Después de dos semanas sin ganas de abrir el cajón, aquel lunes decidió meter en el bolso el DVD del documental de Patrick y llevárselo al trabajo. Prefería verlo en el aula de audiovisuales de la escuela. Cuando acabó las clases a las doce, se quedó en el centro en lugar de ir a casa a comer. A esas horas el aula estaba libre y nadie iba a molestarla, ya que todos el personal que quedaba en el centro o tenía tutoría en su propia aula, o estaban en el comedor o vigilando los patios.
Se sentó frente a la pantalla y pulsó el botón de reproducir. Con las primeras escenas ya tuvo que sacar el paquete de pañuelos. Un documental con tratamiento cinematográfico, recordó con las mismas palabras de Patrick. Y había acertado, porque las emociones que despertaba aquella sabia combinación de música e imágenes solo está al alcance de los grandes. Patrick era un cineasta con talento y sensibilidad.
Con los ojos húmedos y la sonrisa bailándole en el rostro, tras las la escena de una pandilla de chavales haciéndose fotos ante las fuentes de colores del Pompidú, reconoció al camarero que la atendió aquella noche durante su primera cena solitaria, que allí en la pantalla criticaba junto a otro compañero el mal gusto de plantarles allí delante aquella «petrolera». Y disfrutó de cuanto veía, porque el cortometraje era una maravilla. Un paseo por los sentidos que descubría al espectador la noche colorida y llena de ambiente, frente a la negra vestimenta de los judíos ortodoxos, porque así era el Marais. Yolanda escuchó el repicar de las campanas y el silencio de los muelles del Sena al amanecer; el vocear de los vendedores del mercado de Belleville, el murmullo elegante de Galerías Lafayette, los gritos alegres de los niños celebrando el fin de curso, el aria de Mimí en la Ópera y sus queridos músicos callejeros del jardín de las Tullerías. Y el olor de las calles mojadas y el aroma a kebab de Saint Michel, la tentación de las pilas de macarons en los escaparates, la exquisita verticalidad de un Cróque en Bouche, la humilde sopa de cebolla y la inolvidable cotidiana baguette.
París era una y era miles. Patrick la había destapado como un juego de muñecas rusas y, para dar su visión que descubría poco a poco las caras de la ciudad, se valió de las secuencias que ilustraban el sentido del tacto. El roce inevitable de un metro en hora punta, la caricia robada por la cámara a una pareja en la cola de un cine, la sensación bajo las manos del césped en un parque. Y al final del recorrido, Montmartre; y allí una plaza llena de turistas, y en ella un café. Y al fondo una mesa, y los dedos negros de tinta del hombre que la ocupa todos los días, donde pasa las horas muertas leyendo el periódico y contempla el bullicio a través de los cristales para no sentirse tan solo. Yolanda sintió la alegría en el corazón, porque esa idea había sido suya. En su cuaderno estaban las notas paso a paso de esa escena.
Y entonces sí, al final, ya no pudo contener las lágrimas porque en los créditos aparecía su nombre, Yolanda Martín Seoane, en calidad de coguionista. Como fondo de los títulos, había escogido unas imágenes rodadas con cámara doméstica de él con Didier. Patrick paseando con el niño sobre los hombros, lanzándole una pelota de rugby en un estadio desierto o saltando los dos como locos bajo los chorros de agua del parque André Citroen. Yolanda reía y lloraba al verlos juntos y felices. Emocionada, pensó que Patrick podía haber utilizado, como en toda la película, un tema musical compuesto a propósito. Pero no lo hizo, para acompañar esas escenas tan íntimas que compartía de ese modo con el mundo había pagado los derechos de reproducción de Mon manège. Una de las últimas imágenes correspondía a la dedicatoria: A la mujer que me regaló París y me lo dio todo. Justo cuando esa frase llenaba la pantalla, la voz de la Piaf cantaba «mientras mi corazón esté cerca del tuyo». Yolanda se secó las lágrimas con una risa de alegría porque tras esa coincidencia estaba la mano de Patrick. No era una casualidad.
En ese momento escuchó que se abría la puerta. Era un compañero, profesor de Informática, que entró a por una carpeta.
—«No sabía que estabas aquí» —dijo mediante la lengua de signos; y arrugó el entrecejo, preocupado, al ver sus ojos enrojecidos por el llanto—. «¿Qué te pasa?».
Yolanda miró al techo, sonrió y sacudió la cabeza.
—«Que estoy muy triste y a la vez soy muy feliz».
—«¿Eso es posible?».
Yolanda agitó la mano, sin saber cómo explicárselo.
—«Cosas de mujeres».
Su compañero alzó una ceja y la señaló con el dedo índice.
—«Que conste que lo has dicho tú, no yo».
—Tú logras que despierte cada mañana con ganas de comerme el mundo —murmura—. Si estás conmigo, cada minuto de mi vida cobra sentido.
Me acaricia despacio y yo veo en sus ojos un amor tan intenso que me traspasa.
—Haces que me sienta una diosa y no lo soy.
Patrick sonríe despacio.
—Sí lo eres. Mi diosa
…
Yolanda despertó empapada en sudor. Se incorporó de golpe, con una opresión en el pecho que le impedía respirar. Maldijo la soledad de aquella cama que convertía en pesadilla hasta el más bello de los recuerdos.
Apartó la sábana y se puso los pies en el suelo. Tuvo que sujetarse la cabeza con las manos, de tanto como le martilleaban las sienes. Optó por ir al cuarto de baño para refrescarse la cara. Una vez allí, se dio varios golpes de agua fría en pleno rostro. Se incorporó y contempló a través del espejo los regueros que le resbalaban por el cuello y, poco a poco, fueron surcando el escote hasta empapar el borde del camisón de algodón, en tanto buscaba en su interior el valor necesario para mirarse a sí misma a los ojos. ¡Dios, cómo le dolía la cabeza!
Una aspirina no era la solución, se dijo con la mirada fija en la imagen de sí misma que le devolvía el espejo. Se preguntó cuántos meses, cuántos años estaba dispuesta a despertar en soledad. No le sorprendió la respuesta de su conciencia. Se negaba a conciliar el sueño una sola noche más lejos del hombre que la valoraba y quería más que nadie en el mundo. Y ella lo amaba tanto… Se le puso la carne de gallina al reconocer que, antes de que Patrick irrumpiera en su vida, desconocía el alcance del amor.
Yolanda se retiró el pelo con ambas manos y cerró los ojos. Ya no le bastaba con dormir abrazada a la camisa que olvidó por descuido. Era tenaz y sabía que a fuerza de insistir podría lograr que Patrick se mudase a Valencia. Pero dudaba que pudiese llevar una vida plena viéndolo consumirse por abandonar la productora en la que vivía volcado y que tanto esfuerzo le había costado levantar. No se trataba de ceder, sino de aceptar qué era lo mejor para los dos. Y de ser sincera consigo misma. Recordó sus propias palabras en la torre Eiffel: «Cada cual elige su propio paraíso». París era el suyo.
Un rato después, condujo hasta el trabajo pensando en el whatsapp que le acababa de enviar Violette. Yolanda se alegró de lo ilusionada que estaba ante la perspectiva de su boda. Contaba también en el mensaje que, desde hacía una semana, ella y Marc eran los nuevos inquilinos de Patrick. Se habían mudado al apartamento de al lado mientras durasen las obras en el que en breve plazo sería su hogar.
Ese día entretuvo a los niños con tareas improvisadas y durante toda la jornada estuvo medio ausente, meditando sobre lo mucho que envidiaba la felicidad contagiosa de Violette. Media hora antes de acabar las clases, Yolanda solo tenía dos cosas en mente. Una de ellas, los quince días de preaviso que marcaba su contrato laboral; la otra, averiguar dónde podía conseguir un cartel con letras grandes de esos de SE ALQUILA.
—¿Cómo se te ocurre colgar ese letrero en el balcón? —se indignó su madre—. A saber qué habrá pensado la gente.
—Pensarán que el piso se alquila.
—No tiene gracia —le espetó, de muy mal humor—. Nosotras no hacemos las cosas así.
Yolanda observó su ir y venir nervioso del sofá al balcón. Calculó que debía haber realizado ese recorrido unas veinte veces en los últimos cinco minutos. No había tardado mucho en reponerse, pensó contemplando su andar airoso y decidido de siempre. Del esguince ya no quedaba ni el mínimo rastro.
—¿Nosotras? —cuestionó Yolanda con una calma exagerada, a sabiendas de que aún la ponía más nerviosa.
—Nosotras, sí —replicó su madre, con una mirada encendida.
—Tú, quieres decir.
—¡Tanto da! Es mi administrador quien se encarga de estas cosas —explicó, aunque no hacía ninguna falta—. Además, si tan al margen de los pisos se supone que quieres estar, no entiendo cómo se te ocurre hacer algo así sin consultarme.
Yolanda entrecruzó las manos sobre el regazo. Estaba harta de aquella emancipación ficticia que le brindaba su madre desde que cumplió los veinticinco. Porque vivir dos plantas por debajo del hogar materno, en un piso propiedad de doña Antonia y con todos los gastos costeados por esta, le había resultado hasta entonces muy cómodo, e incluso egoísta. Pero más que independencia, era una trampa.
—Sabes que es el único modo de que entiendas que me marcho, mamá. Y que nada me va a hacer cambiar de idea. Ni siquiera tú.
Su madre hizo un giro repentino muy en su estilo; impetuoso sin perder la elegancia.
—¿Tan importante es para ti lo que dejaste en París?
—Mamá…
Yolanda no quería entrar al trapo. Su madre era lo bastante inteligente para saber que cualquier referencia a Sylvie iba a acabar haciéndole daño. Aún así, era una mujer de ideas fijas y, tal como su hija suponía, no iba a dejarlo correr.
—¿Ahora que tienes una hermana tu madre ya no cuenta?
En lugar de contestarle, Yolanda se mordió la lengua. Tampoco estaba dispuesta a dar cancha a aquel absurdo arranque de celos.
—¿Es eso? —insistió ante su silencio.
—Aunque vivamos lejos la una de la otra, te seguiré queriendo igual. Puede que más.
Curtida en el desamor de su matrimonio que, erróneamente o como asumido autoengaño achacaba a la distancia, su madre no la creyó.
—¿De qué me sonará ese discurso? —ironizó.
Yolanda decidió atajar. Le dolió la alusión velada a hechos pasados y no estaba dispuesta a que la conversación acabase en una disputa cargada de reproches inútiles contra su difunto padre que ya no podía defenderse ni dar su versión.
—Mira, mamá, me voy a París, te guste o no. Tienes razón en una cosa, ahora que sé que existe, no pienso renunciar a conocer a Sylvie. Además, va a tener un bebé. ¡Un niño que será mi sobrino! —reconoció ilusionada—. ¿Sabes lo que es eso?
—No tengo la menor idea.
Su madre se detuvo ante la cristalera del balcón y, mirándola de soslayo, se cruzó de brazos más tiesa que si se hubiera tragado un palo.
—Es ese hombre la razón de tu partida, ¿verdad?
—Sí, es ese hombre —repitió con sorna—. Y se llama Patrick, más vale que te acostumbres.
Sin siquiera mirarla, su madre emitió una risa escueta y seca.
—¿Y se puede saber a qué se dedica?
—Dirige y produce películas.
—Un bohemio —rebufó—. Menudo partido te has buscado.
Yolanda se levantó del sofá. Tenía demasiadas cosas que hacer antes del viaje y no pensaba demorar su partida ni un día más allá de las dos semanas que restaban antes de finalizar su contrato laboral.
—Tú mejor que nadie sabes que el dinero no da la felicidad —le recordó, aún a riesgo de resultar cruel—. Y, por si es eso lo que te preocupa, te aseguro que se gana muy bien la vida.
—Seguro que sí —satirizó.
Su madre giró apenas la cabeza y retornó su escrutinio a través de los cristales. Yolanda contempló su elegante silueta a contraluz, como escapada de las páginas de un número antiguo del Vogue.
—No sabes cuánto siento que te lo tomes a la tremenda, mamá —dijo Yolanda, para poner el punto final—. Me marcho a vivir a París. Puedes asumirlo o no, pero piensa que si no lo haces, eres tú quien tiene más que perder de las dos.
Lamentó ser tan franca, pero la decisión estaba tomada. Y aunque era consciente de que nada ganaba andándose con sutilezas, en ese momento la mujer solitaria que le daba la espalda, emperrada en su visión amarga del amor y la vida, no le inspiraba ni rechazo ni antagonismo. Yolanda sintió, por primera vez, que su madre le daba lástima.