CAPITULO XIII:

EL DIOS CAUTIVO

Arriba, en la cámara del Vaticano, Pablo IV estaba en su habitación: una celda monástica de paredes lisas. Sobre un duro banco estaba sentado el Papa, con la mirada fija en el Cristo doliente que yacía ante sus ojos sobre la mesa desnuda.

Su rostro abotagado, alargado y chato, aparecía más sombrío que nunca. Gruesas y profundas arrugas surcábanle el rostro, entre cuyos pliegues se perdían sus ojos, apenas visibles; sólo su boca amplia se ensanchaba desmesuradamente, y las hondas arrugas descendían de las comisuras. Su rostro expresaba una temerosa inquietud. Y tan sombríos como su rostro estaban su espíritu y su pensamiento.

Con sus dedos largos y resecos tomó el crucifijo y clavó la mirada en él.

—¿Quiénes son aquellos de quienes Tú desciendes? ¿Acaso estás aún ligado a ellos por el alma y por el cuerpo? ¿Acaso no puedes dominarlos, que se atreven desde tanto tiempo y con tanta obstinación a ignorarte? ¿Acaso Dios Padre te ha enviado solamente a nosotros, tus esclavos, reservándose su protección para ellos, sus hijos? ¿O quizá por medio de una fuerza oculta han capturado ellos a tu Santa Madre, y te torturan en sus sinagogas, atraviesan tu corazón y extraen tu sangre, y tienen a Tu Madre encadenada en sus templos para que haga milagros y los salve de nuestras manos, enviándola a enrostrar por ellos el fuego y el agua?

«¡Di, di, di!

Volvió a poner la cruz sobre la mesa. Levantóse pesadamente y sus pasos recios retumbaron como martillazos en la amplia habitación. En realidad, se imaginaba a la Santa Madre cautiva entre los judíos, así como el pueblo de Roma creía que los judíos, por medio de una fuerza oculta, habían hecho jurar a la Santa Madre sobre los textos sagrados que permanecería en el «ghetto» para ayudarlos en sus peligros. Se imaginaba que Ella, el «Sagrado Corazón», la Virgen María, la Madre del Niño Jesús, yacía detrás de las puertas de las sinagogas, atada con gruesas cadenas. Allí los judíos la torturaban y se mofaban de ella. Y toda vez que se encontraban en peligro la hacían salir disfrazada de muchacha judía, para que apareciese ante los cristianos y los salvase; después la conducían nuevamente a la sinagoga y volvían a encadenarla en uno de los cuartos secretos.

Erizábasele la cabellera gris, mientras las arrugas de su rostro iban desplazándose, confundiéndose y apretándose como los anillos de una serpiente. Era tan supersticioso como su pueblo, y creía en la verdad de todo lo que imaginaba.

«¿Y por qué no? —pensaba para sí—. ¿Acaso no penetran ellos clandestinamente en nuestras iglesias, y no sacan del altar la hostia, el vino, el corazón de Cristo, para llevarlo todo a sus sinagogas y acuchillar la hostia, el Sagrado Corazón de Jesús hasta extraerle la última gota de sangre con la que amasan su “matzot”?[21] ¿Acaso la noche del «Pésaj»[22] no ingieren con sus hijos el corazón y se embriagan con la sangre del pobre Jesús? —Sintió una gran lástima por el desdichado, a quien torturaban tanto. Se acercó a Él y lo tomó en la mano.

Quiso ponerse de rodillas, pero no pudo… Quiso rogarle; tampoco pudo… Lo único que sentía era una compasión infinita por Aquél que tanto había sufrido en la Crucifixión, por aquél a quien tanto habían torturado, arrancándole las uñas, y cuya sangre bebían los judíos cada «Pésaj»…

Lo consolaba, lo acariciaba con la pesada mano sobre el cuerpo torturado, lo tranquilizaba como se tranquiliza a un niño castigado, y le hablaba con suavidad, llorando compasivamente:

—¡Te vengaremos! ¡Vengaremos todas tus culpas! ¡Con la espada nos vengaremos!

Pero no pudo hacer su ruego.

Se sentía ya más fuerte que Dios, más poderoso que Él, porque podía atribuirse su venganza. Le parecía que él, Pablo IV, Papa de todos los católicos y representante de Jesús, era ya el propio Dios, y en sus manos estaba depositado el poder del mundo. El, sólo él, podía castigar a los enemigos de Dios. Aquél que se encontraba sobre la mesa era el niño torturado a quien los judíos tenían prisionero en sus dominios para mortificarlo. Y él, el Dios Pablo IV, tomaría venganza en su nombre.

Estuvo a punto de caer de rodillas ante sí mismo, de rogarse a sí mismo, exaltarse a sí mismo, adorarse porque ya no reconocía otro Dios…

Tiró del cordón de la campanilla y ordenó que llamaran al cardenal Michaelo Ghislieri, el Gran Inquisidor.

Cuando el cardenal entró con su rojo gorro inquisitorial y su manto de color rojo escarlata, el Papa le preguntó:

—¿Se confesaron?

El inquisidor permaneció un minuto en silencio y luego dijo:

—Aún no.

—¿Qué habéis hecho con ellos?

—Los ancianos fueron puestos tres veces bajo la «rueda». Los físicos aconsejan, sin embargo, que no continuemos por cuarta vez la tortura, porque no resistirían.

—Cuidad sus vidas —dijo el Papa—. La Iglesia no mata ocultamente en los sótanos de las torturas. La Iglesia los quema públicamente. ¿Y los jóvenes? —volvió a preguntar.

—He puesto a dos de ellos bajo la «caída de agua». Uno se ha vuelto loco. El otro aún resiste.

—¿Entonces ninguno de ellos se ha confesado?

—Hasta ahora, ninguno.

—¿Y convertirse al catolicismo, tampoco?

—Son muy obstinados.

—Debemos convertir a algunos de ellos. La Iglesia tiene que vencer. Y con «ella», ¿qué habéis hecho?

—Lo que habíais ordenado, Santo Padre. No nos atrevemos a tocarla. Atemoriza con su parecido a la Madre de Dios, y nuestros hombres, los monjes, temen acercarse a ella.

—¿Se la observa?

—Está sentada junto a su anciano abuelo y toda la noche no hace más que recitar los Salmos en su idioma maldito.

—¿Han intentado quitarle al anciano de su lado?

—Lo hemos intentado, pero cuando los monjes enmascarados entraron en su cámara y quisieron tomar al anciano para sacarlo de allí, ella sé antepuso, y miró fijamente a los frailes. Estos reconocieron en ella el rostro de nuestra Santa Madre y se arrodillaron, persignándose.

—¿No ha tenido ninguno de los monjes el valor de cumplir la orden de la Iglesia?

—El pueblo cree que ella es la Santa Madre, a quien los judíos obligan por medio de sus libros de hechicerías para que viva entre ellos y los salve de nuestras manos.

El Papa calló un instante, miró al inquisidor y preguntó:

—¿Y tú también crees que ella es la Santa Madre?

El cardenal permaneció mudo.

—¿Por qué no contestas?

—Su rostro tiene un asombroso parecido al de Nuestra Señora, la bendita Madre de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Y los judíos la han tomado prisionera?

—Es probable; los judíos pueden hacerlo por medio de sus libros herejes, de la misma manera que emplearon una fuerza oculta para que el cardenal Cristóforo Madruzzi imprimiese sus libros, a pesar de vuestra prohibición.

—¿Edita el cardenal Madruzzi libros hebreos?

—En Riva de Trento abrió para ellos una imprenta, e imprimió su maldito libro, el «Mischnah»[23], en dos ocasiones, y a pesar de que vos habíais ordenado quemar tales libros.

—¡Quemar! ¡Que no quede ningún libro judío en tierras de Italia! ¡Y el cardenal queda excomulgado! Y a «ella», traédmela; si realmente es la Santa Madre, Nuestra Señora Bendita, y está cautiva entre los judíos a causa de sus malditos libros, un cristiano tiene que librarla de sus manos.

—¿Vos, Santo Padre, en los sótanos inquisitoriales? ¿En las cámaras de torturas?

—Si vosotros tenéis miedo de acercaros a ella, iré yo, yo mismo, a librar a Nuestra Señora de manos de los extraños. Soy el representante de Dios en la tierra.

Y el Papa, acompañado por el Gran Inquisidor, se dirigió a aquellos sótanos, con el objeto de librar a la Santa Madre de su prisión.