CAPITULO XVI:

EL AUTO DE FE

En todos los sitios donde se reunía el pueblo de Roma, en las iglesias durante las misas y en todas las plazas públicas, con muchas semanas de anticipación los heraldos anunciaban, con sus largas trompetas de plata, que en la próxima gran fiesta de la Iglesia, «el jueves verde», iba a tener lugar en el «Campo de Fiarra», donde desde tiempo atrás se incineraban textos sagrados y almas judías, un gran «auto de fe». La temible hechicera de Castilla, la que por arte de la brujería tomara la figura de la Santa Madre, tal como aparece en el cuadro «La Madona del Amor», que se halla en la iglesia del «Sagrado Corazón», sería llevada públicamente a la hoguera para comprobar por medio del fuego si era en verdad la Santa Madre, o, como afirmaban los inquisidores, una hechicera.

El «jueves verde» apareció sobre el Tíber un sol rojo y ardiente como un manojo de resina en combustión, y desde el amanecer daba un calor húmedo y pesado, que saturaba la atmósfera y producía un ambiente de bochorno en las calles de Roma, inflamando el espacio celeste. Desde la madrugada se oía un angustioso y horrísono tañer de campanas en todas las iglesias. Aquello parecía como si las campanadas avivasen el ardor del sol y acrecentaran sus llamas, azuzando las lenguas de fuego al punto de tornar asfixiante la atmósfera de Roma.

Desde el amanecer, las calles, los lugares de reunión y las plazas públicas íbanse llenando de gentes, de caballos, vacas y otras tantas criaturas vivientes. Desde cerca y desde lejos, desde todos los sitios donde se conocía la leyenda de la «Hechicera de Castilla», investida de la figura de la Santa Madre, venían las gentes para presenciar la gran fiesta del fuego, y ver cómo la hechicera salía ilesa de la prueba. Llegaban por todos los caminos y empleaban todos los medios de locomoción: quién a caballo, quién en asno, quién en mula y quién a pie, desde Ferrara y Florencia. Los marineros de Alcani llegaban por el Tíber en veleros empavesados. Roma no tenía espacio para ampararlos bajo techo; por eso permanecían con sus animales en las calles, levantaban carpas de colores en las plazas, ocupaban las blancas escalinatas de mármol de las iglesias, en la plaza de San Pedro, ante la iglesia del mismo nombre. Ante los estrados de mármol que levantara Miguel Ángel descansaban decenas de miles de hombres, con sus mujeres e hijos, con sus asnos y camellos, levantando allí sus carpas. Roma se había hecho tan estrecha, tan sucia e incómoda, que los aristócratas y los cortesanos abandonaron la ciudad durante el día de la gran fiesta, sin poder resistir el aire corrompido por las emanaciones del sudor y el mal olor del populacho que la había invadido.

En el «Campo de Fiarra», donde tenía que practicarse el auto de fe, hacía varios días que se entablaban verdaderas luchas y querellas para ocupar cada cual el mejor lugar. En la mañana del «jueves verde», la playa estaba de tal forma atestada de hombres, mujeres, niños, vehículos y carpas, que a duras penas pudieron los monjes de la Inquisición colocar, cerca de la pira sobre la cual debía ser quemada la hechicera, dos palcos cubiertos con doseles de terciopelo rojo, uno de ellos destinado para el Papa con su cortejo y el otro para el Gran Inquisidor con el Alto Tribunal. Cada uno de los que se encontraban en la plaza, ante la pira, había pasado varias noches sin dormir para cuidar sus lugares. Los monjes se veían obligados a emplear látigos de alambre, picas y fustas para castigar al populacho y preparar los sitios para el Papa y el Alto Tribunal. La playa donde debía tener lugar la fogata se convirtió en una feria anual. El pueblo, al permanecer en aquel lugar durante varios días y noches, necesitaba, naturalmente, proveerse de alimentos. Acudieron vendedores ambulantes, se instalaron restaurantes, cantinas, etcétera. Por encima de las cabezas del pueblo se elevaba un humo denso que salía de las cocinas improvisadas, colocadas en pequeños vehículos, donde se vendían alimentos calientes. Curanderos con sus altos gorros que ostentaban dibujos de signos astronómicos, y sus largos mantos con estrellas y cometas, parados sobre sus carretillas, pregonaban en rima la fuerza de su magia, que podía devolver con el agua hechizada a la mustia epidermis de una mujer, el vivo color rosa primitivo, que podía rejuvenecer a los ancianos, convertir, con pinturas, al moreno en rubio, en negro al blanco, extraer muelas enfermas, curar el dolor de estómago y el mal de ojo. Fueron rodeados principalmente por mujeres morenas que se hacían rubias, siguiendo el capricho de la moda. Tampoco faltaron a esta gran fiesta de la fe las rameras, que levantaron entre el populacho sus tiendas con la entrada de acceso engalanada con guirnaldas de rosas rojas y, como distintivo de su profesión, el retrato de Santa Magdalena, con sus rizos de oro despeinados, de la Santa protectora de las mujeres de mala vida, la prostituta oficial de la Iglesia…

En medio del populacho turbulento y revuelto que apestaba a comidas picantes, a vino agrio, al perfume barato de las rameras, a flores deshechas y a transpiración, había un espacio cuadrado y cercado para el túmulo donde sería quemada la hechicera de Castilla. Cerca del túmulo se habían colocado, como ya se ha dicho, los dos palcos con sus doseles de terciopelo rojo, uno de ellos destinados para el Papa con su cortejo, y el otro para el Gran Inquisidor con su Alto Tribunal, que los monjes consiguieron ubicar a duras penas entre el pueblo apretujado. Todo aquello, los palcos y el túmulo, aparecía repleto de público y guardado por los monjes cubiertos de negro de pies a cabeza. El túmulo estaba construido en forma de pirámide, que consistía exclusivamente en textos y manuscritos judaicos…

De todas las provincias de Italia se recolectaron libros hebreos, se allanaron y requisaron las sinagogas, se secuestraron valiosas bibliotecas privadas, herencias de generaciones que les eran más caras que todos sus tesoros; trajéronlos de la Diáspora española, de la Diáspora portuguesa y de las libres y tolerantes provincias italianas de entonces, donde los judíos se habían radicado; se allanaron las imprentas judías que tan pronto se habían propagado en las provincias de Italia, imprimiendo libros hebreos; todo fue entregado a los inquisidores. En la fiesta del «auto de fe», la hechicera debía quemarse junto con los libros embrujados. Más de una vez habían quemado libros hebreos, pero nunca la pira había sido tan grande y tan valiosa como esa vez.

A toda Italia, y especialmente a Roma, trajeron los judíos sus tesoros, que consistían en raros manuscritos y valiosos incunables, para protegerlos del fuego de España y Portugal. En las ciudades de Ferrara y Mantua, donde se fundaron las primeras imprentas de libros hebreos, se encontraban los viejos y preciosos manuscritos, de los cuales se imprimieron los primeros ejemplares del «Génesis» y de la «Guemara». Todo eso fue utilizado por la Inquisición para levantar la pirámide de papel sobre la cual debía quemarse a la hechicera de Castilla. Había en aquella pirámide de libros manuscritos de la «Guemara» en papiro; ejemplares que provenían de las Academias de Pamplona; ejemplares del «Génesis», escritos por escribas judíos para los notables de Babilonia; había textos de Maimónides, escritos de su puño y letra; poesías y poemas de los poetas judíos más grandes de España. Había además primeras ediciones de la «Guemara», de «Iad Jazokah», de tratados sobre la moral y otros textos de filosofía que editaron las imprentas primitivas fundadas por el sabio cristiano Rose, en Mantua y en Ferrara; primeros ejemplares de la última edición de lujo de la familia Chansina de Rímini; ejemplares de incomparable belleza de la famosa editorial del cristiano Daniel Bombery, de Venecia; ediciones de «Guemara» y libros de oraciones que imprimía para los judíos el Cardenal Madruzzi, asociado con el gran rabino José Atalenghi, en Riva de Trento; cartas en pergamino que escribían los notables de Babilonia a los judíos de los países eslavos, los lejanos países de los eslavos y los tártaros; lamentaciones, canciones litúrgicas, poemas y canciones de los judíos ribereños del Rhin sobre las primeras Cruzadas, tratados científicos de matemáticas, de astronomía, de medicina y de moral, y manuscritos cabalísticos, redactados por viejos judíos españoles, cuando su ciencia florecía bajo el dominio de la cultura árabe.

Por las calles del «ghetto» no aparecía ni un alma, y las puertas y ventanas permanecían herméticamente cerradas. En las calles, cámaras y cuartos ocultos, yacían mayores y chicos, hombres y mujeres, y su llanto y su alarma elevábanse al cielo porque iban a sacrificar a un ser, iban a inmolar a una virgen junto con sus libros sagrados.

A la hora señalada por el gran astrónomo de la Iglesia, de acuerdo con sus observaciones astrales, se dirigía el cortejo de inquisidores conduciendo a la hechicera de Castilla desde la Iglesia de Santa Angélica al «Campo de Fiarra», donde la pirámide de libros ya estaba preparada. La Iglesia exhibió ante el pueblo todo su brillo y su esplendor: la apoteosis de su triunfo y el poder de su fe, bajo el sol glorioso que presidía la procesión.

Una turba de fogoneros y deshollinadores, vestidos de negro, abrieron la marcha, privilegio que les correspondía por derecho propio, puesto que abastecían de combustible para el fuego de la Inquisición. Llevaban antorchas, con las cuales prenderían el túmulo. Tras ellos iban los dominicos, que habían sacado, una tras otra, las sagradas efigies de las iglesias de Roma, cuyos milagros eran famosos entre los fieles. Cada una de ellas tenía su nombre y sus corifeos, como si se hubiera tratado de un gobernante vivo que tuviera sus favoritos; una protegía exclusivamente a los comerciantes en vinos, otra a los tintoreros, la tercera a las prostitutas, la cuarta a los panaderos, y cada vez que alguien divisaba la efigie que protegía especialmente su profesión, caía de rodillas y exclamaba: «¡Que viva la fe!».

Tras los monjes iban los penitentes, vestidos con sambenitos y cotas de malla cortantes. Eran ellos marranos y cristianos a quienes acusaban de practicar el judaísmo, y no pudiendo soportar las penurias de las torturas inquisitoriales, confesaban su pecado. La Iglesia los condenó a encierro de pan y agua, durante muchos años, en los húmedos sótanos de la Inquisición; allí permanecieron solitarios, ayunando semanas enteras, e infiriéndose tormentos inauditos para purgar sus pecados. En oportunidad de las procesiones de la Inquisición, solían sacarlos de los sótanos y exhibirlos ante el mundo, como prueba del gran triunfo de la Iglesia.

Iban uno tras otro, o eran conducidos por los monjes en angarillas o sobre pequeños vehículos, porque sus órganos habían quedado deshechos por las prensas de tortura. Era la procesión de la Iglesia; sombras de gentes, de rostros martirizados y demacrados, vestidos no como los demás, sino como demonios en sus largas túnicas de penitentes, los sambenitos. Sobre estas túnicas llevaban inscritos los pecados cometidos y dibujos de demonios, malos espíritus y hechiceras, con los que se decía que esa gente mantenía relaciones. Llevaban velas encendidas, como si caminaran hacia un encuentro con la muerte. Algunos de ellos habían perdido la razón, a fuerza de tantas penurias y de largas soledades en los sótanos oscuros. Iban atados con gruesas cadenas, de las cuales los conducían los monjes. Otros estaban ya idiotizados, y sonreían alegremente con sus ojos enfermos y salvajes, en medio de la confusión del pueblo multicolor que llenaba las calles, las ventanas y balcones, por donde pasaba la procesión. Otros penitentes, con camisas que ostentaban fantásticos diseños, echaban a correr, saliéndose de las filas, y caían a los pies del pueblo para que éste los castigase por sus pecados. Los penitentes repetían este acto cada vez que se los sacaba de las prisiones y los mostraban ante el pueblo. Este los castigaba y los pisoteaba. Las mujeres les escupían en la cara y ellos, con sus miradas y sus sonrisas idiotizadas, agradecían todo aquello. Otros iban indiferentes, rígidos como estatuas, altos y flacos, ataviados con los consabidos sambenitos, los pies ensangrentados, la cabellera hirsuta y revuelta y los fríos ojos mortecinos. Así iban, con velas encendidas, como si caminasen tranquilos hacia la muerte.

Otros eran conducidos en ataúdes abiertos, por dominicos ataviados de negro. Los penitentes iban así con los semblantes desencajados, llevando velas encendidas. Gran temor inspiraban al pueblo aquellos cadáveres vivientes. Algunos se arrodillaban, hacían la señal de la cruz y rogaban a Dios para que los protegiese y preservase de la tentación de caer en el pecado de practicar la religión judaica.

La marcha de los penitentes era un motivo de orgullo para la Iglesia. Era el triunfo de la cristiandad; las velas fúnebres en manos de los penitentes, iluminaban la justicia y la verdad de la Iglesia Católica.

Después iba ella, Ifatah. Delante, las monjas de la Iglesia del «Sagrado Corazón» llevaban el cuadro de la «Madona del Amor»; inmediatamente las seguía, con pasos firmes y majestuosos, en su vestido de terciopelo celeste, descalza y con los cabellos lacios, la hechicera de Castilla. No podía saberse quién era la verdadera «Madona del Amor», si la del cuadro sagrado o la que lo seguía. Ambas se parecían como dos gotas de agua, con la sola diferencia que la «Madona del Amor» en el cuadro sagrado parecía elevarse en el aire por encima del globo terrestre, y su cuerpo desnudo y cristalino comenzaba a surgir, como el sol entre las nubes, del manto de terciopelo celeste que se iba deslizando de sus hombros; mientras que la otra iba envuelta en su vestido y sólo dejaba ver sus pies desnudos; pero su caminar parecía tan etéreo como la del cuadro. Pero el pueblo sentía más temor y respeto por aquella «Santa Madre» en su vestidura, que por la desnuda de la pintura. El pueblo no pudo soportar su mirada, y rehuyó temerosamente contemplarla de cerca. Su rostro, entre todos los cuadros sagrados, parecía ya más divino, más sagrado, más celestial que la figura del cuadro. Miraba con tal sentimiento de misericordia, que parecía abrazar a toda la muchedumbre para estrecharla fuertemente contra su corazón. Parecía mirar a cada cual por separado, conocer su suerte, afligirse y llorar por él.

En un instante dado, parte del pueblo dejóse caer de rodillas; con los rostros en tierra, muchos cristianos se persignaron, y oraron en la profundidad de sus corazones… Después se comentaba que había hechizado para el resto de sus días a todo aquel que la había mirado. La veían ante sus ojos durante las operaciones, la adoraban y dedicábanle sus rezos durante toda su existencia.

Cuando la procesión llegó al «Campo de Fiarra», el Papa con su cortejo y el Gran Inquisidor con el Santo Tribunal estaban ya ubicados en los palcos, bajo los doseles rojos. El pueblo que llenaba la plaza permaneció temeroso y quieto, como si estuviera en presencia de la misma Divinidad. Los dominicos se colocaron con sus cuadros sagrados alrededor del Papa y el Santo Tribunal; las monjas del «Sagrado Corazón» se acercaron al túmulo con el cuadro «La Madona del Amor», y lo levantaron lo más alto posible, para que el pueblo pudiese ver la figura de aquella que debía ser quemada inmediatamente. Pero el pueblo no quiso mirar a la hechicera inerte, sino a la viva, y se agitaba con cada movimiento de aquella imagen tan conocida y divinizada. El pueblo veía como un milagro, como una hechicería inexplicable, el hecho de que el cuadro vivo que seguía al inanimado pudiese caminar, moverse y respirar como todos los seres vivos.

—¡Ved, ved cómo camina, parece que no tocara la tierra con los pies!

—¡Esto lo hace con hechicería!

—¡Llora! ¡Ved las lágrimas de sus ojos!

—No, sonríe; sus ojos sonríen con una sonrisa húmeda…

—¡Siempre se mueven sus labios en el cuadro! ¡Ved cómo los labios de la «Santa Madre» se mueven!

—¿Ves tú cómo lloran los ojos de Nuestra Santa Madre? Igual que los ojos de Ella, y con todo sonríen entre las lágrimas, exactamente como los ojos de ésta.

—¡No la miréis, que aún puede hechizarnos! —terció una mujer.

—¡Hace tanto bien la contemplación de su rostro, y, sin embargo, su cuerpo será pasto de las llamas! ¡Es una lástima!

—¡El cuerpo, la cara, los cabellos, que todo en conjunto se queme!

—¡Estáis hechizados! Ella os ha hechizado, porque habéis mirado demasiado tiempo su rostro.

—Ella hechizará a todos, aun a las mismas llamas.

—¿No será acaso una visión celestial? ¿Quizás una figura sobrehumana?

—Eso nos lo comprobarán las llamas; si es una visión celestial, no dejarán en su cuerpo señal alguna.

Cuando Ifatah subió a la pira de libros, se quedó de pie sobre la cúspide; echó la cabeza hacia atrás, y entonces aumentó más aún su semejanza con la figura del cuadro sagrado. Parecía no ver lo que pasaba a su derredor. Con su cabeza airosa, daba la impresión de que en un momento dado levantaría los brazos, desplegándolos, y se elevaría al cielo, dejando caer sobre el fuego su vestido de terciopelo celeste —exactamente como en el cuadro. El pueblo, atemorizado, enmudeció como en la iglesia durante la misa. De todas partes alzáronse brazos, no al cuadro sagrado que las monjas mantenían en alto, sino a la verdadera, a la viva, a la que respiraba y se movía, a la «Santa Madre», que estaba sobre el túmulo de los libros sagrados, la cabeza echada hacia atrás, el rostro hacia el cielo, la mirada cargada de misericordia, envolviendo al mundo en su dolor.

Parecía que el pueblo enfurecido iba a saltar de un instante a otro para salvar de las llamas a la «Santa Madre».

La muchedumbre, tranquilizada, permaneció en un silencio tal que se podía oír su respiración agitada, como de fiera enfurecida; levantóse entonces de su palco el Gran Inquisidor y pasó al del Papa; paróse sobre el escabel de su estrado, extrajo el protocolo y leyó los agravios de que la inculpaban y la sentencia del Santo Tribunal de la Inquisición recaída sobre la hechicera de Castilla, como ya todos la llamaban.

—¡Escucha, ser mortal! —dijo el cardenal dirigiéndose en voz alta y grave a Ifatah—. El Santo Tribunal te acusa de que has tomado la figura de Nuestra Sagrada Señora, la Santa Madre, tal como aparece en el cuadro «La Madona del Amor» que se encuentra en la iglesia de las hijas purísimas del «Sagrado Corazón», valiéndote de la brujería de los impuros libros hebreos que serán quemados contigo por la gloria de Dios y de su Iglesia. El Santo Tribunal te acusa de haber plasmado su divino rostro sobre tu semblante impuro, para descarriar a los fieles del cristianismo, y de haber aparecido en dos ocasiones con la figura de la Madre de Dios: el día de la inundación del «ghetto» y el día del Carnaval, para salvar a tus infieles hermanos del furor justiciero del pueblo. Ahora también, en los últimos instantes de tu vida hereje, te presentas como si fueras la «Santa Madre», para inspirar temor al pueblo cristiano, y dejar sin cumplimiento tu merecida pena. El Alto Tribunal te condena, por lo tanto, a ser arrojada al fuego para que demuestres por este medio tu inocencia. ¿Eres un ser sobrehumano? Muéstranos en ese caso tu poder de desechar el fuego que se cierne a tu alrededor, así como lo hicieron los Santos de la Iglesia antes de ti.

El cardenal dejó de leer. El pueblo siguió mudo, mirando con angustia a Ifatah, que estaba allí, emergiendo prodigiosamente, como si volara por encima del túmulo. Sólo su envoltura corporal estaba allí, pero su espíritu estaba en otra parte, muy lejos de allí.

Las monjas aproximáronse más aún, y alzaron el cuadro sagrado por encima de sus cabezas, mostrándolo al pueblo.

El cardenal Michaelo Ghislieri, el Gran Inquisidor, comenzó en un instante dado a exclamar con voz temblorosa:

—¡Oh, pecadora, devuélvenos a Nuestra Santa Señora bendita, la Santa Madre —y señalaba el cuadro que las monjas sostenían ante él—; devuélvenos su semblante que has robado con tu brujería, y que llevas sobre tu cuerpo impuro! ¡Oh, pecadora, no martirices a la Santa Señora! ¡Mira cómo sufre, cómo manan las lágrimas de sus ojos —y volvía a señalar el cuadro que sostenían las monjas—, todo porque has robado su apariencia, y la llevas con el propósito de descarriar a las gentes para hacerlas caer en la red del pecado! No martirices a nuestra Señora Bendita; despójate de su sagrado semblante, y déjalo alzar el vuelo como un ángel; como una nube déjala ascender hacia el cielo, hacia la morada del Hijo Bienamado, de Jesús. Que no se queme junto a tu cuerpo impuro. Ten compasión y devuelve a la Santa Madre su figura…

Las monjas enjugábanse las lágrimas con el forro de sus mangas negras, y con sus pañuelos bordados secábanle las «lágrimas» a la Santa Madre del cuadro. El pueblo se conmovió hasta el extremo de querer arrojarse sobre la pira, contra la hechicera, y «desvestirla» por la fuerza, de aquella figura, para devolverla al cuadro.

Otros miraban ansiosamente, esperando con agitada impaciencia que cediese ante las súplicas del Gran Inquisidor, «desvistiéndose» de la figura de la Santa Madre, que volaría al cielo, apareciendo la verdadera hechicera, de cuernos y con un solo ojo en la frente. Pero la hechicera permanecía sobre la pira, como si flotara sobre los textos sagrados que la rodeaban. Echada hacia atrás la cabeza, Ifatah tenía los ojos cerrados, como era costumbre de todos los mártires judíos, para no ver el rostro de los malvados en los instantes de la muerte sagrada. Así lo estatuía un precepto riguroso; y así lo habían hecho todos aquellos que fueron sacrificados antes de ella por el nombre de Dios.

El pueblo, agitado, permanecía a la expectativa de lo que iba a ocurrir. En un instante dado se vio que el Papa se levantaba de su trono; luego descendió de él, apoyado en el hombro de los cardenales, y dos monjes vestidos de negro le alcanzaron dos negras antorchas encendidas. El Papa tomólas y acercóse a la pirámide de libros; cuando se inflamó la pira, el pueblo lanzó unánimemente un grito:

—¡Se quema la pira!

Asustados y pálidos, las aletas de la nariz temblorosas y el corazón agitado, aquella ola monstruosa de cabezas se convirtió en una sola cabeza que observaba con temor lo que iba a pasar.

A pesar de que el túmulo estaba empapado de resina y betún, el fuego iba tomando cuerpo lentamente y tardaba en propagarse. Y cuando ya los libros iban quemándose, aquellos cuyas hojas eran de pergamino y cuyas encuadernaciones eran de hierro, de las ediciones antiguas, lucharon aún con el fuego y no se rindieron. Una vez dominada toda la materia inflamable, se produjo un estallido como de fiera hambrienta arrojándose sobre su presa, y comenzó a estirar desenfadadamente sus desnudas lenguas de fuego, a lo alto, hacia aquel ser de la hoguera. En ese instante un viento empezó a soplar y alejó las llamas de la víctima. Durante un instante pareció que una mano oculta retuviese el fuego por su penacho flamígero como la melena encendida de un perro rabioso, y retirase sus rojas garras de aquel ser viviente. El pueblo, que observaba todo aquello con agitada vacilación y temor en los ojos, se estremeció; palidecieron las monjas, atemorizáronse los cardenales, y por todas partes se oyeron exclamaciones: «¡Un milagro! ¡Un milagro!»

Pero, de pronto, el fuego dio un chirrido, como un grito, dominó la mano oculta que alejaba las llamas del cuerpo de la víctima, y el espectro de fuego quedó libre.

Al principio estiró la roja lengua, y lamió con pasión los descalzos pies de la virgen; un chasquido denotó su intensa alegría.

Inmediatamente después lanzóse sobre la muchacha, y profiriendo un grito, devoró su vestido de terciopelo dejando al desnudo el cuerpo escultural y primoroso.

El fuego se detuvo por un instante, como si hubiera querido regodearse en la diafanidad de aquel cuerpo joven que iba a devorar. Y el pueblo, exaltado, unió su grito al grito del fuego, ante la presencia de aquel cuerpo desnudo. Entonces vióse, por un momento, que aquel ser, vivo aún, recobró con la mano su vestido envuelto en llamas y cubrió su cuerpo. En ese instante se oyó que Ifatah pronunciaba en voz muy alta las siguientes palabras:

—¡Oye, Israel, el Señor, nuestro Dios, es uno!

Después se oyó como el retumbar de un eco. Alguien entre los allí presentes repitió:

—¡Oye, Israel, el Señor, nuestro Dios, es uno!

Pero el pueblo no oía nada; estaba abstraído en aquel espectáculo, y observaba todo aquello con un ronco jadeo y un brillo extraño en los ojos. El fuego jugueteaba con su víctima, como si lamentara devorar de una sola vez un cuerpo tan tierno y hermoso; por eso se distraía en cada parte, lamiéndola con sus lenguas ávidas. Después inflamó sus cabellos. El viento dispersólos, y durante un minuto pareció como si un sol ardiente se derritiese alrededor de su cabeza. Su cuerpo desnudo estaba rojo del fuego que lo abrasaba y un sol ardía sobre su cabeza. Semejaba la criatura humana una figura fantástica descendida del cielo. Pero cuando de pronto manaron de sus venas estallantes torrentes de sangre, como el zumo de una tierna fruta, el pueblo se levantó enfurecido. La sangre que hervía entre las llamas exacerbó sus sentidos, embriagó su sangre con pasión y, jadeantes, se empujaron unos a los otros para acercarse más a la hoguera. Y mientras el fuego chasqueaba de placer y satisfacción, los espectadores lo acompañaban con idéntico chasquido. Envidiábanle al fuego su gran fiesta y ansiaban frenéticamente tomar parte en ella; se echaron sobre la hoguera y agarraron apresuradamente trozos del vestido ardiente, mechones de cabellos encendidos; otros tomaron partes candentes y ensangrentadas de ese mismo cuerpo. Hacían caso omiso de los golpes, de los latigazos, y aun de los golpes de pica y alabarda que descargaban sobre ellos los monjes de la Inquisición. El pueblo de Roma estaba ebrio de sangre y de fuego. Inútil fue que las monjas levantaran cada vez más el cuadro de Ifatah, cantando alabanzas a Dios y ensalzando su nombre de rodillas. El pueblo adoraba ya a otro dios, y detestaba a aquella divinidad hierática del cuadro. Había vuelto a erigirse el antiguo dios Moloch, y Roma lo adoraba; junto con él bailaba sobre su víctima prodigándose en una alegría desenfrenada; junto con las bocas de la hoguera bebía la sangre de la viva Ifatah; con aquellas lenguas de fuego lamía los tiernos huesos de la doncella, y festejaba con un grito unánime cada gota de sangre y cada parte del cuerpo que era devorado por ellas…

Las monjas de la iglesia del «Sagrado Corazón» aún permanecieron extáticas ante el cuadro de Ifatah, entonando de rodillas rogativas para su eterno descanso, mientras las llamas se cebaban en los últimos restos de la santa doncella. De pronto, un joven enfurecido, de cara pálida, atravesó la compacta muchedumbre, llegó hasta el lugar donde las monjas sostenían el cuadro sagrado, y hundió un puñal que llevaba debajo de su capa negra en el corazón de la Santa que aparecía en la pintura.

Las monjas lanzaron entonces un grito de angustia y durante un segundo permanecieron en silencio; se arrojaron al suelo, ante el cuadro mutilado, y el pueblo enfurecido quedó sobrecogido de temor. El joven pálido seguía esgrimiendo el puñal, y exclamó con voz estentórea.

—¡Pueblo de Roma! ¡Yo la pinté con impureza, la creé incubando deseos pecaminosos! ¡Ella es la impura! —y señalaba el cuadro—. ¡La Santa se está quemando allí, en el fuego!

Miles de espectadores reunidos en el «Campo de Fiarra» juraron haber visto, y los escribas de la Iglesia anotaron en sus protocolos, para gobierno de las generaciones venideras, que cuando el pintor Pastillo hundió enloquecido su puñal en el cuadro «La Madona del Amor», brotó sangre de la imagen.

Las monjas de la iglesia del «Sagrado Corazón» enseñan todavía las dos gotas de sangre coaguladas sobre el seno, en el cuadro sagrado «La Madona del Amor», que se guarda celosamente en la iglesia, y que sigue considerándose como protectora de los enamorados.