—¿Dónde quieres que lo guarde? —preguntó Yolanda desde la puerta de la cocina, con el edredón y la almohada en brazos.
Patrick acababa de despertarse. Despeinado y somnoliento, giró para mirarla con una taza en la mano.
—Ven.
Dejó el café sobre la encimera e indicó que la siguiera por el pasillo. Abrió una puerta que quedaba justo enfrente del baño y encendió la luz. La habitación, con dos de las paredes cubiertas de armarios con altillo, era una especie de trastero multiuso. O eso supuso Yolanda al ver una tabla de planchar desplegada. Un antiguo dormitorio del que se había excluido la cama y el colchón para hacerlo más espacioso. En las paredes aún lucían algunos pósters juveniles de deportistas atrapando una pelota ovalada. Divisó también algunas copas y trofeos en las estanterías que había sobre el espacio que en su día debió ocupar la cama, sustituida por una mesa de caballetes arrimada a la pared. Yolanda ató cabos: Patrick vivía en esa casa toda la vida, no hacía falta ser un lince para adivinar que aquella estancia fue su antiguo dormitorio de niño y adolescente.
—¿Eres deportista?
—Rugby.
Yolanda optó por no preguntar más. La respuesta parca daba a entender que, o bien era de los que se levantaban sin ganas de hablar, o era de los que no les gustaba dar explicaciones. Pero ya sabía algo más de su casero, que jugara al rugby justificaba su anchura de hombros y sus músculos esculpidos.
—Puedes dejarlo ahí mismo.
Le señaló la mesa; Yolanda supuso que se usaba para doblar ropa, ya que en el cuarto de plancha de casa de su madre había una muy similar.
—Has sido muy amable conmigo. Y te estoy muy agradecida, en serio, pero no quiero abusar —comentó, dejándolo todo allí encima—. En cuanto recoja, buscaré un hotel que no sea muy caro, por unos días no creo que mi economía se resienta.
—De eso quería hablarte. He estado pensando…
—Perdona.
Lo dejó con la palabra en la boca porque salió pitando al oír que sonaba su móvil.
Patrick apagó la luz y fue también hacia el salón. Sentada en el brazo de un sillón, Yolanda hablaba en español con el teléfono pegado a la oreja.
—Voy a ducharme —avisó, señalando el baño; pensó que era lo mejor, ya que tenían que compartirlo y la puerta no tenía pestillo.
Yolanda asintió con la cabeza.
—¿Eso es una voz de hombre? —preguntó su madre desde España.
—Sí.
Ella tuvo que apretar los dientes al escuchar su risita amarga.
—Te marchas con uno y te quedas en París con otro —encizañó—. Cada día te pareces más a tu padre.
Yolanda colgó sin contemplaciones. Su madre sabía que esa era una herida abierta y no dudaba en hurgar, a sabiendas de que le hacía daño. Ella no tenía ninguna culpa de que su padre se largara del hogar para rehacer su vida en París con otra mujer; o al menos, eso era lo que ella imaginaba. Era un hombre muy guapo y aún más cariñoso como para haberse resignado a vivir en soledad hasta la muerte.
Se acabó el hablar con su madre por el momento, meditó con el teléfono en la mano. Se acabó el escuchar puyas verbales y hacerse mala sangre. Aquella agria llamada acabó de decidirla: no se quedaría en París unos días como tenía previsto. Como no tenía ninguna gana de regresar a Valencia y verle la cara a su madre todos los días, su estancia en aquella ciudad se iba a prolongar todo lo que sus ahorros dieran de sí.
Patrick llegó recién duchado, afeitado y vestido para salir.
—Antes me ha parecido entender que no andas bien de dinero.
—No es que esté en la miseria —aclaró ella—, aún me quedan unos ahorros. Pero hace un mes me quedé sin empleo y tengo que controlar mis gastos hasta que el colegio me vuelva a contratar —él arrugó el entrecejo, a modo de muda pregunta—. Soy maestra.
—No lo pareces.
—¿Por qué?
—Las que yo tuve eran todas feas y antipáticas —Yolanda sonrió; viniendo de alguien tan parco en sutilezas, era todo un cumplido—. Lo de quedarse sin trabajo es un mal muy extendido. Por desgracia aquí también sucede, cada día con más frecuencia. ¿No tienes familia a la que recurrir?
—Mi padre murió. Mi madre goza de una buena posición, muy holgada —recalcó—. Pero es su dinero y yo prefiero vivir del mío.
—Eso te da libertad —adivinó.
Yolanda no lo negó. Aunque no se conocían de nada, algo le dijo que el hombre que tenía delante la entendía muy bien.
—Mi madre confunde amar con encadenar —se sinceró—. Es una forma de amor equivocada, pero cada persona entiende la vida de una manera. Y a mí ese cariño acaparador me ahoga. Cuanto menos dependa de ella, mejor.
No había tenido reparos en hacerlo cuando le pidió que le comprara un coche y en mil ocasiones más. Pero en ese preciso momento de su vida no tenía intención de recurrir al dinero a su madre.
—Por eso necesito encontrar un hotel no muy caro.
Ella aún estaba sentada en el brazo del sillón. Patrick se reclinó en el sofá y le indicó el asiento con la mano, para que se pusiese cómoda y pudiesen hablar cara a cara.
—No es preciso que busques un hotel.
—Patrick, te lo agradezco de verdad —dijo, sentándose enfrente de él—. Pero no puedo acampar en tú salón y convertirme en tu huésped eterna. He decidido quedarme en París algún tiempo.
—No eres mi huésped, eres mi invitada —matizó; al ver que Yolanda iba a replicar, la frenó alzando la mano—. Antes de que protestes, déjame que te explique, ¿quieres? ¿Puedo saber qué te retiene en París?
—Quiero averiguar todo lo que pueda sobre mi padre.
—Bien, eso imagino que te llevará algún tiempo —Yolanda asintió, agradecida de que no hiciera preguntas—. Si te quedas aquí, vas a ayudarme en el proyecto que tengo ahora entre manos. Quiero que me regales París.
—¿Eso es posible? —rio.
—Necesito descubrirla como tú la ves.
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Qué te parece si te lo cuento con calma mientras desayunamos?
Sentados a la mesa de la cocina, Patrick le contó en qué consistía el proyecto para el que requería su ayuda. Él ante su segunda taza de café y ella disfrutando de un enorme tazón de café con leche.
—Estoy trabajando en una película; corta, porque de momento nuestro presupuesto no da para largometrajes. —Destapó un paquete de barquitas con confitura de fresa y le ofreció; Yolanda tomó una que mordisqueó entre sorbo y sorbo—. Estoy a medias con el guion de un corto documental, pero con tratamiento cinematográfico. Realidad embellecida: música, fotografía sugerente, voz directa combinada con narración en off… No sé si me entiendes…
A Yolanda le intrigó. Así que el motero que jugaba al rugby, trabajaba en el séptimo arte. El proyecto parecía muy interesante. Bebió café y no tuvo reparos en preguntar.
—¿Eres director de cine?
—Produzco más que dirijo. Pero sí, lo soy.
—Explícame eso —pidió, muerta de curiosidad.
Y mientras ella devoraba un par de barquitas más, él le explicó que dirigía una productora de cine. A Yolanda le pareció un detalle elegante que evitara mencionar que la empresa era suya, aunque ante un nombre como Gilbert Producciones resultaba evidente. Una productora modesta, según le contó, en la que trabajaban seis personas junto a él, además de algunos becarios de una escuela de cine, de modo temporal.
—Nos dedicamos a proyectos televisivos además de cinematográficos —continuó diciéndole—. Y también produzco una serie educativa de dibujos animados para aprender inglés dirigida a niños de preescolar, que ahora mismo emiten varios canales privados y se comercializa en DVD, Blu-Ray y CD-ROM, esta última opción solo para uso en centros educativos.
—¿Esto lo subvenciona la administración pública?
Patrick apuró lo que le quedaba de café y dejó la taza a un lado.
—Por suerte, sí. Pero cuento con un programa fijo de videncia para televisión que es nuestra fuente de ingresos segura y, todo hay que decirlo, más sustanciosa. Gracias a ello puedo dirigir, cuando las labores de producción no me roban todo mi tiempo, otros proyectos menos lucrativos y más creativos como los cortometrajes de ficción. Lo que tú llamas «cine». ¿No comes más galletas?
—No gracias, si tomo una más no cabré en los pantalones.
—No me creo nada.
Esbozó una sonrisa lenta y la miró sin disimulo, a la vez que masticaba la barquita de fresa que ella había rehusado. Pero en ese momento a Yolanda lo que más le intrigaba era eso que había dicho sobre la videncia televisiva.
—Ese programa que produces, ¿es de esos que salen adivinos con llamadas en directo en horario de madrugada?
—Falso directo —aclaró, pasándose la servilleta por los labios—. Solo grabamos un día a la semana.
—Pero es todo tongo, ¿no?
—Este no. Al menos las llamadas son reales, aunque se emitan en diferido. En cuanto a lo otro, si la vidente acierta o no en sus predicciones, ni me incumbe ni me preocupa. A mí solo me interesa que la cadena lo mantenga en su parrilla de programación y, por el éxito que tiene, supongo que durará muchos años en antena.
—Hablas como un negociante en lugar de como un creador. Siempre he considerado el cine como una forma de arte.
—Y lo es. Pero el productor es quien arriesga su dinero al financiar los proyectos. Por tanto, me interesa que sean rentables, si no todos, la mayoría.
Yolanda estudió su rostro con una mirada llena de curiosidad.
—Quién lo iba a decir.
—¿Quién iba a decir qué?
—Que te dedicas al cine, no te pega.
—Yo no parezco director de cine y tú no pareces maestra. Conclusión: nunca juzgues a nadie por su apariencia. —Patrick sonrió al verla reír—. Pero vamos a lo importante: el corto del que te hablaba y para el que necesito tu ayuda.
—Será un placer echarte una mano, aunque no sé cómo. Eso sí, ni se te ocurra pedirme que me ponga delante de una cámara —manifestó; notó que él la miraba como si estudiase cada gesto—. Que no, Patrick, eso sí que no —avisó al adivinar sus pensamientos.
Patrick sonrió de medio lado, divertido ante su negativa tan tajante.
—No pensaba pedirte eso. Pero ya que lo mencionas, creo que darías muy bien en cámara. No hace falta que te diga que eres guapa, porque eso tú ya lo sabes. Pero esa mirada… Tienes unos ojos preciosos, inmensamente expresivos. No es fácil encontrar una mujer que enamore a la cámara.
—Gracias.
Yolanda sonrió apenas y le aguantó la mirada con gesto valiente, para que comprendiese que no era de las que se ponían nerviosas por un piropo.
—Me encantaría rodar contigo, aunque solo fuera a modo de prueba. Quizá algún día te pille en horas bajas y te convenza.
—No pasará, dalo por hecho —garantizó, con una amplia sonrisa.
Su actitud desafiante divirtió a Patrick.
—Puedo ser muy insistente —advirtió.
—Y yo, muy difícil de convencer —replicó sin achantarse—. Se te va a hacer tarde y aún no me has explicado en qué consiste eso de «regalarte París».
Patrick consultó la hora. A Yolanda le gustó el enorme reloj de acero tanto como los músculos en tensión de su antebrazo izquierdo al girar la muñeca. Él se reclinó en el respaldo de la silla y estiró las piernas antes de hablar.
—Quiero que la gente conozca París a través de mi documental. Pero hay ciudades con un protagonismo indiscutible y esta es una de ellas. París se ha convertido en un símbolo, no me interesa mostrar los tópicos; para eso ya están las guías turísticas. Le había dado muchas vueltas y anoche, después de pensar y pensar, se me ocurrió la idea de mostrarla a través de tu percepción sobre todo esto.
—¿Por qué yo?
—Porque yo vivo aquí toda la vida, mi capacidad de apreciación está «contaminada», por así decirlo. Imagina que esta es tu casa.
—No lo creerás, pero vivo en una muy parecida —comentó.
Era cierto, el piso de su madre en el centro de Valencia, en la calle de la Paz, en el que siempre había vivido, y el que ocupaba ella desde hacía cinco años, dos pisos por debajo del de su madre, eran de época y estilo muy similar. Viviendas de principios del siglo XX de las de zaguán con portería, escalera de mármol blanco, techos muy altos con molduras de escayola y estilizadas puertas de paso con cristaleras de bisel.
Patrick continuó con su explicación.
—Imagina que pasas todos los días durante años por el mismo pasillo y un día llega alguien que no ha estado nunca allí y de pronto descubre esa flor en los adornos del techo que a ti siempre te había pasado desapercibida. A mí, o a cualquier parisino, nos pasa algo parecido.
Yolanda se miró las manos, para apartar la vista de las de Patrick. Ella tenía los dedos largos. Le gustaban los hombres de manos grandes. Las de él eran poderosas, capaces de agarrar un balón al vuelo, e intuyó que también de acariciar con maestría el cuerpo de una mujer.
—Sigues sin decirme qué pinto yo en tu corto —dijo, retomando el hilo de la conversación.
—Es la primera vez que vienes a París, ¿verdad?
—Sí.
—Necesito ver la ciudad a través de ti. Tu mirada es limpia, curiosa, receptiva como la de un recién nacido que abre los ojos por primera vez. —Yolanda se quedó fascinada con la pasión que ponía al hablar—. Ciérralos.
—¿Ahora? —preguntó, sorprendida.
—Por favor —insistió; ella lo hizo—. Piensa en tu llegada. Espera un momento —la frenó al ver que habría la boca—. Olvida al ejército con fusiles de asalto en el aeropuerto, las colas, los atascos de la autopista circular y la peste a meados en las galerías del metro. Esa visión no me interesa.
—No he montado en metro todavía.
—Da lo mismo. Céntrate en las emociones positivas. Piensa en lo que sentiste en cuanto pusiste un pie en esta ciudad. ¡Atrévete! —la animó—. Regálame París a través de tus ojos.
Yolanda meditó un segundo sin despegar los párpados.
—Primavera.
Él asintió despacio con la cabeza.
—¿Qué más?
—Colores.
—Sigue —pidió en voz baja, por miedo a romper su concentración.
—Un taxista ansioso por acabar el turno para jugar un rato con su nieto.
Patrick sonrió sin dejar de observar a Yolanda. Esa era la mirada que quería y no otra. No se había equivocado al escogerla.
—Entonces, ¿me ayudarás?
Yolanda aceptó sin dudarlo. Pagar ese precio, a cambio de que la alojara gratis, era una ganga. Que, por otra parte, la hacía sentirse menos culpable por quedarse en su casa así, por las buenas.
—Me encantará hacerlo, de verdad. Pero ¿estás seguro de que no voy a ser un estorbo?
—A eso quería ir: normas de convivencia —atajó, con cierta autoridad—. No me importa que fumes, pero sal a cualquiera de los balcones.
—No fumo.
—Mucho mejor. Tus cosas puedes guardarlas en la habitación que te he mostrado antes. Si necesitas sitio, vacía un armario y mete lo que encuentres en los otros. ¿Puedes hacerlo sola?
—Sí, claro. Te voy a molestar muy poco, ya lo verás.
—Por la limpieza no te preocupes. Una chica viene todos los días. Eso sí, no tiene horario fijo —miró su reloj—. A lo mejor aparece por aquí dentro de un rato o más tarde, no sé. Lavadora y secadora, ahí detrás —señaló una puerta de cristal al fondo de la cocina—. Yo conozco el funcionamiento de ambas pero no es un deporte que me guste practicar.
Yolanda lo miró con ciertas dudas. Con aquellos consejos que parecían órdenes y la nula disposición que se le adivinaba hacia las tareas domésticas, supuso que estaba acostumbrado a mandar.
—Patrick, todo esto está muy bien. Pero mi conciencia se quedará mucho más tranquila si te pago algo por mi estancia, aunque sea una cantidad mínima.
—Basta con que cocines de vez en cuando.
Ella frunció el ceño, empezaba a pensar que el chico de la moto era una especie de marquesito.
—¿Puedo hacer una pregunta?
—Adelante.
—El apartamento de al lado, el que alquilas, en origen formaba parte de esta casa, ¿verdad?
Patrick la miró con cara de sorpresa, era obvio que no esperaba que saliera con eso.
—En efecto, lo era. Yo no necesito doscientos cincuenta metros para vivir. Un amigo arquitecto me dio la idea y decidí sacarle partido.
A Yolanda le vino a la cabeza su madre, dedicada en cuerpo y alma a cobrar recibos y administrar los alquileres de los diez edificios y varias fincas naranjeras de su propiedad. Entendía semejante entrega a una ocupación tan, a su juicio, aburrida y engorrosa, porque su madre y antes que ella su abuela, vivieron siempre de esas rentas, sin necesidad de otro trabajo que ocuparse de sacarles rendimiento. Pero en el caso de Patrick y su pequeño estudio, no creía que mereciese la pena.
—¿De verdad te compensa aguantar tanta entrada y salida de gente? —cuestionó, con la idea en mente de los impagos, ruidos y destrozos que debía soportar a cambio.
—Ese apartamento me aporta estabilidad económica. Producir cine es algo parecido a apostar en las carreras. Yo cuento con dos caballos ganadores —Yolanda intuyó que se refería a los dibujos animados y al programa de la vidente—. Pero me guardo las espaldas, por si acaso.
—¿Hace mucho que compraste este piso?
—Lo heredé de mi madre.
—¿Murió?
—Hace cinco años.
—Lo siento —murmuró—. ¿Y tu padre?
—Lo veo con frecuencia, pero mantenemos las distancias. ¿Has acabado con el interrogatorio?
Yolanda asintió, cohibida. No debía haber preguntado tanto. Él dio una ligera palmada en la mesa y cambió rápido de tema.
—Pues a lo que íbamos, me verás poco. Por mis horarios, no creo que coincidamos, así que siéntete en tu casa. En el primer cajón del mueble de la entrada encontrarás un juego de llaves, procura no olvidar cogerlas ni extraviarlas.
Se puso de pie y Yolanda lo secundó. Patrick salió de la cocina y Yolanda, con un suspiro, se resignó a recoger la mesa del desayuno. No iba a dejarlo todo tal cual hasta que llegara la asistenta que había mencionado. Cuando hubo acabado de pasar la bayeta, se lavó las manos y fue al salón, pensando en hacer espacio en cualquiera de los armarios del cuarto de plancha.
Patrick la soprprendió plantada ante la maleta, con los brazos en jarras. Yolanda alzó la vista; se había puesto la cazadora y llevaba el casco debajo del brazo.
—Ah, y última norma. La más importante de todas —anunció; a pesar del tono amable, sonó muy serio—. En mi despacho no se entra. Y cuando esté yo en él, no me gusta que me interrumpan si no es por cuestión de vida o muerte, ¿comprendido?
Le dio la espalda, dispuesto a marcharse. Por supuesto, sin decirle ni dónde ni para qué ni a qué hora tenía intención de regresar. Aunque Yolanda era consciente de que no estaba obligado a hacerlo, en el fondo le molestó.
—¿Algo más? —preguntó con retintín, antes de verlo desaparecer.
Patrick le echó una mirada por encima del hombro, aguda como la de un perro de caza.
—Sí. Te queda bien ese pelo nuevo. Me gusta.
Patrick salió por la puerta y Yolanda se tocó por instinto la melena con una alegría inesperada. Se había dado cuenta…