Capítulo 25
De ahora en adelante

—Pero… —se extrañó Jean cuando Patrick les explicó el motivo de su llegada intempestiva.

Solange le dio un ligero codazo para que no hiciera preguntas. Era obvio que su marido no entendía nada de nada. Por el contrario, a ella no le extrañó tanto verlo aparecer a aquellas horas de la noche con intención de quedarse a dormir, algo que no había hecho jamás. Desde el momento en que Patrick les comentó que Yolanda había regresado a España esa misma tarde, comprendió que a su hijastro se le caía la casa encima y el vacío se le hacía insoportable.

—Pues claro que no es molestia. Ahora mismo preparo la habitación de invitados —decidió—. Hace unos días empecé a cambiar la ropa de temporada y ahora mismo encima de la cama hay una montaña de prendas.

—¿A estas horas te vas a poner a organizar? —cuestionó Jean—. Puede dormir con Didier.

Solange miró dudosa a Patrick.

—¿Seguro que dormirás cómodo en una cama nido?

—Claro que sí.

—Pues vamos —lo invitó; era tarde y el pequeño se había acostado hacía rato—. Si aún está despierto, se va a poner muy contento cuando te vea. Este tipo de novedades para los niños son como una fiesta.

Subieron al piso superior y Didier se entusiasmó en cuanto lo vio a través de la puerta abierta.

—¡Hola!

Cuando su madre le dijo que Patrick se quedaba esa noche, dejó a un lado el ordenador infantil con el que estaba jugando y se puso a dar saltos. Solange lo regañó por no estar durmiendo todavía y por saltar en la cama.

—Bajo un rato a hablar con papá y subo enseguida, ¿vale campeón? —informó Patrick a la vez que ayudaba a Solange a sacar la cama de abajo.

Como solían invitar a algún amiguito, siempre estaba dispuesta con sábanas limpias.

—Sí, pero no tardes —pidió Didier.

Jean y Patrick compartieron conversación y un chupito de Armagnac. Los acompañó Solange, con una taza de infusión. Cuando regresó al dormitorio, Didier ya estaba dormido.

No fue la mejor noche de su vida en aquel colchón tan estrecho, pero al menos descansó de un tirón sin despertarse ni una sola vez. Cuando abrió los ojos, su pequeño hermano lo observaba desde la cama de arriba.

—¿Por qué duermes en calzoncillos?

—Primero se dice «buenos días».

—Buenos días. ¿Por qué no llevas pijama?

—No uso.

—¿Por qué?

Patrick se tapó la cara con el antebrazo. A esas horas de la mañana, no tenía ganas de caer en esa trampa sin fin del por qué por qué por qué. Era sábado y no había colegio. Su padre no trabajaba en fin de semana, pero había dicho que tenía una reunión en la cadena de televisión, y recordó que Solange también había comentado que iría al hipermercado a primera hora para hacer la compra semanal. Estaban solos en casa y al parecer todo el mundo había dado por hecho que él ejercería de canguro hasta que regresase cualquiera de los dos.

Didier bajó de la cama, se quitó el pijama y comenzó a vestirse con la ropa que su madre le había dejado en orden sobre una silla.

—¿Por qué no te gusta dormir en tu casa? —preguntó.

Patrick hizo lo mismo, cogió los vaqueros y se los puso.

—Porque está muy vacía.

—¿Se ha marchado Yolanda?

—Sí.

—¿Y no va a volver?

—Sí lo hará, cuando se lo permita su trabajo.

—Ah.

Si fuera un adulto, Patrick no habría mostrado tanta paciencia. Pero como no sabía cómo hacerlo callar sin sonar brusco, le dio la espalda mientras se metía el polo por la cabeza, para que Didier no le viera la cara y no notara cuánto le dolía hablar de Yolanda.

El crío se colocó las zapatillas, se sentó en la cama y levantó un pie, como un pequeño rey ante su lacayo, para que le atara los cordones. Patrick pensó que ya empezaba a tener edad para hacerlo él solo. O bien sus padres estaban muy ocupados o lo tenían muy arropado. No en ese momento, pero un día de estos él mismo le enseñaría. Cuando se los hubo anudado, se sentó al lado de Didier para ponerse los calcetines y calzarse.

—La echas mucho de menos, ¿verdad? —preguntó el niño—. Como a tu mamá.

Patrick guardó un segundo de silencio.

—De otra manera —respondió, dado que los niños no entendían las respuestas sin palabras.

—Mi mamá dice que a veces estás triste porque la tuya se fue al cielo y la echas de menos —añadió mirándolo muy fijo; Patrick le revolvió el pelo con cariño—. No tienes que estar triste porque nos tienes a nosotros. Me tienes a mí.

El peso que Patrick sentía en ese momento en el pecho casi le impedía respirar. Qué grande era ese tipo de amor limpio y sincero. Era increíble que un chiquillo de seis años lo dejara para el arrastre emocional.

—Lo sé —murmuró, ofreciéndole el puño.

Didier chocó el suyo con un puñetazo de colegas.

—Vamos a ver qué encontramos por la cocina para desayunar —decidió—. ¿Tú qué tomas por las mañanas? ¿Cereales?

—Sí, pero cuando es fiesta papá y mamá me llevan a la pastelería del señor Hulot que vende muffins y donuts y me dejan elegir lo que yo quiera.

—Hoy no es fiesta.

—Casi —dijo con cara de súplica.

—Yo no sé donde está esa pastelería.

—Está muy cerca —aseguró con energía—. Yo sí se ir y, si nos perdemos, podemos preguntar.

Patrick empezaba a sentir que el pequeño manipulador lo estaba metiendo en una encerrona. ¿Él era así con su edad? No, definitivamente, no era tan espabilado. Vio ir a Didier hasta la estantería de los cuentos y hurgar dentro de una hucha. Luego volvió a su lado mostrándole todo su capital en la palma de la mano.

—Invito yo, ¿vale? —agregó a fin de convencerlo.

Patrick se quedó mirando el solitario euro y los cuarenta céntimos que le hacían compañía. Qué bonita es la inocencia que desconoce el valor del dinero.

—Tú invitas. Pero si falta algo lo pongo yo —se ofreció, con cuidado de no herir su orgullito—. ¿Hay trato?

Era un hecho oficial. Violette y Marc se hallaban románticamente encadenados por una hipoteca. Como no hubo manera de convencerlo de compartir los gastos y Marc insistió en echarse ese peso a sus espaldas, ella decidió emplear sus ahorros y su sueldo íntegro de los meses venideros en la reforma del futuro hogar. El enorme apartamento de Odile era una maravilla, pero Violette no estaba dispuesta a ducharse toda su vida en una bañera herrumbrosa ni a dormir en invierno con los conductos de la calefacción sonando toda la noche como un saxofonista borracho. En una semana comenzarían las obras. Violette era quien decidía qué tabique echar abajo, los colores de las paredes o el nuevo tono de la tarima, para descanso de Marc que confiaba en su atinado criterio en cuestiones decorativas, y por eso la dejaba hacer y deshacer a su gusto.

Esa tarde celebraban la despedida, antes de que los albañiles lo invadiesen todo, como más les gustaba a los dos: retozando sin prisa entre las sábanas. Un rato después de hacer el amor por segunda vez, Violette yacía boca arriba, semiaplastada por Marc. Ella le acariciaba la cabeza, que descansaba sobre sus senos, mientras contemplaba el vaivén del visillo movido por la brisa que se colaba por el balcón.

—¿No me vas a decir que has puesto? —murmuró Marc con voz perezosa.

—No.

—Me muero de curiosidad —suplicó con la machaconería propia de un niño y no de un hombre de treinta y tres años.

Violette llevaba una semana redactando los votos que iba a pronunciar en su propia boda. Quería que fuese una sorpresa para Marc y no pensaba desvelarle lo que había escrito. Tendría que esperar a escucharlo de sus labios en la ceremonia.

—¿Ni una palabra?

—Que no.

—¿Por qué?

Ella le zarandeó suavemente la cabeza para que dejara de preguntar. Su chico sabía cómo conseguir cuanto se proponía a base de insistir e insistir hasta que vencía sus defensas por puro agotamiento.

—Solo un poquito, si me prometes que no harás más preguntas.

—Mmgghh…

Como promesa, aquel mugido no era gran cosa, pero Violette decidió darlo por válido.

—Pues nada que no puedas imaginar. He escrito sobre las cosas que de verdad importan: el amor, la lealtad, el compromiso de afrontar de la mano los momentos buenos y los malos, la fidelidad…

Al escuchar eso último, Marc se incorporó apoyándose en los antebrazos, para verle la cara en la penumbra de la última hora de la tarde. Ella le acarició y pellizcó con cariño las mejillas.

—La fidelidad es muy importante.

—Lo es —musitó ella, emocionada.

Cuánta esperanza veía en los ojos de Marc; no podía negar que estaba loco por ella. Violette nunca había imaginado que otro ser humano pudiese llegar a amarla tanto, solo de pensarlo le entraban ganas de llorar.

—Por qué tú no mirarás a otros…

Ella se echó a reír. Era broma y los dos lo sabían. Pero cuando Marc jugaba a fingirse celoso, se ponía de lo más tonto.

—A ninguno. ¿Cómo voy a mirar a otro teniendo este cuerpo todo entero para mí? —ronroneó arañándole el pecho con picardía.

—No quiero competidores.

—Imposible que los tengas, doctor sexy.

A Violette la halagaba muchísimo que un hombre tan guapo necesitase escuchar a todas horas que para ella no existía otro. Y no se trataba de inseguridad, era obvio que Marc sabía que su insistencia hacía feliz a Violette. Adularse noche y día como dos adolescentes los mantenía vivos.

Marc esbozó una lenta sonrisa muy canalla.

—Ahora mismo voy a librarme de mi único rival.

A ella no le dio tiempo a preguntar. Él estiró el brazo y abrió el cajón de la mesilla, y a la palpa revolvió entre tanto trasto. Violette trató de impedírselo. Bobo fisgón, ¿cómo se atrevía a cotillear entre sus cosas?

Cuando dio con su objetivo, Marc saltó de la cama y blandió el trofeo ante sus ojos.

—Hasta nunca, novio con pilas.

Parecía la estatua de la Libertad, pero en versión masculina, mulata y porno.

—Devuélveme ese vibrador ahora mismo.

Marc estudió el aparatejo morado. Lo encendió y el zum zum como el de un moscardón le arrancó una risotada. Acto seguido, comparó aquello que no dejaba de vibrar con lo que la naturaleza le había dado.

—Vaya birria, Violette. Este cacharrito no me hace justicia.

Ella trató de quitárselo pero Marc dio un salto hacia atrás y huyó por el pasillo. Exasperada, se enrolló la sábana a modo de túnica romana, agarró unos calzoncillos del suelo y salió en su busca.

—¡Marc, ven aquí! ¡Que los balcones están abiertos y pueden verte los vecinos!

—Despídete para siempre de Robocop —anunció a voz en grito.

Sin hacerle caso, se dedicó a corretear desnudo por toda la casa. Y Violette a perseguirlo con los calzoncillos en la mano.

Entre tanto, varios pisos más abajo, el matrimonio Laka charlaba con Madame Lulú en el jardín interior. Acababan de cerrar y, mientras la frutera daba una última barrida a la entrada de la trastienda, la médium les contaba su alegría porque su libro de autoayuda para mejorar la vida sexual de mujeres acababa de publicarse y ya se había convertido en un nuevo éxito de ventas.

—Pues no sabes cuánto me alegro, Lulú —comentó la mujer.

—Y yo —afirmó esta—. Es un orgullo saber que mis libros sirven para hacer felices a los demás.

La señora Laka rebufó. Felicidad sexual, sí, sí… Detuvo el barrer y miró de reojo a su esposo, sentado en el banquito junto a la puerta de la trastienda, la mar de entretenido con Depardieu. Ella dándole a la escoba y el muy huevón no tenía otra faena que tentar al gato con una lonchita de jamón de York; y el minino venga a dar saltos.

—Ahora que —continuó la señora Laka—, de haber sabido que tuviste problemas con el título, yo te habría sugerido unos cuantos.

Madame Lulú acababa de comentar lo preocupada que la tuvo ese asunto, pero era fiel a su promesa y no reveló gracias a qué conocida rubita halló la inspiración, aquella noche en el hospital.

—Por ejemplo: Cambio cincuentón por dos de veinticinco.

Miró a su marido de soslayo; habría jurado que reía por dentro. El frutero, que era listo y sabía que replicar cuando las féminas son mayoría era lo más parecido a un suicidio, mantuvo la boca cerrada.

—Porque ya me gustaría saber a mí dónde se va la pasión cuando pasan los años —añadió, soliviantada por el silencio del aludido.

—Ah, ¿que ya no…? —susurró Madame Lulú señalando al frutero con disimulo.

—Uy, sí, sí —se apresuró a rebatir en defensa de la virilidad de su hombre, que por cierto se hacía el sordo—. Todavía sí. Pero no como antes.

—Oh, descuide, que ya le regalaré yo un ejemplar dedicado de mi libro —se ofreció.

—Pues te lo agradezco, Lulú. A ver si así damos con la solución. Porque tal como aumentan las arrugas, menguan la lujuria, las ganas y los revolcones a cualquier hora.

—¿Y si pedimos ayuda? —sugirió Madame Lulú; hizo un remolino en el aire con el dedo, dando a entender que se refería a sus contactos ultraterrenales.

—¿Al cielo? —cuestionó la señora Laka con guasa, ya que consideraba el circo mediático de su vecina una grandísima patraña.

En ese mismo instante, los tres se llevaron un susto mortal por culpa de un objeto que alguien lanzó por el balcón y rebotó con un golpetazo sordo en los adoquines del patio. Depardieu sacó las uñas y erizó el lomo como si estuviera endemoniado. Todos observaron pasmados un artilugio de sex-shop que zigzagueaba por el suelo con un runrún mecánico.

—Ahí lo tienes —sentenció el señor Laka—. La respuesta a tus plegarias.

Riendo por debajo del bigote, contempló a su gato que, pasado el susto, jugaba entusiasmado con aquel consolador que parecía vivo.

La frutera observó a la médium, que contemplaba el dildo venido del cielo con los ojos tan abiertos como ella. De pronto, Madame Lulú la miró con ojillos alucinados y levantó el dedo índice.

—Han sido ellos —afirmó señalando hacia las nubes—. Nos lo envían desde el más allá.

—No me lo puedo creer —le decía Yolanda a Patrick, una semana después de su regreso a Valencia.

—Pues es verdad. Y lo mejor de todo es que lo disfruté. Lo niños son increíblemente receptivos.

Él le narró con todo detalle el coloquio al que le invitaron para hablar de su recién estrenado cortometraje Regálame París en la clase de Didier. La profesora estuvo de acuerdo en programar la actividad de aquella película sobre la ciudad de la que esos días tanto hablaba la prensa. Actividad propuesta con insistencia por el orgulloso hermano pequeño del director de la cinta, como Yolanda imaginaba. Ella se alegró de saber que Patrick había superado su reticencia a tratar con niños y que, incluso, le empezaba a coger el gusto.

Lo escuchaba al teléfono a la vez que disfrutaba del agradable ambiente de aquella terracita de estilo parisino, nueva para ella. Desde que descubrió el Antique Café, por pura casualidad en un callejón peatonal detrás del Ayuntamiento, no pasaba un día sin que se acercara paseando para tomar algo a media tarde; era una forma como otra de paliar la morriña.

Patrick, entre tanto, continuaba contándole su aventura escolar.

—Allí en medio de la clase me sentía un tipo importante. ¿A ti te pasa también con tus alumnos?

—Un poco —confesó echándose a reír.

Más se rio todavía cuando él le contó que, a la salida del colegio, le dijo a Didier que lo invitaba a una hamburguesa por lo bien que se habían portado durante la charla. El pequeño le preguntó si podía llevar con ellos a algún amiguito y, Patrick, en un alarde entusiasta, no se le ocurrió nada mejor que decirle que podía invitar a todos los que quisiera. Yolanda se doblaba de risa mientras le relataba su excursión hasta McDonald’s con diecisiete criaturillas y el mal rato que pasó hasta que le confirmaron que allí aceptaban el pago con tarjeta de crédito.

—Pero lo pasaste genial, seguro.

—Sí, fue divertido —reconoció—. Y hablando de niños, ¿ya estás preparada para la vuelta al cole?

Yolanda le explicó que lo más seguro es que le asignasen la tutoría de un curso de segundo y las ventajas que tenía trabajar con niños de siete años, porque a esa edad aún la veían como a una heroína y un poco más mayores ven a los maestros como enemigos cuyo único propósito consiste en hacer de su vida un infierno.

—Tengo ganas de verte —concluyó, cambiando de tema.

—Yo también —confesó él—. Muchas. Cualquier día cojo la moto y te doy una sorpresa —dejó caer, y rápidamente cambio de tema—. Y tu madre, ¿ya se encuentra mejor?

—Sí. Por suerte, solo fue un esguince.

Patrick le transmitió su alegría y Yolanda supo que era absolutamente sincero al decirlo, a pesar del fastidio que les había supuesto el hecho de que su madre le pusiera tanto drama a una torcedura de tobillo.

Después de pulsar el icono de fin de llamada en la pantalla, se quedó pensando en ello. Dio un sorbo a su café con hielo y apoyó las manos en el regazo. No fue más que un esguince de los más leves, porque el médico les había asegurado que en quince días le retirarían el vendaje compresivo. Y por ese motivo su querida madre la había alarmado hasta el punto de hacerla regresar a su lado ipso facto.

No era el regreso a casa la causa de su malestar. Más tarde o más temprano lo habría hecho dada la oferta laboral del colegio. A Yolanda la irritaba haber caído una vez más en la trampa acaparadora de cariño de su madre.

La enervaba reconocer ante sí misma cuánto necesitaba a Patrick. Desde que no lo tenía, las relaciones a distancia ya no la convencían. Los años habían pasado y la espera por volver a ver a Patrick no podía compararse con la ilusión de una niña que añora el regreso de su padre. La separación del hombre que más deseaba a su lado se le hacía muy dura, más de lo que supuso.

Cerró los ojos y alzó el rostro ante una repentina brisa fresca que cruzó el callejón y movió la lona de las sombrillas. Se estaba bien allí a esas horas. Muchos decían, y ella así lo pensaba, que aquella era la ciudad perfecta para vivir. Pero ni el azul luminoso del cielo ni el clima privilegiado podían compararse con el cielo plomizo, los chaparrones y las aceras mojadas, ahora que formaban parte de sus mejores recuerdos.

Tener a Patrick tan lejos la ponía melancólica. Yolanda miró a su alrededor, se negaba a creer que lo único tangible que le quedaba de París fuera una libreta llena de notas y aquel Antique Café, con su vitrina de tartas y sus sillas de forja con el respaldo en forma de corazón.