EN LOS SÓTANOS DE LA INQUISICIÓN
En los abovedados sótanos de la iglesia de «Santa Angélica» se oían todas las noches los gemidos de los torturados que retumbaban en los gruesos muros, se ahogaban, iban a perderse bajo las arcadas, en los lejanos y perdidos laberintos sumidos en la oscuridad y el abandono… En un ángulo, junto al muro, apelotonados, seres humanos se retorcían como gusanos, hundidos en charcos de sangre que manaba de sus heridas. En otro sitio se veía otras víctimas suspendidas de horcas de hierro, por los pies, sobre recipientes incandescentes. Debajo de grandes prensas aparecían cabezas humanas, de las que los monjes de máscaras negras arrancaban el cabello con tenazas incandescentes. De todas partes se levantaban los gritos de dolor. El ámbito se llenaba de lamentos como mugidos de bueyes degollados. Parecía que los sótanos de la iglesia de Santa Angélica se habían convertido en el teatro de una espantosa carnicería. El piso de piedra estaba húmedo, resbaladizo de sangre humana. De la misma sangre estaban salpicadas las paredes… Bajo las prensas se atormentaba, apretando los órganos humanos en cajas de hierro. Había gentes que gemían en jaulas candentes, sólo por haber sido denunciados de cambiarse de camisa en la víspera del sábado. Era suficiente que un criado declarase que su ama acostumbraba tomar su baño los viernes, para que fuese llevada a los sótanos de torturas de la Inquisición, donde se la desnudaba y torturaba para arrancarle la confesión de que mantenía relación clandestina con la religión judía.
Los judíos eran mortificados en sótanos separados de los de los cristianos, para que éstos no viesen la obstinación de los judíos, para que no se diesen cuenta de cómo estaba el judío ligado a su religión, para que no aprendieran la asombrosa entereza con que recibían el purgatorio de la Iglesia por su Dios y su fe. De allí, de aquel sótano donde se los torturaba, no surgían gritos ni llantos, ni quejas de sufrimientos sobrehumanos. De allí, de aquel sótano, salía un cántico. Ese era el único rincón de la gran iglesia de «Santa Angélica», la única cámara de toda Roma Santa, de donde se elevaba una alabanza y un ruego a Dios…
Lo que la imaginación más fantástica puede concebir lo inventó la Iglesia para torturar a los judíos. La Inquisición afirmaba que los rabinos, por medio de un sortilegio y del poder de sus libros, habían obligado a la Santa Madre de Jesús, que descendía de judíos, a que viniese al «ghetto», donde la tenían encadenada en sus sinagogas para obligarla a hacer milagros que los salvaran de las manos de los cristianos.
Cuando los judíos de Roma supieron lo que la Iglesia exigía de ellos —la devolución de la «Santa Madre»—, creyeron en un principio que tanto el Papa como los cardenales habían perdido la razón. Pero comprendiendo luego que la Iglesia buscaba solamente un pretexto para hundirlos en los sótanos de las torturas, contestaron a la acusación de sus inquisidores, diciendo que no necesitaban de un ser y, por añadidura, muerto, que viniese a salvarlos de las manos de la Iglesia; que ellos se sentían protegidos por el único Dios existente. La Inquisición interpretó estas palabras como una blasfemia contra Dios, y diez de los más respetables ancianos del «ghetto» fueron encerrados en los sótanos de la Inquisición. El ciego Reb Jacoh con su nieta Ifatah se entregaron espontáneamente en manos de la Iglesia, creyendo que con ello librarían a todos los judíos de aquella calumnia, porque la Iglesia se convencería de que ella, Ifatah, no era la «Santa Madre», sino una simple muchacha judía que vivía con su abuelo en ese infierno de Roma, huyendo, como toda hija de Israel, de los cristianos y de la Iglesia.
Estupefacto quedó el anciano, y más aún la nieta, al notar que todas las gentes les prodigaban atenciones como a seres extraordinarios. Los siervos de la Iglesia, los monjes y los sacerdotes, temían acercárseles; se arrodillaban, se persignaban, levantaban los brazos y rogaban ante ella cada vez que la encontraban a su paso. Tenían a la muchacha con el abuelo en una cámara cerrada, y cuando los inquisidores, cubiertos con máscaras negras, llegaban allí y querían quitarle el abuelo de su lado, era suficiente que Ifatah los mirase con sus grandes ojos para que se arrojasen de rodillas al suelo, retirándose luego sigilosamente.
En otras celdas cercanas se torturaba a los ancianos y a los rabinos con azotes infernales, para que confesasen haber hechizado a la «Santa Madre». A dos de ellos pusiéronlos bajo la «caída de agua». Este era el castigo más temible, el que llevaba a las víctimas a la locura en el término de pocas horas. En un rincón del sótano se veía a dos jóvenes desnudos, sujetos a una barra de hierro. Por sobre sus cabezas colgaban dos grandes vasijas llenas de agua fría, que dejaban pasar un par de gotas cada dos segundos a través de un corcho perforado. Las gotas caían sobre las cabezas de las víctimas, afeitadas ex profeso. Las vasijas estaban colocadas de tal forma que las gotas cayesen sobre el occipital para resbalar a lo largo de toda la columna vertebral. Y cada vez que las gotas caían sobre la testa monda, un estremecimiento nervioso y crispante sacudía a la víctima desnuda. Así iban cayendo las gotas, día tras día y noche tras noche, sin pausa y sin tregua. Uno de ellos se había vuelto ya loco; aún seguía amarrado a la barra, reaccionando cada vez que le caía una gota con una carcajada, que ya no era humana, la boca distendida mostrando los dientes, y los ojos saltones que asustaban a los mismos inquisidores.
En otro rincón aparecían tirados, como trapos, dos sujetos que apenas se movían y respiraban. Hacia ellos se arrastraba otro que había sido sacado de la prensa hacía un instante, y que iba dejando sobre el piso de cemento huellas de sangre que manaba de su cuerpo deshecho. Los que se amontonaban en aquel rincón habían sido sometidos, uno tras otro, al tormento de la prensa, y ya torturaban a dos más en aquellas máquinas diabólicas. Los hombres fueron amarrados a largas barras de hierro remachadas. Aquella máquina había sido tan bien calculada, que el reborde del remache oprimía todos los miembros del cuerpo. Los remaches, al ajustarse por medio de grandes prensas, comprimían los huesos de los pies y manos, triturándolos. Cada uno de los torturados ya no podría servirse más de sus extremidades en el resto de su vida. Los sufrimientos que producían tales prensas eran indescriptibles; sin embargo, los judíos resistían. Sus débiles gemidos se debían, más que a los dolores físicos, a la maldad humana que se cebaba en ellos.
De vez en cuando, un monje acercaba la cruz a los rostros de los torturados en las prensas, para que la besasen en señal de que acudían al ala protectora de la fe cristiana. Pero cada vez que el judío torturado así sentía el olor del incienso y veía la cruz ante sus ojos, no hacía más que desviar la mirada.
El judío que acababa de librarse de la máquina avanzó arrastrándose como una serpiente sobre el piso de piedra para acercarse a los otros. Estos intentaron extender las manos para ayudarle en el trance, pero los miembros ya no les obedecían. En ese instante no sentían ya ningún dolor. Les parecía que no tenían ya manos ni pies, ni los necesitaban ya más porque ni cuerpo tenían; mirábanse los unos a los otros con ojos alucinados y se sentían más que nunca unidos; veían a sus hermanos torturados, arrastrándose como gusanos, dejando tras sí un reguero de sangre de sus heridas. El hermano miraba al hermano, y las miradas los unían. Así se consolaban mutuamente lo mejor que podían.
Derrama tu ira sobre las gentes que no te conocen y sobre los reinos que no invocan tu nombre.
Desde un rincón rogaban a Dios viendo al hermano ensangrentado que se arrastraba hacia ellos con su cuerpo deshecho, sin poder alcanzarlos.
—¡Jehová, Dios de las venganzas, Dios de las venganzas, muéstrate! —exclamaba el torturado, hasta que se quedó inmóvil, sin poder llegar a sus hermanos.
De pronto, como si aquellos judíos agonizantes hubiesen recobrado repentinamente las fuerzas, como si hubieran adquirido alas para elevarse en los aires sobre las cabezas de los torturadores, los monjes, los diablos, resonó en el sótano donde se desangraban los torturados en las máquinas infernales, en las prensas y horcas el siguiente cántico:
No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria; por tu misericordia, por tu verdad ¿Por qué dirán las gentes: Dónde está ahora Dios? Y nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho. Sus ídolos son plata y oro, obra de manos de hombres.
Tienen boca, mas no hablarán; Tienen ojos, mas no verán; Orejas tienen, más no oirán; Tienen narices, mas no olerán; Manos tienen, mas no palparán; Tienen pies, mas no andarán; No hablarán con su garganta.
Como ellos son los que los hacen, cualquiera que en ellos confía.
Oh, Israel confía en Jehová; él es su ayuda y su escudo.
Era una canción irritante, una burla a su Dios, a su humano poder y a su vida toda. Sentían lástima de sus torturadores, que servían a dioses paganos de madera y de piedra, y se reían de ellos.
Los monjes enmascarados, con sus picas, se detuvieron asustados por los judíos que entonaban los Salmos. Parecían demonios, con sus instrumentos infernales, en aquellos sótanos terroríficos.
Suspendieron por un momento las torturas y pusiéronse a escuchar con temor el himno de los desdichados que cantaban las alabanzas a su Dios, bajo el espanto de las máquinas de tortura…