Capítulo 8
Una rubia muy legal

Todavía estaba Yolanda tratando de secar el sofá cuando la puerta se abrió para su sorpresa. Solo suya. Patrick debía estar acostumbrado a que alguien entrase con su propia llave, porque ni se molestó en salir del despacho para ver de quién se trataba.

Oyó taconear por el pasillo y como un torbellino, entró en el salón una rubia no muy alta, delgadita y puro nervio, cargada con una fregona y un cubo. Debía acabar de comprarlos, porque se notaba que estaban sin estrenar.

—¿Y tú quién eres? —le espetó con una mirada poco amistosa—. ¿Una novia?

Yolanda contestó con idéntica frialdad.

—No, una huésped.

Miró de pasada el llavero que la chica aún balanceaba en la mano. Como si tal cosa, enchufó el secador y retornó a su engorrosa tarea de eliminar la humedad del sofá. Su actitud debió afectar a la otra, que al instante cambió la hosquedad por una sonrisa.

—Eh, no creas que yo soy un rollete de Patrick —aclaró, alzando la voz por encima del zumbido—. Si lo fuera, no llevaría una fregona en la mano, ¿no crees? —Y rio su propia ocurrencia.

Yolanda apagó el secador y la rubia le tendió la mano. Tenía una melenita acaracolada preciosa. Tan menuda y con aquella sonrisa, parecía Ricitos de Oro con unos años más que en el cuento. Yolanda no le calculó muchos más de veinticinco. Correspondió a su saludo sonriéndole también.

—Encantada. Yo soy Violette.

—Yolanda.

—Extranjera, ¿verdad?

—Española, ¿tanto se me nota?

—Bah, un poquito en las erres —restó importancia sacudiendo la mano—. Pero hablas como una francesa. Una francesa con brackets —volvió a reír—. No me hagas caso, ya quisiera yo dominar idiomas así. De español ni papa, por supuesto, y mi inglés solo alcanza para pedir una hamburguesa.

A Yolanda le cautivó su simpatía. La estudió con interés y creciente envidia; llevaba unos vaqueros, zapatos destalonados y una blusita. Ropa barata y cómoda, pero muy femenina. A ella que en lo más íntimo la acomplejaba no tener buen gusto para vestir, le daba envidia la elegancia innata de aquella chica.

—Soy la guardiana del nido del águila —explicó señalando en redondo; Yolanda alzó las cejas, sonaba a juego de rol.

—¿El águila es Patrick? —intuyó, divertida.

—¿No te has fijado en sus ojos?

Yolanda sonrió; ¡y tanto que se había fijado! Oscuros y penetrantes como los de un ave de presa.

—Y yo soy su asistente personal, vigilante de botones caídos, planchadora oficial, intendente de nevera, cocinera por compasión… En resumen, su empleada doméstica —concluyó; y reparó entonces en lo que hacía Yolanda—. Eh, trae eso, ¿es que quieres dejarme sin trabajo?

—Claro que no —dijo levantándose del suelo—. Pero arreglar este estropicio era cosa mía. Bueno, tendría que hacerlo él —matizó señalando con la cabeza hacia el despacho—, pero ya que ha sido tan amable alojándome en su casa, es lo menos que puedo hacer.

Violette fue hacia la cocina y con la mano la invitó a que la acompañara.

—¿Vas a contarme cómo has llegado hasta ese sofá? —tanteó.

Mientras la chica guardaba cubo y fregona en un rincón de la galería acristalada que se usaba como lavadero, Yolanda se dedicó a enrollar el cable del secador y a explicarle sin reparos que Alejo la dejó tirada porque había embarazado a su ex.

Al concluir el relato, Violette alzó las cejas con una mueca de decepción.

—Todos los hombres son unos cerdos.

Enchufó la cafetera eléctrica y le contó su propia odisea sentimental.

—Yo estaba enamorada y él era un sinvergüenza. Me robó todo lo que tenía. Vendió mi equipo fotográfico, que me costó una fortuna y, cuando vio que no me quedaba ni un euro, me echó de su casa —confesó con más resignación que rencor—. Me quedé en la calle con mi bolso, la documentación, diez euros y la ropa que llevaba puesta ese día.

Yolanda sacó dos trazas del armario y el bote de azucarillos. Violette sirvió el café.

—¿No tienes familia?

—¡Numerosa! Pero cuando acabé de estudiar, decidí salir para siempre de Dourdan y me quedé en París para buscarme la vida. La hija mayor se supone que debe ser un ejemplo. Mi amor propio me impidió regresar en esas condiciones a casa de mis padres. Ellos ni siquiera lo saben.

Yolanda no dijo nada pero la entendía muy bien. Ella también haría cualquier cosa antes que presentarse derrotada ante su perfecta madre.

—Patrick fue mi salvación —prosiguió, mientras sacaba de la nevera una jarrita de leche evaporada con tapa hermética—. Y Madame Lulú, vive en la antigua portería, ¿la conoces?

—Sí, la señora Laka me la presentó el otro día.

—Lulú me encontró una mañana. Yo llevaba tres noches durmiendo en el patio.

Yolanda comprendió que se refería al del edifico. El hogar de la vidente estaba allí, y el jardín le suponía un respiro privilegiado dado que la vivienda de los porteros solía ser un habitáculo ínfimo.

Apoyadas en la encimera, saborearon el café con una pizca de leche, y Violette terminó de relatarle sus desdichados meses pasados. Madame Lulú acudió a Patrick, como solían hacer todos los vecinos cuando se trataba de asuntos del edificio, y encontrar a una sin techo en el jardín de la finca lo era. Él había asumido las funciones de administrador, jefe de escalera y consejero de todos. Porque era joven y tenía don de mando, porque vivía allí toda la vida y porque tenía un interés personal en mantener la finca en óptimas condiciones. Alquilar el apartamento era su prioridad y la cochambre no atraía a los turistas. Fue Patrick quien colocó a Violette como cuidadora de Odile; la anciana vecina del segundo piso que se reponía de una intervención en la cadera. Y una semana después le propuso también ocuparse de sus dos casas.

—Como comprenderás, quiero a Patrick un montón. Pero puedes estar tranquila, que no lo miro con esos ojos —dejó caer, como si Yolanda tuviese algún derecho sobre él.

—Estoy muy tranquila —se escudó.

Violette sonrió con disimulo.

—A pesar de todo lo malo que me ha ocurrido —añadió para cambiar de tema—, espero encontrar algún día a mi príncipe azul. Soy una soñadora sin remedio.

—Aparecerá cuando menos te lo esperes, ya verás como sí —opinó Yolanda, cogiendo las tazas vacías.

Mientras las metía en el lavaplatos, notó que Violette la miraba con interés.

—Qué envidia de tetas, yo quiero unas así.

Yolanda se incorporó mirándose el pecho; y la observó a ella, extrañada.

—Pero si las tuyas están muy bien. Pequeñitas pero con una forma preciosa —consideró; se notaba que no llevaba sujetador con relleno.

Ella se aplastó la blusa, contemplando lo que la naturaleza le había dado.

—Aquel cerdo siempre me decía que no valían nada. Quería que me pusiera unos globos de mentiras.

Yolanda consideraba una estupidez someterse a cirugía para darle gusto a un hombre. Algo tan drástico se hacía por una misma y por nadie más.

—Hiciste bien al no operarte.

—Sí, pero los chicos se vuelven locos por unas tan bien puestas como las tuyas —enjuició, dando una sacudida a sus rizos—. Tienen fijación por las cosas redondas: las pelotas de futbol, las ruedas, los culos…

Y se echó a reír. Yolanda, que estaba de espaldas a la puerta, giró la cabeza y sorprendió a Patrick con los ojos clavados precisamente en el suyo. Él alzó las manos como un perfecto culpable pillado en falta. Yolanda cerró el lavavajillas dándose la vuelta para evitar que la viera sonreír.

Patrick fue directo a la nevera y sacó una lata de refresco.

—No hace falta que os presente —comentó pasando un brazo sobre los hombros de Violette—. Veo que ya os conocéis.

A Yolanda le costó admitirlo, pero sintió algo muy parecido a la tranquilidad al ver que trataba a Violette como si fuese una hermana pequeña. Apartó la ida de la mente, sin querer investigar qué significaban esos extraños celos aplacados.

—Bueno Violette, como ves, tenemos una invitada a la que cuidar —comentó.

Ella se quitó su brazo de encima con un movimiento de hombros.

—¿Tenemos?

—No te hagas la bruja.

—No me lo hago, lo soy.

Él miró a Yolanda.

—¿Tú también?

—De las peores.

Patrick hizo un gesto entre el espanto y el dolor.

—Me marcho, dos contra uno es demasiado para mí.

Violette y Yolanda lo vieron salir de la cocina con la lata en la mano.

—Qué mono, ¿verdad? —comentó Violette.

A Yolanda se le escapó un suspiro goloso, con la vista fija en el hueco de la puerta por donde Patrick acababa de salir. Y, aunque disimuló rápido, a Violette no le pasó por alto aquella mirada de codicia.

—Esto es una confidencia —bajó la voz—. Para que lo sepas, no suele traer novias a casa.

—¿Ah, no? Pues anoche trajo una rubia con melena de león que nos echó encima una cubitera llena de hielo y agua helada. Por su culpa llevo horas intentando secar el sofá.

Violette gruñó con la boca cerrada como si fuera un perro de ataque.

—¿Ese zorrón? Solo la vi una vez y me miró mal, como si fuera una esclava. Espero que no vuelva por aquí.

—Como se atreva, le arranco todos esos pelos teñidos y la dejo calva —vaticinó Yolanda.

Violette la miró con admiración.

—¿Sabes qué? Me parece que tú y yo vamos a ser muy buenas amigas.

Esa misma tarde, Yolanda y Patrick se cruzaron en la puerta del edificio. Él entraba con la mochila al hombro y ella salía hacia el supermercado. Había pensado prepararle una cena de agradecimiento; en parte también para limar las asperezas surgidas tras la conversación de buena mañana, que a él pareció molestarle tanto. A fin de cuentas, Patrick le había abierto su casa con una generosidad de las que no se estilan y ella se lo pagaba poniéndolo de mal humor.

—¿Te marchas? —preguntó él.

Yolanda notó que venía de jugar al rugby, porque aún llevaba el pelo húmedo y olía a champú. Cayó entonces en que había dado por hecho que él cenaría en casa, sin tener ni idea de cuales eran sus planes para esa noche.

—Iba a comprar unas cosas para sorprenderte con una cena a la española. Nada sofisticado, no creas. Mis habilidades en la cocina son muy limitadas —Patrick arrugó la frente—. Pero si no te apetece o tienes intención de salir…

—No es que no me apetezca —alegó, con un suspiro—. Pero venía pensando en invitarte a una cena al aire libre. Nada sofisticado —Yolanda sonrió al oírlo imitarla—. ¿Qué dices?

—¡Qué me apunto ahora mismo! Me libras de la compra y de cocinar.

Patrick negó con la cabeza chasqueando la lengua.

—No creas que no pienso renunciar a esa cena preparada por ti. Queda pendiente.

—Cuando quieras —aseguró, contenta.

—¿Me matarás si te pido que subas la mochila al apartamento? —tanteó—. Yo regreso enseguida, espérame aquí.

Y se la tendió con expresión suplicante.

—¡Qué cara más dura! —dijo con una mirada de reproche.

Aún así, lo hizo. Y no se limitó a dejarla en el vestíbulo. Se repitió cinco o seis veces que era una tonta, pero vació la ropa sucia en el canasto de la colada y dejó las zapatillas y la mochila vacía donde acostumbraba a verlas aireándose en el lavadero.

Antes de bajar, se dio un repaso ante el espejo del baño. Patrick había dicho que se trataba de algo informal, Yolanda no consideró necesario cambiarse de ropa, pero sí darse un par de pasadas de rímel en las pestañas, repintarse los labios y los consabidos brochazos de colorete que siempre dan un aspecto saludable. Concluyó con una rociada de perfume y fue rauda hacia la puerta para no hacerlo esperar.

Casi se da de bruces con él al abrirla. Yolanda se quedó parada, con el bolso en bandolera, sintiéndose la mujer más tonta del mundo cuando lo vio con un par de bolsas en la mano.

—¿No íbamos a cenar fuera?

—Al aire libre, he dicho —recalcó, tendiéndole ambas bolsas.

Yolanda las cogió sin saber si tenía idea de llevarla a un parque de picnic. Si era así, no entendía para qué había subido con la cena. Y si tenía intención de hacerlo, enviarla a ella primero con la mochila con la ropa sucia no era un detalle que mereciera un aplauso por su parte.

El nubarrón de mal humor que amenazaba con aguar la noche se disipó como por arte de magia en el momento en que Patrick abrió el cajón del mueble y le dio un llavero del que pendía una sola llave.

—¿Te importa subir todo esto a la terraza? —pidió; Yolanda casi se derrite al ver su sonrisa traviesa—. Yo voy enseguida.

Una vez arriba, aplaudió la idea de Patrick. No había exagerado al decir que la terracita era minúscula, suficiente para poder acceder a las chimeneas cuando fuera menester deshollinarlas o para reparar el tejado. Yolanda contempló las maravillosas vistas que ofrecía aquel peculiar paraíso. Cientos y cientos de chimeneas emergían como velitas de cumpleaños en aquel mar sin fin de distintas tonalidades de gris. Azoteas, tejados y tejadillos de zinc en caótica disposición se extendían a lo largo y a lo ancho. A lo lejos y en línea recta, despuntaba la torre Eiffel, y a la izquierda la torre Montparnasse. A Yolanda le pareció que sobraba aquel rascacielos negro, debieron proyectarlo en el barrio de La Défense y no en la orilla izquierda, solitario y fuera de lugar.

En cuanto a la terraza, por todo mobiliario descubrió un par de macetas con plantas asilvestradas que nadie se encargaba de cuidar, un sillón plegable de director y una mesa de jardín arrimada al muro que albergaba las chimeneas. Sobre ella dejó las bolsas que aún portaba en la mano. Mientras esperaba, no pudo resistirse a curiosear qué contenían. Intuyó que la cena escogida por Patrick consistía en un surtido de bocadillos. No los destapó, pero despedían un aroma tan apetitoso que se le hizo la boca agua.

Patrick llegó con otro sillón idéntico, dos vasos y una botella de vino destapada debajo del brazo.

—Quiero que me cuentes cosas —anunció. Yolanda le cogió los vasos y el vino y él desplegó el sillón—. Será una cena de trabajo, ¿te parece bien?

Ella supo que se refería a sus impresiones sobre la ciudad y la gente que poblaba sus calles.

—Me parece perfecto. Voy en un momento a por mi cuaderno de notas y así lees tú mismo los apuntes que he ido tomando, ¿hace falta que suba algo más?

—No es preciso que bajes, quédate —rechazó—. Prefiero escucharte y que me lo cuentes tú. Extraigo un montón de información de ti, mientras hablas. Eres muy expresiva. ¿Nunca te lo han dicho?

Patrick abrió el sillón y lo dejó junto a su gemelo. El hecho de que solo hubiera un lugar donde sentarse en aquella azotea, fue un detalle que gustó a Yolanda. Eso significaba que no tenía costumbre de compartir aquel territorio privado con nadie. Y ella era su invitada allí arriba; la idea la hizo sentirse especial. Entre los dos arrastraron la mesa hasta el centro de la terraza y se acomodaron el uno enfrente del otro.

—Sí, lo sé —aceptó, en respuesta a la pregunta que Patrick acababa de formularle—. Lo de los gestos no se me da nada mal y, mira por dónde, me ha sido de gran utilidad en la vida.

Sin dejar de limpiar el polvo de la mesa con un par de servilletas de papel, Patrick la escuchaba con una mirada curiosa. Ella le explicó el sentido que encerraba el comentario.

—Trabajo con niños sordos.

Patrick extrajo de una de las bolsas una bandeja cubierta con papel de aluminio, junto con un montoncillo de servilletas desechables. Una vez vacía, la utilizó como improvisado basurero y la dejó en el suelo.

—No dejas de darme sorpresas. Así que eres maestra de niños sordos.

Ella se apresuró a corregirlo.

—Soy maestra de Primaria, con la particularidad de que mis alumnos son sordos.

Cruzado de brazos, escuchó con atención todo lo que Yolanda le explicó sobre la discapacidad auditiva. Él desconocía que existieran distintas lenguas de signos en cada país y que a un sordo signante le costase entender a otro extranjero, con idéntica dificultad que dos hablantes de lenguas distintas.

—Entonces, ¿tú no puedes comunicarte con un francés sordo?

—Por suerte, sí. No a la perfección, pero me defiendo. Existe un sistema de signos internacional, una mezcla de todas las lenguas y ninguna. La mayoría de sordos lo conocen. Y durante varios años acompañé a los niños del colegio en el que trabajo a unas colonias de intercambio con otra escuela de Montpellier, por eso conozco bastante la lengua francesa de signos. ¿Puedo? —solicitó, cogiendo la botella de vino.

—Por favor.

Yolanda sirvió los vasos y paladeó el primer trago con verdadero placer.

—No me habías dicho que ya conocías Francia.

—Siempre me ha fascinado todo lo relacionado con vuestra cultura —reconoció, encogiéndose de hombros—. Influencia de mi padre, supongo. Durante años deseé venir a París y pasar temporadas con él; como nunca pude cumplir ese sueño, siempre me quedó el gusanillo y en cuanto tuve la oportunidad de visitaros, la aproveché.

Él la observó con interés, mientras daba un par de sorbos al vino.

—Todo lo que me has contado sobre las personas sordas es nuevo para mí. Me dejas impresionado —comentó sin disimular su admiración—. Acabas de descubrirme un mundo del que no sé absolutamente nada.

—Hay otros mundos, pero están en este.

Patrick sonrió. Aunque la poesía no le llamaba en absoluto, él también había leído el famoso poema de Paul Éluard.

—Mira a tu alrededor —invitó Yolanda.

Con la barbilla apoyada en la mano, paseó la vista sobre los tejados. Aquí y allá, detrás de las ventanas y cristaleras de cada balcón, ya se distinguía el resplandor de las lámparas. La noche acababa de caer sobre París como una cortina oscura y ellos dos, enfrascados en la conversación, no se habían dado ni cuenta.

—¿Ves todos esos cristales? —continuó ella—. Son ventanas que se abren al mundo, pero si miramos desde fuera, nos permiten observar la vida de las personas que viven al otro lado.

—Todo depende del enfoque —opinó Patrick, haciendo uso del lenguaje cinematográfico.

—No estoy muy segura —confesó, arrepentida de haberse puesto tan profunda.

—Pues yo sí. Y llevas mucha razón, el mundo está hecho de pequeños universos —afirmó él.

—Eso me parece —añadió, contemplando todos aquellos cuadraditos amarillos en un fondo azul y gris—. París es la suma de todas esas historias que se ocultan tras cada ventana o debajo de cada tejado. ¿Cómo lo diría? La Ciudad de la Luz está hecha de miles de bombillas, aunque suene a tópico ñoño.

Pese a su opinión, a ojos de Patrick, lo que acababa de decir no era ninguna banalidad. La sorprendió al entrechocar su vaso con el de ella, en un brindis con el que premiaba a la vez la perspicacia de Yolanda y su propio acierto al elegirla como ayudante improvisada.

—Esa es la visión que necesito para mi película. Y la tuya, más que interesante, es magnífica. No sé cómo lo consigues, pero cada minuto que pasa me sorprendes más, Yolanda.

Ella restó importancia al asunto, un poco cohibida al ver que la miraba con tanto interés.

—Ahora te toca sorprenderme a mí —decidió, señalando la bandeja con una mirada—. Me muero por saber qué cena has elegido que huele tan bien. No sé tú, pero yo estoy hambrienta.

Yolanda masticaba despacio para prolongar el deleite, porque la elección de Patrick, más que una cena, era un orgasmo múltiple en forma de puntas de baguette.

Cuando destapó la bandeja, ella se arrancó con un aplauso que lo hizo sonreír de medio lado. Y mientras él devoraba un bocadillito de buey asado con pepinillos, lechuga roja y queso de cabra, Yolanda suspiró de placer con cada mordisco del suyo de queso brie con tomates confitados en aceite de oliva al romero y aceitunas negras.

Y aún había más, un surtido tan tentador que convertía en imposible resistirse a probar uno de cada. Patrick la dejó saciar su apetito a placer mientras escuchaba sus comentarios entusiastas sobre la cena escogida. A la vez devoraron idénticas puntas de baguette rellenas de pollo asado, aguacate, lechuga y mayonesa. Él disfrutaba viéndola masticar tan a gusto, no soportaba compartir mesa con mujeres tiquismiquis de las que hacen ascos a la comida y sobreviven a base de lechuga. La miró con interés, no parecía aficionada al deporte. Tal vez practicaba algún entretenimiento de gimnasio como el Pilates y poca cosa más. Pero su ojo masculino juzgó que con ese sistema se mantenía mejor que bien. Los esqueletos no le seducían; en cambio, la figura sinuosa de Yolanda, sí. Y mucho.

Como aquellos pensamientos empezaron a despertarle las ganas de un revolcón como postre, decidió centrar la mente en asuntos menos festivos.

—Hablemos de trabajo —propuso a la vez que llenaba de vino las copas vacías—. Llevas aquí unos días, ¿qué te sugiere París?

Yolanda se pasó la servilleta por los labios y trató de organizar sus ideas. Había anotado sus impresiones en el cuaderno sin orden ni concierto. Dio un sorbo de vino y decidió relatárselas tal como le venían a la memoria.

—No toda París es glamour —apuntó—. El otro día andaba por rue Chemin-Vert. Me chocó el nombre porque de «camino verde» nada de nada, los árboles brillaban por su ausencia.

—Alguno sí hay.

—Pocos y en alguna esquina.

—Solo hay una calle en París que no tiene ni un solo árbol —indicó; aunque se refería a las importantes—. La avenida Ópera. ¿Has pasado por allí?

—No lo recuerdo. ¿Ni uno, dices? Qué raro. En la calle que te decía se entiende porque no es lo bastante ancha, pero en una avenida…

—Un día de estos iremos y te explicaré el porqué.

Yolanda sonrió.

—¿De verdad me llevarás?

—Sí tú quieres, sí.

A ella empezó a bombearle el corazón más rápido. No se explicaba qué habilidad tenía con aquella mirada y su dura expresión que la descolocaba.

—Suena misterioso —disimuló, dando otro sorbo de vino—. Como el nombre de Chemin-Vert.

Patrick la invitó a tomar otro bocadillo. Ella dudó pero al final sucumbió a la tentación y él le explicó que acababa de elegir el más tradicional y típico de la ciudad: baguette con mantequilla y jamón Príncipe de París.

—¡Qué bueno! —exclamó; aquel pan era un pecado crujiente por fuera y tierno por dentro.

Patrick sonrió viéndola disfrutar y le reveló la ausencia de misterio respecto al nombre de aquella calle.

—Se llama Chemin-Vert porque antiguamente era el camino que comunicaba las huertas con la muralla. París no siempre fue así de grande. Todo esto —añadió, señalando en redondo los tejados—, hace pocos siglos, eran huertos y campos de cultivo.

Yolanda asintió, como gesto de aprobación.

—En ese caso, es bonito que haya conservado el nombre —convino—. Pero, al margen de ese detalle curioso, también apunté que París no es solo un escenario de ensueño, como nos hacen creer. También hay zonas normales y corrientes.

A la vez que atacaba su cuarto bocadillito, Patrick consideró que como impresión de partida, aunque obvia, no estaba nada mal y tomó nota de ello.

—Y dime, ¿qué más te ha llamado la atención?

Yolanda terminó de masticar la puntita del bocadillo antes de continuar.

—Pues la gente de a pie —dijo, al tiempo que se limpiaba los dedos con la servilleta—. Estuve en un parque ahí detrás —señaló hacia la derecha con un gesto vago de la mano—. Los niños acababan de salir de la escuela. Me quedé fascinada.

Le explicó cómo las ropas étnicas convivían con las vestimentas occidentales, con las zapatillas Converse y los sombreritos pasados de moda de las abuelas. Le narró la escena de unas mamás con vestidos africanos y carros de bebé, que charlaban animadas. Y no lejos de ellas, algunos ancianos sentados en los bancos que disfrutaban de un soplo de juventud contemplando el barullo feliz de risas, riñas por los columpios y chutes de balón.

—Una ciudad con miles de tonalidades, cada persona, un color —resumió Patrick.

—Sí, algo así —confirmó, contenta de que la entendiera tan bien—. Y además, de tres generaciones distintas en armonía.

—Se nota que te gustó lo que viste en el parque.

—Mucho. Y no me preguntes más, porque tendría que mirar la libreta. Ahora mismo no recuerdo más.

—Lo dejamos para otro día, si quieres —decidió. Y se estiró en el sillón, con los brazos detrás de la cabeza.

Los bocadillos habían desaparecido. Al final, ella acabó con tres y Patrick con cinco. Yolanda dobló la bandeja de cartón y la metió en la bolsa de desperdicios.

—Estaba todo delicioso —comentó, agradecida y satisfecha.

Él esbozó una sonrisa y la sorprendió extrayendo un par de cazoletas metálicas de la segunda bolsa. Seguro que Yolanda no imaginaba que había pensado en un postre.

—Ahora viene lo mejor —aseguró, sacando también dos cucharillas desechables.

A pesar de lo llena que estaba, se le hizo la boca agua mirando aquella delicia.

—Eso tiene que estar de muerte.

Para no herir sensibilidades patrióticas, se calló que aquella crema quemada parecía muy similar, si no igual, a la crema catalana.

Patrick tomó una cucharada y se la acercó a los labios, invitándola a probar.

—La crème brûlée es como el buen sexo —afirmó dedicándole una mirada intensa—. Cuando la pruebas, siempre quieres más.

Patrick ya se había adelantado en bajar, con la excusa de tomar un par de apuntes acerca de lo que ella le había contado. Yolanda se ofreció a recoger los vasos y los restos de la cena, entre otras cosas, para hacer tiempo.

No era tonta. Había comprobado de primera mano que Patrick no le quitaba ojo durante la cena. Y tenía experiencia suficiente para captar una insinuación. Aquello de «ahora viene lo mejor», el remate de la alusión al sexo, la cucharadita tentadora… Suficientes señales le había ido dejando caer.

Cogió las bolsas de plástico, los vasos y la botella vacía. Cerró la puerta de la terraza y con el llavero danzándole en la mano bajó el tramo de escaleras que separaba la azotea del apartamento.

No tenía intención de regresar al sofá por varias razones de peso. En primer lugar porque aún estaba mojado y no iba a dormir encima de la mancha de agua que la arpía de la rubia dejó como recuerdo. En segundo lugar, porque no soportaba el calor del edredón y en la cama de Patrick había sábanas. Y en tercer lugar —razón fundamental— en esa cama estaba él. Ya habían dedicado bastante tiempo al juego de la seducción, todo parecía indicar que en unos momentos pensaba lanzarse. Yolanda reconoció que se moría de ganas de que lo hiciera.

La puerta estaba entreabierta, fue a la cocina y no perdió tiempo: lo dejó todo sobre la encimera diciéndose que por la mañana ya acabaría de recoger. Camino del baño, aguzó el oído. Se escuchaba el golpeteo del teclado que provenía del despacho.

Se lavó las manos, se cepilló los dientes y se desmaquilló con la anticipación cosquilleándole el estómago. Se miró en el espejo mientras se perfumaba las muñecas y detrás de las orejas. Antes de salir, se abrió el escote de la camiseta y se dio una rociada en zona peligrosa.

Apagó la luz y atravesó el pasillo despacio. El teclado ya no se oía, imaginó a Patrick esperándola tumbado con los brazos debajo de la cabeza. ¿Qué haría? Conociendo su perfil dominante, seguro que le tendería la mano en silencio y ella…

Ella se llevó el chasco de su vida al entrar en el dormitorio. Ni mano invitadora, ni mirada sexy, ni fantasías, ni sorpresa caliente para después del postre. Patrick dormía bocabajo como un tronco. Y para colmo, ocupaba toda la cama.

Tras una noche pura y casta, al día siguiente, Yolanda dedicó la mañana a poner una lavadora. Perseveró también en su intentona de secar el sofá, harta de sentarse encima de una toalla. Tarea desesperante, porque con la humedad de París, el manchurrón que les dejó la tigresa malasombra no se evaporaba ni a tiros.

Mientras esperaba que acabara el ciclo de lavado, se asomó a uno de los balcones del salón. Se entretuvo contemplando el bullicio del tráfico y paseó la mirada por la fachada que quedaba justo enfrente. Le vino a la cabeza un destello de culpabilidad por ser tan cotilla, ya que, durante el solitario desayuno tomó algunas notas en el cuaderno. Y como tenía bolígrafo y papel, multiplicó la cantidad que Alejo había pagado de alquiler por veinticinco días mínimo cada mes, descontó a ojo impuestos, los gastos de limpieza, agua y electricidad… Y tuvo que parpadear un par de veces sin creerse los beneficios netos mensuales. ¡Dos veces su sueldo como profesora de educación especial! Patrick sacaba ese pastón extra al mes alquilando un estudio en un séptimo sin ascensor a turistas de paso. Con razón lo consideraba su seguro económico. Yolanda supo que si su madre, que vivía de los inmuebles alquilados, viese semejante negocio, tendría a Patrick en un altar.

Mamá. Pensar en ella le provocó malestar de estómago. Tendría que llamarla, pero no le apetecía. La imaginó en ese momento: repaso de las cuentas de los alquileres con el administrador, paseo hasta el Casino de Agricultura donde tomaría un Martini previo a la partida de canasta con otras cuatro señoronas igual de rancias y con vidas igual de rutinarias. A Yolanda la sola idea de convertirse en una solitaria cuentaduros y aburrida como todas ellas le dio escalofríos.

Tan metida en sus propios pensamientos estaba que ni oyó llegar a Patrick. Dio un salto cuando él, a su espalda, le puso las manos en la cintura.

—Hey, no sabía que estabas aquí.

Yolanda se dio la vuelta, contenta a pesar del susto.

—Me gusta el bullicio de la calle de buena mañana.

Él la miraba con expresión calurosa, como si tuviera algo muy importante que contarle. Llevaba desde muy temprano encerrado en el despacho y no era habitual que saliese por sorpresa de su guarida. Por el brillo que advertía en sus ojos, Yolanda intuyó que se trataba de una buena noticia.

Patrick apoyó la cadera en la barandilla y le puso las manos sobre los hombros para que lo escuchara con atención.

—Llevo horas y horas devanándome los sesos. Y por fin he encontrado el hilo conductor del guion —anunció como quien se quita un peso de encima—. Hasta ahora tenía una maraña de ideas, pero cuando me hablaste anoche de la calle sin árboles y la diferencia con las más emblemáticas…

—¿Cómo los Campos Elíseos? —apuntó Yolanda.

—¡Sí! —admitió, abrumado de entusiasmo creador—. Eres increíble. La inspiración te la debo a ti.

Yolanda no pudo evitar una sonrisa y se encogió de hombros, sin saber por qué le atribuía tanto mérito.

—¡Los cinco sentidos! —anunció—. Ese va a ser el eje del corto. Una ciudad que atrapa por la vista, gusto, tacto, olfato… Y el contraste. Las dos caras, la París del eterno encanto y la cotidiana.

—Me gusta.

—Y más te gustará. Cada idea tuya, la contrastaremos con otra similar pero diametralmente opuesta.

—Como las calles anónimas y las famosas.

Patrick agradeció su acierto con una sonrisa.

—Venga, necesito ideas, ya, rápido, sin pensarlo demasiado.

Y la apremió revolviéndole el pelo en un gesto travieso. Ella sonrió también y sacudió la cabeza para que su melena se recolocara sola.

—Vamos a ver —meditó—. Has dicho que todo gira alrededor de los cinco sentidos. —Él hizo un leve asentimiento y permaneció a la escucha—. Para el oído me parece más bonito una película que me ofrezca música y no el ruido del tráfico.

—La belleza emociona, siempre es un acierto —aceptó.

El gusto de Yolanda como espectadora de a pie le era útil, puesto que la suya era en exceso profesional. Y mientras ella le contaba la disparidad entre los espectáculos del Lido, Folies Bergère, el Moulin Rouge o la exquisita programación para entendidos de la Ópera Garnier, y el contraste con una pareja de músicos callejeros que le robaron el corazón en uno de sus paseos, Patrick no dejó de observar el brillo de su mirada.

—Ella repetía el repertorio más conocido de la Piaf y el marido la acompañaba con un órgano electrónico —le explicó—. Me parecieron muy mayores para cantar en la calle; pero creo que lo hacen porque les gusta, había pasión en sus caras cuando agradecían los aplausos. Y la canción, ¡uff! Me emocioné como una tonta —confesó sin avergonzarse de ello—. Era esa que compara al hombre que ama con un carrusel.

Tarareó la primera estrofa para que Patrick supiera a qué canción se refería. Y descubrió que para ella la letra ya no significaba lo mismo. Llevaba años escuchando con añoranza esa canción, porque le traía a la memoria la sonrisa de su padre una mañana de domingo, viéndola cabalgar sobre un caballo de juguete en el tiovivo de la Gran Vía Ramón y Cajal. Era uno de los recuerdos más felices de su infancia. Pero en ese instante, el hombre que tenía frente a ella daba sentido a la voz de la Piaf cuando decía «tú haces que me dé vueltas la cabeza». Algo así le sucedía a ella, e imaginó qué dulce sería girar en sus brazos, rápido, rápido, con música de feria en un baile sin fin. Se calló de pronto, porque Patrick le apartó un mechón de pelo de la frente y se inclinó despacio.

—Tú eres mi carrusel —murmuró.

Yolanda cerró los ojos con el corazón acelerado, segura de que solo se refería al título de la canción, pero qué bonito era soñar que se lo decía de verdad. El beso que estaba a punto de darle con aquella melodía maravillosa como banda sonora, seria de los que se recuerdan toda la vida. Cuánto deseaba sentir la calidez de sus labios en los suyos. Y los tenía cerca, muy cerca…

Un coro de silbidos y risas agudas aniquiló la magia. Patrick se enderezó con cara de salir de un trance. Yolanda se retiró el pelo hacia atrás con las dos manos y fusiló con ojos furiosos a un grupito de chicas en el balcón de al lado, el del apartamento de alquiler. Todas muy rubias y muy nórdicas, todas con pantaloncitos muy cortos y camisetas que dejaban al aire sus piercings en el ombligo. Todas muy guapas. Todas odiosas. Y más cuando empezaron a gritar piropos. La sonrisa castigadora que exhibió Patrick al escucharlas acabó de ensombrecer la cara de Yolanda. Maldijo a las vikingas y al rey de la fiesta muy en especial, que se acababa de acodar en la barandilla y les reía las gracias en inglés.

—Voy a ver si ha terminado la lavadora —anunció, ojeando a las ocupantes del balcón con una mirada estrecha—. ¿Tú no tenías trabajo con el guion?

—Yo también me merezco un descanso de vez en cuando —opinó, sin dejar de tontear con las rubias.

—Y más si es en buena compañía —añadió, con tono venenosillo—. Qué simpáticas tus inquilinas, ¿verdad?

Patrick giró para mirarla con expresión interrogante, y al verla disimular su mal humor, ensanchó la sonrisa de puro ego masculino.

—No pongas esa cara —se excusó guiñándole un ojo—. Si fueran hombres, te estarían mirando a ti.

Yolanda parpadeó con una sonrisa ácida.

—Con la suerte que tengo, seguro que serían gays y te mirarían a ti —sentenció, antes de abandonar el balcón y dejarlo allí solo con su club de fans.