Capítulo 19
Frenético

Yolanda no creía que fuera posible conducir una moto a tal velocidad. Patrick sorteaba el tráfico como un demente, saltándose los semáforos en rojo y esquivando cuanto se ponía en su camino.

Llegaron a la Pitié-Salpêtrière en menos de diez minutos. Patrick corrió como un loco a la ventanilla de admisión de urgencias, donde le dijeron que su padre había sido pasado a un box y, para su inmenso alivio, le aseguraron que no revestía gravedad y que por eso precisamente estaba a la espera de que le hiciesen algunas pruebas, dado que tenían preferencia otros enfermos en estado más crítico.

—Voy a entrar —dijo entregándole el casco—. Tú quédate aquí, me imagino que Solange no tardará en llegar. Encárgate de tranquilizarla, ¿de acuerdo?

—Patrick, no se puede pasar ahí adentro —trató de hacerlo entrar en razón.

—Que prueben a impedírmelo.

Yolanda se quedó con un casco en cada mano, viendo cómo pasaba hacia la zona de boxes sin escuchar las protestas del guardia de seguridad.

Fue preguntando a todo el que se encontraba por el camino, hasta que le dijeron dónde estaba su padre. El vigilante lo seguía dando voces, pero al ver que el paciente era un famoso de la televisión, hizo la vista gorda y se conformó con echarle a Patrick una reprimenda.

—Hey, ¿cómo estás? —dijo acuclillándose frente a Jean, que estaba sentado en una camilla.

A Patrick le costó reponerse de la impresión de verlo tan vulnerable. Nunca había visto llorar a su padre y en ese momento tenía el rostro bañado de lágrimas y sangre.

—No ha sido nada. Estaba parado en un semáforo con la ventanilla bajada, unos cabrones me han puesto una pistola en la sien, han abierto la puerta y me han sacado a la fuerza.

Patrick le ladeó la cabeza con cuidado para verle la herida que no dejaba de sangrar. Le habían dado un apósito, pero lo usaba para sonarse y secarse las lágrimas en vez de ejercer presión a fin de frenar la hemorragia, tal como le habían indicado los sanitarios.

—Trae —pidió Patrick, quitándole el montón de gasas de la mano.

La herida bajaba desde la raíz del pelo hasta el borde exterior de la ceja. Requería sutura pero no le pareció algo grave. Dobló las gasas y él mismo presionó el corte con la palma de la mano.

—¿Cómo te han hecho esto?

—He forcejeado con ellos y me han dado un golpe con la culata. He dejado que me roben el coche en plena calle como un gilipollas.

—¡Al coche que le den! Podían haberte dejado seco de un tiro en la cabeza.

Patrick se quedó helado porque su padre se echó a llorar sacudiendo los hombros con una aflicción inconsolable. En ese momento desaparecieron todos los rencores, la soberbia y la ira almacenada durante años. Aquel hombre hecho un guiñapo, muerto de miedo y vergüenza, era su padre. Y habían estado a punto de matarlo por un jodido coche de alta gama. Se sentó en la camilla y le rodeó los hombros con el brazo.

—Soy un cobarde de mierda —murmuró en llanto.

—No eres un cobarde —rebatió dándole un apretón—. Si a mí me hubiesen puesto una pistola en la sien, me habría cagado encima.

Jean se enjugó las lágrimas con las manos.

—En ese momento no me preocupaba lo que pudieran hacerme —confesó sorbiendo por la nariz—. Solo pensaba en Didier. Tiene seis años, aún me necesita. No puedo morirme todavía.

—Papá, mírame —lo instó con la mano en su mejilla—. Tienes dos hijos, yo tampoco quiero perderte.

Jean tragó saliva. Sí, tenía toda la razón. El hombre que en ese momento lo consolaba y le daba ánimos como lo haría un padre era su hijo mayor. Lo miró a los ojos lamentando el distanciamiento de los últimos años.

—Hemos perdido mucho tiempo de la manera más estúpida.

—Me ha costado entender que tú no tuviste toda la culpa, papá. Aún me cuesta —se sinceró—. Pero he tenido ayuda.

—La chica española —adivinó.

Patrick encogió los hombros, algo incómodo.

—Me dijo a la cara lo idiota que soy —confesó y miró a su padre esbozando una sonrisa—. Pero la culpa de eso no es toda mía, los genes son cosa tuya.

Como Patrick imaginaba, al salir del pasillo de urgencias, al lado de Yolanda encontró a una nerviosísima Solange. La tranquilizó explicándole el estado real Jean y no tuvo reparos en pelearse por segunda vez con el guardia para que esta viese a su marido un momento, al menos.

Diez minutos después, Solange regresaba de nuevo a la sala de espera, bastante más calmada. Dado que a Jean aún tenían que hacerle una resonancia magnética para descartar consecuencias posteriores del golpe en la cabeza y alguien tenía que hacerse cargo de Didier, decidieron acudir los tres juntos a recogerlo a la salida del colegio. Solange no estaba en condiciones de agarrar un volante y si el niño no veía allí a ninguno de sus padres como acostumbraba cada día, era previsible que se asustara. Y no había necesidad de que el pequeño pasara un mal rato.

Patrick conducía el coche de Solange, con ella de copiloto y Yolanda en el asiento trasero.

—Yo no te odio, Solange —aseguró para romper el silencio.

Sin necesidad de hablar de ello, los tres recordaron la desagradable conversación de la última vez que se habían visto antes de esa tarde.

—Vamos a dejarlo en que te caigo mal —replicó con acidez—. Tú a mí no me caes mal, Patrick. Me caes peor.

Él aceptó el puñetazo verbal. Solange había estado a punto de perder al hombre que amaba. Tras una situación de pánico, era lógico que respondiese con un ataque.

—Entiendo que estés nerviosa, Solange. Pero todo ha pasado y es hora de olvidar y continuar sin darle más importancia de la que tiene. El coche aparecerá por ahí abandonado en cuanto se cansen de él; en el peor de los casos lo desguazarán o lo venderán en el extranjero.

—El coche puede sustituirse por otro, mi marido no.

—Te recuerdo que tu marido es mi padre, y es el único que tengo. Yo también he estado muy cerca de perder a alguien a quien quiero.

Solange giró el rostro y se dedicó a mirar por la ventanilla. No era el robo del coche lo que le quemaba la sangre. El tiempo de sonreír y callar se había acabado.

—Yo ya sabía dónde me metía al enamorarme de un hombre que traía equipaje. Las segundas esposas tenemos que aceptar el rechazo y la hostilidad de unos hijos que nos ven como intrusas. Es de esperar cuando se trata de adolescentes, pero no cuando el hijo de tu marido es un hombre de treinta y cuatro años.

—Los sentimientos no son una ciencia exacta —dijo para justificarse.

—Estoy harta de tender puentes que tú te niegas a cruzar, de fingir que no me afectan tus malas caras y de sentir que sobro en mi propia casa.

Patrick miró a Yolanda a través del retrovisor. Aparentaba estar muy concentrada, observando el tráfico a través de la ventanilla. La adivinó incómoda en medio de un brete en la que no tenía cabida.

Se tragó el orgullo y fue sincero.

—El problema no eres tú, Solange. Lo tengo yo —reconoció—. Soy yo quien debe solucionar un conflicto interior. Así que, en todo caso, la culpa es mía. Solo te pido que tengas paciencia conmigo. Dame tiempo, por favor.

Solange lo estudió con curiosidad, no esperaba algo así y reconoció que era un gran paso. La franqueza de Patrick era una muestra de honradez.

—Desde hace una hora aproximadamente ya no me caes tan mal.

Patrick la miró con expresión amistosa y retornó la atención al volante.

—Es un buen comienzo.

Cuando bajaron del coche, Yolanda cogió a Patrick del brazo y lo llevó aparte de la gente que esperaba la salida de los niños. Necesitaba que supiera lo orgullosa que estaba de él por haber tenido la valentía de reconocer y confesar ante Solange algo que llevaba años envenenándolo por dentro.

—Eres el mejor, ¿lo sabías?

Patrick se lo agradeció con un beso juguetón que duró menos de lo que le habría gustado. Pero no era momento ni lugar. Oteo hacia su derecha, sin soltar a Yolanda de la cintura y vio que Solange se había agachado para hablar con Didier. Al parecer, le explicaba lo ocurrido. La vieron ponerse de pie y acercarse a ellos dos con su hijo de la mano.

—¿Cómo está mi papá? —le espetó muy serio y a la cara.

Patrick pensó dos cosas en ese instante: que los niños son mucho más inteligentes de lo que se suele creer y que el amor es un sentimiento protector. Como Didier intuía algo malo, ya no era «papá», el padre de los dos. Jean era «su papá». Patrick no sabía hasta dónde le había explicado su madre, pero pidió permiso a Solange con la mirada y ambos acordaron sin palabras que no debían disfrazarle la verdad. Jean era un personaje conocido y esa misma noche seguro que saltaría la noticia a todos los medios de comunicación. El niño acabaría enterándose por los comentarios de otros críos en la escuela. Se acuclilló frente al pequeño y le puso la mano en el hombro.

—Ya te lo habrá contado mamá, ¿a que sí? —preguntó mirando brevemente a Solange—. Ella sabe que eres casi mayor y que no te asustas si te decimos que papá está en el hospital.

Didier asintió como un valiente. A Patrick le dolió en el alma su carita de susto.

Solange, preocupada por su hijo, se apresuró a intervenir.

—Tesoro, ya te he dicho que está bien, solo tiene un corte en la frente.

—Ha tenido que quedarse un rato más en el hospital porque los ladrones que le han robado el coche le han golpeado aquí —explicó Patrick tocándose la frente— y tienen que hacerle pruebas. Pero está bien, me ha dicho que mañana mismo te llevará con él para que le ayudes a elegir un coche nuevo.

Patrick nunca sospecharía cuánto agradeció Solange el tacto y afecto con que habló al niño. El hijo mayor de su marido en ocasiones mostraba la delicadeza de un animal de establo. Pero viendo el cariño con que trataba a Didier, podía perdonarle seis años de caras avinagradas.

Solange acarició la cabeza de su hijo.

—Cariño, yo tengo que volver al hospital. Tú te quedas con Yolanda y Patrick hasta que volvamos a casa.

—Yo voy contigo —rebatió Yolanda. E insistió al ver que Solange dudaba—. Claro que sí. Te haré compañía, las horas de espera en un hospital se hacen muy largas.

Patrick le sonrió, agradecido, porque entendió que en el ofrecimiento de Yolanda encerraba doble intención. Ella era más intuitiva que él: era hora de empezar a dedicarle tiempo a su pequeño hermanito, no era mala idea pasar la tarde juntos.

—Te lo agradezco, de verdad —dijo Solange, apretándole el brazo a Yolanda—. Didier, Patrick se hará cargo de ti. ¿Vas a portarte bien?

A la vez que el niño asentía, su hermano mayor cavilaba cómo ocupar varias horas con un niño de seis años. Por suerte, la solución le vino a la cabeza. Era jueves. Miró el reloj, si se daba prisa aún llegaría al entrenamiento.

—Tengo una idea, Didier, ¿té vienes conmigo al rugby?

Sobre las siete, Patrick llevó el niño de vuelta a casa. Lo primero que hizo Didier al entrar por la puerta fue correr escopetado al salón y lanzarse al cuello de su padre. Jean recibió con los brazos abiertos a su cachorrito impetuoso.

—¿Estás curado, papá?

—Sí, ¿ves? —le mostró el apósito que cubría la herida—. Seis puntos y me han dejado nuevo.

Patrick dejó el macuto deportivo en el suelo del recibidor y contempló la escena como un déjà vu; parecía estar viéndose a sí mismo en brazos de su padre a la edad de seis años.

—Dice mamá que nos hemos quedado sin coche.

—Pues compraremos uno nuevo —lo tranquilizó—. Estás de suerte, campeón, ¿no querías uno de esos con reproductor de DVD en el asiento trasero?

El niño puso tal cara de alegría que disipó la preocupación de su padre.

Solange salió de la cocina y saludó a Patrick con una sonrisa. Él correspondió de idéntico modo y se acercó para devolverle las llaves del coche; ella le tendía un nuevo puente y esa vez Patrick había decidido cruzarlo para siempre.

Solange dejó las dejó sobre un mueble y miró a su hijo.

—¿Qué tal lo has pasado en el rugby, amor?

El pequeño se escabulló del regazo de Jean y se plantó delante de su madre.

—Nos hemos duchado en pelotas, como los machos —soltó palpándose con descaro el minúsculo paquetillo.

Daba risa aquel meneo tan bastorro en un chavalín que aún no sabía ni atarse los cordones de las zapatillas.

—¡Didier, no te toques de esa manera!

El crío la miraba, con la mano aún en la entrepierna.

—Yo no le he enseñado eso —se apresuró a decir Patrick.

Por miedo a perderlo de vista, al acabar el partido no se le ocurrió una idea mejor que llevarse al chiquillo al vestuario con quince jugadores de rugby en cueros vivos.

—Todo el mundo se ducha en pelotas, machos y hembras —intervino Jean, sin dejar de darle al mando del televisor.

—¿Tú también? —lo riñó Solange—. Me marcho, en este salón hay demasiada testosterona junta. Patrick, te quedas a cenar, ¿de acuerdo? —decidió por él—. Didier, sube a ponerte el pijama.

El crío protestó, pero obedeció a su madre.

—Yolanda está sola en casa —se excusó Patrick, en respuesta a la sugerencia de Solange.

—Pues llámala y que venga ella también. Es un encanto de chica —dijo, ya camino de la cocina.

Para qué discutir. Sacó el móvil del bolsillo, pero antes de pulsar miró a su padre; le preocupaba su estado anímico.

—¿Ya estás más tranquilo?

—Sí. Ahora me siento humillado, jodido y cabreado. La policía me ha dicho que mañana tengo que ir a comisaría a perder el tiempo en papeleos inútiles y pasarme horas mirando fotografías de delincuentes.

—Solo era un coche.

—¡Pero, coño, era mío! —replicó indignado.

Patrick no había pasado por algo así, pero entendía su cólera. Si unos tipos le robaran la moto a punta de pistola, sería capaz de romperles las pelotas a patada limpia como los pillara por banda.

Salió al vestíbulo y telefoneó a Yolanda. Con la sonrisa en la cara, se acercó a la cocina para informar a Solange de que serían uno más para la cena. Después regresó al salón y se dejó caer en el sofá.

—¿No vas a buscar a tu chica?

—Cogerá un taxi. No creo que tarde más de veinte minutos —respondió con una satisfacción que a su padre no le pasó desapercibida.

—No la dejes escapar. Solange me ha hablado de ella; es una mujer que merece la pena.

Patrick reflexionó. Sí lo era, pero Yolanda tenía su vida hecha en otro país. En cualquier momento podría decidir que su aventura a la francesa había acabado y regresar para no volver.

—Es complicado —murmuró.

Jean se levantó con el pretexto de ir a poner la mesa. Pero no se resistió a meter baza de nuevo, lo de dar consejos no solicitados venía con el oficio de padre. Al pasar al lado de Patrick le dio un apretón en el hombro.

—Nadie ha dicho que la vida se fácil, hijo.