EL TRIUNFO DE LA FE
Cuando el Papa Pablo IV penetró en las cámaras de la Inquisición acompañado de su Gran Inquisidor, llegó a sus oídos el cántico que los judíos levantaban desde sus celdas de martirio; un cántico que se parecía al llanto y clamoreo de los mártires cristianos. Aquel cántico inspiraba gran temor a los monjes y esbirros de la Inquisición, que no atinaban a hacer nada, ni sabían cómo ahogarlo. El Papa detuvo sus pasos pesados ante el umbral de la cámara cerrada con portón de hierro, y prestó atención al cántico que subía por las escaleras férreas del sótano. Miró al Gran Inquisidor, a los cardenales y monjes que lo acompañaban malhumorados sin pronunciar palabra, escuchando en silencio.
—Son esos judíos, que dicen sus oraciones diabólicas en su idioma maldito. Es un idioma de hechicería que los preserva de las penurias y los insensibiliza al dolor de las torturas —intentó justificarse el Gran Inquisidor.
El Papa no hacía más que observarlo insistentemente, con una mirada que se insinuaba a través de sus párpados entrecerrados, entre la maraña de los pliegues de su rostro. Un íntimo temor se iba apoderando de él, enraizándose hondamente en su alma, porque asistía personalmente al triunfo de la fe. Por un minuto dudó de sus fuerzas, y los pálidos labios que se deformaban entre las arrugas de su semblante pronunciaron, como si fuese un bramido, las siguientes palabras:
—No; están cantando los Salmos.
Todos callaron. El Papa señaló el portón de hierro. Lo abrieron; se detuvo en el umbral y echó una ojeada a la celda de los martirios. Vio el montón de huesos ensangrentados que yacían en un charco de sangre, en un ángulo, junto al muro de piedra. Vio los cuerpos dispersos tirados por el suelo, arrastrándose el uno hacia el otro, sin poder alcanzarse. Vio los cuerpos que sobresalían de las cajas y jaulas candentes y de las prensas, y todo aquello cantaba. Las víctimas no le dirigían ni una mirada siquiera.
Atemorizados y temblando quedaron los inquisidores y los monjes con las máscaras negras, ocupados en la sangrienta tarea; la suspendieron por un minuto, y viendo al jefe de la Iglesia ante ellos, en el umbral de la entrada, cayeron de rodillas como los demonios ante un demonio superior.
Los martirizados no dejaron ni por un instante de cantar las alabanzas a su Dios. Ni prestaron la menor atención a aquél en cuyas manos estaba la suerte de sus vidas y de cuya palabra dependía la suspensión de sus torturas. Para ellos resultaba lo mismo que los martirizasen o no. Ellos no se encontraban en aquellos sótanos sangrientos. Eran sus cuerpos ensangrentados los que allí estaban, pero sus almas elevábanse a Dios, con el ansia incontenible de extasiarse ante su presencia. Y era un ruego hecho canto:
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¡Cuándo vendré, y pereceré delante de Dios!
Y el representante de Cristo en la Tierra, el Jefe de los cristianos, Su Santidad el Papa Pablo IV, el tirano de la fe cristiana, comenzó a dudar de sí mismo, del Dios esculpido en plata que aprisionaba en la diestra. Miraba a los judíos triunfantes y se preguntaba:
—¿En qué consiste su poder? ¿Quién es aquél que los protege? ¿Qué es lo que ven en sus últimos instantes? ¿Quién les da esa fuerza para resistir las penurias y dolores del tormento, y para entonar salmos a su Dios desde las prensas de tortura? No, no es el poder del Demonio el que los afianza en la seguridad y la tranquilidad del triunfo… Es el poder de Dios…
Tuvo la impresión de que el Dios a quien él representaba, el Dios de la efigie atormentada que llevaba sobre su hábito rojo, el Dios que adoraran sus antecesores, su Dios ya no tenía ninguna fuerza, ningún poder sobre ellos. Y así como entonces se habían sobrepuesto a su resistencia física, tampoco pudo prevalerse contra ellos, fuertes por sobre su fortaleza moral, fuertes por sobre su poder divino; él no podía prevalerse en su contra… Y montó en impotente cólera.
«Pero tengo el poder de torturarlos, así como ellos torturaron al Señor —pensaba—. Soy su representante en la tierra. A mí me torturaron, a través de las generaciones, a través del tiempo, y yo tengo el poder de pagarles con la misma moneda por media de mi mano férrea, con el brazo flamígero de la Iglesia, yo, Pablo IV, el representante de Dios en la tierra, el Papa de todos los católicos, la suma autoridad de la Iglesia».
Levantó luego la cruz y la apretó con amor apasionado contra su pecho, como si estrechase a un niño martirizado e indefenso; la besó, y levantándola por encima de los inquisidores y de los monjes de las máscaras negras, se dirigió a ellos en voz alta:
—Fieles de la Iglesia, ejecutad la acción de la fe por la gloria de la Iglesia.
Y los bendijo en nombre de la cruz.
En otro cuarto, en una de las cámaras del sótano, en una celda donde solían encerrar a los más grandes infractores contra la Iglesia, estaba el ciego anciano Reb Jacob con su nieta Ifatah. La suprema aspiración del anciano era merecer la muerte de un mártir, considerada entre los cabalistas corifeos de Salomón Malco una concesión que Dios dispensa a sus elegidos. Además, desde la muerte de Salomón Malco, cuyos devotos —entre los que se contaba también el ciego Reb Jacob— creían que resucitó tiempo después de su muerte, y desde la aparición del Santo Rabí José Karu, en la santa ciudad de Tyfas, que ejerció su influencia sobre los cabalistas del mundo entero, esperaba el anciano el advenimiento del día en que Dios lo eligiera para morir por la gloria de su nombre… Desde que lo encerraron en el sótano de la Inquisición, Reb Jacob se preparaba ya para el gran día. Purificaba su cuerpo. Casi no probaba bocado; manteníase sólo con agua, para no incurrir en suicidio, acción ésta que los judíos consideraban pecado de los más graves, cuya consumación deparaba la pérdida del cielo. Decía continuamente, en compañía de su nieta, versículos de los Salmos, hurgando en profundos problemas y mundos ocultos. El único rasgo de tristeza que se notaba en su gran alegría, era la preocupación de que los cristianos harían de su nieta un Dios, un ídolo. Temía que la dejaran vivir. Y muchas veces hablaba con ella al respecto.
—Tus antepasados, que alcanzaron el cielo dándose en holocausto por el nombre de Dios, no podrán permanecer tranquilos y se avergonzarán ante los demás consagrados y purificados.
Ella miraba al abuelo con sus grandes ojos empapados en lágrimas y besaba su mano delgada, sin decir palabra. El anciano la comprendía.
—Los antepasados en el Paraíso se alegrarán contigo, hija mía.
Y ambos, a la vez, volvían a cantar los Salmos:
Aunque ande en el valle de las sombras de la muerte, no temeré mal alguno porque Tú estarás conmigo.
Cuando anunciaron a Reb Jacob que el Santo Padre, el Papa en persona, venía a escucharlo y que le ordenaba que saliera de la celda, el anciano no dejó de cantar acompañado de su nieta; parecía como si ambos a la vez danzaran alegremente.
Y tomándola de la mano, salió de la celda y se dirigió, conducido por ella, hacia el estrado del Papa, sin silenciar su canto en voz bien alta, acompañado por la voz de Ifatah:
Jehová es mi luz y mi salvación:
¿de quién temeré?
Jehová es la fortaleza de mi vida,
¿de quién he de atemorizarme?
En la cámara del tribunal de la Inquisición estaba sentado sobre un trono escarlata el representante de Cristo, el Papa Pablo IV, con su alto birrete y su toga de terciopelo rojo, ante algunas velas encendidas, también rojas, en candelabros de oro, rodeado de su cortejo de cardenales, de altos funcionarios de la Iglesia y otras personalidades de la Inquisición. Cerca del trono aparecía el alto y fuerte cardenal Michaelo Ghislieri, el Gran Inquisidor, envuelto en su manto de terciopelo escarlata, con su rojo gorro cardenalicio colocado sobre su testa prominente. A ambos lados del recinto se alineaban los clérigos y monjes que servían a la Inquisición, vestidos de negro, con los capuchones oscuros sobre la cabeza y el rostro cubierto con antifaces, sosteniendo rojas velas encendidas. Muchos de ellos ostentaban, pinturas blancas sobre sus capas negras, calaveras que parecían haber saltado de la tumba con su aspecto terrorífico. Entre ambas filas caminaba el ciego Reb Jacob, guiado por su nieta Ifatah; sus pasos eran serenos, firmes e imponentes; tampoco parecía dar importancia ni a los monjes ni a las velas encendidas que llevaban, como si a nadie presintiera, como si nadie se encontrara en aquella sala del Tribunal. Y acompañado de la muchacha, cantaba con voz sonora los pasajes de los Salmos.
Aunque se asiente campo contra mí, no temerá mi corazón:
Aunque contra mí se levante guerra, yo en esto confío.
Los monjes y sacerdotes vieron que ella, la que conocían también a través del cuadro sagrado «La Madona del Amor», ante quien se arrodillaban, cuya efigie llevaban pendiente del cuello con cadenillas de oro y cuyo rostro besaban al pronunciar sus afiebradas oraciones al acostarse y al levantarse, estaba allí, con sus grandes ojos rogativos que miraban con dolor y amor, y su pequeña boca contraída en un mohín de llanto; era ella misma, en su propia corporización divina, con su largo vestido celeste, descalza, y la larga cabellera despeinada, con la blanca y suave mano infantil aprisionada por la del abuelo anciano y ciego, de luenga y blanca barba y alta frente arrugada. ¿No parecía acaso la «Madre de la Misericordia» que conduce con la mano el dolor del mundo por el camino de la eternidad? Allí, bañada por la luz rojiza, entre las filas de rojas velas encendidas, guiando silenciosa, cadenciosamente al anciano, recordaba más aún a la «Santa Madre» y a sus representación pictórica. A su paso se atemorizaban los monjes, los clérigos y los frailes, poseídos de una profunda devoción. Los monjes, sin poder dominarse, doblaron las cabezas y se arrodillaron ante ella, persignándose con una profunda angustia preñada de miedo. El mismo Papa, observando los semblantes de los cardenales, levantó la cruz de plata, que colgaba de su pecho, llevándola sobre la cabeza de los cardenales, de los monjes y de todos los asistentes, como si ello hubiese querido disipar el temor de que estaban poseídos.
Pero Ifatah ni siquiera los miraba, caminando con pasos silenciosos, majestuosamente, como si ensayara una danza rítmica, sin dejar de cantar los Salmos, acompañaba al abuelo ciego. Cuando se acercaron al trono del Papa, reinaba un profundo silencio en la sala del Tribunal.
—¿Quién eres, anciano, y cuál es tu nombre? —preguntóle el Papa.
—Mi nombre es Jacob Médiga, y desciendo de la familia de los Abarbanel, que fue arrojada, juntamente con todos los judíos, de España, la patria de sus antepasados. Desde entonces peregrinaron y se dispersaron por el mundo —contestóle el anciano.
La sala estaba sumida en un silencio absoluto. Se oía solamente el chisporroteo de las velas y el correr de las plumas sobre el pergamino enrollado, donde los dos escribas del Santo Tribunal tomaban anotaciones de todo lo que decía el judío.
—¿Y quién es esta «Donna» que te acompaña en tu camino? —volvió a preguntarle el Papa.
El ciego extendió la mano para tomar la de Ifatah, y abriendo la boca desdentada, contestó:
—Es mi nieta Ifatah, hija de mi hijo José Médiga, a quien Dios ungió con la condición de víctima predilecta y fue quemado por los inquisidores de Lisboa, por la gloria del Dios Único, Creador de los cielos y de la tierra, y por la exaltación de nuestra fe, que es la fe de nuestro Dios único y eterno.
Los cardenales palidecieron, mirándose unos a otros; pero el Papa prosiguió:
—Anciano, la Santa Inquisición te acusa de haber conjurado, junto con los rabinos, por medio de la fuerza del idioma oculto de vuestros libros hechiceros, conocidos sólo por ti y los tuyos, al Santo Espíritu de nuestra doncella, la Virgen Madre de Jesús, para que ella en su divina forma descienda de su trono celestial. Vosotros la tenéis, pues, en vuestro «ghetto», en un lugar apartado y seguro de la sinagoga, para que os proteja de los cristianos. Y tú has obligado, por medio de tu poder de hechicería, al Espíritu de Nuestra Madre Bendita, la Virgen Madre de Jesús, para que te salvara de la inundación y de las manos de los cristianos en este último Carnaval. También ahora la obligas por la fuerza de tu brujería a que permanezca a tu lado y te proteja. ¿Confiesas tu pecado, judío?
Reb Jacob permaneció largo rato silencioso. Entreabrió los ojos apagados, como si quisiera ver. Le impulsaba el deseo de decir la misma oración de Sansón: «Que sólo una vez más Dios concediera fuerza a sus ojos para ver, que sólo una vez pudiera ver al Padre de todos los cristianos y mirarle bien en la cara». Pero sus ojos estaban ciegos para la luz del mundo. Esa vez sólo veía en lo hondo de su ser la claridad celestial de la verdad que ardía en su corazón, y la gran justicia de su causa; y de su corazón se levantaba una oración a Dios, a aquel Dios único y eterno por el cual estaba dispuesto a dejar esta vida. Tomó la mano de la nieta entre las suyas y comenzó a cantar junto con ella, en voz alta:
Jehová es mi luz y mi salvación, ¿de quién temeré?
Jehová es la fortaleza de mi vida:
¿de quién he de atemorizarme?
—Judío, ¿no me contestas? ¡El Santo Tribunal espera tu respuesta, judío!
—¿Este es el pecado por el cual atormentas a aquellos inocentes en las cámaras de las torturas? —rugía el anciano—. ¡Ay, de vosotros! ¿A quién rendís culto? ¿A un Dios a quien se puede hechizar? ¿A quien se puede conjurar por medio de palabras? ¿A quien se puede dominar? ¡Abrid vuestros ojos y ved al Dios único y eterno de la tierra y de los cielos! No, éste no es vuestro Dios —indicó el anciano, señalando a su nieta—, es sólo una pobre muchacha judía, perseguida y escarnecida, como todos nosotros, por la única fe de sus padres.
Nuevamente reinó en la gran sala un prolongado silencio, y pálidos, se miraron los cardenales unos a otros. Entonces, el Papa se levantó del trono, tomó la cruz, y dijo:
—Judío, por segunda vez has ofendido ya a la Iglesia y a sus dogmas sagrados, en presencia del Alto Tribunal. Pero la Iglesia es misericordiosa y paciente como una madre que abre ampliamente los brazos para recibir a sus hijos extraviados. Escucha el llamado de nuestra madre, la Santa Iglesia —decía el Papa, mientras descendía de su trono con la cruz en la mano y la aproximaba al rostro del judío—. Delante de tus ojos ciegos, tengo en mi mano la claridad de todo el Universo, la cruz de Dios. Siéntela en tu corazón, dobla tus rodillas, para que tu alma pecadora, que repudia a Dios, sea absuelta y recibida en el reino celeste.
El judío sintió la cruz de plata cerca de su rostro, y el olor del incienso al respirar. Con viva contrariedad apartó la primera con las manos y exclamó:
—¿Ante quién prosternarme? ¿A quién rogar? ¿A quién adorar? ¿A un trozo de plata, fundido por el fuego y cincelado por el martillo de un platero, a un trozo de plata que se puede comprar por dinero, vender por dinero y hasta empeñarlo?
—Judío, te ordeno nuevamente que te arrodilles ante este símbolo, por los dolores que ha soportado por ti, por mí, por nuestros pecados —y el Papa le acercaba nuevamente la cruz.
—¿Ante un hombre a quien crucificaron? ¿Ante un hombre a quien torturaron? ¿Ante él quieres que me arrodille? Puedo sentir por él solamente compasión, lamentar su suerte, pero, ¿adorarlo? —añadió el ciego con una sonrisa, en el idioma de Castilla.
El rostro del Papa enrojeció, sus arrugas se movían como un océano agitado. Perdida ya la paciencia paternal con que había impresionado al tribunal, se dirigió con voz amenazadora:
—Judío, los brazos de la Iglesia alcanzan muy lejos y queman como tenazas candentes —y acercaba nuevamente la cruz al rostro del judío.
—¡Está bien, Santo Padre! Ese es tu idioma. Pero di mejor: «Adórame, arrodíllate ante mí, suplícame». Tú eres el Dios de todos los católicos, porque eres más poderoso que Él, eres más fuerte que Él! ¡Tú puedes aplastar a aquellos que se rebelan contra ti!
La cruz temblábale en las manos. El Papa enrojeció y los pliegues de su rostro se inflamaron. El judío había expresado aquello que llevaba muy hondo en su corazón y que temía pensarlo. De pronto, golpeó el rostro del judío con la cruz que esgrimía en la diestra, ahogando su voz. Gotas de sangre rodaron entonces sobre su superficie y cayeron sobre la pequeña imagen de Jesús.
Al ciego Reb Jacob se le doblaron las rodillas y pareció vacilar. Pero permaneció firme sobre sus pies. Y bañada su cara de sangre, pronunció unas frases de los Salmos, silenciosamente:
Porque por amor de ti he sufrido afrenta:
Confusión ha cubierto mi rostro.
Y cuando los monjes de la Inquisición, a una señal del Gran Inquisidor, condujeron al anciano hacia las cámaras de las torturas, se oyó un cantar:
Jehová es mi luz y mi salvación:
¿de quién temeré?
Jehová es la fortaleza de mi vida:
¿de quién he de atemorizarme?
Ifatah hizo un movimiento para seguir al abuelo. Extendió hacia él sus brazos, pero el Papa se interpuso en su camino. Acercándole la cruz, exclamó:
—En nombre de Dios, del Hijo y el Espíritu Santo, dime, ¿quién eres?
Ifatah permaneció mirándolo fijamente. De sus ojos brotaron dos grandes lágrimas semejantes a dos perlas, que quedaron suspensas sobre sus pestañas inferiores. El Papa no pudo soportar aquella mirada. El dolor que expresaba lo conmovía. Acercó aún más la ensangrentada cruz a su rostro y exclamó:
—Si tú eres el espíritu de Nuestra Señora, Madre de tu Hijo, arrodíllate ante Él, inclínate ante sus sufrimientos. Si no lo haces, será señal de que has robado la fisonomía de Nuestra Señora y la llevas, valiéndote del poder impío de tu brujería, para engañar a nuestros corazones.
Las dos grandes lágrimas que habían quedado entre sus pestañas rodaron por sus mejillas y se detuvieron en las comisuras de su pequeña boca. El crucifijo volvió a temblar en la mano del Papa. Su corazón se agitaba y no podía soportar aquella mirada.
—¡El fuego comprobará quién eres! Si eres nuestra Señora, el fuego no dejará en tu cuerpo señal alguna, como en los santos; si la deja, significará que por medio de hechicerías te has investido de la figura de Nuestra Santa Madre —díjole el Papa.
En los labios rogativos de Ifatah se insinuó una leve sonrisa. Nadie supo lo que significaba. Parecía que lloraba con una sonrisa y que sonreía con lágrimas…
En todas las iglesias de Roma se practicaban misas. De Roma se enviaban bulas a todo el mundo católico, disponiendo que el día de San Pablo se declarara festivo, y que se practicaran oraciones especiales de alabanzas y rogativas en todas las iglesias. Además se ordenó desde Roma que todos los templos se engalanasen con las divisas de la Iglesia y con los cuadros sagrados, y que se realizasen procesiones. Los escribas de la Iglesia anotaron en las crónicas de la Santa Iglesia, a fin de que se perpetuase a través de las generaciones, el gran milagro que había llevado a cabo el Papa Pablo IV luchando con Satanás, aparecido en la forma de la Santa Madre, hasta vencerlo después de ardua lucha con la sangre de Cristo, que apareció en la cruz que el Papa llevaba en la mano.