—¿De verdad que no te aburres? —preguntó Patrick, acercándose a ella.
—Ya te he dicho que no, me encanta veros trabajar —lo tranquilizó con una sonrisa entusiasta.
Mentirosa, mentirosa, más que mentirosa, le dijo su conciencia. ¡Estaba harta! Si llega a saber que un rodaje iba a resultar algo tan intragable y aburrido, ni loca habría aceptado cuando la invitó a acompañar al equipo, nada más regresar del cementerio y de la conversación con Marise. Él la llamó por si le apetecía conocer un rodaje de cerca, ella acudió ilusionadísima al final de las Tullerías, el lugar donde solía ofrecer su repertorio el matrimonio de músicos ambulantes que ella le descubrió a Patrick, puesto que aprovechaban allí el paso de los turistas que iban hacia el Louvre.
Y allí llevaba dos horas de plantón a una distancia prudencial, fuera del radio de acción de la cámara.
—Otra vez —dijo Patrick alzando la voz.
«¿Otra?». Con aquella ya eran catorce las veces que rodaban el mismo plano. Un trocito de nada que en la película no duraría ni medio minuto. Yolanda se maldijo a sí misma, en qué mala hora se le ocurrió sugerir que incluyese a los cantantes callejeros en el corto. A la mujer le imponía la cámara y no dejaba de mirar de reojo; el marido se ponía nervioso y se le iban las teclas del pianillo electrónico. Solo faltaba añadir lo pejiguero que era Patrick como director; ninguna de las veces lo rodado había quedado a su gusto.
El chico de la claqueta gritó «acción» y por decimocuarta vez sonaron los primeros acordes. La dama del micro entonó La vie en rose, romántica cancioncilla que Yolanda ya empezaba a odiar ligeramente.
Después del «¡corten!» de rigor, Patrick y el director de fotografía pegaron las cabezas y observaron lo filmado en el visor de la cámara.
—¡Buena! —dijo bien alto.
Todos se arrancaron a aplaudir, Yolanda con más ganas que nadie. La cantante hizo un saludo teatral ante los presentes que fue premiado con una nueva ovación. Ese día, gracias a los curiosos, llenaron el botecillo de las monedas. Y también a la generosa propina de Gilbert Producciones por las molestias. Yolanda pensó que nunca treinta segundos de trabajo fueron mejor pagados.
Patrick intercambió unas palabras con los cuatro compañeros de la productora que constituían su equipo de filmación, que se despidieron de Yolanda con la mano desde lejos. Ellos se dedicaron a recoger los bártulos y Patrick fue hasta donde estaba ella, destapando el envoltorio de un bocadillo. Todos menos él habían almorzado allí mismo un rato antes, sobre la marcha, unas baguettes preparadas que ella misma se encargó de comprar en un puesto callejero al otro lado del jardín.
Al llegar junto a ella, Patrick le pidió que le guardara en el bolso la botellita de agua que también llevaba en la mano.
—¿Te apetece dar un paseo? —tanteó antes de dar el primer bocado.
—Me parece bien. Pero ¿qué pasa con la moto?
—Luego volveremos a por ella. Quiero aprovechar para que me ayudes a localizar exteriores, pero a la vuelta.
—Estupendo. ¿Pero dónde vamos ahora?
Patrick esbozó una sonrisa enigmática.
—Ya lo verás.
Cruzaron por el Pont Royal y caminaron por la orilla izquierda del Sena hacia el Quai d’Orsay mientras Patrick devoraba su bocadillo. Pararon un momento cuando él le pidió el agua.
—No puedo entender cómo te gusta comer mientras andas.
—Es una manera de ganar tiempo.
Empinó el botellín y de un trago se bebió la mitad. Yolanda, acostumbrada a la cadencia mediterránea, no entendía qué necesidad había de tomarse la vida con tantas prisas. Patrick adivinó por su expresión que discrepaba.
—Esto no es vivir rápido si lo comparas con el ritmo frenético de las aceras de Nueva York. ¿Has estado allí alguna vez?
—No, ¿y tú?
—Tres veces —dijo, reanudando la marcha.
Por el camino, Patrick le contó que había viajado a la ciudad de los rascacielos siempre por motivos de trabajo. La primera vez a unas jornadas de cine organizadas por la embajada de Francia en Estados Unidos, donde había exhibido producciones suyas pero no dirigidas por él. Otra en la que participó con un documental sobre la gastronomía francesa en el Film Festival de Boston. Y en una tercera ocasión, con motivos menos artísticos y más lucrativos, porque vendió las series educativas de dibujos animados, que fueron muy bien aceptadas en ambientes docentes dirigidos a las comunidades inmigrantes, para favorecer la inmersión lingüística en las escuelas.
—Hubo que adaptarlos a otros idiomas, pero mereció la pena el esfuerzo porque se vendió muy bien —concluyó, dando fin también al bocadillo—. Y se sigue vendiendo.
Se sacudió las manos y se las limpió en los vaqueros, mientras masticaba el último bocado. Luego observó que Yolanda caminaba pensativa.
—Me encantaría conocer Nueva York —dijo por fin.
Patrick le rodeó los hombros con un brazo y así continuaron paseando el uno junto al otro.
—Te fascinaría. Es una ciudad increíble que merece la pena conocer —aseguró—. A lo mejor te llevo algún día.
Yolanda lo miró sorprendida y contenta.
—Eso sí que estaría bien —aceptó con una sonrisa—. Me gustaría que me la enseñaras tú.
—Qué gran película haríamos tú y yo en Nueva York —murmuró acercándose a su rostro—. Formamos un buen equipo.
Yolanda entreabrió los labios. Patrick sonrió, le dio un amistoso beso en la nariz y reanudó la marcha, hablándole de Nueva York mientras ella contenía las ganas de retorcerle el cuello. El primero en la frente, el segundo un piquito y el tercero de guardería. Si lo que pretendía era generarle ansia por un beso en condiciones, desde luego que el método le estaba dando resultado.
Ella no era consciente de que Patrick, a pesar de su amistosa actitud, se consumía por dentro. Se había jurado que no habría más avances entre ellos mientras Yolanda no diese el paso definitivo. Tenía que ser ella quien le lanzase la primera señal y no se conformaba con un arma de seducción tan corriente como una mirada intensa y una boca tentadora. Esas se usan con cualquiera y él quería saber que no lo consideraba un hombre de tantos.
Al llegar al jardín de Los Inválidos, bordearon el monumento y continuaron el paseo a la sombra de los plátanos del boulevard de idéntico nombre. Patrick se detuvo a las puertas del Museo Rodin. Yolanda ya se quedó admirada en los mismos jardines, antes de poner un pie en el palacete, ante la serenidad que infundía la contemplación de la estatua del famoso Pensador.
—No me la imaginaba tan grande —dijo bajando la voz, como si temiese romper la magia tan especial que sentía ante el coloso de bronce.
Patrick la cogió de la mano.
—¿Vamos? —propuso; ella asintió con la cabeza—. A la salida nos paramos a verla otra vez, si quieres.
—Querré.
Patrick se alegró de verla presa de esa emoción incrédula que nos sacude cuando por fin tenemos ante los ojos y al alcance de la mano una obra de arte que infinidad de veces hemos contemplado en los libros de texto. Sin soltarla, la llevó hasta la taquilla y pagó las entradas. Una vez dentro, no la dejó parar ante las esculturas, con el ruego de que le dejase decidir a él el recorrido. Hasta que llegaron ante El beso. Se colocó detrás de Yolanda, la envolvió por la cintura y dejó que disfrutara de la delicada belleza de los dos cuerpos de mármol blanco, atento a su reacción.
—¿Qué te transmite? —la incitó.
—¿Esto también vas a incluirlo en tu documental?
—No.
Ella inclinó la cabeza, absorta en la contemplación de la estatua.
—Si te das cuenta, es ella la que busca —sintetizó—. Es un sentimiento primitivo, la hembra que reclama al elegido. Mira su brazo. Ella es deseo y él es entrega. La mujer me transmite las ganas. En cambio, la postura relajada de él inspira seguridad; le pone la mano en la cadera como si quisiera decirle «Estoy aquí y no me voy a marchar». Es hermoso.
Se quedó callada y Patrick respetó su silencio, meditando sobre cada una de las palabras que Yolanda acababa de decir.
—Nada que ver contigo y conmigo —opinó él, con una espontaneidad fingida—. ¿A que no?
Yolanda se giró extrañada.
—¿Por qué dices eso?
Patrick alzó las cejas y le apartó el pelo detrás de los hombros.
—Tú misma lo dijiste —le recordó, y jugó de manera distraída con un mechón de su melena—. Los nuestros no creo que pasen a la historia.
Yolanda lo miró a los ojos y negó con un leve gesto.
—Contigo todos los besos cuentan.
A Patrick se le aceleró el pulso. Qué distinta de las demás era aquella mujer que empezaba a metérsele muy adentro. Llevaba días esperando una señal e, incluso para dar el primer paso, Yolanda era capaz de sorprenderlo con una desenvoltura brillante.
—Unos más que otros —matizó acercándose un poco más a su rostro.
—Quizá.
Él le acarició la barbilla.
—El primero es el que siempre se recuerda y ahí te fallé.
—Me habría gustado que fuera especial.
—Por eso te he traído hasta aquí —dijo; inclinándose despacio—. Yo también quiero que lo sea.
Sus labios se rozaron. Yolanda enroscó el brazo alrededor de su cuello. Con la otra mano en la mejilla de Patrick, cerró los ojos y le regaló el calor de su boca, la caricia excitante de su lengua en busca de la suya. Patrick la envolvió en un abrazo apretado, enredó los dedos en su pelo y le sujetó la cabeza para prolongar aquel hechizo. Hay besos que merecen la espera. Podrían pasar años y ellos dos recordarían aquel instante que parecía eterno, delicado y explosivo a la vez. Yolanda gimió dulcemente y Patrick supo que los dos acababan de descubrir algo distinto que ya no podrían repetir con nadie.
Por no desandar el camino, una caminata mucho más larga de lo que Yolanda había supuesto, tomaron el metro en Varenne e hicieron transbordo en Campos Elíseos. A ella le sorprendió ver en el vagón a la gente con el móvil pegado a la oreja y Patrick le explicó que la modernísima Línea 1 era la única que disponía de cobertura. Bajaron en Tullerías y fueron hasta donde estaba aparcada la moto, a paso remolón y entre continuas paradas para besarse. Una vez probado algo tan bueno, no podían dejar de hacerlo.
Patrick dejó para otro día la idea de localizar exteriores para el corto y condujo con la pericia de quien no tiene ganas de perder el tiempo. Deseaba llegar a casa cuanto antes, estaba duro como una piedra solo de pensar en Yolanda agarrada a su cintura y en la vibración de la moto cosquilleándole entre las piernas. No se besaron en los semáforos porque encima de una Honda no se juega y porque llevaban los cascos puestos; él, el suyo y ella, el prestado. Ya en República, Patrick metió un acelerón de los que asustan y enfiló la avenida a todo gas. Esa vez iba a ser él quien daría el paso y la hora de la siesta era una gozada para la maratón de sábanas revueltas que le pedía el cuerpo.
Llegaron a las puertas de casa. Yolanda se apeó de la moto en la acera y al abrir el portón de hierro, todo pareció conjurarse en contra de Patrick. El vecino semifantasma al que no veían nunca, ese día le dio por aparecer y lo pilló por banda, empeñado en ponerse al día de los últimos arreglos en las zonas comunes.
Yolanda se le adelantó escaleras arriba y Patrick, aún a horcajadas sobre la moto y mientras aguantaba la charla del empleado de banca del quinto, la vio desaparecer escaleras arriba como cazador que deja escapar la perdiz que lleva horas ojeando.
Saliendo de la cochera, se cruzó con el señor Laka, al que por educación no pudo largar con un «hola y adiós». En ello estaba cuando llegó la visita que acabó de desinflarle el entusiasmo sexual; Madame Lulú lo desesperó contándole con todo detalle sus ideas en cuanto al vestuario para la tanda de programas que debían grabar.
La pasión es como los helados, que hay que consumirla al instante o se derrite. Cuando llegó arriba y vio a Yolanda libreta y bolígrafo en mano, constató de mala gana que la que había surgido entre ellos dos, se había diluido por completo.
—No olvides incluir aquello que te comenté del Centro Pompidou en el cortometraje en la parte dedicada al sentido de la vista.
Patrick recordó el museo de arte contemporáneo, que asombraba a los turistas con su estética ultramoderna en pleno casco histórico. A esa joya del diseño los vecinos del barrio la llamaban con desprecio «la petrolera» por los tubos que decoraban la fachada de acero y cristal. Era interesante descubrir la distinta visión de una misma cosa por parte de los que llegan y se van, frente a los que se ven obligados a contemplarlo cada día.
—No se me olvida. Apunta que necesitamos localizar al camarero que te lo contó —pidió, señalándole el cuaderno—. A ver si hay suerte; y si se resiste a aparecer en la película, trataremos de convencerlo asegurándole que el toldo con el nombre del restaurante saldrá bien visible.
—Buena idea —convino Yolanda, tomando nota allí de pie.
Aquella libreta le recordó a Patrick un secreto que ella se había atrevido por fin a confesarle durante el paseo.
—Me gustaría leer esos mensajes que le has enviado a tu hermana.
Sintió una oleada de ternura al verla ruborizarse y elevar los hombros en un gesto inseguro, tan raro en ella.
—Me siento un poco idiota —confesó a regañadientes—. Parece algo muy tonto.
A pesar de lo dicho, sacó el móvil del bolsillo. Patrick quiso creer que la muda invitación de Yolanda a que leyera aquellos mensajes de texto significaba para ella algo importante. Quizá compartirlos con él la reafirmaba en la idea de que ese gesto con el que tendía la mano a aquella hermana recién conocida tenía algún sentido.
—¿Puedo? —rogó con la mano extendida.
Patrick se felicitó, porque Yolanda le entregó el teléfono con una sonrisa de agradecimiento increíblemente bonita. Leyó en la pantalla el mensaje enviado. Ese en concreto hablaba de ella y su padre en la orilla del mar y comparaba el amor con las olas, que siempre regresan; y lo ilustraba con una fotografía suya de niña, junto a su padre en una playa. Un retrato y unas pocas palabras, algo sensibleras a su juicio, cuyo valor residía en la fuerza de voluntad de Yolanda. «Léeme, para aprender a quererme», recordó. Eso o algo parecido le había dicho ella. Esa súplica de cariño a una desconocida que la había echado de su casa tenía que acabar bien. Yolanda se lo merecía, por su empeño y por su humildad. Cruzó los dedos porque así fuera.
Patrick le devolvió el teléfono y ella lo dejó sobre el mueble del comedor, junto con el cuaderno y el bolígrafo.
—No creo que funcione —se sinceró ella.
—Funcionará.
Yolanda lo miró tratando de adivinar si era sincero al decir aquello.
—¿Por qué tienes tanta fe en mí?
Él le tomó la mano y tiró de ella para tenerla más cerca.
—Te lo mereces por la ilusión que pones en todo lo que haces —afirmó de corazón.
La abrazó por la cintura y la pegó a él. Yolanda subió las manos hasta sus hombros.
—Eres un hombre increíble, Patrick. Por dentro, sobre todo.
—¿Sí?
—Sí.
—Pues tú a mí me intranquilizas bastante —comentó con el ceño arrugado, a la vez que le acariciaba la nariz con la suya en un gesto mitad seductor, mitad castigador.
—¿Por qué?
—Me importas más que mi moto —murmuró—. Eso empieza a preocuparme.
Dos timbrazos consecutivos los hicieron saltar del sitio, pero Patrick no aflojó los brazos para impedir que se separara ni un milímetro de él.
—La puerta —susurró Yolanda.
—Que esperen.
Yolanda sonrió y Patrick atrapó esa sonrisa con su propia boca. Se besaron largo rato, demorando el disfrute del excitante placer recién descubierto hasta que el timbre volvió a sonar con insistencia.
Cuando Patrick descubrió que la visita inesperada era Sylvie, optó por huir de la guerra fraticida que se avecinaba con la vil excusa de que en la productora tenía montañas de trabajo. No tardó ni medio segundo en coger el casco, salir por la puerta y dejarlas solas.
Yolanda la invitó a sentarse indicándole el sillón con la mano y la miró muy seria.
—«¿Qué es lo que quieres de mí?» —preguntó Yolanda con signos—. «El otro día en tu casa ya me dejaste claro que no te interesa conocerme».
Sylvie se sentó en el sillón de enfrente y dejó el bolso a un lado con cara de circunstancias.
—«Todo el mundo se merece una segunda oportunidad».
Yolanda no dominaba del todo la lengua de signos francesa y agradeció que Sylvie tuviera el detalle de intercalar algunos signos del sistema internacional para facilitarle el trabajo de entenderla.
—«¿Hablas de ti o de mí?».
—«De las dos».
Yolanda se quedó mirándola con gesto adusto.
—«¿Ha sido tu madre, verdad?».
—«Ella me pidió que viniera, no lo voy a negar».
Podía haberse ahorrado la pregunta, puesto que ella misma le facilitó a Marise horas antes la dirección de Patrick. Y era consciente de lo absurdo de su reacción. Era ella quien había insistido a fuerza de enviarle mensajes y fotografías que diluyesen su antipatía hacia ella y la incitaran a conocerla. Su machacona fe en tres fotografías viejas y otras tantas impresiones apuntadas en una libreta había funcionado. Pero el enfado que aún sentía por lo mal que se lo hizo pasar aquella tarde en la puerta de su casa, echaban al traste la lógica. Así pues, a pesar de la incomodidad de Sylvie, no se apiadó.
—«Tienes mucha suerte» —dijo Yolanda.
Las dos sabían que se refería al cariño, el apoyo materno y el carácter amable de Marise. Y también al hecho de que, de las dos, fue Sylvie la que tuvo el privilegio de convivir con su padre.
—«Lo sé».
Yolanda intuyó que sabía mucho más, que estaba al tanto de su vida. Ella acababa de enterarse de todo y Sylvie sabía por boca de Marise cosas, como el hecho de que había crecido en compañía de una madre amargada por la decepción. Sentirse en desventaja era duro y humillante.
Sylvie la miró con humildad y Yolanda no supo discernir si su actitud era conciliadora o de lástima por ella. En cualquier caso, le daba igual.
—«Estoy aquí porque leí tus mensajes».
Esa novedad apaciguó la belicosidad de Yolanda; saber que su idea sensiblona de los mensajitos había dado resultado fue como recibir un aplauso.
—«¿Cuál de todos ellos te decidió a venir?».
—«El del carrusel. Papá me llevaba muchos domingos al que hay junto a las escaleras del Sacré-Coeur. A mí me decía lo mismo».
Unas palabras que Yolanda sabía de memoria.
Un día te llevaré conmigo a montar en un tiovivo como este y conocerás a una chica que quiero tanto como a ti.
Y ella entonces soñaba con París. Siempre supuso que su padre le hablaba de una mujer adulta, de otra clase de amor. La entristeció pensar que Sylvie sí sabía que hablaba de esa hermana española que no conocía cuando escuchaba de boca de su padre esas mismas palabras que para ella siempre fueron un misterio, a pesar de lo superado que tenía todo aquello.
—«Genial» —gesticuló con acritud.
—«No me castigues por algo de lo que no soy culpable».
Yolanda movió las manos muy rápido, con gestos tensos y desabridos.
—«¿Por qué no? Eso hiciste tú al no permitirme entrar en tu casa». —Sylvie no replicó—. «Tú sí sabías que tenías una hermana. ¿Cuántos años tienes?».
Sylvie se acarició la barriga abultada con aire distraído.
—«Veintisiete».
Yolanda la observó de la cabeza a los pies. Tres años más joven que ella, casada y esperando su primer hijo. Hasta en eso le llevaba ventaja.
—«Nunca hiciste un esfuerzo por conocerme» —le reprochó—. «Sabías dónde encontrarme, ¿por qué nunca me has buscado?».
—«Lo estoy haciendo ahora, ¿no? Por eso he venido».
Abrió las manos con las palmas hacia arriba, pidiéndole una tregua y que la perdonase de una vez.
—«Y deja de mirarme de una vez con esa cara de señorita Rottenmeier» —añadió para aliviar la tensión.
—«No tengo otra, soy maestra».
Sylvie abrió mucho los ojos y se arrancó con una risa fuera de lugar que dejó boquiabierta a Yolanda.
—«Y ahora, ¿de qué te ríes?».
—«Yo también soy maestra» —gesticuló, con una mirada de asombro porque ese dato era nuevo para ella—. «A lo mejor tenemos más cosas en común de lo que creemos».
Yolanda le dio la razón con la cabeza. Sylvie se dedicaba también a la enseñanza; y de sordos, era obvio. Eso sí que no se lo esperaba.
Cinco pisos más abajo, dos mujeres hablaban precisamente de Yolanda.
—¿Y dices que esa jovencita es invitada de Patrick? —preguntó Odile, con evidente curiosidad—. Pero entonces ¿es su nueva novia?
Ella y Violette acababan de volver del segundo paseo diario recomendado por el médico. Mover las piernas formaba parte de su terapia para acelerar el proceso de recuperación tras el implante de prótesis en la cadera al que se había sometido. Por las mañanas, solían realizar una caminata corta hasta la plaza Gambetta con paradita en el Café Arriau. Por las tardes, o bien recorrían poco a poco el boulevard de Menilmontant hasta la avenida República o subían por el boulevard de Belleville y descansaban un rato en el parque. Otros días, acudían a la cita obligada de Odile con los gatos vagabundos del cementerio, preocupada por que no les faltara ni alimento ni agua. Ese día en concreto tocaba caridad gatuna y de allí precisamente acababan de regresar.
Violette la ayudaba a sentarse en un sillón.
—No son nada. Amigos y nada más —aclaró Violette—. Aunque me parece que Patrick tiene ganas de conocerla mejor.
—Ah, ¡qué bien!
La chica abrió el balcón y se distrajo viendo pasar a la gente y el tráfico de la plaza. Mientras tanto Odile se disponía a ver su serie favorita, como solía hacer cada día después del paseo.
—Y a ella también se le nota que quiere algo más que amistad, o eso me parece a mí.
—Ya es hora de que ese chico encuentre a su media naranja —opinó Odile, a la vez que encendía el televisor.
Violette miró hacia abajo al escuchar el ruido de una moto. Observó como Patrick aceleraba y se perdía de vista al doblar la esquina.
—Oye, Odile, como tú estás entretenida con la tele y acabo de ver que Patrick se ha ido, yo subo a estar un rato con Yolanda.
—Buena idea. Si en París no conoce a nadie, la chica agradecerá un poco de charla.
Y yo también, se dijo Violette a la vez que cerraba la puerta. Subió los cinco pisos pensando en ello. Adoraba a Odile, durante los tres meses que llevaba viviendo con ella le había cogido un cariño enorme, pero necesitaba hablar con gente de su edad; tantas horas en compañía de una persona mayor agotaban a cualquiera.
Llamó al timbre. Desde que Yolanda vivía allí, tenía la precaución de no utilizar su llave salvo que no estuviesen ni ella ni Patrick.
La puerta se abrió y Violette arrugó el entrecejo al ver con qué cara de palo le pidió Yolanda que la acompañara; ni asomo de la habitual alegría con la que solía recibirla. En el salón, Violette no disimuló su sorpresa cuando le presentó a Sylvie como su hermana. Las observó a las dos con mucho interés; era increíble que estuviesen serias y a la vez compartiesen esa forma de comunicación tan íntima a ojos de alguien como ella, que desconocía la lengua de signos.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Habéis discutido?
—Ya te contaré. Esto nuestro ha sido algo muy repentino y no empezamos con buen pie —dijo Yolanda a la vez que traducía con las manos para que su hermana no se viese excluida de la conversación.
—«Algo hemos mejorado» —intervino Sylvie—. «Díselo, si no tu amiga va a pensar que somos un par de resentidas».
—«Al menos podías hacer un esfuerzo y sonreír».
—«Tu cara tampoco es que sea la viva imagen de la alegría».
Como Violette asistía al fraternal intercambio de tiros sin enterarse de nada, Yolanda chasqueó la lengua, incómoda, pero hizo lo que decía su hermana.
—Quiere que sepas que no somos un par de brujas horrendas, aunque nuestras caras digan lo contrario.
Violette puso los brazos en jarras. Las miró a una y a otra; después se encaró con Sylvie. Antes de hablar, estudió su expresión con un ligero parpadeo.
—¿Puedes leer mis labios?
Sylvie asintió, y dijo algo a Yolanda en lengua de signos.
—Sí puede hacerlo, pero ten la precaución de mirarla a la cara cuando hables.
—Ay, pero si estás embarazada —comentó mirándole la tripa—. Yolanda, ¡vas a tener un sobrinito y no me habías dicho nada! ¿Para cuándo? —vocalizó mucho mirando a Sylvie.
Ella alzó cuatro dedos e hizo el molinillo con el índice, para indicarle que faltaban cuatro meses. Violette sonrió encantada. Dio un aplauso algo teatral que Yolanda y Sylvie entendieron muy bien y agradecieron en lugar de tomárselo a mal. Era la típica reacción novata de quien trata con sordos por primera vez. Las dos sabían que, en cuanto se acostumbrara, Violette recobraría la naturalidad. Los ademanes de mimo eran señal de que quería que Sylvie la entendiera; no como hacían algunas personas que, al no saber cómo comunicarse con ella, se limitaban a ignorar su presencia como si fuera un ser invisible y sin sentimientos.
Muy por encima, y a pesar de que no le gustaba recordar el mal momento vivido en casa de Sylvie, Yolanda le explicó que acababan de conocerse y el porqué. Solo para que comprendiese a qué obedecía la aún no resuelta incomodidad entre ambas.
—Bueno, bueno, bueno… Así que he llegado en pleno ataque de mal rollito —dedujo Violette con un ligero cabeceo de reproche.
Yolanda se lo tradujo a Sylvie y esta se echó a reír ante lo tonto de la situación. Al ver su cambio de humor, Violette sonrió con inmensa alegría y se empeñó en sentarse en el sofá en medio de las dos, Sylvie y Yolanda tuvieron que hacerle hueco.
—Pero chicas, ¡es genial! Me encanta veros así. ¡Sois las hermanas perfectas! Ahora te odio, ahora te quiero, tan pronto te abrazo como te tiro de los pelos… —continuó entusiasmada—. Si lo sabré yo que tengo cuatro. Unas auténticas brujas —pronunció despacio mirando a Sylvie—. Pero las quiero con locura.
Sylvie se marchó con la promesa firme de que la relación que acababan de iniciar no terminaba allí; algo que a Yolanda la hizo dichosa. Patrick llegó sobre las siete y ella le contó lo acontecido durante la cena.
Esa noche, los dos sabían que querían lo mismo, aunque ninguno se pronunciaba al respecto. La mesa de la cocina, la ensalada y el bistec a la pimienta fueron testigos de un intercambio de miradas que decían lo que sus bocas callaban.
Yolanda sacó del congelador una tarrina de helado de vainilla que compartieron con una misma cuchara. Patrick limpió el labio de Yolanda con el dedo y ella lo acarició con un lenguetazo tan caliente que le erizó el vello de los brazos.
Patrick no perdió más tiempo. Dejaron todo sobre la mesa, tal cual. Ni se molestaron en guardar el helado en el frigorífico. Le ofreció la mano y en cuanto la tuvo de pie, la levantó por la cintura y Yolanda se enroscó a su cuerpo con las piernas y los brazos como él le pedía.
Atravesaron el pasillo sin dejar de besarse. En el dormitorio la dejó en el suelo y se desnudaron el uno al otro, rabiosos de deseo. Al otro lado del tabique se escuchaban los gritos de los inquilinos en plena acción.
—¿Les damos envidia? —sugirió Yolanda.
Patrick negó con la cabeza y la empujó para hacerla caer de espaldas sobre la cama.
Esa noche no quería fingir. Todo lo que ocurriese entre aquellas paredes sería de verdad. Tan real como las ganas que los consumían a los dos. Se lanzó al lado de Yolanda y le acarició los pechos, demorando el momento de probarlos. Ya la había visto desnuda, pero el tacto bajo su mano era la cosa más dulce que existía. Yolanda se arqueó con su contacto y él aprovechó para atrapar uno de sus senos con la boca, tanto como le fue posible. Mirarla era excitante, pero su sabor era como probar el cielo. Se dio un banquete largo lamiéndola, mordiéndola con la intensidad justa. Ella le marcaba el ritmo con las reacciones de su cuerpo. Se incorporó para mirarla, Yolanda aprovechó para besarle el cuello. Patrick cerró los ojos y gimió al sentir sus dientes. Una caricia dura que lo incitó a la lucha. La sujetó por las muñecas y disfrutó de verla resistirse bajo su cuerpo. Tal como imaginaba, el sexo con ella era una pugna por el poder. Logró inmovilizarla boca arriba. Se miraron el uno al otro, el pecho de Yolanda subía y bajaba agitado. Patrick se acercó despacio a su boca y la besó con lenta sensualidad, orgulloso de tenerla rendida debajo de él.
Recorrió sus mejillas con besos, saboreó su cuello, atrapó sus pezones endurecidos hasta que la oyó gemir. Descendió su cuerpo saboreando, lamiendo cada pulgada, arañando con los dientes alrededor del ombligo.
Restregó el rostro sobre su pubis, haciéndole sabias cosquillas, aprendiéndose de memoria el aroma de su sexo que lo incitaba a probarla hasta saciarse. Le abrió las piernas, obligándola a ofrecerse a él. Patrick adivinó por la resistencia de sus rodillas que nunca había estado tan expuesta ante ningún hombre. La tenía rendida, pero decidió incrementar el ansia de Yolanda. Con suaves mordiscos le marcó la cara interior de los muslos a la vez que se abría camino con el pulgar entre los pliegues de su sexo. Ella le cogió la cabeza, le acarició el pelo con los dedos tensos, pidiéndole lo que le negaba. Y Patrick reemplazó el dedo por la lengua.
El orgasmo de Yolanda lo pilló por sorpresa. Alzó el rostro y la miró a los ojos.
—¡Qué rápido!
Ella respondió con una sonrisa agotada y tiró de él. Patrick descansó la cabeza junto a la suya en la almohada y disfrutó de un beso profundo. Yolanda deslizó la mano hasta su entrepierna. A Patrick se le escapó un gemido mientras ella le hacía cosas increíbles. Se tumbó con la espalda en el colchón y gruñó cuando ella se deslizó por su cuerpo para darle placer con la boca, con malicia, con delicadeza. No pudo resistir cuando ella lo engulló hasta la garganta. Fluyó a borbotones, convulsionándose de la cabeza a los pies.
Yolanda apoyó la mejilla en la línea de vello de su vientre y Patrick, con los ojos cerrados y el corazón sin control, le acarició la melena con la mano derecha. Ella le cogió la izquierda y entrelazaron los dedos. Así permanecieron largo rato, tanto que él llegó a adormilarse.
Yolanda lo rescató del ensueño. El placer que acababa de probar era demasiado exquisito para conformarse con un aperitivo. Lo acarició con pericia y no tardó en despertar de nuevo su deseo. Patrick abrió los ojos, incorporó un poco la cabeza y observó su pene rabiosamente erecto. Yolanda lo besó en el hombro con suavidad, con los ojos le dijo lo que quería y se tumbó de espaldas. Lo retuvo cuando bajó un pie de la cama y abrió el cajón de la mesilla.
—Yo jamás…
Patrick selló su boca con los dedos, meditando sobre lo que le pedía. Siempre había sido estricto en cuanto a las precauciones, pero le sobrecogía la confianza ciega que Yolanda le profesaba. Él la había visto tomar sus anticonceptivos alguna noche. Aunque un embarazo inesperado era el menor de los riesgos, se fiaba de ella y de su sensatez.
—Ya lo sé —murmuró.
También la deseaba así. Los dos ansiaban gozar en estado puro y sin disfraz. Recorrió con el dedo el camino desde su cuello hasta sus muslos y jugó a ponerla nerviosa. Sonrió al verla arquearse cuando por fin rozó el corazón de su sexo, endurecido y sensible. Yolanda entreabrió los labios con un jadeo y él aprovechó para cubrir su boca con un beso. La lengua de ella salió al encuentro de la suya con una exigencia erótica que lo llevó al límite. Patrick se colocó entre sus piernas, apoyado en los antebrazos y rozó su miembro arriba y abajo contra el pequeño rectángulo de vello, era la suave antesala del interior ardiente que lo esperaba.
Miró entre ellos dos, su glande respondía al cosquilleo. Patrick vio brillar dos gotas transparentes sobre los rizos castaños. Contempló a Yolanda, había cerrado los ojos, concentrada en su propio goce. Él prefería el placer compartido pero sabía que ella no estaba acostumbrada, no había aprendido a dar tanto como recibía. No podía culparla, él había disfrutado del sexo con egoísmo con muchas mujeres que en ese preciso momento le eran indiferentes. Yolanda despertaba en él algo tan distinto e impensado que no cabía comparar. Estudió sus pestañas, los labios temblorosos, la curva de su cuello. Era muy hermosa. Yolanda le acarició la espalda y descendió para atraerlo por los glúteos, urgiéndolo a tomarla. A Patrick no le importó ceder esa primera vez y poseerla como ella deseaba. La besó de nuevo y la penetró. Se movió marcándole el ritmo para intensificar el goce hacia la liberación. Yolanda era de fuego y de seda, lo oprimía con espasmos tan apresurados que Patrick se dejó llevar y se lo dio todo. Todo y más.