CUANDO TAÑEN LAS CAMPANAS
Desde por la mañana sonaban las campanas de Roma. De las colinas y valles, donde estaba asentada la ciudad, llegaba la sonoridad de los tañidos. Unas campanas eran graves, repicando precipitadamente con una premura de voces metálicas que infundían pavor; otras, parecían rogar como voces de mujeres, finas y agudas; y otras aún, como aisladas del tumulto, imploraban a su propio Dios con oraciones distintas. Cada campana pugnaba por aventajar a la otra, como queriendo ahogarla con sus tañidos. Unas ordenaban y otras rogaban. Y en el ámbito, por sobre las cabezas del pueblo, parecía oírse el grito de bestias invisibles que se acercaban para saciar la sed de su enojo, y se oían los lamentos y los ruegos de sus víctimas exangües…
Desde por la mañana se habían iniciado las procesiones. De todas las iglesias salían cuadros y estandartes sagrados bajo doseles de tela roja, a la luz mortecina de las velas de cera, llevadas por largas filas de sacerdotes vestidos de blanco. Se oía el tintineo de las campanillas de plata, agitadas por los monjes que iban delante de la Sagrada Efigie. Los cardenales, con sus altos gorros carmesíes y sus largos báculos, dirigían los cortejos.
Y entre el humo del incienso se elevaban figuras de santos, que iban sobre los hombros de los fieles, de leprosos vencidos por el dolor, de seres desnudos con puñales hundidos en el cuerpo y gotas de sangre coagulada brotando de sus heridas abiertas; algunos mostraban, con los rostros compungidos, las heridas que aún conservaban de las uñas clavadas. Y detrás de ellos seguían, a lo largo de kilómetros, hileras de monjes con máscaras de muerte, cubiertos con sus negros hábitos, que llevaban una calavera bordada en blanco, y por los recortados ojos de la calavera mostraban sus extraños ojos de horror.
Los disfrazados de esqueletos llevaban largas velas amarillas de cera, dando la sensación de que los muertos habían salido de sus sepulcros y marchaban por las calles de Roma.
Desde la madrugada se oyó un canto, que no era tal, sino el extraño grito de la muerte que corría por las calles de Roma, y que sumía a toda la ciudad en un pánico precursor de algo desconocido que se avecinaba.
Todas las procesiones se dirigían a las puertas de la Iglesia del «Sagrado Corazón»; una vez allí, bajaron las banderas, las efigies sagradas y las figuras de yeso de los hombros, las llevaron a la capilla donde Pastillo había terminado sus frescos y las depositaron ante el altar de la Santa Madre, donde se colocaría el nuevo cuadro de la Madre de Cristo, que debía surgir acto seguido en el espacio, mediante un procedimiento secreto inventado por un mecánico.
La iglesia aparecía rebosante de cardenales, obispos, sacerdotes, monjes y monjas. Todos en sus hábitos, arrodillados en el suelo, esperaban el gran momento en que la «Santa Doncella» aparecería ante el altar. Sonaba el órgano y cantaba el coro de la iglesia, acompañado por el pueblo; hombres, mujeres y niños, como agitadas olas de un océano, se empujaban unos a otros en las puertas, pugnando por entrar. La iglesia estaba ya repleta, y millares de cabezas, como las aguas de un río desbordado, cubrían el césped de la plaza, alrededor de la iglesia; estos fieles sólo podían ver las amarillas velas de cera, ardiendo en los altos candelabros de madera como columnas encendidas, que se elevaban por encima de las cabezas de los sacerdotes de blancos hábitos y por encima de los monjes con máscaras de calaveras; sólo oían los cánticos que llegaban desde el templo, y permanecían en completo silencio. Resonaba el sonido de la campanilla, que recordaba a cada cristiano devoto los postreros momentos de su vida. Y todos los frailes y monjas se echaron al suelo, en un instante dado, hundiendo las cabezas, y permaneciendo mudos. Por encima de ellos se elevaba el humo espeso del incienso, y entre sus nubes surgía milagrosamente el cuerpo ligero de una doncella, que se elevaba por encima del público y quedaba fijo entre las efigies sagradas y las estatuas de yeso, ante el Sacramento del altar del «Sagrado Corazón». El Obispo de la Iglesia de San Marcos, que dirigía la procesión, fue el primero que levantó la testa calva, coronada, y lanzó una mirada hacia la nueva deidad que se mostraba ante ellos, quedándose estupefacto ante el cuadro desconocido y extraño de la Santa Madre que se descubría ante su vista: una doncella desnuda, que más semejanza guardaba con una judía del «ghetto» que con cualquier cuadro conocido de la «Virgen María. De pronto, oyóse un pequeño murmullo, seguido de un silencio, y nadie supo lo que iba a suceder. Los frailes y las monjas no podían reconocer en ella a la Divinidad, y se miraban extrañados e inquietos. Pero, de pronto, uno de los frailes más jóvenes, que había puesto los ojos en el nuevo retrato de la Virgen, observó aquella sonrisa melancólica en sus finos labios y la mirada triste y profunda, y tuvo la impresión de que aquella doncella lo miraba, hablándole con la elocuencia de su mirada y de su sonrisa. Se sintió repentinamente poseído por algo divino que embriagaba su alma, produciéndole un extraño temblor… Levantó hacia ella sus delgadas manos y su rostro iluminado, y exclamó con una voz que no era humana, como si se hallara ante el espectáculo de otro mundo:
—¡Ave María! ¡Santa madre, eterna pureza! ¡Manantial sagrado! ¡Soy tuyo! ¡Soy tuyo!…
Su voz contagió rápidamente a todos los espectadores, como si se hubiera tratado de una hechicería. Uno tras otro, comenzaron a fijarse en ella los cardenales, los obispos, los sacerdotes y las monjas. Primeramente, lo sintieron los jóvenes, luego las monjas y, finalmente, los viejos. Cada cual se sentía objeto de aquella mirada penetrante y viva. Cada cual sintió hasta qué punto impresionaba aquella sublime delicadeza de su cuerpo desnudo y palpitante, de su mirada cuajada de dolor, y de su sonrisa profética. Y cada cual sintió hasta qué punto es susceptible de confundirse la felicidad celeste y la terrena. Su desnudo cuerpo de adolescente halagaba los sentidos como una bella manzana recién arrancada del árbol, en tanto que su rostro, sus ojos melancólicos y su dulce sonrisa, convertían la excitación en un goce celestial… La imagen parecía atraer hacia ella todo lo que existe en este mundo y en el del más allá, y todos se entregaron a adorarla en cuerpo y alma.
Así fue como uno tras otro levantaron las manos hacia ella: manos huesudas y esqueléticas de pastores y monjas; manos gordas y velludas de los obispos; todos levantaron los rostros que irradiaban placer, y dirigiéndose a ella, comenzaron a exclamar en coro, invocando su nombre:
—¡Ave María!
El pueblo que se hallaba afuera, al oír los gritos, los ruegos y el canto de los que se encontraban dentro de la iglesia, se sintió abrasado como por un fuego; y contagiado de la admiración y el entusiasmo que venía de la repleta e iluminada capilla, comenzó a penetrar en el interior como una ola furiosa, estirando las manos y los rostros hacia la luz. La iglesia se llenó de tal forma que se hacía imposible la respiración; los más fuertes trataban de contener la avalancha, pero fue inútil. El pueblo que se aglomeraba afuera empezó a invocar el nombre de Dios y a gritar:
—¡Mostradnos la Efigie Sagrada!
—¡Se ha realizado un milagro! ¡Un milagro! —gritaban desde adentro.
Tan pronto como fue posible, los frailes sacaron del templo el cuadro con la efigie de la muchacha del «ghetto» y la llevaron sobre los hombros. Delante de ella iban las divisas de la Iglesia y las efigies sagradas; ella sola, única en su majestad, bajo un dosel de terciopelo rojo con encajes de oro, era conducida hacia el pueblo en medio de los poderosos de Roma, los cardenales y obispos. Tan pronto como el pueblo vio la descubierta figura de la doncella que se agitaba en el aire con la atracción de su sonrisa y la melancolía de su mirada, una mirada que parecía dirigirse a cada cual en particular, como si su ternura hubiese sido creada para recreo de todos los asistentes, no reparó en las otras efigies sagradas. Las gentes no querían mirar ya hacia aquellos dioses crucificados de caras amargadas y doloridas. No querían detenerse ante aquellos santos con el puñal hundido en el cuerpo y las heridas ensangrentadas. Todos tenían fijos los ojos en el desnudo cuerpo de la muchacha del «ghetto». Hacia ella levantaron los brazos y dirigieron las miradas; ante ella se postraron en tierra, rogándole para que les concediera un poco de felicidad en esta vida y la dicha inmarcesible en el más allá.
—¡Ave María! ¡Eterna pureza!
Y era como si el pueblo de Roma hubiera colmado su sed de goces celestiales con la sola presencia de esa imagen pintada, de ese rostro angelical, de esa figura alada que se elevaba al cielo en una sempiterna promesa de felicidad.
Los judíos permanecieron encerrados dentro de los muros del «ghetto» durante todo el tiempo que duró la procesión, temerosos de que el pueblo romano cometiera algún atentado de los que tantas veces se repetían durante las procesiones. La población judaica tenía la prohibición de salir del «ghetto» durante las festividades religiosas. Sólo podían oír, pues, el extraño y fragoroso tañido de los millares de campanas que resonaban en la judería desde todos los extremos de la ciudad, y que la obligaba a buscar refugio en los rincones de sus viviendas, hermanos en el miedo y la angustia común. Más de uno creía oír en esas campanadas su último «Schmah Israel», con cuyos sonidos se confundían y elevaban desde el fuego de la Inquisición, evocando a sus parientes. Esos redobles los obligaban a permanecer en sus casas, cerrando puertas y ventanas. Cada campanada era como un latigazo que sacudía sus cuerpos con un escalofrío, hundiéndolos más y más en los oscuros sótanos, como las ratas en sus escondrijos. Y como siempre, durante las grandes fiestas de la Iglesia, que sembraban terror en la población judaica, esta vez también se reunían en los sótanos secretos donde tenían sus sinagogas, a decir los Salmos para que Dios los protegiera en el día de la fiesta de la Iglesia… Estos ritos, practicados clandestinamente por los judíos en los días de las grandes procesiones, se realizaban ex profeso cuando los cristianos conducían el fausto de sus dioses por las calles de Roma, para que los cielos se purificasen por medio de las oraciones hebreas.
Esta vez, más que otras, los judíos estaban atemorizados por el poderoso redoble de las campanas que llegaba desde las afueras de los muros del «ghetto». Desconocían el significado y el motivo de esta fiesta; quizás estaríase sacrificando en las plazas de Roma a algunos de sus hermanos, o incinerando los libros sagrados. Con el corazón acongojado y los labios de palidez mortal, decían los judíos esta vez los Salmos en el sótano débilmente alumbrado de José Pérez, rogando por las almas de los sacrificados que estarían agonizando en las calles de Roma.
Entre los que oraban se encontraba también el anciano ciego refugiado de Castilla y descendiente de la familia de los Abarbanel, con su única nieta Ifatah, que habían regresado al «ghetto», abandonando la Iglesia del «Sagrado Corazón» cuando hubo desaparecido el peligro que había amenazado a las muchachas judías, entre las que se buscaba a la hechicera. Además, no tenían dónde ir, una vez que el cuadro se dio por terminado. Ellos, como todos los demás, no sabían el porqué del redoble incesante. Y la muchacha, igual que las otras, pedía a Dios que los protegiese en ese día de la gran fiesta cristiana. No sabía que ella era la festejada, que para ella sonaban las campanas, que ante ella se arrodillaban los más poderosos de la ciudad, y que su cuerpo desnudo era adorado por todo el pueblo cristiano de Roma.