. Hasta ahora ha hecho un buen trabajo. Estoy satisfecho.
—Gracias, señor.
—Bill Toy se quedará mañana a pasar la noche, y Luther también, así que puede aprovechar para ir a Londres.
Habían pasado casi ocho semanas exactas desde que Marty llegase a la finca y por fin recibía una indicación tentativa de que su puesto era seguro.
—Le he dicho a Luther que le proporcione un vehículo. Hable con él cuando llegue. Y en el escritorio hay un poco de dinero para usted…
Marty echó un vistazo al escritorio; había un fajo de billetes, en efecto.
—Adelante, cójalo.
Marty sintió un cosquilleo en los dedos, pero controló su entusiasmo.
—Cubrirá la gasolina y una noche en la ciudad.
Marty no contó los billetes; tan solo los dobló y se los metió en el bolsillo.
—Gracias, señor.
—Ahí también hay una dirección.
—Sí, señor.
—Cójala. La tienda es de un hombre llamado Halifax. Me proporciona fresas fuera de temporada. ¿Me haría el favor de recoger el pedido?
—Claro.
—Es el único recado que quiero que me haga. El resto del tiempo puede hacer lo que le plazca, siempre y cuando este aquí el sábado a media mañana.
—Gracias.
Whitehead alargó la mano para coger el vaso de vodka, y Marty pensó que se volvería a mirarlo, pero no lo hizo. Al parecer, la entrevista había terminado.
—¿Eso es todo, señor?
—¿Todo? Sí, creo que sí. ¿Usted no?
Whitehead no se había acostado sobrio desde hacía meses. Había empezado a emplear el vodka como somnífero cuando comenzaron los terrores nocturnos; al principio solo habían sido un par de vasos, para embotar el miedo, pero luego había aumentado la dosis a medida que su cuerpo se volvía inmune al alcohol. No le gustaba emborracharse. Odiaba que la cabeza le diera vueltas cuando se acostaba, y que sus propios pensamientos le susurrasen al oído. Pero temía más al miedo.
En ese momento, mientras observaba el césped, un zorro se adentró en el círculo de luz que proyectaba uno de los focos, pálido en la brillante luminosidad, y miró fijamente la casa. El reposo le concedía perfección; sus ojos, que atrapaban luz, brillaban en su cabeza alzada. Esperó un momento. De pronto pareció percibir el peligro (quizás a los perros), se dio la vuelta y desapareció. Whitehead siguió mirando el punto donde había estado mucho después de que hubiese huido, esperando en vano que volviera y compartiera su soledad durante un rato. Pero el zorro tenía otros asuntos que atender esa noche.
Hubo un tiempo en que él también había sido un zorro: esbelto y astuto; un vagabundo de la noche. Pero las cosas habían cambiado. La providencia había sido generosa, y sus sueños se habían hecho realidad; y el zorro, siempre dado a cambiar de forma, se había vuelto gordo y perezoso. El mundo también había cambiado: se había convertido en una geografía de beneficios y pérdidas. Las distancias se habían reducido al alcance de su autoridad. Con el tiempo, había olvidado su vida anterior.
Pero últimamente la recordaba cada vez más, con detalles vividos, pero llenos de reproches, aunque los acontecimientos del día anterior estuvieran borrosos. Pero en lo más profundo de su corazón sabía que no era posible volver a aquel dichoso estado.
Y ahora, ¿qué?; era un viaje hacia un lugar sin esperanza, donde ninguna señal le indicaría derecha o izquierda, pues todas las direcciones eran iguales, donde no habría una colina, ni un árbol, ni una habitación que le indicase el camino. Qué sitio. Qué sitio más terrible.
Pero no estaría solo allí. Tendría un acompañante en aquella nada.
Y cuando llegase el momento, cuando viese aquella tierra y a su ocupante desearía, oh, Dios, cómo desearía haber seguido siendo un zorro.