Capítulo 6
Y entonces llegó ella

Algo después, Yolanda caminaba por rue Chemin-Vert, calle que según indicaba el mapa, conducía desde Père-Lachaise hasta su destino en milagrosa línea recta.

Por fin iba a visitar Chez Martín. Calculó que tenía por delante un paseo de hora y media, pero no le importó. Llevaba calzado cómodo, a pesar de que el recorrido no tenía ningún encanto. No era otra cosa que una calle larguísima de un solo sentido para el tráfico, de esas en las que vive la gente normal. Los edificios viejos se alternaban con otros más modernos. En unos y en otros, las fachadas bonitas eran una rareza. Yolanda observó flores en algunos balcones, otros lucían carteles de «Se vende»; a pie de calle, sucursales bancarias y comercios de todo tipo. De tanto en tanto sacaba el cuaderno y tomaba notas, sin saber si serían útiles o no para el cortometraje de Patrick.

Al llegar al boulevard Beaumarchais, solo tuvo que caminar unos metros hacia la derecha y enseguida avistó el toldo rojo del restaurante. Mientras esperaba el cambio de los semáforos, la embargó una mezcla de nerviosismo y emoción al leer su propio apellido en letras amarillas. Cruzó sin perder detalle de los clientes que tomaban una cerveza en las pocas mesas que se veían en el chaflán. Su padre siempre contaba que el negocio le fue muy bien porque cuando él lo abrió solo había en todo París un par de bares de ambiente español. La fachada aún lucía el cartel que su padre reprodujo en las tarjetas de visita y que recordaba al de las latas de aceite con la andaluza sentada entre los olivos.

La puerta estaba abierta. En el interior, unos pocos clientes y una pareja de turistas con mochilas eran todo el público a esas horas. El nuevo dueño lo había convertido en un local de tapas, a la vista de las bandejas que exhibían las vitrinas refrigeradas. Fue directa a la barra, se acomodó en un taburete y curioseó la carta. Sonrió al leer «carajillo» en la lista de cafés. Y, acostumbrada a tomarlo nada más que en Navidad, le chocó ver que entre los postres se ofrecía turrón todo el año. Tras el mostrador, separadas por medio tabique, un par de mujeres con cofias blancas trajinaban entre los fogones.

El que parecía el dueño, ya que no llevaba ropa de camarero, se acercó y le preguntó qué quería tomar. Yolanda supuso que se ocupaba él mismo de la barra hasta que llegasen los empleados para el turno de cenas.

—Una Coca-Cola, por favor —respondió en español, a modo de tanteo.

El hombre cambió inmediatamente de idioma. Lo dominaba a la perfección, pero con marcado acento francés. Yolanda no sabía nada de él, pero la edad y el hecho de que hablara castellano como si fuera su lengua materna, le hizo suponer que era hijo de uno de los cientos de miles de emigrantes de los años sesenta.

—Aquí tiene. ¿Algo para picar? Patatas, unas aceitunas… Nos las traen de Córdoba.

—Muchas gracias, pero no —rehusó con una sonrisa—. Yo conocía al anterior dueño —dejó caer.

El hombre la miró brevemente. Yolanda, que esperaba un recibimiento más efusivo, se quedó un poco parada. En la expresión del hombre se notaba una incomodidad que no supo como interpretar.

—Yo lo conocí poco —comentó, sin demasiado interés—, de un par de veces que vine aquí como cliente. Cuando le compré el restaurante a su esposa, monsieur Martín ya había fallecido.

Ella se quedó sin saber qué decir. No tenía ni idea de que su madre se hubiese encargado de la venta del negocio tras la muerte de su padre.

—En realidad soy su hija —reveló, con la esperanza de que le contase algo más.

Pero sus palabras obraron el efecto contrario, porque el hombre se alejó hacia la otra esquina de la barra sin decir palabra. Extrañada por su repentina huida, Yolanda paseó la vista a su alrededor; la visita no estaba saliendo como esperaba y la Coca-Cola empezaba a atragantársele. No es que soñara con banderitas y banda de música, pero tanta indiferencia descorazonaba a cualquiera.

El restaurante era más pequeño de como lo había imaginado, pero tenía encanto. Nada de toritos bravos, castañuelas ni toneles vacíos como decoración. Entre el botellero, El Afilador, La Asturiana, Terry, Soberano y otras muchas marcas de licor españolas, como era de esperar. Todo el perímetro estaba decorado con un zócalo de azulejos de Manises que su padre mandó llevar hasta allí. Se fijó en las fotos colgadas sobre la caja registradora y agradeció al hombre tan poco simpático, que en ese momento la observaba con disimulo, que no se hubiese deshecho de ellas porque en muchas aparecía su padre. En una se le veía tras ese mismo mostrador, sonriendo a la cámara junto a Paco de Lucía. En otras, al lado de caras famosas, cuyos nombres Yolanda no alcanzaba a recordar. De pronto detuvo la vista en una de ellas sin poder apartar los ojos de su padre y de una niña pequeña que aparecía junto a él. Hizo lo posible por atraer la atención del dueño, que no tardó en acercarse.

—¿Puede decirme quién es esa niña que aparece junto a mi padre?

Yolanda notó su nerviosismo.

—¿Acaso no la conoce? —preguntó con aspereza.

—Si la conociera, no le preguntaría, ¿no le parece? —replicó muy seria.

El hombre pareció dudar antes de responder.

—Es Sylvie, la hija de monsieur Martín.

Yolanda se quedó helada. Sin querer, dio un golpe al vaso y la Coca-Cola se derramó sobre el mostrador.

Al verla en tal estado de shock, el hombre se portó con Yolanda con una inusitada amabilidad digna de agradecer. Le sirvió un vaso de agua fría y se empeñó en invitarla al refresco. Ella preguntó y, aunque el hombre no supo responderle, Yolanda tampoco tuvo que insistir demasiado. Sin apenas darle razones, él se hizo cargo del terremoto emocional que llevaba por dentro y buscó la información que ella le pedía en la guía telefónica. Garabateó un papel y se lo dio.

—Aquí tiene: el teléfono y la dirección, pero en la guía no figura la puerta. Pregunte a los vecinos —sugirió—. A todo esto, suponiendo que no se haya mudado. Yo es lo único que sé, de pura casualidad. Su madre comentó, una vez que vino de visita, que Sylvie se había casado y vivía por la zona de Saint Germain. En la guía, no aparece otro Martín que viva por esas calles. Suerte ha tenido también de que el teléfono esté a nombre de ella y no de su marido.

—No sé cómo darle las gracias.

—No es necesario —aseguró—. Siento que haya tenido que enterarse de esta manera.

Yolanda salió de allí con un nudo en la garganta y los nervios a flor de piel. Su padre tuvo otra hija. Otra hija… Mi hermana… se repitió para acostumbrarse al sonido de esa palabra nueva en su vocabulario. Y estaba casada por lo tanto, debía tener casi su misma edad. Una hermana de la que nunca había oído hablar. Aturdida, caminó la manzana que la separaba del boulevard Beaumarchais y bajó al metro en la estación de Chemin-Vert sin saber siquiera qué línea debía tomar.

Pero a mitad de camino, volvió a subir hasta la calle, por miedo a que allá abajo no hubiera cobertura. Aquella llamada era demasiado importante para demorarla ni un minuto más. Se rogó a sí misma serenidad y pulsó el número de su madre. Esa vez iba a darle todas las explicaciones que llevaba una vida negándole.

—Tú sabías que tenía otra mujer.

—Lo sospeché desde el primer momento. Pero tu padre tardó varios años en confesarme la verdad.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —exigió.

A pesar del tono agresivo de Yolanda, su madre no perdió la calma.

—Porque no era cosa tuya.

—Sí, sí lo era, mamá —casi gritó—. Él era mi padre, ¿cómo crees que me siento en este momento?

—Eres mi hija y te quiero. Pero eso no te da derecho a pedirme cuentas sobre mi matrimonio. Ese fracaso forma parte de mi intimidad. Nunca hubo necesidad de explicarte nada más.

A Yolanda no la convencieron sus argumentos. Ella era la hija de él y de ella. De los dos. Era el fruto de ese amor fallido y tenía derecho a saber.

—¿Era esto lo que querías? ¿Qué me enterara de la verdad de esta manera?

—En lugar de echarme en cara por qué nunca te dije que tu padre tenía una amante, pregúntate por qué no lo hizo él.

Era extraño, pero a Yolanda le dolió que usara esa palabra con la más despreciativa de sus acepciones para describir a una mujer que fue el amor de su padre.

—Porque yo solo tenía quince años cuando él murió —alegó.

No le cabía en la cabeza otro motivo que justificara que su padre no le hubiera contado nunca que había rehecho su vida en París junto a otra mujer. ¿Por qué le ocultó la existencia de esa hermana y no le confesó que no era hija única? Decepcionada y confusa, empezaba a pensar que toda su vida y sus recuerdos felices no eran más que una gran mentira.

—Tengo que dejarte —informó su madre—. Es absurdo continuar con esta conversación. Estás muy alterada.

—Sí, claro. Yo siempre soy la que se altera —replicó nerviosa—. Tú eres perfecta, tú nunca pierdes la calma.

—Ya hablaremos, Yolanda.

—¡No cuelgues! ¿Cómo has podido ocultarme que tengo una hermana?

—Yo no lo sabía —aseveró con un tono frío y tajante.

—Así qué no sabías que papá tenía otra hija —repitió, con amargura en la voz—. No te creo, mamá.

—¿Te he mentido alguna vez?

La despedida entre Yolanda y su madre fue breve y amarga. Bajó al andén del metro y, mientras esperaba la llegada del convoy, no pudo quitarse aquella última pregunta de su cabeza. Y a pesar de cuánto le dolía, no pudo hacer más que darle la razón.

Era verdad: su madre nunca le había mentido. No lo hacía al reprocharle lo poco que se parecía a ella. Ni cada vez que lamentaba que no había heredado su clase, ni su estilo sobrio y refinado. Ni cuando criticaba su falta de gusto o su forma de vestir. Su rabia no era falsa cuando le reprochaba lo mucho que se parecía a su padre. No mentía cuando la miraba con el desencanto de quien reconoce en su hija la huella de su propio fracaso. Tampoco hacía falta que le dijera que su pesar era sincero, cada vez que la comparaba con las extraordinarias hijas de sus amigas; o cuando le recordaba que, con treinta años, aún no había logrado ni un trabajo estable ni una posición. Sí, la quería. Eso también era verdad, pero lo hacía pretendiendo cambiarla; o reteniéndola junto a ella con un cariño controlador que no aceptaba su opinión ni su forma de ser.

El convoy se detuvo. Yolanda buscó un asiento libre y apoyó la cabeza en el cristal de la ventanilla. Mecida por el traqueteo del vagón, siguió en una lucha silenciosa contra sus propios demonios. Era consciente de que aquellos pensamientos martirizadores no le hacían ningún bien, pero no podía dejar de reconocer ante sí misma, como tantas veces, que su madre era sincera cada vez que repetía que ella no era la clase de hija que esperaba. O cuando en silencio le echaba la culpa de todo lo malo que le había sucedido en la vida. Para Yolanda no era un secreto que, cada vez que la miraba como a la gran decepción de su vida, los ojos de su madre decían la verdad.

Yolanda tardó en sacudirse la tristeza de encima los veinte minutos que duró el trayecto. Hizo un esfuerzo por cambiar de ánimo y consiguió, al menos, que el sentido común barriera los pensamientos amargos hasta el rincón más escondido de su cerebro.

Madurar implicaba asumir los hechos sin hacer de ello un drama. Regodearse en los detalles negativos de su vida, que no estaba en su mano cambiar, no servía de nada.

Le dio pereza sacar el cuaderno, así que hizo una lista mental de las cosas buenas que le había regalado el destino, esas que la hacían feliz. Y sonrió contenta al llegar al meñique de la mano izquierda y ver que le faltaban dedos. Echó una mirada a su alrededor. Observó a los ocupantes de los asientos más cercanos y se preguntó cuántas de aquellas personas debían enfrentarse a problemas graves de salud, apuros económicos, de desamor o de soledad. Cuando la megafonía anunció la llegada de Père-Lachaise, Yolanda se apeó de aquel vagón, convencida de ser una mujer muy afortunada, a pesar de todo.

La historia de sus padres no era algo fuera de lo común. Dejaron de quererse, como tantos y tantos. Yolanda solo sabía, por lo que su abuela le había contado y por las discusiones familiares que escuchó sin querer, que su madre era una chica de familia con posibles que se enamoró de un camarero con muy buena planta, sin más fortuna que la ilusión que ponía en su trabajo. Y las diferencias de clase pudieron con el amor. Ella le cogió gusto a atacarlo a fuerza de humillaciones y él supo nunca podría amar a una mujer que se avergonzara de él. El nacimiento de Yolanda a los diez meses de la boda, ni apaciguó los ánimos ni arregló la relación. El mismo día del bautizo, su padre, relegado por la familia materna a un infamante papel de segundón, tomó la decisión de marcharse de aquella casa que ni era suya —ya se encargaban cada día de recordárselo— ni sería nunca su hogar. Partió a París con la excusa de que unos conocidos le habían conseguido un puesto en el prestigioso restaurante La Tour d’Argent. Su madre solo dijo: «Ya volverás, por la cuenta que te trae». Y sí, volvió. Cada cuatro o seis meses porque tenía una hija. De no haber existido Yolanda, no habría regresado a Valencia nunca más.

Caminó de vuelta a casa, diciéndose a sí misma que vivir con la rémora de un pasado imperfecto era una tontería. Y ahora tenía una hermana. ¡Qué increíble jugada del destino! Necesitaba hablar de ello con alguien que supiera escuchar, compartir su alegría, especular sobre el vuelco que podía dar su vida a partir de ese momento. Miró el reloj y apretó el paso con ilusión. Estaba deseando llegar y contarle a Patrick aquella maravillosa noticia.