Capítulo 29
De aquí a la eternidad

Por fin, después de horas y horas al volante, estaba en París. Condujo hasta Belleville y aparcó donde pudo. Sacó la maleta para no subir de nuevo la cuesta para buscarla; prefirió cargar con ella. Yolanda no dudó qué dirección tomar antes de ir al apartamento de Patrick.

El corazón la llevó a Pêre-Lachaise, y al llegar comprobó que allí la aguardaba una sorpresa.

—Sylvie, qué maravillosa eres —gimió sin poder contener la emoción.

Aquella fotografía serigrafiada en metal, solo su hermana podía haberla adherido en una esquina de la lápida. A Yolanda se le escapó una lágrima. Se llevó los dedos a los labios y depositó un beso sobre el nombre con dos apellidos de ese hombre que llegó a París lleno de sueños y no llegó a ver cumplido el que más anhelaba.

—Lo conseguiste, papá —musitó contemplando la fotografía.

Se secó la mejilla, respiró hondo y abandonó el columbario decidida a seguir su propio camino y abrirle los brazos al futuro que le esperaba en aquella ciudad. A su espalda, entre los cientos de lápidas alineadas y uniformes, destacaba una diminuta nota alegre. Porque entre todas, solo una lucía el retrato de dos mujeres cogidas del brazo que sonreían ante un tiovivo de colores a los pies del Sacré-Coeur.

Yolanda caminaba a paso firme, haciendo traquetear la maleta por los senderos flanqueados de tumbas solitarias que conducían hacia la salida. Era la imagen de la alegría en un escenario triste y gris. Estaba en un cementerio, una cara familiar se encargó de recordárselo en cuanto llegó a la puerta.

—Esa maleta, ¿no irá llena de comida para gatos? —inquirió el vigilante, fingiendo una actitud severa.

Yolanda sonrió al ver que el hombre estaba de broma.

—Vaya sorpresa. Así que se acuerda usted de mí.

—Yo no olvido una cara bonita. Y, si me lo permite, la veo mucho más bella que la última vez.

Eso sí que era un piropo, con la pinta que debía llevar después de un día con su respectiva noche por esas autopistas. Sin contar el atasco que tuvo que tragarse en las vías de circunvalación al llegar a París.

—¿Usted cree?

El hombrecillo la recorrió con la mirada desde los pies hasta los ojos y asintió.

—Las mujeres se ven más hermosas cuando son felices.

Yolanda rio dichosa de verdad y le tendió la mano para despedirse.

—Espero que mi chico me vea con los mismos ojos que usted.

—No lo dude, señorita. No existe un francés que no sepa apreciar la belleza en una mujer.

Y en lugar de corresponder con un apretón, se llevó la mano a los labios y se la besó. Yolanda alzó las cejas. Cuidadito con los franceses, incluso con los maduros vigilantes de cementerio. Estaba claro que llevaban la seducción en los genes.

Al salir al boulevard de Ménilmontant, se sentía tan feliz de estar de vuelta, que París le pareció maravilloso. Le encantaba el cielo plomizo que barruntaba un chaparrón, hasta los bocinazos del tráfico sonaban bien.

—¡Uy, por Dios!, disculpe —rogó una ancianita a su derecha—. Eso no se hace. ¡Susú, malo, malo!

Yolanda miró hacia abajo y se encogió de hombros.

—Déjelo, no tiene importancia.

No le salía del corazón enfadarse. A pesar de que un perrillo pequinés, con la pata en alto, acababa de hacer pis en su maleta.

Hasta que no tecleó el código del portal, no constató lo nerviosa que estaba. Tanto que subió directa, sin pasar al jardín a saludar a los Laka ni a Madame Lulú. Por suerte para ella, que no tenía ganas de tropezarse con nadie, la escalera se encontraba desierta. Solo en el segundo piso oyó ruidos y golpes, supuso que serían los obreros que reformaban el piso de Odile.

Después de tragarse los siete pisos cargada como una mulilla, arrimó el maletón a la pared y se sentó en el último escalón a esperar a Patrick.

Tres cuartos de hora tuvo para meditar y ensayar lo que le iba a decir. Supo que era él en cuanto lo oyó subir las escaleras al trote, conocía sus pasos. Patrick frenó en seco en el arranque del rellano al verla allí sentada. Yolanda se levantó, pero como él no mostró ni un gesto de alegría, ni una sonrisa, se aguantó las ganas de lanzarse a sus brazos. Observó que lucía unas ojeras muy pronunciadas.

—Se te ve agotado.

—Estoy cansado de echarte de menos.

Yolanda sintió por primera vez que quizá era demasiado tarde. Los nervios le jugaron una mala pasada y, como suele ocurrir cuando la lengua actúa más rápido que la cabeza, todo el miedo se le escapó por la boca.

—¿Sigues solo o estás con alguien?

Patrick hizo una mueca de disgusto y le lanzó una mirada atravesada.

—¿Ves a muchas mujeres haciendo cola a la puerta de mi casa?

Subió los escalones que restaban y Yolanda se apartó para dejarlo pasar.

—Solo a una y bastante estúpida —se excusó—. Perdona, no he debido preguntar eso.

—No, no has debido hacerlo —incidió a la vez que sacaba las llaves. Abrió la puerta pero no entró—. ¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo, Yolanda? Que por muy lejos que estés, a mí ni se me pasa por la cabeza que puedas estar con otro.

—Nadie podría reprocharte nada si lo hicieras. Eres libre.

Y deseó no haberlo dicho ya que, por la cara que puso Patrick, supo que acababa de estropearlo más.

—Aquella noche en el puente del Alma, cuando te dije «Tú eres mi libertad», o no lo entendiste o no me creíste.

Ella se sacó la cadena que llevaba al cuello y le mostró el colgante.

—Mira si te creí.

Patrick lo tomó entre los dedos y lo observó muy serio.

—Lo mandé hacer adrede —explicó Yolanda en voz baja.

—A ti te gustan los símbolos, yo prefiero los hechos.

—Patrick, no te hagas el duro conmigo. ¿No piensas hacerme un hueco en tu casa y en tu vida?

—Eso depende de ti.

—Patrick, por favor.

—Ya es la segunda vez que llamas a mi puerta.

—Dos veces; y muchas más lo haría, tantas como haga falta. —Casi suplicó con las mismas palabras que él utilizó con ella una vez muy especial—. Hasta que me digas que sí.

—¿Sí, qué? Dime qué quieres.

Yolanda le rodeó el cuello con los brazos. Y pensó en las palabras que retenía en la boca. A pesar de que Patrick no era dado a ello, convertir aquella frase de la Piaf en un símbolo había sido cosa de él.

—Quiero todo lo que está por venir, lo bueno y lo malo, mientras mi corazón esté cerca del tuyo —dijo, con unas palabras que ya les pertenecían a los dos—. Quiero extender la mano cada día y encontrar la tuya.

—¿Por qué la mía? —la incitó en voz baja.

—¡Porque no me conformo con otra! Te quiero a ti —confesó con el alma—. Para siempre.

Patrick le acarició los labios con el dedo, cuánto había rogado por escuchar eso. Yolanda había vuelto. Y lo había hecho por él. Su chica era la más valiente, la mejor de todas. Recibir su amor era un privilegio.

—Entonces, ya me tienes —murmuró.

La besó con ansia, con la adrenalina a flor de piel de sentirla de nuevo entre sus brazos. Y ella le dijo con besos que no, ya no había nada que temer.

—Quiero cuidar de ti, mimarte, quererte —dijo Patrick mirándola a los ojos—. Y espero que a ese cuaderno le queden muchas hojas en blanco porque quiero verte escribir en él esas cosas que tanto te gustan. Quiero leerlas contigo cuando seamos viejos. Voy a lograr que tu vida a mi lado sea la película más hermosa de todas.

Yolanda apoyó la frente en su pecho.

—Ahora podría morirme de felicidad y no me importaría.

Patrick la inclinó hacia atrás y al verle la cara, esbozó una sonrisa peligrosa.

—Ni de coña te mueres tú ahora.

Ella se echó a reír y él la sorprendió cogiéndola en brazos para cruzar el umbral de su nuevo hogar compartido como manda la tradición. Yolanda se sujetó rodeándole el cuello.

—Por cierto, tenemos coche. Un Audi pequeño, lo he aparcado en rue des Partants, pero habrá que hacerle sitio en la cochera.

Sí, él ya sabía de qué modelo se trataba. Aunque no llegó a verlo, le había hablado del coche durante su visita a Valencia. Pero imaginarla día y noche al volante le retorció el estómago.

—¿Has venido conduciendo?

—Día y medio llevo en la autopista. Pero paré varias veces a estirar las piernas y ayer dormí en un pueblecito, no me acuerdo ni del nombre.

Patrick apoyó la frente en la de ella.

—Pudiendo coger un avión… —la riñó asustado—. Estás loca.

—Por ti, ¿no se me nota?

—Me lo dicen tus ojos —murmuró. Y la besó con una emoción intensa.

Cuando separó su boca de la de ella, Yolanda lo animó señalando la puerta abierta con la cabeza.

—¿Qué me dices? Yo creo que ya es hora de hacer las cosas en serio. ¿Construimos un hogar de verdad en el nido del águila?

Patrick le acarició la nariz con la suya.

—Vamos a empezar por deshacer la cama.

—Creía que estabas agotado —dijo besándolo en el cuello.

Patrick sonrió.

—No tanto.