Capítulo 21
El chico de tu vida

Era domingo, el día libre de Violette. Como tenía por costumbre, había salido a dar un paseo y regresaba a casa de Odile para prepararse una ensalada como almuerzo. Los días que estaba sola, no se molestaba en cocinar.

Tecleó la clave y empujó la puerta. El patio interior estaba abierto y al instante vio a Marc sentado en el banquito de madera. Él dejó de rascar al gato de la frutería entre las orejas y se levantó para recibirla. Violette adivinó que la esperaba a ella y empezaron a temblarle las rodillas.

—¡Hola, preciosa!

El gato siguió a Patrick hasta el vestíbulo y fue a restregarse en las piernas de Violette. Ella lo evitó, dando un salto.

—Aparta —dijo con fastidio—. ¡Qué bicho más cansino!

—Eso es porque te quiere —comentó Marc, con una sonrisa provocadora.

—Pues lo siento por él, porque no es un amor correspondido.

—¿Sabes por qué se llama Depardieu?

—Porque es feo y cabezón —respondió yendo hacia las escaleras.

Marc se puso en pie y la siguió.

—Se llama así porque yo le puse ese nombre. Mi tía quería ponerle una huevonada como Misilín o Chifilú… —Con dos ágiles zancadas le bloqueó el paso en el primer tramo—. ¿Vas a explicarme qué tienes contra mí?

—Nada.

—En el hospital te comportaste conmigo como una auténtica bruja.

—No es verdad.

—¿Por qué no te caigo bien?

Ella le puso la mano en el pecho con ojos de súplica para que la dejara pasar. Marc chasqueó la lengua, pero cedió. Violette ascendió los escalones sin volver la cabeza, consciente de que él la seguía.

—Violette, por favor.

Escuchar su nombre con aquella voz grave venció sus defensas. No era de las que usaban excusas y poco lo importaba lo que pensara de ella, así que decidió sincerarse con él.

—Me sentí engañada.

—¿Por qué?

Violette paró en el rellano del primer piso.

—Me hice una idea equivocada, pensé que trabajabas en la tienda y al verte en el hospital me rompiste los esquemas.

Marc alzó las manos, sin entenderla.

—Mi tía tenía lumbago y mi tío debía acudir al mercado de abastos. Yo vine a echarles una mano, ¿qué hay de malo en eso? —cuestionó—. No tienen hijos, ¿en quién quieres que confíen? Si casi me he criado detrás de ese mostrador, he pasado todos los veranos de mi vida en esta tienda.

—Yo no lo sabía —se excusó.

—Son mi familia. Me educaron para ayudar a las personas que quieres cuando lo necesitan. Es algo de lo que me siento orgulloso.

—También estaba celosa —confesó con absoluta sinceridad.

—¿De quién?

—De todas aquellas negritas tan guapas.

—No tiene sentido y lo sabes.

Marc cogió la mano de Violette y se dedicó a acariciarle el dorso con el pulgar.

—Tengo muy pocas tetas —musitó ella, agachando la mirada.

—Dos es lo normal. ¿Qué quieres tener? ¿Media docena?

A Violette le dio un ataque de risa y él se contagió al verla.

—No te rías —protestó ella, dándole una palmada en el ancho pecho.

—Eres tú la que se ríe. Y me encanta —murmuró; se llevó su mano a la boca y le besó los nudillos con delicadeza—. Eres una belleza, Violette.

A ella se le disparó la autoestima. Se sentía como la ratita presumida, y él no dejaba de mirarla como un gato negro a punto de merendársela.

—Yo no te he engañado —recalcó Marc—. Aquella noche disfrutamos como locos y en el hospital te traté como a una reina. Aún así, no has dejado de mostrarte arisca conmigo.

—No soy una bruja desagradable —se excusó—. Soy una chica muy simpática, aunque no lo creas.

—Con todos, menos conmigo —lamentó poniéndose serio—. Eso me lleva a una conclusión. Dime la verdad, ¿el problema es que soy negro?

A Violette le sentó como una bofetada. No podía creer que, después de las cosas tan bonitas que acababa de decir, le saliera con aquello. Tuvo que tragar en seco de pura indignación. Lo apartó dando manotazos al aire y subió las escaleras más rápido que una bala.

Marc subió también. La alcanzó en el umbral del apartamento de Odile y la cogió con suavidad del antebrazo. Ella se revolvió para que no la tocara y, mientras rebuscaba las llaves en el bolso, se encaró con él como una fiera.

—¿A qué viene esa insinuación racista tan sucia?

Tanto le temblaban las manos que las llaves se le cayeron al suelo. Marc las recogió con un movimiento rápido y abrió la puerta por ella. Se hizo a un lado como un caballero para dejarla pasar, ella entró en el recibidor y lanzó el bolso sobre un mueble de mala manera.

—Además, menos presumir y menos black power, que no eres negro.

—¿Ah, no? —cuestionó divertido.

—¡No! Eres marrón, para que lo sepas.

Su risilla chusca enfureció a Violette, que le dio la espalda y atravesó medio pasillo a golpe de tacón. Con un par de pasos largos, él la alcanzó sin dificultad.

—Lo que tú digas, no soy negro —aceptó en broma—. Solo por curiosidad, ¿tú de que color eres?

Ella le lanzó una mirada furiosa por encima del hombro.

—Color carne, ¿no lo ves?

Marc rio con ganas. Pero antes de que escapara la atrapó por la cintura y la giró como una peonza para tenerla de cara.

—¡Cómo me gustas, ratoncita blanca!

Y la besó. La devoró con una sensualidad que la dejó indefensa. Jugó con su lengua, le mordisqueó los labios. Ella se abrazó a su cuello y respondió ansiosa, su boca era dulce y experta. Marc la dejaba tan temblorosa cuando la besaba que no era capaz de pensar.

Él concluyó con un besito suave y la miró embelesado. Violette le acarició el cabello cortado a cepillo.

—¿Por qué llevas el pelo tan corto? —musitó.

—¿Quieres que parezca uno de los Jackson’s Five?

Ella sonrió. Pero de pronto se puso triste al recordar el comentario sobre su color.

—Me ha dolido lo que has dicho, ¿sabes? ¿Por qué creías que podía tener problemas por una simple diferencia entre el tono de tu piel y la mía?

—Tengo mis motivos.

Violette no lo entendía y le entraron las dudas. Estaba tan a gusto en sus brazos que el miedo a que se acabara tal como empezó, como un calentón y nada más, hizo que su funesto pasado sentimental le cayera encima de repente.

—Me suena a excusa. Dime la verdad —pidió recordándole sus propias palabras—. ¿Tienes algún problema por que yo sea blanca?

Marc la miró muy fijo y se relamió los labios.

—¿Quieres saber qué problema tengo con eso? —sugirió con voz excitada.

Sin dejarla en el suelo, la sujetó contra su cuerpo con una sola mano; Violette enroscó las piernas a su cintura y sintió un cosquilleo húmedo en lo más íntimo al ver cómo le brillaban los ojos de deseo.

—Quítate la blusa —ordenó.

Sin perder tiempo en desabrochársela, Violette se la sacó a estirones por encima de la cabeza. Con la mano libre, Marc desabrochó el cierre delantero del sujetador, las dos copas saltaron hacia los lados. Él se clavó los dientes en el labio inferior con los ojos fijos en sus pechos desnudos. Ella jadeó de deseo y sus pezones se irguieron con alegría.

—Dime dónde está tu dormitorio o te follo aquí mismo —susurró mordisqueándole el lóbulo de la oreja.

—Por ahí, al fondo —dijo señalando hacia atrás.

Violette le acarició el cuello con la nariz, el aroma de su piel era delicioso. Cuando quiso darse cuenta, ya habían llegado. Marc la depositó en la cama, se arrodilló a sus pies y se quitó la camiseta.

—¿Quieres saber cual es mi problema? —repitió, volviendo al asunto del color, a la vez que se desabrochaba la bragueta.

—Ven —ronroneó Violette tendiéndole los brazos abiertos.

Marc la hizo sufrir un poco más y, a horcajadas sobre ella, le abarcó un pecho con cada mano.

—Tengo un grave problema con el color de tu piel —expuso sin dejar de acariciarla—. Cuando pienso en aquella noche y me acuerdo de estas tetitas blancas a la luz de la luna —la cubrió con su cuerpo, apoyándose en los antebrazos—, se me enciende el cohete que saltan chispas.

A Violette le dio un ataque de risa.

—Así no hay quien tenga sexo en serio.

—¡A la mierda el sexo serio! —murmuró. Y la besó ansioso.

La risa se ahogó en su boca y se convirtió en un gemido de placer. Violette tuvo que darle la razón: reír en la cama con Marc era lo mejor del mundo.

Desde entonces, Violette y Marc pasaban juntos cada minuto de su tiempo libre. Durante la semana, se veían a diario aunque fuera un rato. Y los domingos, el único día libre de Violette porque Odile marchaba a casa de su hijo, ellos aprovechaban sus doce horas de intimidad para no salir de la cama. Pero esa tarde era jueves y, como no tenía guardia en el hospital, Marc pasó a recoger a Violette por sorpresa. Odile tuvo que insistir para que saliera a dar una vuelta con él, a fuerza de repetirle que ya caminaba muy bien, que no era una niña y podía pasar una tarde sin su compañía. Más tranquila, aceptó de buena gana. Lo único que Marc le dijo es que se vistiera con zapatos cómodos, pero nada más.

Media hora después, Violette solo sabía que habían aparcado el coche cerca de la Madeleine y que caminaba rue Royal abajo cogida de su mano, sin entender dónde se dirigían y para qué.

—¿Pero adónde me llevas? —preguntó, intrigada.

Marc paró de pronto ante el tentador escaparate de Ladurée. Entraron en la pastelería. Violette miró a su alrededor, aquel lugar era el paraíso de los golosos. Se acercó a Marc, que se había adelantado y ya estaba pidiendo algo el mostrador.

—De esos —señaló.

Violette observó el pastel que había escogido, una cúspide de merengue de un blanco inmaculado. No dijo nada, aunque le extrañó que no le preguntase qué le apetecía a ella.

—¿Ponemos uno? —preguntó el dependiente.

Marc giró hacia Violette, bajó la vista despacio y clavó los ojos en sus tetas con tanto descaro que la hizo sonrojarse hasta las orejas.

—Dos —decidió Marc, sin apartar la mirada.

Mientras él pagaba, ella no sabía dónde meterse ante la sonrisa maligna del pastelero. Una vez en la calle, dejó que él decidiera y Marc la llevó de la mano hasta el jardín que había al final de los Campos Elíseos, enfrente de la plaza de la Concordia.

Se sentaron en un banco y Marc destapó el paquetito de los pasteles.

—Esta es la tarde de las confesiones. O de la verdad. O los secretos que no contamos a los demás, llámalo como quieras. ¿Empiezo yo?

—Adelante.

—No estás contenta con tu cuerpo.

Violette frunció el ceño.

—¿Eso no tendría que decirlo yo?

—Ya me lo has confesado alguna vez. Cosa que me molesta bastante porque a mí me vuelves loco tal como eres. Mucho —recalcó.

Ella giró el rostro hacia el tráfico que giraba alrededor del Obelisco, pero Marc le puso la mano en la mejilla y la obligó a que lo mirara a los ojos.

—Cierra los ojos y prueba —pidió, ofreciéndole una de las cúspides de blanquísimo merengue a la altura de la boca.

Violette lo hizo, obediente. Y se le escapó un suspiro mientras paladeaba aquella delicia como una nube dulce que se le fundía en la boca.

—¿Qué tal?

—Exquisito —gimió, relamiéndose los labios—. Me entran escalofríos de lo buenísimo que está. Quiero más.

Fue a dar un nuevo bocado, pero Marc apartó rápido el pastel, para aumentar su ansia.

—Eso mismo siento yo cuando tengo en la boca esta preciosidad de aquí —dijo en un tono íntimo, acariciándole un pecho—. Y esta de aquí —susurró acariciándole el otro.

—Estate quieto —rio bajito.

Violette le cogió la mano y la sujetó sobre el regazo, a lo tonto le había puesto los pezones más duros que dos balines.

—Quítate de la cabeza la idea de los implantes —exigió Marc, muy serio—. Ni hablar de tetas postizas. ¿Entendido?

A Violette le entró risa; no sabía si de alegría, de tranquilidad, de autoestima repentina o de una mezcla de todo ello. Le arrebató el merengue de la mano y lo engulló sin dejar de sonreírle, convencida de que era el mejor hombre de cuantos poblaban la tierra. Él devoró el otro merengue, mirándola como un gato contento.

—Ahora me toca a mí —dijo Marc, sacudiéndose las manos tras el último bocado.

Se ladeó para sacar la cartera del bolsillo y la abrió.

—¿Sabes que me recuerdas a mi madre?

—Como piropo no sé yo si es el más acertado… —comentó, alzando las cejas.

Marc le mostró la cartera abierta y Violette contempló boquiabierta la foto de su familia. Esa sorpresa sí que no se la esperaba. El retrato tenía unos años, porque en ella aparecían sus padres junto a él y su hermano menor, todavía unos críos.

—Aquí tienes la respuesta a por qué soy marrón —puntualizó con énfasis, para recordarle aquella discusión en las escaleras.

Violette abrió mucho los ojos. La madre de Marc era tan pálida y rubia como ella.

—¡Es guapísima! —exclamo, observando detenidamente la fotografía—. Todos lo sois. Y no me extraña, porque tu padre es muy, pero que muy atractivo.

—Bueno, ahora tiene veinte años más, algunas canas y empieza a echar barriga.

—Ya me encargaré yo de que a ti no te pase eso —dijo con un mimoso achuchón.

—Te presento a mi familia. Mis padres, Antoinette y Françoise.

Violette observó al padre de Marc, era el hermano del señor Laka, el frutero y se notaba, pero el padre de Marc era bastante más guapo.

—Este de aquí soy yo —continuó—, y este es mi hermano Philip. Mi padre y mi hermano son gendarmes y mi madre trabajó como peluquera durante años, hasta que la espalda empezó a darle problemas. Viven en Marsella, la ciudad más bonita de Francia.

—La ciudad más bonita de Francia es París —rebatió con orgullo.

—Pero nosotros tenemos el Mediterráneo y vosotros no —señaló exagerando adrede el acento marsellés.

—Humm… Eso es verdad.

Marc hizo una pequeña pausa y guardó la cartera.

—De pequeño llevaba muy mal el hecho de que no ser igual que mi madre —confesó—. Me ponía furioso cuando íbamos de la mano y, lo típico, siempre había alguien que decía «Qué mono, ¿es adoptado?».

Violette le cogió la mano. Había que asumir que el mundo está lleno de gente imprudente con la lengua muy suelta.

—Y tu madre, ¿qué decía?

Marc rebufó con fastidio.

—A ella le hacía mucha gracia. Nunca le dio la menor importancia. Se echaba a reír y respondía que no, que lo que ocurrió es que nos tuvo demasiado tiempo dentro del horno.

A Violette le entró la risa. Marc la miraba con cara de poca broma, pero al verla carcajearse tuvo que hacer un serio esfuerzo por no echarse a reír también.

—Qué gracia, ¿eh?

—Sí la tiene —dijo Violette respirando profundamente para recobrar la compostura—. Creo que tu madre me caería muy bien.

Marc le acarició la mejilla.

—Y tú a ella —susurró besándola con ternura.

Violette concluyó el beso restregando la nariz contra la suya con un cariñoso ronroneo.

—Ahora, háblame de tu familia —sugirió Marc, apoyando un brazo sobre el respaldo del banco.

Violette enderezó la espalda y le mostró cuatro dedos.

—Tengo cuatro hermanas, Marianne, Isabelle, Aline y Kitti, todas más pequeñas que yo. Todas están estudiando, menos Marianne, la que me sigue, que acabó Empresariales el año pasado. Mis padres llevan casi treinta años casados, se quieren como el primer día, tienen una autoescuela en Dourdan y mi hermana, la segunda, les echa una mano. Te toca.

—¿Qué quieres que te cuente?

—¿Por qué estudiaste Medicina?

Marc esbozó una sonrisa de niño travieso, al venirle a la mente el recuerdo de unas vacaciones muchos años atrás.

—Como mis tíos no podían cerrar la persiana de la tienda así como así, éramos nosotros quienes viajábamos a su casa por Navidad, en verano o cada vez que teníamos ocasión, para pasar las fiestas con la familia —le explicó—. Así fue como conocí a Patrick, entonces los niños aún jugábamos en la calle y los dos juntos éramos el terror del barrio. Nos encantaba bajar con el monopatín desde Gambetta por la cuesta de rue Partants. Un día falló la cosa y me rompí la pierna. En el hospital me hicieron tanto daño para recolocarme el fémur que ese mismo día decidí que sería un médico de los que arreglan huesos sin dolor.

—Y lo has conseguido —reconoció sin disimular su admiración.

—No creas, cuando se trata de recolocar un hombro dislocado es inevitable… —comentó cogiéndole el brazo para mostrarle la maniobra. Violette se estremeció solo de pensarlo.

—¡Ay!, no me lo cuentes.

—No te lo cuento —aceptó, divertido—. Tu turno. —Ella se quedó mirándolo—: ¿Qué estudiaste?

—Fotografía.

Marc entornó los ojos en un gesto sagaz, ahí es donde quería ir a parar.

—¿Qué hace una fotógrafa como empleada doméstica?

Violette se encogió de hombros.

—Me gusta cuidar de los demás.

—Y eso es algo que se te da muy bien —aceptó.

Por boca de Patrick sabía de los desvelos de Violette por él, por Odile y por todo ser humano que se cruzara en su camino.

Ella se armó de valor y, como si de una expiación se tratara, le contó sin ahorrarse detalles la terrible situación que tuvo que vivir cuando aquel indeseable que tenía por novio vendió su equipo fotográfico, en el que había invertido todos sus ahorros después de trabajar durante dos años como fotógrafa de bodas, bautizos, bar mitzvah y miles de ceremonias más. Tampoco le ocultó que tras dejarla con lo puesto, aquel tipo la echó de casa. Marc se guardó para sí que Patrick le había contado que entre Madame Lulú y él la rescataron de la calle; pero Violette también le confesó ese episodio de su vida que tanto la avergonzaba, palabra por palabra, y que prefirió dormir en los portales antes que regresar a casa de sus padres como una fracasada.

—Ya ves, no sirvo para nada salvo para cuidar a la gente.

—No vuelvas a decir eso nunca —exigió con una mirada rotunda.

Violette continuó como si no lo hubiese escuchado.

—Odile y Patrick están contentos conmigo y yo también.

—Tú no estás contenta —rebatió—. Te conformas con lo que tienes, que es distinto —ella bajó la vista—. Vamos a ver, ¿todo tu problema se resume en que te falta un equipo de fotografía?

Violette lo detuvo, antes de que se ofreciera a comprárselo.

—Prefiero una vida cómoda antes que arriesgarme a volver a fracasar —le confesó.

Marc le cogió la mano entre las suyas. Si ese era el problema y ella no ponía de su parte, ya se encargaría él de dar con la solución.

Como en los últimos tiempos Violette estaba tan entretenida con Mark y Patrick andaba tan inmerso en la postproducción, que no tenía ni tiempo ni cabeza para nada que no fuese el cortometraje, Yolanda asumió las labores de arrendataria consorte.

Esa tarde acababa de entregar las llaves a un grupo de estudiantes belgas, cuatro universitarios con unas ganas más que evidentes de comerse París y a las parisinas. Por primera vez tuvo que ponerse seria y asumir el rol de casera gruñona, cuando vio que subían por la escalera dando golpetazos con las maletas a cada escalón. Bienvenida y primera reprimenda, no fuese a ser que le dejaran a Patrick el mobiliario hecho unos zorros.

—¿Lo de subir chicas? —preguntó uno de ellos, el más espabilado que adivinó a la primera por el acento que era española.

—Con discreción y sin montar escándalos —respondió con un tono lapidario—. Os he dejado en la despensa café y azúcar, y una caja de leche en la nevera. Cortesía de la casa. A dos manzanas tenéis un supermercado y aquí abajo mismo hay una verdulería.

—Gracias, pero creo que nos apañaremos a base de pizzas y bocadillos.

—Me parece muy bien —y lo dijo en serio; cuanto menos cocinasen, menos destrozos y menos mugre—. El día que os marchéis llamáis a la puerta de al lado para devolver las llaves. Si no hay nadie, llamad al móvil al señor Gilbert. Él os indicará la manera de entregárselas.

Mientras ella controlaba con un ojo cómo los otros tres chicos invadían la casita con sus trastos y lo escudriñaban todo con gran entusiasmo, su interlocutor no dejaba de mirarla a ella.

—Yo he estado en España, ¿sabes?

—¿Erasmus?

—No, Ryanair.

—Ah.

—El año pasado, en agosto. Dos semanas en Lloret de Mar.

—Yo no he estado nunca en Lloret. Pero allí hay mucha fiesta, por lo que me han dicho.

Yolanda se imaginó al cuarteto que tenía delante como la típica pandilla de chavalotes en la Costa Brava a la caza de chicha fresca, saturados de cerveza hasta las orejas y rojos como langostinos cocidos.

—Mucha —confirmó él con una sonrisa boba, decidido a presumir de sus conocimientos de español—. Cubalitro, calimocho, bésame mucho, guiri pesao.

Yolanda sonrió con disimulo. Supuso que la mirada lasciva del chico no iba con ella y que formaba parte de su arsenal de ligoteo playero.

—Hablas muy bien el español. Con eso y el inglés, ya puedes ir por la vida.

—Un amigo me está enseñando más cosas, para el verano que viene —le explicó antes de continuar—. Sagerao Espaaaña, vamos locoooo, las rubias de bote me ponen palote.

Para dejarlo contento, ella le regaló una sonrisa falsísima, pensando en el próximo verano y las tortas que le iban a dar.

—Eso último, cuando vuelvas a Lloret, se lo dices a todas las rubias que veas. Serás el rey de la playa.

—¿Sí?

—Tú hazme caso a mí.

Se despidió de los nuevos inquilinos y, mientras abría la puerta de la que ya consideraba su casa, pensó que lo de sustituir a Violette acababa de hacerlo encantada, porque en el fondo le echaba una mano a Patrick. Cada día disfrutaba más de compartir cosas con él.