CAPITULO XI:

LAS PERLAS DE LA VIRGEN

Por Roma, y por Italia entera, corrían rumores acerca de la nueva pintura sagrada que habían colocado en la Iglesia del «Sagrado Corazón». Inventaban leyendas alrededor de la misma y alentaba la creencia supersticiosa de que, detrás de la tela, debajo de los colores, de la carne, de los cabellos y de los ojos, palpitaba la vida. Las monjas de aquella iglesia contaban que esa imagen lloraba de noche y que sus lágrimas caían rodando al suelo. Las monjas bordaban pañuelos para secarle las lágrimas todas las mañanas, y enseñaban las manchas que iban dejando al caer. Pero el pueblo no quería verla bañada en llanto; mejor la quería en el esplendor regocijante de su virginidad y juventud eternas. Le dieron el nombre de «Madona del Amor», creyendo que había venido a este mundo para inspirar el amor en el corazón humano, el amor que había muerto desde hacía mucho tiempo. Le atribuyeron un poder de reavivar en los corazones las llamas apagadas y devolver la juventud y la vida. Multitud de hombres y mujeres se aglomeraban en las puertas de la iglesia, y arrodillados ante ella, le pedían que reavivase sus corazones apagados y rejuveneciese la fuente de la vida y del goce… Hasta los mendigos llenábanla de regalos con el producto de las limosnas.

Venían hombres golpeados por la vida, mujeres que sufrían de añoranzas, doncellas que no habían logrado marido, jóvenes enamorados ardiendo en la inextinguible sed de amor; todos venían a pedir su ayuda, colmándola con las prendas más caras de las arcas familiares; trayéndole ricos brocados, damascos y sedas bordadas. Todo le fue obsequiado con amor, y más de una vez encontraron las monjas detrás del retrato cajitas de polvo, lápices de color, aceites olorosos y otros cosméticos que las cortesanas de Roma le traían de sus más ricas «toilettes», para que tuviera a la mano los recursos de la coquetería para borrar las huellas de las lágrimas que rodaban de sus ojos todas las noches.

Pero sus principales admiradores fueron los romanos. Pobres y ricos de toda condición la adoptaron como protectora, como diosa suya, y venían para confesarse ante ella. Día tras día veíanse hombres prosternados ante su retrato, devorando con sus ojos sedientos el color rosado de su piel desnuda. La sangre de su cuerpo parecía fluir en oleadas a través de su sombreada piel marfilina, dando a su cuerpo un leve color perlado que le asignaba una sugestión de vida. Sus reproducciones se popularizaron por toda Roma, más que la de cualquier otro Santo o las de Dios mismo. Los hombres, en lugar de llevar sobre el pecho la cruz, que poco o nada les decía al alma, llevaban esa imagen, que apretaban con pasión en las noches silenciosas. Los obispos, los cardenales y otros religiosos engarzaron su efigie en piedras preciosas dentro de sus cruces, y al besar la cruz, la besaban a Ella con pasión exaltada.

Los hombres le traían presentes de joyas, como suele hacerse para festejar a las amadas; cada uno se esforzaba en ganar la simpatía de la «Madona del Amor», como si se tratara de ganar el amor de una célebre cortesana. Cada cual trataba de adelantarse al otro en su afán de conquistarla a fuerza de obsequios raros y valiosos.

Las joyas que prefería, como decían las monjas de la Iglesia del «Sagrado Corazón», eran las perlas que fueran tan grandes y cristalinas como cada una de las lágrimas que se deslizaban sobre sus bellas mejillas. Los hombres comenzaron a comprar por eso perlas para la «Madona del Amor». Los judíos del «ghetto» les vendían las mejores. Los maridos robaban las perlas a sus mujeres, los enamorados no cumplían sus promesas con las cortesanas de Roma por llevar sus perlas preferidas al «Sagrado Corazón», donde adornaban a la «Madona del Amor» ensartadas en collares preciosos. Su cuerpo desnudo fue cubierto de perlas semejantes a grandes lágrimas congeladas, entre las cuales aparecía su cuerpo rosado. Su piel entonces parecía de pétalos de rosa, cubiertos de cristalinas gotas de rocío.

Las esposas y las cortesanas, las amadas y las novias, todas tuvieron celos de Ella, como si hubiera sido un ser viviente que les hubiese robado el amor de sus esposos, novios y amantes. Las mujeres de Roma, que se familiarizaron con su diosa, le dieron el nombre de «Santa Libertina». Y más de una vez se vio que alguna celosa meretriz llegaba a la iglesia y, mostrándole los puños a la Virgen, gritaba:

—¡Ramera de Dios! ¡Te rasguñaré los ojos, te arrancaré los cabellos, a ti, que me has robado a mi querido! ¿No te basta con tu amante del cielo? ¿Quieres aún quitarnos nuestros hombres?…

Por otra parte, el Papa Pablo IV expidió un decreto para que los judíos presentasen tres collares de trescientas perlas cada uno, las cuales fueran tan grandes como los ojos de la Virgen: enteras, llenas, redondas, y que tuviesen el color del arco iris que se mostró por primera vez ante los ojos de Noé cuando Dios lo salvó del Diluvio. Así debían manifestar su agradecimiento por no haber perecido durante la última inundación del «ghetto». Todo ello sería en obsequio a la nueva «Madona del Amor» de la Iglesia del «Sagrado Corazón».

Cuando los judíos de Roma tuvieron conocimiento del decreto, no supieron qué hacer, no tanto por las perlas, sino por algo más importante. No sabían si el hecho de presentar las perlas a la «Madona» significaría o no que ellos adoraban al Dios ajeno; en el caso afirmativo, era preferible entregarse al «Kidusch Haschem»[16] que profanar el nombre de su propio Dios.

En Roma no se hallaban más libros sagrados, porque en los tiempos de Pablo IV, como ya se ha dicho, no podían imprimirse libros hebreos, ni la «Guemara»[17], ni los libros de Maimónides, excepto el «Zohar», cuya impresión permitió el mismo Papa, porque como lo dijeron algunos frailes, judíos renegados, el «Zohar» no era un libro anticristiano ni contenía ningún ataque contra la Santísima Trinidad.

Reb Jacob convocó a los judíos de Castilla en el sótano de don José Pérez. Allí acudieron también representantes de otras comunidades, que se encontraban entonces en Roma, para deliberar sobre la contestación que debía darse al Papa.

En la noche de «Hoschanah Rabah»[18], se realizó la gran reunión de todas las autoridades de la comunidad judaica que se hallaban en Roma, en el ya conocido sótano de la casa de don José Pérez. Se encendieron largas velas de cera. Sólo había contadas personas; los ancianos y los dirigentes de la comunidad, judíos de frente alta, que llevaban impresas las huellas de las persecuciones; ojos que brillaban con el ardor de la fe, de esa fe que vence al fuego de la muerte, barbas que de tanto padecer se hicieron más blancas que la nieve apenas caída del cielo, y largos mantos de seda y terciopelo, de color ámbar verde, con anchos cinturones bordados en oro y las testas oscuras y respetables.

Eran de distintas regiones; había entre ellos judíos fugitivos de Castilla, como Reb Jacob y don José y otros honorables señores; judíos franceses de gran cultura, médicos célebres, discípulos del famoso médico judío Amatis Luzitanis, estudiantes de la Universidad de Padua; judíos alemanes que introdujeron la «Torah» en Roma. Esta juventud permanecía en sus puestos de centinelas, en todas las esquinas, para llamar la atención en caso de peligro.

Cuando dio comienzo la reunión, el ciego Reb Jacob exclamó:

—Nos hemos quedado lamentablemente desprovistos de la «Torah», y andamos a ciegas. Como rebaño sin pastor ha quedado la comunidad judía de Roma. ¿Quién nos explicará la palabra de Dios y nos enseñará su ciencia y lo que debemos hacer en caso de desgracia?

—Enviemos algunos mensajeros a don José Atalenghi, a Cremona, en la región de Milán; él reunió a los judíos y fundó allí una escuela para no echar al olvido la palabra de Dios en toda Italia; a él le preguntaremos cómo tenemos que obrar opinaron algunos.

—¡Sería demasiado esperar! Los caminos son peligrosos para los judíos. Además, antes que nuestros mensajeros lleguen y regresen de Cremona, pasará el plazo que nos han dado, porque antes del Carnaval deben ser entregadas las perlas.

—¿Ha callado para nosotros la palabra de Dios? ¿Acaso no se encuentran en la gran comunidad judía de Roma hombres inteligentes, capaces de iluminar con la luz de la inteligencia la obscuridad en que nos encontramos?

—La palabra de Dios ha callado para nosotros desde hace mucho, desde el día en que nadie puede ver un libro hebreo. No podemos confiar a la memoria una cuestión tan importante, cuando se trata del peligro que corren nuestras vidas.

—El libro de Maimónides contiene una ley al respecto, la recuerdo muy bien, pero no quiero confiar en mi memoria —decía un anciano.

—Los libros del sapientísimo Maimónides, a quien nuestros hijos estudian desde niños, se queman en las calles de Roma —quejábase otro anciano.

—¿No tiene nadie un libro, un «Iad Hajazakah»[19]. ¿No hay en toda Roma una palabra hebrea escrita? ¿Será posible?

Mientras tanto, Reb Jacob dialogaba en voz baja con don José Pérez. Después de un largo rato, llamó don José a dos ancianos y les dijo algo confidencialmente. Éstos permanecieron estupefactos; luego se les acercaron otros y conversaron en voz baja. Por fin nombraron a algunos de ellos, seguramente los que conocían mejor los libros sagrados, quienes siguieron a don José Pérez, que los introdujo en otro apartamento de aquel sótano. De allí siguieron por un largo y oscuro corredor secreto que parecía un laberinto. Alumbrándose con la leve luz de una lámpara de aceite y de una vela de cera, llegaron así a un cuarto secreto cuya puerta abrió don José como por encanto, porque no se habían visto ni señales de puerta ni de entrada; por medio de un resorte secreto corrió una piedra de la pared, y todos se introdujeron en el cuarto oscuro. El cuarto estaba lleno de baúles y cofres de hierro, atados con gruesas cadenas a las grises paredes de piedra. José Pérez abrió ante ellos los amplios cofres, que no se encontraban repletos de oro y de piedras preciosas, sino de valiosos libros hebreos. Aquélla era la biblioteca secreta de Pérez, el lugar donde guardaba los libros hebreos, la «Guemara», «Manuscritos», las primeras ediciones de Maimónides, oraciones, plegarias, narraciones en pergamino; manuscritos de leyes y costumbres del pueblo de Israel. Allí estaba escrita la persecución de los judíos en los distintos países. A veces eran narraciones que se referían al Éxodo de España; otras eran relatos rimados de las vicisitudes de las almas judías que fueron sacrificadas en el fuego de la Inquisición, poesías litúrgicas y lamentaciones a los héroes cuyo martirologio alcanzó alta celebridad. Esta biblioteca, formada pacientemente a través de generaciones y conservada a costa de sacrificios, había sido llevada desde Castilla a Italia y depositada en aquel oculto rincón del sótano, cuándo Pablo ordenó quemar todos los libros de tal índole. Los sabios revisaron los libros durante largo rato y encontraron en el libro de Maimónides aquello que necesitaban para dilucidar la cuestión que se les presentaba. Después de la debida meditación en dicho lugar, volvieron con la siguiente conclusión:

Las perlas podrían ser entregadas al Papa en calidad de multa, de contribución, de rescate por sus vidas, por todo lo que él quisiera. A su vez, él podía hacer con ellas lo que quisiese. Pero en ninguna forma debían entregar las perlas a la «Madona» como ofrenda de agradecimiento por haberlos salvado de la inundación, lo cual implicaría adorar a un Dios ajeno, en cuyo caso era preferible entregarse al «Kidusch Haschem» por voluntad de Dios.

Las personas allí reunidas escucharon la sentencia. Ninguna palabra se oía; un silencio profundo reinaba en la habitación.

—No diremos nada; entregaremos las perlas al Papa sin pronunciar palabra.

—¿Y si nos preguntaran algo?

—En ese caso, los engañaremos; total, no saben lo que hacen; obran como niños traviesos.

—¿Y de dónde sacaremos perlas tan grandes? —preguntó alguien.

Reb Jacob se puso de pie, llamó a su nieta y le dijo:

—Hija mía, trae tus perlas y entrégalas a la comunidad de Roma. No resulta justo que una hija de Israel se adorne con perlas, cuando los cristianos las emplean para adornar a sus dioses.

La vivaz Ifatah sacó entonces de un cofrecito de hierro sus perlas, patrimonio de largas generaciones, y las entregó para adornar con ellas a la inmóvil Ifatah de la Iglesia del «Sagrado Corazón».

Cuando la «Madona del Amor» ostentó las perlas de Ifatah, lucieron en ella con la más casta y pura belleza, incomparablemente mejor que los otros collares de perlas que sus admiradores le habían regalado.