EL CARNAVAL EN ROMA
Las calles de Roma aparecían inundadas en un mar de distintos y vivos colores. No sólo las gentes, sino también las calles, los edificios, los monumentos y las iglesias, las columnas y los mercados aparecían engalanados en honor de la gran fiesta de Carnaval. Las paredes de las casas desaparecían bajo la infinidad de colores de los preciosos terciopelos y de los tapices orientales. Los colores de los tapices brillaban al sol como piedras preciosas; las ventanas, puertas, balcones y terrazas llevaban florecientes ornamentos verdes.
Las calles por donde pasaban las procesiones de Carnaval estaban adornadas con palmeras, mirtos, crisantemos y otras especies orientales. Roma se había convertido en una especie de parque magnificente de un príncipe oriental. Los habitantes de la ciudad no atinaban a darse cuenta del lugar donde se encontraban. Muchas casas se convirtieron en barcos provistos de grandes mástiles; semejaban buques perdidos, hechizados en un fantástico océano multicolor. Algunas iglesias aparecían convertidas en templos de otros dioses, de Apolo y de Venus. Monumentos cristianos y fuentes representaban a faunos salvajes y animales mitológicos, Bacos ebrios escanciando el vino de las copas desbordantes, y niños desnudos llevando racimos de uva en jarras de vino a paso de danza… Todas las cornisas y columnas de las calles romanas estaban adornadas con el verde de las hojas y el encendido carmín de las rosas rojas.
Los santos de la Iglesia vestían togas romanas y pequeñas coronas de hojas de laurel, e iban sentados en los carros de triunfo, arrastrados por briosas cuadrigas. Trastornaba todo aquello, como una mezcla de siglos, como un cambio de época y períodos. Roma se sacudía el yugo al cual la atara el Cordero; también se libraba de las leyes de la Iglesia y volvía a ser lo que había sido siempre, una servidora del viejo Pan. Retornaba al paganismo. Era una contribución que la Iglesia pagaba a la vieja Roma politeísta en el día de Carnaval. Esta festividad era la protesta de Roma contra el triste Dios ajeno que la Iglesia le había impuesto a fuerza de fuego y de espada. Roma extrañaba los dioses paganos de sus antepasados; sentía nostalgia por aquellos dioses radiantes en el sol de los tiempos pretéritos. En estos días de Carnaval resucitaban una vez más los viejos dioses de sus templos polvorientos y olvidados para entrar en la Iglesia de Roma; arrojaban al melancólico Cordero con sus heridas dolorosas y ensangrentadas, se sentaban sobre su trono, y una vez más el hombre adoraba al único dios vivo que conocía, el dios de sí mismo…
Durante semanas enteras se preparaban para las grandes fiestas de Carnaval. Muchos iban y venían, disfrazados de viejos romanos con sus togas. Personalidades célebres de la historia romana, Césares y Augustos, anduvieron embriagándose en las tabernas de Roma… Algunos comerciantes persas y turcos arrastraban sus líos de mercancías por las calles: Otros se vestían como los indígenas de ciertas regiones salvajes que Colón descubriera en su supuesto viaje a las Indias, y que comenzaron a ser conocidos en el Viejo Mundo; esos atavíos de los indios pintarrajeados de rojo y adornados con plumas aparecían muy a menudo en los corros de Carnaval; solían llevar descomunales cigarros encendidos para recordar así la costumbre de fumar que se propagó rápidamente por todo el mundo, cuando apenas emigró de América. De esta manera los indios se mezclaban con senadores romanos y se abrazaban como hermanos. Algunas mozas vestidas de diosas griegas, como las sacerdotisas del Templo de Vesta, y otras, vestidas de profetisas y sibilas iban del brazo de Bacos beodos, sobre cuyas testas bailoteaban coronas de rosas rojas. En los callejones apartados, faunos y sátiros raptaban a jóvenes sacerdotisas, para llevarlas a las casas alegres de pecaminoso esparcimiento y a los baños públicos… Mancebos alegres, ligeramente vestidos con unos sobrepellices de seda y con piernas y brazos al descubierto, acompañaban a sus viejos libertinos; filósofos griegos de cabelleras raleadas y largas barbas rizadas mantenían discusiones sobre Eratóstenes en las plazas públicas de Roma.
Por la noche todo fue iluminado por fantásticos fuegos de artificio, que inundaban con su luz los edificios y monumentos. Los esclavos llevaban antorchas que proyectaban su leve luminosidad sobre las máscaras fantásticas. Grupos de alegres muchachones y muchachas disfrazados iluminaban su camino con extravagantes pantallas de pergamino veneciano, y linternas cuya luz les asignaba una rara prestancia de sombras chinescas. Bailando como sombras por las calles, desaparecían por los lugares apartados. Quedaba atrás el eco lejano de suaves canciones apasionadas y el vaho de perfumes a la vez agradables y excitantes. Por las calles flotaban densas nubecillas perfumadas que se elevaban del fuego de las antorchas que seguían a las máscaras. De las tabernas salía una luz desagradable, junto con las voces graves de los ebrios, y el olor a comidas fuertemente condimentadas, a especias y vinos agrios. El olor de aquellos potajes se mezclaba con los perfumes, y aquella luz se fundía con la de las linternas venecianas y con las luces desagradables de otras tabernas y cafetines. Entremezclábanse gentes y cosas, la vida y la muerte se aliaban; todo se agitaba como un océano tornasolado en medio de una neblina brillante y congelada que sobrenadaba en el vacío.
Sólo un rincón de la ciudad se hallaba desprovisto de las luces fantásticas, y sólo una calle estaba sumida en las tinieblas. La oscuridad de la noche caía pesadamente sobre el «ghetto». Las lucecitas que antes se habían visto en las ventanas se habían apagado. Acurrucados con sus mujeres e hijos en los rincones de sus viviendas, los judíos percibían desde lejos el tumulto que llegaba de las calles de Roma a través de sus murallas. A veces caían algunos fuegos artificiales en el recinto mismo, e iluminaban el concentrado mutismo del ambiente. Entonces sobrevenía el terror en el «ghetto», exacerbado por el salvaje bullicio que se oía en el interior de su ciudadela. Atemorizados, se contemplaban unos a otros, y cada cual musitaba para sus adentros una oración.
Dios nuestro, ten compasión y protégenos en el día del Carnaval. Roma está sin Dios…
Sólo un sótano estaba alumbrado: el de José Pérez. Allí se reunían nuevamente los notables de la comunidad en vísperas de Carnaval. Era el único lugar del «ghetto» donde también se hacían preparativos para dicha festividad.
Sobre la mesa se había amontonado una cantidad de monedas, alhajas de oro y plata, joyas antiguas de todas partes del mundo, que los judíos sacaron del sótano de José Pérez. Sobre el piso empedrado estaban apilados cortes de seda, ricos damascos y tapices orientales, cortes de terciopelo, regalos de novios, bienes hereditarios que habían pasado de generación en generación y que se habían recogido en todos los hogares judíos. Estos objetos constituían la contribución que los judíos debían entregar en vísperas de Carnaval. En compensación al hecho de que Judas vendió a Cristo por treinta dineros, los judíos de Roma debían pagar todos los años mil ciento treinta florines de oro en joyas y trabajos de orfebrería. Las hijas de Israel en Roma tenían la obligación de adornar el Arco de Triunfo de Tito con tapices preciosos, sedas y terciopelos carísimos en honor de la gran fiesta de Carnaval, cuando la comisión compuesta por los rabinos y los ancianos de la comunidad esperaba con los rollos de la Sagrada Ley la llegada del Papa, que montaba su caballo blanco, dirigiendo la procesión de las Carnestolendas.
Silenciosos y tristes pagaban los judíos los florines de oro y los objetos preciosos valorados en oro, la multa de Judas, contribución obligada a los gastos de Carnaval. Algunos de ellos miraban despreciativamente los ricos tapices y las preciosas sedas con las que las hijas de Israel adornarían el Arco de Triunfo de Tito, de aquel héroe que les quitó la libertad, arruinó su país e incendió su Templo. No pronunciaban palabra, y sólo se oía el tañido de alguna campana. Por otra parte, sólo impresionaba la retina el brillo dorado de la pequeña lámpara de aceite. Pero de vez en cuando se percibía el tumulto ruidoso que llegaba de las calles inflamadas de embriaguez, como el rugir de un océano tormentoso y agitado. Los tragaluces del sótano se iluminaban en las intermitencias relampagueantes de los fuegos de artificio, que caían, de vez en cuando, en el oscuro «ghetto» de Roma. Entonces los judíos palidecían, mirábanse los unos a los otros con el mismo pensamiento:
—Roma está sin Dios.
En un rincón del sótano apenas iluminado, estaban sentados los «corredores pedestres» y se untaban las piernas con grasas y aceites, preparándose para la carrera del día siguiente. Eran Jaime Adoini y Marcos Alfi, los dos «tontos» del «ghetto» a quienes la comunidad pagaba todos los años para que participasen en las «carreras», donde los judíos debían tomar parte para diversión de los romanos…
Por la Vía Apia descendía una estrafalaria comitiva. Desde lejos, parecía como si un río enfurecido, de color sangriento, se volcase sobre la calle. No se divisaba nada; sólo nubes coloradas de humo neblinoso se movían sobre las cabezas; entre el humo relampagueaban los fuegos artificiales, que arrojaban hacia el cielo puñados de centellas. Cuatro briosos caballos emergieron imprevistamente de la neblina; iban uncidos a un carro de triunfo, llevando altos plumeros polícromos y cubiertos de ricos pellones de seda. Sobre el carro, cuatro heraldos de pie, dispuestos en la posición de los cuatro puntos cardinales, anunciaban con largas trompetas de plata que la marcha de Carnaval se había iniciado.
De acuerdo con las conclusiones del primer astrónomo de entonces que, según el resultado de sus observaciones astrales, aconsejaba al Papa la manera de comenzar cada acto, la marcha de aquel Carnaval debía hacerse bajo el símbolo de la Tierra y de sus cuatro elementos, los que estaban representados por seres humanos que se agitaban en el aire por medio de un procedimiento mecánico. Después seguían grupos que reproducían cuadros del Antiguo y del Nuevo Testamento, todos ellos recordatorios de la alegría y el placer de vivir: Abigail conduciendo un camello cargado de objetos preciosos de Oriente, y destinados a David; Lot con sus hijas. Después aparecían muchos disfraces de la mitología griega: Paris con las Tres Gracias; tampoco faltaba Helena de Troya, por cuya causa guerrearon reyes y pueblos; cuadros de la Odisea y de la Ilíada; grupos que representaban a la gran familia de los dioses y diosas del Olimpo. Allí se veían también cuadros de carácter político, que advertían el peligro del poder de los Atamanes y el Sultán, enemigos de la Cristiandad; otro representando a Lutero con las siete cabezas de la Hidra; un cuadro representaba a los protestantes purgando sus penas en el infierno. Ángeles y demonios, hechiceras y profetisas, sacerdotisas griegas e idólatras, bailaban y cantaban, luciendo los bellos colores de sus máscaras y vestimentas.
Sobre el agitado mar de colores se levantaba un trono tapizado de telas suntuosas, en el cual se mecía, vestido de escarlata intenso, el Papa Pablo IV, con la mirada de sus glaucos ojos mortecinos vagando sobre el pueblo, con su blanca barba temblorosa, que cubría su pecho, acompañado de su cortejo de cardenales y altos funcionarios de la Iglesia. Un grupo de frailes vestidos de blanco, llevando candelabros de oro en los que ardían rojas velas de cera, alumbraban a Su santidad, al representante de Cristo en la Tierra, en la comitiva de Carnaval…
A la entrada del «ghetto», bajo el Arco de Triunfo de Tito, la comisión de judíos esperaba a Su Santidad. Adornado y embellecido con los más lujosos tapices y mantones de seda bordados en oro, esperaba el Arco de Triunfo de aquél que humilló a Israel. Vestidos de blanco y cubiertos con los mantos sagrados se hallaban los notables del «ghetto». El ciego anciano Reb Jacob llevaba los rollos sagrados con los que se presentaban los judíos todos los Carnavales. Iba rodeado por los más ancianos y las personas respetables de la comunidad. Sobre una mesa ricamente cubierta había varios bolsos de seda con los mil ciento treinta florines de oro a que ascendía el rescate de Judas. Un poco más lejos esperaban las muchachas hebreas, con flores y sedas bellamente bordadas, para cubrir con ellas el suelo donde tenía que ubicarse el estrado del Papa.
La procesión se detuvo. El Papa se adelantó hasta el Arco de Triunfo de Tito y allí, instalado en su estrado, recibió a la comisión de judíos. Intencionalmente desvió la mirada para no ver a los ancianos allí presentes. Pero cuando las muchachas judías comenzaron a extender ante su silla de mano los preciosos tapices, entonces los ancianos judíos, siguiendo la antigua costumbre, avanzaron hacia el Sumo Pontífice. El ciego Reb Jacob le entregó los rollos sagrados y los rabinos pronunciaron su bendición.
A su vez, siguiendo también la costumbre, el Papa sacó el pie de entre las sedas que lo cubrían, y lo posó sobre la cabeza de Reb Jacob, mientras repetía el conocido dicho:
—No os queremos, sino que os toleramos, porque Dios nos ordenó tolerar a nuestros enemigos.
Así terminó la ceremonia de recibir de los judíos el llamado «rescate de Judas».
De pronto, los grupos de los distintos cuadros alegóricos se disolvieron, entremezclándose. Trajes variados, máscaras, todo, todo se mezclaba en revuelta confusión. Los soldados del Papa, con sus fantásticas vestimentas, despejaron la Vía Apia; y el pueblo, apiñado en una conglomeración multicolor, se vio comprimido en las veredas contra las casas. Así tuvo que abrirse un espacio para las «carreras de postas», con las que siempre finalizaba el festival. En un trono escarlata que fue colocado frente al Arco de Tito, se sentó el Papa en medio de su cortejo. Primero corrían los jóvenes romanos; como en otra época, durante la dominación romana, también esta vez en presencia del representante de Cristo, estaban semidesnudos. Vestidos con cortas casacas de seda, como coronas sobre las cabezas, corrían por la Vía Apia. Toda Roma los seguía con la vista y los estimulaba, con el entusiasmo de la sangre agitada y el revuelo de la diversión desenfrenada. Todos los ojos brillaban, los rostros congestionados de acaloramiento, ardientes de agitación, las cabezas enracimadas. Desde los balcones, cubiertos de plantas y flores, las patricias agitaban sus pañuelos bordados, sus velos y sus abanicos. Las gentes apostaban a los corredores, poniendo en juego sus bienes y su misma libertad, y apenas alguno de éstos alcanzaba la meta, los gritos, las alarmas, los aplausos y el agitar de las manos, máscaras y velos aturdían toda Roma. Luego, como en los antiguos juegos olímpicos, el ganador laureado era conducido en marcha triunfal por las calles de la ciudad. Las damas lo besaban y las cortesanas le arrojaban rosas desde sus estrados; otras le enviaban misivas, y algunas, hasta las llaves de sus alcobas…
Las carreras reavivaron la sed de diversión y exacerbaron la agitación de los romanos. Después de las carreras de los jóvenes seguía la de los niños, a continuación la de los mozos y, por último, la carrera de la irrisión, que el Carnaval inventó para los creyentes de Cristo: la carrera de los judíos.
Era vieja costumbre que para Carnaval los judíos debían presentar sus corredores, destinados, no a la lid deportiva, sino para servir de mofa. Elegían ex profeso a los más ancianos y pesados, a los judíos obesos de piernas combas, a los que cojeaban, para divertir con sus cómicas figuras al pueblo ávido.
La comunidad judaica de Roma ya había preparado dos corredores especializados en ese juego. Antes de empezar les leían la «tojajá». Eran los «tontos» Jaime Adoini y Marcos Alfi, que desempeñaban tal papel en el «ghetto». Servían de «hazmerreír» y asistían con los oídos tapados a los sermones obligatorios para todos los judíos a quienes ellos reemplazaban. Así como los cristianos se valían de «tontos» para divertirse, de igual manera los judíos servíanse de ellos, para regocijarse en los casamientos y banquetes. Estos dos retardados representaban en las casas judías la «dama de la muerte» y otras fantochadas del mismo cariz. Durante las fiestas de «Simjat Torah» y «Purim»[20], divertían a las gentes con sus ocurrencias; en pago de ello recibían una pensión anual para que reemplazasen a los judíos en las carreras de carnaval.
Los dos «tontos» se identificaban de tal manera en sus papeles, que cuando llegaba el momento olvidábanse de la ficción, y tanto se empeñaban, que cada uno trataba de aventajar al otro y ganar la carrera. Se adiestraban para ello, desempeñándose luego como verdaderos corredores.
Los romanos esperaban con impaciencia. Apenas los veían pasar corriendo por la Vía Apia con los pies torcidos y la respiración agitada, un contagio de carcajadas burlonas se desplazaba sobre el agitado océano de cabezas y rostros cubiertos.
—¡Eh, tú, ágil judío! ¡Levanta un poco los pies, que resbalas!…
—¡Mira, mira; se tambalea, como si el diablo lo sacudiera!…
—¡Y a ese le cuelga la cola! ¡Yo mismo la he visto!
¡Es igual que la del diablo! ¡Mira su velluda cola, como la de mi «Fidel»! ¡Ja! ¡Ja!…
—¡Apuesto por él mi jardín, mi caballo, mi coraza! ¡Apuesto que ganará el colorado! ¡Salta como un mono! ¡Miradlo!
—¡Eh, tú, judío! ¡Le sacaré los intestinos a tu mujer embarazada y le meteré un gato por el culo si me haces perder la apuesta! ¡Juego a tu cabeza mi mejor caballo!…
De todas partes afluía el griterío. Los corredores se sentían azotados con las risas y azuzados con las ofensas y la amenaza de los puños que provenían de todas partes, para que uno sobrepujase al otro.
Pero esta vez ya no se conformó el pueblo con los «corredores oficiales» del «ghetto». Trastornados por la algarabía y ávidos de nuevas diversiones, hacían correr bajo el Arco de Tito a los judíos más distinguidos que integraban aquella representación. Los judíos devotos de Roma bajaron la cabeza avergonzados. Y para no mirar los rostros de sus opresores, acto que estaba prohibido por decreto, tapábanse los ojos. De repente fueron rodeados por todas partes y obligados a correr bajo una tempestad de gritos, denuestos, risas y burlas:
—¡Corred, judíos, corred, corred!
Éstos miraron asustados y palidecieron, sin comprender lo que querían de ellos, pero de todas partes mostrábanles los puños, profiriendo gritos amenazadores. De aquí y allá recibían latigazos en los pies, empellones y denuestos.
—¡Corred, judíos! ¡Corred, corred!
Algunos, asustados y trastornados, sin saber lo que querían de ellos, comenzaron instintivamente a correr. Envueltos en los amplios mantos sagrados, al correr, los «tzitzot» se les enredaban entre los pies, haciéndolos caer. Otros se cubrieron el rostro con los mantos y se dejaron castigar. Corrieron unos pasos y se quedaron detenidos, volviendo los rostros aterrorizados, sin saber qué hacer. La indecisión de los judíos, las caídas de unos encima de otros, su atolondramiento, exaltó aún más el vocerío. Aquello parecía un mar furioso. Por doquier resonaba el rugido de gritos salvajes, y cada vez se multiplicaba más y más la agitación de las manos, de los puños y de los ojos:
—¡Corred, judíos! ¡Corred, corred!
En medio de sus compañeros se encontraba el ciego Reb Jacob. Empezó a buscar algo con las manos, como si pisara sobre un terreno inseguro. Su rostro no expresaba miedo alguno; melancólico y tranquilo, como siempre, inclinó aún más la cabeza con la luenga barba, que le llegaba a la cintura, sin moverse de su lugar. De pronto lo vieron las alegres máscaras y quisieron acercársele para burlarse de él. Pero al instante una muchacha de rostro cubierto con un velo se abrió paso a través de la cadena de soldados suizos que custodiaban al Papa. Se introdujo en el grupo de judíos, se acercó al anciano y lo tomó de la mano.
El ciego sobresaltóse cuando se dio cuenta de que era la mano de su nieta, la abrazó y ambos trataron de alejarse rápidamente de aquel lugar para confundirse con la muchedumbre. Pero fueron sorprendidos por la masa escandalosa. Se miraron uno a otro. Algunos se acercaron a ellos, pretendiendo separarlos. El anciano la sujetaba fuertemente para que los enmascarados no pudiesen arrebatársela.
—¡Arráncale el velo del rostro! ¡Mira si te conviene! —dijo uno del público. Y una de las máscaras aceptó la invitación.
Entonces sucedió algo increíble, que nadie pudo comprender. Uno de los disfrazados, al ver el rostro descubierto de la muchacha, cayó de rodillas, persignándose.
Nadie sabía lo que pasaba, pero al ver que la máscara se arrodillaba y hacía la señal de la cruz ante una muchacha, empezaron a buscar a alguien entre la gente. De pronto, repararon en aquella que estaba al lado del anciano y que miraba con sus grandes ojos melancólicos y los labios contraídos en un gesto de dolor y compasión el salvaje desenfreno del pueblo, y alguien exclamó:
—¡Ved, ved, quién está allá! ¡La Santa Madona! ¡«La Madona del Amor»! ¡Ved, ved!…
—¡Apareció la «Madona del Sagrado Corazón»!
—¡Ella, Ella misma en persona!…
—¡Oh, Madre Sagrada! ¡Ten compasión!
Y era como si un terror divino se abatiera sobre el pueblo. El miedo encrespó las agitadas olas de aquel océano de hombres. Aquí y allá, las gentes se arrancaban las máscaras, se quitaban los gorros fantásticos y las vestimentas paganas. Entre el mar de disfrazados empezaron a descubrirse los rostros, por doquier las gentes dejáronse caer de rodillas y levantaron las manos hacia la figura que se mostraba ante ellos. En las calles más alejadas no se sabía lo que allí pasaba y aún llegaba el eco de los alegres cantos carnavalescos y el reír de la gente; resonaba el tumulto y el griterío proveniente de las lejanas calles hacia el lugar donde la gente, de rodillas, alzaba las manos al cielo, entonando el «Ave María». Como trastornados por un viento flamígero caído del cielo, se alejaban de ella, se apartaban de su camino, o se echaban al suelo ante ella, inclinaban las cabezas y levantaban las manos.
La muchacha del «ghetto» tomó de la mano al abuelo ciego y lo sacó de entre el pueblo arrodillado y caído que yacía a sus pies como un agua mansa, para desaparecer con él tras las puertas del «ghetto».